Epílogo

Tu hermana tiene buen aspecto —comentó su excelencia la duquesa de Masterson.

Jess miró a la madre de Alistair por encima de la mesa de la terraza.

—Sí, tiene buena salud y ha recuperado las fuerzas. Y cada día que pasa se acuerda un poquito más de reír y de ser feliz.

Más allá de los balaustres de piedra que separaban el porche de los inmaculados jardines de la mansión Masterson, empezaban a llegar la docena de invitados que asistían a la fiesta de Jess. Incluso el duque estaba fuera, disfrutando del buen día, sujetando la mano del pequeño Albert, que se balanceaba por el camino de grava.

—Lord Tarley parece estar prendado de ella —señaló Louisa.

Jess desvió de nuevo la mirada hacia Hester y Michael y vio que seguían caminando juntos. Su hermana sujetaba una sombrilla y Michael tenía las manos entrelazadas a la espalda. Hacían muy buena pareja, él con el pelo negro y tan atractivo y su hermana tan rubia.

—Siempre ha sido muy buen amigo —dijo Jess—. Pero a lo largo de estos dos últimos años ha demostrado que su presencia es inestimable, en más de un sentido. Él la hace sentirse a salvo y gracias a eso Hester ha empezado a recuperarse. Igual que su hijo hizo por mí.

—Lo que tú has hecho por él es igual de importante, si no más. —La duquesa levantó su taza de té y se la llevó a los labios. Protegía su delicada piel de porcelana con un sombrero de paja de ala ancha—. Por cierto, ¿dónde está mi hijo?

—Está resolviendo un problema de irrigación o algo por el estilo.

—Espero que sepa que Masterson está impresionado con él.

Alistair no tenía modo de saber tal cosa, porque los dos hombres apenas hablaban, pero aquel desafortunado tema era mejor dejarlo para otro día.

—No hay nada que no haga bien. Es verdad, me parece increíble que a una alma tan romántica y creativa como la de Alistair se le den tan bien los números, la ingeniería y un sinfín de temas analíticos.

Y también había que tener en cuenta sus aptitudes físicas, pero ésas sólo las sabía Jess y eran para su disfrute personal.

—Milady.

Una doncella se acercaba con una misiva en la mano. Jess le sonrió y cogió la carta, reconociendo de inmediato la letra de su esposo. Rompió el sello y sonrió.

Encuéntrame.

—Si me disculpa, excelencia —le dijo, apartándose de la mesa para ponerse en pie.

—¿Va todo bien?

—Sí. Como siempre.

Jess cruzó las puertas de la terraza y entró en la casa. El interior estaba tranquilo y en silencio. La finca, a pesar de su enorme extensión, conseguía mantener cierto aire hogareño y de intimidad. Alistair y ella residían en una ala de la mansión durante los meses de verano, mientras que el duque y la duquesa estaban allí casi todo el año. Aquél era el segundo año que pasaban el verano con la familia de él y, de momento, iba mejor que el primero.

Que Alistair hubiese nombrado heredero al hijo de Albert había significado un gran alivio para todos.

Jess había aprovechado la excusa para pedirle a Hester que se uniese a ellos durante el verano y así animarla a que volviese a entrar en sociedad la próxima Temporada. Los últimos dos años habían sido muy duros, con el escándalo que rodeó la muerte de Regmont y las especulaciones que surgieron a raíz de ello. El matrimonio de Jess con Alistair Caulfield, futuro duque, ayudó a desviar la atención, pero no había nada que pudiese acelerar el proceso de curación de su hermana.

Sin embargo, Hester seguía avanzando con paso firme y seguro, con Michael siempre a su lado por si lo necesitaba, un amigo discreto y de fiar. Quizá algún día él se convirtiera en algo más, cuando Hester estuviese preparada.

Alistair estaba convencido de que su amigo esperaría pacientemente, tal como él había hecho por Jess.

Jessica se dirigió primero al estudio de su marido, que estaba vacío. Entonces fue al vestíbulo y después a la sala de billar, pero no logró encontrarlo. Pero cuando empezó a subir la escalera adecuada, oyó un violín en la distancia. El corazón le dio un vuelco de alegría. Escuchar a Alistair tocar el violín era una de sus aficiones preferidas. A veces, después de hacer el amor, él se levantaba de la cama y cogía el instrumento. Ella se quedaba tumbada, escuchándolo, disfrutando de la emoción con que él interpretaba las notas y de lo que no sabía decir con palabras.

Era igual que con sus dibujos. El modo en que los lápices de Alistair capturaban un instante sólo era posible si el artista amaba a la persona que dibujaba. Esos dibujos le contaban a Jessica con elocuencia lo que significaba para él, lo a menudo que pensaba en ella y lo profundos que eran sus sentimientos.

Siguió las notas de la melodía hasta llegar a sus aposentos. Había dos doncellas en el pasillo tan atónitas como Jess, hasta que la vieron llegar y se fueron de allí corriendo. Ella abrió la puerta que conducía a su pequeño salón y la cerró tras de sí. La alegría la embargó a medida que la música iba subiendo de volumen. Encontró a su esposo en su dormitorio. Estaba de pie frente a una ventana abierta, sin más ropa que los pantalones color beige. Aqueronte estaba tumbado a sus pies, mirándolo absorto, igual que se quedaba todo el mundo al oírlo tocar.

Alistair deslizó el arco sobre las cuerdas y los músculos de sus brazos se flexionaron y contrajeron con movimientos fluidos, creando una imagen de la que Jess no se cansaría nunca. Se sentó en el banco que tenían a los pies de la cama y se quedó mirándolo y escuchándolo y notó que empezaba a espesársele la sangre de deseo.

Era mediodía. Tenían un montón de invitados esperándolos esparcidos por toda la casa. Y, sin embargo, él la había atraído hasta su cama para seducirla con su talento y su virilidad. Había logrado despertar una necesidad en ella que Jessica no sabía que tenía hasta que él se lo enseñó.

La música se fundió con la brisa del verano y ella aplaudió suavemente. Alistair guardó el instrumento con cuidado en la funda.

—Me encanta oírte tocar —le dijo en voz baja.

—Lo sé.

Ella le sonrió.

—Y me encanta verte la espalda desnuda y tu provocativo trasero.

—Eso también lo sé.

Alistair la miró y Jessica se quedó sin aliento. Estaba parcialmente excitado y era tan hermoso…

Jess se lamió el labio inferior.

—Me parece que voy demasiado vestida.

—Así es. —Se le acercó con su gracia felina, y su abdomen musculoso y su paso firme avivaron los instintos femeninos de Jessica.

—Hace más de un año que estamos casados y sin embargo todavía no he tenido el placer de llevarte de luna de miel. Y creo que es mi derecho como marido hacerlo.

Un escalofrío de placer le recorrió todo el cuerpo.

—¿Ah, sí? Pobrecito. ¿Te han negado algún otro derecho marital?

—Tú no te harías eso a ti misma.

Alistair la cogió por los codos y la puso en pie. Había cierta urgencia y rudeza en sus caricias que estaba en contradicción con la melodía que la había dejado hipnotizada. Los pezones de Jessica se excitaron como respuesta.

Y él lo sabía, por supuesto. Le tocó los pechos con las manos y se los apretó un poco más de lo necesario. Que Alistair estuviese tan al límite excitaba a Jessica. Ella adoraba todas las maneras que tenía él de hacerle el amor, pero las veces que la buscaba en mitad del día porque no podía seguir manteniendo el control eran especiales.

Ella ya no tenía que llevarlo al borde del precipicio, Alistair se detenía en el acantilado y la esperaba, arrastrándola con él en esos momentos en que era capaz de ser tan vulnerable. Y entonces caían juntos, como lo hacían todo. Juntos.

Jessica le colocó las manos en las caderas y se acercó a él.

—Soy demasiado egoísta en lo que a ti se refiere —reconoció.

—Pues sé egoísta conmigo y llévame de luna de miel —le dijo Alistair, con la voz oscura como el pecado—. Semanas en el barco. Meses en Jamaica. Tú y yo tenemos asuntos pendientes. Hester está lo bastante recuperada como para poder estar sin ti durante un tiempo y Michael cuidará de ella como si estuviese cuidando de su propio corazón.

—¿Y tú, puedes irte? ¿Puedes permitirte el lujo de estar un tiempo fuera?

—He hablado con Masterson. Ahora es el momento perfecto para irnos, mientras él todavía está fuerte y en plena posesión de sus facultades. —Deslizó las manos hasta el rostro de Jess y le acarició las mejillas. Ladeó la cabeza y la besó suavemente—. Quiero nadar desnudo contigo. Quiero enseñarte los campos ardiendo. Quiero…

—Follar bajo la lluvia —susurró ella, sólo para notar su reacción—. No hace falta que me seduzcas para que te acompañe. Iría contigo a cualquier parte, por cualquier motivo.

—Pero así es mucho más divertido. —Flexionó las rodillas para que su erección quedase a la misma altura que la entrepierna de ella y volvió a mover las caderas—. Con las ventanas abiertas y nuestros invitados fuera, tendrás que estar callada.

—¿Y tú me harás cosas malas para hacerme gritar?

—Cosas buenas.

Jessica esbozó una sonrisa pegada a los labios de él.

—Quizá serás tú quien gritará. Quizá sea yo la que te haga gemir y maldecir y suplicar.

—¿Me está retando, lady Baybury? —le preguntó con voz ronca—. Ya sabes que nunca he podido resistirme a un desafío.

Jess deslizó una mano detrás de él y le apretó sus deliciosas y prietas nalgas.

—Lo sé. De hecho, cuento con ello.

Aqueronte, habituado como estaba a las costumbres de sus amos, se fue de allí y se tumbó en la manta que tenía junto a un sofá que había en el saloncito contiguo. Se acostó de lado y se rindió al estupor canino, oyendo de fondo los sonidos propios de la felicidad y del amor que escapaban del dormitorio que tenía a su espalda.