Londres, Inglaterra, 1818
En su calidad de detective, Jasper Bond se había entrevistado con gente en sitios de lo más curiosos, pero ésa era la primera vez que había concertado una cita en una iglesia. Algunos de sus clientes se sentían más cómodos quedando en locales de mala muerte. Otros preferían el lujo. Aquél en concreto parecía una persona de profundas convicciones religiosas, ya que había elegido la iglesia de Saint George como lugar de encuentro. Jasper suponía que le habría parecido un lugar seguro, lo que lo llevaba a pensar que la persona que lo había citado se sentía incómoda o insegura. Sin duda le habían llegado noticias de su dudosa moral. Mucho mejor. Así le pagaría bien y se mantendría a distancia. Eran los casos que más le gustaban. Al bajar del carruaje, Jasper se detuvo a contemplar el impresionante atrio y las columnas corintias de la fachada principal de la iglesia. Un murmullo de cánticos llegaba desde el interior, en abierto contraste con los gritos de los frustrados cocheros y con el ruido de cascos de caballos a su espalda. Golpeó el suelo del carruaje con el bastón que sujetaba por la empuñadura con forma de cabeza de águila y despidió al conductor con un leve toque en el sombrero.
La cita de ese día había sido concertada por el señor Thomas Lynd, un hombre que contaba con su confianza por muchas razones. La más importante era que Lynd había sido su mentor y maestro en el oficio. Jasper no se consideraba moralista, pero le gustaba ceñirse al código ético que Lynd le había enseñado: ayudar a los que realmente lo necesitan.
Nunca exigía dinero a cambio de protección, como hacían otros sabuesos. Ni robaba cosas con una mano para devolverlas con la otra a cambio de una recompensa. Se limitaba a buscar objetos perdidos y a proteger a los que lo necesitaban. Y eso lo llevaba a preguntarse por qué Lynd le habría pasado este caso, ya que él se movía por los mismos principios.
Jasper era muy aficionado a resolver misterios, así que estaba dispuesto a averiguar los motivos de la decisión de Lynd. Lo que no le gustaba era tener que ir a la entrevista personalmente. Por norma general, prefería enviar a un empleado que hiciera las preguntas. Eso le permitía conservar el anonimato, tan necesario para sus planes personales.
Al entrar en la iglesia, se detuvo un momento para absorber la ola de música que lo envolvía. En la parte delantera de la nave, a mano derecha, se alzaba el púlpito cubierto. A la izquierda había una sillería de dos niveles. Los numerosos bancos estaban vacíos. Sólo los miembros del coro ocupaban la iglesia, llenando el aire con sus voces que se elevaban en oración.
Jasper miró su reloj de bolsillo. Era la hora exacta que habían acordado. En su profesión era importante ser estrictamente puntual. Se dirigió hacia la escalera que subía a la galería.
Al llegar al descansillo, se detuvo. Su mirada fue atraída sin remedio por una masa de pelo blanco que desafiaba la ley de la gravedad. Una cinta negra trataba de domarlo, pero parecía agotada, como si hubiera perdido la esperanza de lograrlo y se hubiera conformado con recoger sólo una parte en una coleta torcida y despeinada. Mientras observaba esa coleta, el desafortunado dueño de aquella horrible pelambrera levantó la mano y se rascó la cabeza, despeinándose aún más.
Jasper estaba tan fascinado que no se había fijado en la mujer menuda sentada al lado del dueño del espantoso pelo. Pero en cuanto lo hizo, el foco de su atención cambió por completo. Ella era el polo opuesto de su acompañante en lo que a cabellera se refería: tenía una brillante melena de un tono cobrizo tan poco habitual que llamaba la atención.
Eran los únicos ocupantes de la galería, pero ninguno de ellos tenía el aire del que está esperando a alguien. Al contrario, parecían absortos en la actuación del coro.
¿Dónde estaba su cliente?
La mujer pareció notar que la estaba observando, porque se volvió hacia Jasper y lo miró a los ojos. Era atractiva. No de un modo tan excepcional como su cabello, pero tenía unos rasgos agradables. Los ojos, de un azul intenso, lo miraban entre unas espesas pestañas. Tenía pómulos altos y una nariz que indicaba firmeza de carácter. Al morderse el labio inferior, dejó al descubierto unos dientes blancos y bonitos, y cuando frunció los labios se le formó un hoyuelo en la mejilla. Era una cara más bonita que hermosa, aunque lo que más le llamó la atención fue el disgusto que mostró al verlo.
—Señor Bond —dijo, tras un breve silencio—, no lo he oído llegar.
Podría haberlo atribuido al coro, pero lo cierto era que siempre caminaba de forma silenciosa. Hacía tiempo que había aprendido a hacerlo. Le había salvado la vida en el pasado y esperaba que le siguiera resultando una habilidad útil durante mucho tiempo.
La joven se levantó y avanzó hacia él con decisión, ofreciéndole la mano. Como si lo hubieran ensayado, el coro dejó de cantar en ese preciso instante. En el silencio que siguió, ella se presentó:
—Soy Eliza Martin.
Su voz lo sorprendió. Era suave como una brisa de verano, pero con un fondo de acero. El sonido quedó suspendido en el aire gracias a la resonancia del recinto, despertando la imaginación de Jasper y llevándolo en direcciones poco recomendables.
Cambiándose el bastón de mano, se inclinó sobre la que ella le ofrecía.
—Señorita Martin.
—Le agradezco que haya sido tan amable de venir hasta aquí. Sin embargo, es usted exactamente como me temía que fuera.
—Oh. —Aunque sorprendido por sus palabras, Jasper estaba cada vez más intrigado—. ¿En qué sentido?
—En todos los sentidos, señor. Me puse en contacto con el señor Lynd porque necesito a un tipo de hombre muy concreto. Y usted, señor, no se parece en nada a mi petición.
—¿Le importaría ser un poco más concreta?
—Sería demasiado largo de explicar.
—En mi profesión, uno espera que los demás sean predecibles, pero odia serlo. Ya que, al parecer, soy todo lo que no desea encontrar en un hombre, le agradecería que me explicase los criterios que la han llevado a esa conclusión.
La señorita Martin meditó su respuesta. Mientras lo hacía, Jasper confirmó lo que su instinto le había dicho en el primer momento: a Eliza Martin no le resultaba indiferente. Antes de que su cerebro racional se hubiera puesto en acción, el instinto de la joven había reaccionado del mismo modo que el de él: las ventanas de la nariz se le habían abierto, su respiración se había agitado, todo su cuerpo se había tensado… los signos clásicos de una cierva que nota que un depredador está cerca.
—Ya veo —respondió ella con un hilo de voz—. Supongo que no le falta razón.
—Claro que no. Nunca miento a un cliente. —Tampoco se acostaba con ellos, pero eso podría estar a punto de cambiar.
—No lo he contratado, así que no soy su clienta.
El hombre de la rebelde pelambrera los interrumpió:
—Eliza, cásate con Montague y acaba con esta farsa.
Al oír ese nombre, Jasper entendió al momento por qué Lynd le había pasado el caso. Tuvo claro también que Eliza Martin no tenía ninguna posibilidad de librarse de él.
—No permitiré que nadie me obligue a hacer nada contra mi voluntad, milord —replicó ella, con firmeza.
—En ese caso, invita al señor Bond a sentarse.
—No será necesario —se resistió la joven.
Sorteándola, Jasper se sentó detrás de ellos.
—Señor Bond… —empezó a protestar la señorita Martin, pero, suspirando, se resignó—. Milord, permíteme que te presente al señor Jasper Bond. Señor Bond, le presento a mi tío, el conde de Melville.
—Lord Melville. —Jasper lo saludó con una inclinación de cabeza. Sabía que Melville era el cabeza de familia de los Tremaine, un linaje famoso por sus excentricidades—. Creo que averiguarán que soy capaz de llevar a cabo cualquier tarea para la que se precise a un detective.
La señorita Martin lo miró con los ojos entornados. Al parecer, no le gustaba que la ignoraran.
—Señor, no dudo de que sea usted un hombre muy capaz en cualquier circunstancia. Sin embargo…
—¿Los criterios para rechazarme serían…? —la interrumpió él, volviéndose en redondo para mirarla. No le gustaba proseguir la conversación dejando temas pendientes.
—Es usted muy tenaz. —La señorita Martin permanecía de pie, dispuesta a despedirlo en cualquier momento.
—Una característica muy valorada en mi profesión.
—Sí, pero que no altera las demás.
—¿Y las demás son…?
El conde seguía la conversación mirando ahora al uno, ahora al otro.
Ella negó con la cabeza.
—¿No podemos dejarlo así, señor Bond?
—Preferiría que no —respondió él, dejando el sombrero en el banco—. Me enorgullezco de mi capacidad para enfrentarme a cualquier situación. Es una cuestión de orgullo personal. ¿Cómo voy a poder seguir afirmándolo si hay algo que no puedo hacer y ni siquiera sé de qué se trata?
—No digo que sea usted un mal profesional —protestó la señorita Martin—. Sólo que no es la persona que necesito para mi situación.
—¿Y cuál es esa situación?
—Es un tema delicado.
—En el que no puedo ayudar si desconozco los detalles.
—No le he pedido ayuda, señor Bond. Parece que le cuesta entenderlo.
—Porque usted se niega a explicarse. Al señor Lynd le pareció que yo podría ayudarla y usted confió en su criterio, por eso concertó esta cita.
Y Jasper se aseguraría de agradecérselo como se merecía. Hacía demasiado tiempo que nada había logrado interesarlo, aparte del deseo de venganza.
—El señor Lynd no ha tenido en cuenta las mismas cosas que yo.
—¿Y cuáles son esas cosas?
—Señor, es usted exasperante.
Y ella fascinante. Le brillaban los ojos mientras golpeaba el suelo con el pie y apoyaba los puños apretados en las caderas. Pero siguió resistiéndose a las provocaciones de Jasper. A éste su resistencia le parecía de lo más atractiva. ¿Hasta dónde tendría que llegar para romper sus defensas y verla perder el control? Estaba deseando descubrirlo.
—Le compensaré por haberle hecho perder el tiempo —dijo ella—. Ya ve. No habrá sido un viaje en balde. Ahora, no hace falta seguir con esta conversación.
—No ha tenido en cuenta, señorita Martin, que podría asignarle el caso a alguno de mis empleados. Sin embargo, no puedo hacerlo si no conozco la situación y no sé qué tipo de servicio necesita. —Tenía intención de ocuparse de sus necesidades de manera muy personal, pero si debía usar algún subterfugio para lograr el delicioso premio, que así fuera.
—¡Oh! —exclamó ella y se mordió el labio inferior antes de añadir—: No había pensado en ello.
—Eso me parecía.
Entonces, la joven se sentó en el banco con mucha clase.
—Que quede claro de entrada que usted no da el perfil.
—No queda nada claro —replicó él, colocándose el bastón entre las piernas y apoyando las manos en la empuñadura—. Al menos, de momento.
Ella miró a su tío antes de volverse otra vez hacia Jasper, claramente irritada.
—Me obliga a decir algo que preferiría omitir, señor Bond: francamente, es usted demasiado guapo para el puesto.
Por unos instantes, él se quedó demasiado asombrado para responder. Luego sonrió satisfecho para sus adentros. Era deliciosa hasta cuando se enfadaba.
—El señor Lynd llama menos la atención que usted —siguió diciendo ella—. Usted es demasiado corpulento y, como ya he dicho, demasiado atractivo.
Lynd era veinte años mayor que él y de altura y complexión medias. Al mirar al conde, Jasper notó que el hombre miraba confuso a su sobrina.
—No entiendo qué tiene que ver mi cara con mi capacidad como investigador —protestó.
—Además —siguió diciendo la chica, más decidida—, sería imposible esconder ese aire que tiene usted y que lo distingue de los demás.
—¿De qué aire está hablando? Le ruego que me lo aclare. —Cada vez le costaba más disimular lo mucho que estaba disfrutando con la conversación.
—Usted es un depredador, señor Bond. No sólo tiene aspecto de serlo, sino que se comporta como tal. Para que me entienda, tiene usted aspecto de hombre peligroso.
—Ya veo.
La fascinación dejó paso al embrujo. Tal vez su futura clienta no fuera tan inocente como aparentaba. Al fin y al cabo, él se gastaba grandes cantidades de dinero en su aspecto, precisamente para conseguir una apariencia de respetabilidad que, por lo visto, a ella no la había engañado ni por un segundo.
—Dudo que tuviera éxito en su trabajo si no tuviera usted las cualidades de un peligroso depredador —aclaró la señorita Martin, como si quisiera compensarlo.
—Entre otras.
Ella asintió.
—Sí, me imagino que su profesión requiere que sea usted una persona con numerosas habilidades.
—Eso es útil, desde luego.
—Sin embargo, su belleza masculina invalida todo lo anterior.
—¿Podría ser más concreta, por favor, señorita Martin? ¿Puedo saber para qué quería contratarme?
—Para varias cosas, de hecho. Protección, investigación y… para hacerse pasar por mi prometido.
—¿Cómo? —La voz de Bond retumbó en la galería de la iglesia.
Eliza estaba sofocada y nerviosa y la culpa era de aquel hombre. No se había imaginado que fuera a ser tan curioso ni tan insistente. Y, ciertamente, tampoco tan atractivo. No sólo era el hombre más guapo que había visto nunca, sino que iba vestido con prendas dignas de un lord del reino y se movía con la gracia y la elegancia de un gran felino.
¿Y la manera que tenía de mirarla? Sólo podía traer problemas.
Que alguien así la contemplara de esa forma era desconcertante. Los hombres como él solían ignorar a las mujeres normales como ella. Por eso siempre se esforzaba en ir vestida de manera que no llamara la atención. ¿Para qué atraer la atención de nadie si luego no iban a saber qué hacer con ella?
Tal vez fuese el color de su pelo lo que le había interesado. Su madre le había contado que algunos hombres sentían una gran debilidad por ciertas partes del cuerpo de una mujer o por un tono especial de cabello.
—¿Podría… repetirlo, por favor, señorita Martin? —le pidió Bond, mirándola con sus ojos negros, tan intensos.
En ese momento, Eliza maldijo su costumbre de mirar a los ojos de su interlocutor, porque le resultaba muy difícil pensar ante la belleza de Jasper Bond. Era asombroso de hombros para abajo, pero más todavía de hombros para arriba. Tenía el pelo espeso y oscuro como su color de tinta favorito, e igual de brillante. Aunque lo llevaba un poco demasiado largo, la longitud era perfecta para enmarcar los rasgos de su cara: la nariz distinguida, los ojos profundos, la boca severa pero sensual. Era muy significativo que, con aquel rostro tan atractivo, siguiera teniendo un aspecto tan amenazador. Era un hombre al que claramente era mejor no hacer enfadar.
—Necesito protección —repitió ella.
—Sí.
—Investigación.
—Eso lo he oído bien.
—Y un pretendiente —añadió, alzando la barbilla.
Él asintió como si fuera la petición más normal del mundo, pero no pudo ocultar el brillo de sus ojos.
—Eso me había parecido.
—Eliza… —El conde se miró las manos, que tenía enlazadas en el regazo, y negó con la cabeza.
—Milord —dijo Bond, al ver que se interrumpía—. ¿Conoce usted la naturaleza del servicio que precisa la señorita Martin?
—Tiempos difíciles los que nos ha tocado vivir —murmuró lord Melville—. Tiempos difíciles…
Bond volvió la mirada hacia Eliza, que alzó las cejas.
—¿Está bien?
—Su cerebro es tan privilegiado que se bloquea ante la mediocridad —respondió ella.
—O tal vez sea su petición lo que lo ha colapsado.
Eliza enderezó la espalda.
—Mi petición es muy sensata. Y el sarcasmo es innecesario, señor Bond. Haga el favor de prescindir de él.
—Claro. —La voz de Jasper bajó de tono y se convirtió en un susurro casi amenazador—. ¿Y qué espera que le ofrezca ese pretendiente?
—No estoy buscando un semental, si es eso lo que está pensando, señor Bond. Sólo una mente depravada llegaría a esa conclusión.
—¿Un semental?
—¿No era eso lo que estaba pensando?
Jasper Bond sonrió y el corazón de ella dejó de latir por un momento.
—No, no lo era.
Queriendo acabar lo antes posible, Eliza preguntó:
—Entonces, ¿tiene a alguien que pueda ocupar el puesto o no?
Él resopló suavemente, pero aquel sonido burlón parecía dirigido hacia sí mismo.
—Señorita Martin, le ruego que empecemos por el principio. ¿Por qué necesita protección?
—Recientemente he sido víctima de una serie de desafortunados… y sospechosos accidentes.
Eliza esperaba que Jasper se echara a reír o, al menos, que la mirara con escepticismo, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Al contrario, su actitud se transformó por completo. Aunque se había mostrado atento desde su llegada, ahora estaba mucho más concentrado en el problema. Por primera vez, Eliza lo valoró por algo más que por su aspecto.
Él se echó hacia delante en el banco.
—¿Qué tipo de accidentes?
—Alguien me empujó para que me cayera al lago en Hyde Park. Me cortaron las cintas de la silla de montar. Alguien soltó una serpiente en mi habitación…
—Tengo entendido que fue un agente de la ley quien la puso en contacto con el señor Lynd.
—Sí, investigó el caso durante un mes, pero no consiguió nada. Nadie me atacó durante el tiempo que él estuvo vigilando.
—¿Quién querría hacerle daño? ¿Y por qué?
Ella sonrió levemente, agradecida por el interés que estaba mostrando. Anthony Bell, el agente, nunca se había tomado el caso en serio. No había podido disimular la risa cada vez que le contaba algún percance. A Eliza nunca le había parecido que se estuviera esforzando por descubrir quién estaba detrás.
—Francamente, no estoy segura. Sospecho que tal vez no quieran hacerme daño, sino sólo animarme a casarme. Si lo hiciera, mi marido me protegería de manera permanente. No veo otra explicación.
—¿Es usted rica, señorita Martin? ¿O espera serlo en el futuro?
—Sí. Por eso dudo de que quieran hacerme daño de verdad. Valgo más viva que muerta. Pero hay quien considera que no estoy a salvo viviendo bajo el techo de mi tío. Creen que no es un buen tutor. Que está un poco tocado de la cabeza y que habría que encerrarlo. Como si alguien con un mínimo de compasión pudiera encerrar en un manicomio a nadie. Yo no podría encerrar ni a un perro, mucho menos a un ser querido.
—Menuda tontería —refunfuñó el conde—. Estoy en plena forma. De cuerpo y de mente. ¡Fuerte como una roca!
—Así es, milord. —Eliza le sonrió con afecto—. Siempre digo que lord Melville llegará a los cien años.
—¿Y qué espera conseguir añadiéndome a la lista de sus pretendientes? —preguntó Bond—. ¿Detener al culpable?
—Espero que, al añadir a uno de sus empleados —lo corrigió ella— a mi lista de pretendientes, no vuelva a sufrir ningún accidente durante las seis semanas que quedan de temporada social. Además, si el nuevo pretendiente le parece una competencia peligrosa al atacante, tal vez dirija sus ataques hacia él y así sea más fácil detenerlo.
—Sinceramente, me gustaría poderle preguntar qué la llevó a idear un plan tan absurdo y qué pretendía conseguir con él.
Bond se echó hacia atrás en el asiento, aparentemente sumido en sus pensamientos.
—Nunca se me habría ocurrido sugerirle a una persona inexperta que se pusiera en una situación tan peligrosa —prosiguió ella—, pero pensé que para un investigador acostumbrado a relacionarse con ladrones y criminales… un cazafortunas no sería rival.
—Ya veo.
Lord Melville, situado junto a Eliza, murmuró algo para sí mismo, resolviendo acertijos y ecuaciones en su mente. Al igual que ella, su tío se sentía mucho más cómodo enfrentándose a situaciones predecibles, que pudieran ser cuantificadas de alguna manera. Tratar con asuntos que se escapaban a la razón les resultaba a ambos agotador.
—¿Qué tipo de persona le parecería adecuada para hacerse pasar por su pretendiente, protector o investigador? —preguntó Bond finalmente.
—Debería ser alguien tranquilo, poco hablador y buen bailarín.
Él frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver ser aburrido o bailar bien con la habilidad para capturar a un posible asesino?
—No he dicho que tenga que ser aburrido, señor Bond. Haga el favor de no poner en mi boca cosas que no he dicho. Si quiero que se lo considere un rival al que tener en cuenta, debe ser alguien hacia quien pudiera sentirme atraída.
—¿No se siente atraída por los hombres guapos?
—Señor, odio ser maleducada, pero no me deja alternativa. Me temo que su carácter es incompatible con el matrimonio.
—No sabe cómo me alegra oír eso en labios de una mujer.
—¿Alguna lo duda? —Con un gesto de la mano, Eliza siguió hablando—: No me cuesta nada imaginármelo en medio de una pelea o en un duelo a espada, pero soy incapaz de verlo disfrutando de una partida de cróquet después de comer, jugando al ajedrez tras la cena o charlando con amigos en una tranquila sobremesa. Soy una persona intelectual, señor Bond, y aunque estoy segura de que su mente es muy aguda, lo veo más capacitado para actividades físicamente agotadoras.
—Ah.
—Con sólo una mirada, cualquiera se daría cuenta de que no se parece en nada a los hombres que suelen acompañarme. Nadie se creería que me tomaba en serio a alguien como usted. Es obvio que somos incompatibles, y todo el mundo que me conoce sabe que no se me escapan ese tipo de detalles. Francamente, señor, no es usted mi tipo de hombre.
Él la miró con ironía, pero sin la petulancia que lo habría hecho resultar irritante. Se notaba que estaba seguro de sí mismo, pero no era engreído. Eliza comprobó, disgustada, que esa combinación de cualidades resultaba muy atractiva.
Aquel hombre era sin duda una fuente de problemas, y a ella no le gustaban los problemas.
Jasper Bond se volvió entonces hacia el conde.
—Le ruego que me disculpe, milord, pero creo que debo ser muy claro en este asunto. Sobre todo porque afecta a la integridad física de la señorita Martin.
—Me parece bien —contestó Melville—. Directo al grano, siempre lo digo. La vida es demasiado corta para gastarla en tonterías.
—Estamos de acuerdo. —Volviéndose hacia Eliza, Bond sonrió—. Señorita Martin, le ruego que me disculpe, pero tengo que señalar que su falta de experiencia en estos temas no le permite abordar el asunto como debería.
—¿Qué asunto?
—El de los hombres. Para ser más exactos, el de los cazafortunas.
—Déjeme que le diga que, durante los seis años que han pasado desde mi presentación en sociedad, he adquirido bastante experiencia sobre hombres en busca de financiación.
—Y, sin embargo, se le escapa el detalle de que el éxito de esos hombres no suele deberse a sus capacidades sociales.
—¿A qué se refiere? —preguntó ella, parpadeando.
—Las mujeres que se casan con cazadotes no los eligen porque bailen bien, ni porque sepan estar sentados en silencio. Lo hacen por su apariencia y por su fuerza física, dos atributos que ya hemos establecido que yo poseo.
—No veo por qué…
—No, es evidente que no, pero se lo explicaré. —La sonrisa de Bond era cada vez más amplia—. Los cazafortunas que triunfan no se dedican a satisfacer las necesidades intelectuales de las mujeres. Para eso están los amigos o conocidos. Tampoco lo logran gracias a su presencia en una mesa después de comer. Para eso están las reuniones sociales.
—Señor Bond…
—No. Su triunfo se debe a que se centran en el único campo donde amigos o conocidos no tienen nada que hacer. Y muchos de ellos son tan hábiles en esa tarea que las mujeres se olvidan de todo lo demás.
—Por favor, no siga…
—El fornicio —murmuró el conde, antes de volver a su conversación interior.
—¡Milord! —exclamó Eliza, poniéndose de pie.
Siguiendo los dictados de la cortesía, tanto su tío como el señor Bond la imitaron.
—Yo prefiero llamarlo seducción —dijo este último, con los ojos brillantes.
—Pues yo lo llamo absurdo —lo reprendió ella, con los brazos en jarras—. En el gran esquema de las cosas, el tiempo que pasa una persona en la cama, comparado con el que dedica a otras actividades, es muy pequeño.
Bond bajó la vista hacia las caderas de ella, sin dejar de sonreír.
—Eso depende de quién sea el otro ocupante de la cama.
—¡Santo cielo!
Eliza se estremeció ante su mirada. Era una mirada expectante. No sabía qué había hecho para poner en marcha el dichoso orgullo masculino de aquel hombre, pero el caso era que lo había hecho.
—Una semana —sugirió Jasper entonces—. Deme una semana para demostrarle mi punto de vista y mi capacidad. Si al final de la misma no la he convencido, no aceptaré ningún pago por mis servicios.
—Excelente propuesta —opinó el conde—. No tienes nada que perder.
—No estoy de acuerdo —lo contradijo Eliza—. ¿Cómo explicaré la súbita desaparición del señor Bond?
—Pues alarguémoslo a quince días —propuso él.
—No lo entiende, señor. No soy actriz. Nadie creerá que me siento seducida por usted.
La sonrisa de Jasper Bond pasó de divertida a depredadora.
—Deje eso en mis manos. Al fin y al cabo, para eso me pagará, ¿no?
—¿Y si fracasa? Si abandona, no sólo tendré que inventar una excusa para su desaparición, sino buscar a otro detective que lo sustituya. Eso levantará sospechas.
—¿Lleva seis años con los mismos pretendientes, señorita Martin?
—Ése no es el tema…
—Acaba de hacer una lista de razones por las que no le parezco un candidato adecuado. ¿No puede limitarse a repetirlas cuando le pregunten por mi ausencia?
—Es usted extremadamente persistente, señor Bond.
—Bastante, sí —admitió él—. Por eso descubriré quién es el responsable de esos lamentables accidentes y qué pretendía conseguir con ellos.
Eliza se cruzó de brazos.
—No estoy convencida.
—Confíe en mí. Ha sido una suerte que el señor Lynd me propusiera para el caso. Si no logro apresar al culpable, me atrevo a decir que será porque no habrá un culpable. —Cogió el bastón con fuerza—. Dejar al cliente satisfecho es una cuestión de orgullo para mí, señorita Martin. Cuando dé por cerrado este asunto, le garantizo que se sentirá totalmente complacida con mi trabajo.