Igual que le llevaba sucediendo las últimas dos semanas, Hester se despertó con la incontrolable necesidad de vomitar.
Salió de la cama y corrió al baño, donde se pasó una hora vaciando el contenido de su estómago.
—Milady —murmuró su doncella—, le he traído té y unas tostadas.
—Gracias.
—Tal vez si le dijese al señor que está embarazada —sugirió Sarah en voz baja—, corregiría su comportamiento.
Hester miró a la doncella con los ojos llenos de lágrimas; el pecho le subía y bajaba, dolorido por culpa de las arcadas.
—No se lo digas a nadie.
—Hasta que usted me dé permiso, no se lo diré a nadie.
Se pasó un paño empapado por la frente y dejó que las lágrimas le resbalasen por las mejillas. Durante los primeros años de su matrimonio, no había nada que desease más que un hijo para completar su felicidad con Edward. Pero sin que ella supiese todavía el motivo, Dios había tenido la bondad de negárselo. Y cuando salió a la luz el lado oscuro de su marido, Hester empezó a utilizar esponjas empapadas en brandy para prevenir el embarazo. No podía soportar la idea de llevar un inocente a aquella casa. Después de todo lo que habían pasado Jessica y ella de niñas, ¿cómo iba a ser capaz de darle esa clase de vida a su propio hijo?
Pero Regmont no era de esos hombres que siempre posponen la lujuria para satisfacerla a última hora de la noche y el destino tenía otros planes para ella.
—Ojalá estuvieses aquí, Jess —susurró egoístamente, deseando tener a su lado a la única persona que la entendía, que la escucharía y que le daría consejo.
Hester ya sospechaba que podía estar embarazada antes de que su hermana partiese, pero no se atrevió a darle la noticia. A Jessica le dolía mucho ser estéril y ella no se veía capaz de lamentar un embarazo que a Jess le habría supuesto una inmensa alegría.
Cuando por fin se puso en pie, Sarah la ayudó a volver a meterse en la cama. Regmont dormía en su dormitorio, ignorando, afortunadamente, todo lo que sucedía.
—Le suplico que se lo diga al señor cuanto antes —susurró la doncella, colocándole las almohadas para que estuviese más cómoda.
Hester cerró los ojos y suspiró apesadumbrada.
—Creo que parte del mal que aflige al señor es culpa mía y no sé cómo arreglarlo. ¿Por qué si no iban a tener que enfrentarse a tantos demonios los hombres de mi vida?
Pero cuando volvió a ver a Edward a la hora de la cena, éste no parecía estar afligido por ningún mal. La verdad era que tenía un aspecto excelente. Sonreía, radiante, y estaba de muy buen humor. Le dio un beso a Hester en la mejilla cuando ella pasó por su lado de camino a su silla.
—¿Arenques y huevos? —le ofreció él antes de levantarse para ir al aparador, donde se encontraban las bandejas de comida.
—No, gracias —contestó ella con el estómago revuelto.
—No comes lo suficiente, cariño —la riñó Edward.
—He comido unas tostadas en mi habitación.
—Y aun así me haces compañía durante el desayuno —dijo él con una sonrisa gloriosa—. En verdad eres maravillosa. ¿Qué hiciste anoche?
—Nada en especial, pero fue muy agradable.
Hester odiaba esos momentos de fingida cotidianidad. La farsa de que todo iba bien y de que no había ningún monstruo escondido en la oscuridad, que él era un marido maravilloso y ella una esposa feliz. Era como estar mirando una caja sabiendo que de un momento a otro va a explotar, pero ignorando si la sorpresa va a ser algo horrible o no. La espera era una agonía.
Hester lo siguió con la mirada mientras se movía por el salón. Sus amigos siempre alababan los colores vivos de su casa, como por ejemplo las rayas azules que cubrían las paredes del comedor por encima del fondo color crema.
Habían comprado la casa antes de casarse para que así los dos empezasen de cero; un lugar libre de la mácula del pasado. Pero ahora Hester sabía que todas esas esperanzas habían sido en vano. La mácula la llevaban ellos por dentro…, en su alma, y la llevarían consigo dondequiera que fuesen.
—Ayer por la noche tomé una copa con Tarley —explicó Regmont entre bocado y bocado—. Estaba escondiéndose de las debutantes. Me temo que la presión de estar en el punto de mira de tantas jóvenes casaderas le está pasando factura.
Hester miró a su esposo. El ritmo de los latidos de su corazón se aceleró inexplicablemente.
—¿Ah, sí?
—Todavía me acuerdo de esa época. Me salvaste de más de lo que crees, amor. Voy a ayudar a Tarley a relajarse un poco. Se enteró de mi afición al pugilismo y he accedido a tener un combate con él.
Dios Santo. Hester sabía perfectamente lo ágil que era Regmont moviéndose y lo taimado que podía llegar a ser. No soportaba perder; exacerbaba su ya de por sí abrumador complejo de inferioridad. Se le encogió el estómago.
—¿Un combate? ¿Entre vosotros dos?
—¿Por casualidad no sabrás si es bueno en ese deporte?
—Cuando éramos jóvenes, practicaba con Alistair Caulfield. Eso es todo lo que sé. Él y yo estuvimos muy unidos en esa época, pero apenas lo he visto desde que nos casamos.
—Entonces seguro que no me costará ganarlo.
—Quizá deberías sugerirle que se buscase un compañero de pelea con menos horas de entrenamiento a sus espaldas.
—¿Tienes miedo de lo que pueda pasarle? —le preguntó Edward con una sonrisa.
—Jessica lo tiene en gran estima —contestó Hester.
—Ya veo que se la tiene todo el mundo. No es necesario que te preocupes por él, amor. Te aseguro que sólo lo pasaremos bien. —Desvió la vista hacia uno de los dos lacayos que había allí de pie y le dijo—: Lady Regmont desayunará tostadas con mantequilla.
Hester suspiró y se resignó a comer, tanto si le apetecía como si no.
—Esta mañana estás muy pálida —señaló Edward—. ¿No has dormido bien?
—Bastante bien —respondió, cogiendo uno de los periódicos que tenía junto al codo, encima de la mesa.
No tenía lógica que la hubiese alterado tanto enterarse de que Michael iba a boxear con Regmont, en especial teniendo en cuenta que el motivo era que Michael quería descansar de la presión que tenía para elegir esposa.
En ese sentido, ella podía ayudarlo mucho más que su esposo. Había muy pocas cosas que Hester no supiese acerca de todas las mujeres de la buena sociedad, empezando por las matronas más asentadas y terminando por las debutantes más recientes. Quizá Michael aceptase su ayuda.
A ella le haría mucho bien verlo feliz. Él se lo merecía.
Regmont dejó los cubiertos encima del plato, ahora vacío.
—Me gustaría mucho poder pasear contigo por el parque esta tarde. Dime que no tienes otros planes.
Si los tuviese, los cancelaría. Hester sabía perfectamente que cuando Edward quería pasar tiempo con ella, daba por hecho que así sería. Al fin y al cabo, era su esposa. Suya. La poseería irrevocablemente hasta que la muerte los separase…
Apartó la vista del periódico y consiguió esbozar una sonrisa.
—Una idea maravillosa, milord. Gracias.
Quizá a lo largo del día surgiera la posibilidad de decirle que estaba embarazada. Fuera, a la luz del sol, cuando estuviesen rodeados por todos esos hombres a los que Edward deseaba impresionar, sería el momento y el lugar perfectos para decirle que tenían la posibilidad de volver a empezar.
Hester lo deseaba con todas sus fuerzas. Quizá sucediera un milagro; a veces pasaba. Ella no perdía la esperanza. No podía permitirse el lujo de perderla. Era su única salida.
Miller llamó a la puerta del camarote de Jess cuando pasaban pocos minutos de la una y le dijo que Alistair solicitaba su presencia en cubierta.
Intentando ignorar sus nervios y sus dudas, siguió al joven por la escalera que conducía arriba. La última conversación que había mantenido con Alistair a la luz de la luna había sido muy tensa. Jess se había pasado horas pensando en su invitación de que fuese a verlo a su camarote. No podía aceptar y creía que él lo sabía, pero la invitación se había quedado en el aire, flotando entre los dos. Había una parte de ella, la parte que Alistair siempre conseguía tentar, que la instaba a acudir, pero otra, la más sensata, la hizo entrar en razón.
¿Qué querría decirle? En el relativamente poco tiempo que hacía que lo conocía habían compartido muchas intimidades. Los pensamientos de Jess estaban invadidos por él de un modo en que nunca lo habían estado por nada ni por nadie. No entendía cómo había logrado seducirla tanto física como mentalmente, pero ésa era la realidad.
La noche anterior, él se había ido dejando la decisión en sus manos, aunque, al mismo tiempo, le había dejado claro que no iba a desistir. Y Jess dudaba que existiese algo que Alistair Caulfield quisiera y no pudiese conseguir a la larga.
En cuanto se dirigieron hacia el timón, la salada brisa marina la envolvió, despertando sus sentidos. Animada y nerviosa, se detuvo al ver una enorme sábana blanca extendida sobre la cubierta, con las cuatro puntas sujetas bajo cajas llenas de balas de cañón. Encima de la sábana había cojines y cestas rebosantes de fruta.
Un pícnic. En el mar.
Alistair estaba de pie en el otro extremo de la sábana, esperándola. Iba impecablemente vestido, con pantalones marrones metidos dentro de un impresionante par de botas Hessian, un chaleco color beige y una americana asimismo marrón. El viento le había alborotado el pelo y parecía que se hubiese pasado los dedos entre los mechones.
Igual que muchas mujeres antes que ella, Jess pensó que era el hombre más guapo que había visto nunca. También el más exótico. Descaradamente seductor. Y el más peligroso.
Delicioso. Jessica quería desnudarlo, deleitarse con su cuerpo perfecto sin el estorbo que era la ropa. Ahora ya no podía evitar tener tales deseos, con la atracción que sentían el uno por el otro al descubierto.
Era impresionante verlo allí de pie, en la cubierta de un navío tan espectacular, rodeado de hombres que trabajaban para él. Jessica apenas podía recordar a aquel joven que aceptaba cualquier apuesta y que vivía al margen de la respetabilidad. Pero sabía que estaba allí, en alguna parte, escondido bajo aquella superficie impoluta, tentándola con promesas pecaminosas que Jess sabía que él convertiría en realidad.
—Milady —la saludó con una reverencia.
—Señor Caulfield.
Jessica miró por la cubierta y se dio cuenta de que la docena de marinos o más que había allí mantenían la vista apartada de ellos.
Alistair le indicó que se sentase y ella se puso de rodillas. Él también se sentó y cogió una cesta, de la que sacó un pan, que partió por la mitad. Después hizo lo mismo con un trozo de queso y con una pera. Puso la comida de Jessica en una servilleta y se la dio.
Ella la cogió con una sonrisa.
—Un banquete impresionante, teniendo en cuenta que estamos en un barco.
—Dentro de nada pedirás a gritos un poco más de variedad.
—Hay quien diría que ofrecerme un pícnic en un barco es señal de que me estás cortejando —le dijo, utilizando adrede un tono bromista—. Y todos coincidirían en que es muy romántico.
—Vivo para servirte.
Esbozó su pícara sonrisa y Jessica tuvo un escalofrío. Qué fácil le resultaba seducir a cualquier mujer, y lo hacía con una voz relajada, como si así pudiese restarle intensidad a sus palabras. Ella no sabía si esa respuesta tan ensayada, tan poco íntima, la había dicho con intención de tranquilizarla o para que echase de menos el fervor con que solía hablarle.
Alistair mordió el pedazo de pan con su inmaculada dentadura y a Jessica le pareció erótico incluso el modo en que masticaba. Él no parecía estar haciéndolo a propósito, lo que reafirmaba su teoría de que la sensualidad era innata en Alistair.
Jessica dio un mordisco al queso y miró el vasto océano. El sol resplandecía sobre el agua y, aunque hacía frío, pensó que el día era precioso. La ansiedad que siempre había sentido cerca de Alistair se transformó en otra cosa, en un sentimiento que le gustó de tan viva como la hacía sentir.
La habían educado para que mantuviese cierta distancia con los demás y esa actitud le había resultado muy fácil a través de su modo de hablar y de su compostura, y la mayoría de los hombres se sentían desalentados ante ella.
Sin embargo, para Alistair era un desafío. Él no iba a permitirle que se alejase, lo que la obligaba a reconocerse a sí misma que en realidad no quería que lo hiciera. Deseaba estar justo donde estaba: a punto de vivir una aventura con un hombre deliciosamente perverso.
Y entonces recordó lo que Alistair le había hecho. Ella había hecho cosas parecidas con Tarley y a la mañana siguiente no había tenido ningún problema para mirarlo a la cara a la hora del desayuno. Pero con él se sonrojaba casi sin motivo, su cuerpo ardía sólo con verlo. De algún modo, las caricias de Alistair habían sido más íntimas que las de su marido. ¿Cómo era eso posible?
—¿Has dormido bien? —le preguntó él, atrayendo de nuevo su atención.
Jessica negó con la cabeza.
—Ya somos dos. —Se tumbó de lado, apoyó la cabeza en la palma de una mano y se quedó mirándola con aquellos ojos resplandecientes que veían demasiado. Aquellas ventanas del alma lo hacían parecer mayor y hablaban de una oscuridad que no debería habitar dentro de alguien tan joven—. Cuéntame qué te pasó el otro día, cuando te alejaste corriendo del timón. ¿De qué estabas huyendo? ¿De mí?
Jess se encogió de hombros, incómoda.
—Había mucho ruido y mucho jaleo. Me sentí… aturdida.
—¿Es por culpa de que no oyes por el oído izquierdo?
Ella lo miró enarcando las cejas. Ahora que lo pensaba, Alistair siempre le susurraba al oído derecho.
—Te has dado cuenta.
—Michael me lo dijo —contestó, mirándola con ternura.
Era un tema del que ella no hablaba nunca. Le repugnaba tanto hablar de ello que incluso estaba dispuesta a tratar otras cosas que de otro modo jamás habría sacado a colación.
—No estaba huyendo de ti.
—¿No?
—Sólo hace un año que ha muerto Tarley.
Alistair la miró burlón.
—¿Y piensas honrar su memoria con la castidad? ¿Durante cuánto tiempo?
—Al parecer, durante doce meses —contestó ella, seca.
—Te avergüenzas del deseo que sientes por mí, pero eso no va a detenerme.
Vergüenza. ¿Era ésa la palabra? Jess no sentía vergüenza. Más bien confusión. La habían educado para que viviese según ciertas normas. Si tenía una aventura con Alistair entraría en un mundo completamente desconocido para ella. Recuperando su analogía con el baile, podría decir que no conocía los pasos y que por eso se tropezaba. A Jess la habían enseñado a la fuerza a no cometer errores y le resultaba extraordinariamente duro olvidar esas lecciones.
—No hace falta tener una aventura para disfrutar del sexo —dijo—. Es posible y respetable, aunque sin duda está pasado de moda, sentir placer en el lecho conyugal.
—¿Estás sugiriendo que nos casemos? —preguntó él en un tono de voz bajo y tenso.
—¡No! —Se arrepintió de contestar tan rápido y con tanto fervor, pero no obstante, añadió—: No volveré a casarme. Con nadie.
—¿Por qué no? Fuiste feliz en tu primer matrimonio.
Alistair cogió una pera.
—Tarley y yo teníamos una afinidad muy poco habitual. Él sabía lo que yo necesitaba y yo sabía lo que él esperaba de mí. Conseguimos conjugar ambas cosas y establecer un acuerdo amigable. Es muy poco probable que vuelva a tener tanta suerte.
—Cumplir las expectativas es importante para ti.
Jess lo miró a los ojos. Como siempre, había algo en su mirada que la desafiaba a ser más de lo que ella creía ser. Sus ojos la retaban a decir en voz alta pensamientos que apenas se atrevía a contemplar en privado.
—Si las expectativas se cumplen, se vive en armonía.
Alistair ladeó la cabeza y se quedó pensándolo.
—Para valorar la armonía, uno tiene que conocer el caos.
—¿Podemos hablar de otra cosa?
Se hizo una pausa larga y entonces él dijo:
—Podemos hablar de lo que tú quieras.
Ella mordisqueó el pan durante un rato y aprovechó para poner orden en sus pensamientos. ¿Por qué siempre tenía la sensación de que Alistair podía ver en su interior? Era injusto que, en cambio, él fuese todo un misterio para ella.
—¿Fue elección tuya seguir esta línea de negocio?
—¿Y de quién iba a ser?
—Me dijiste que tu padre te dio la plantación y el barco. Me preguntaba si se lo pediste tú o si sencillamente seguiste los pasos que dictó Masterson.
Alistair bajó la vista hacia sus manos.
—Yo no quería nada de él, pero para mi madre significaba mucho que aceptase tal muestra de generosidad. Le sugerí que comprase una plantación de caña de azúcar porque sabía que sería rentable y porque sabía que a mi padre le gustaría la idea de tenerme tan lejos de casa. Mi presencia llevaba años molestándolo.
Jess recordó que, en una ocasión, ella le había dicho algo parecido a Hester respecto a Alistair y se sintió culpable por haber hecho un comentario tan cruel. Lo había prejuzgado y había dado por hecho que carecía de ambición y de capacidad para los negocios. Lo había menospreciado sólo por haber nacido el último en una familia. Y también porque se había ganado la admiración de Hester. Ahora podía reconocerlo. Aunque su hermana lo había elogiado sin darle mayor importancia, Jess se había sentido celosa, porque se notaba posesiva con él.
—Algunos padres demuestran su cariño siendo estrictos —sugirió—. Sus métodos dejan mucho que desear, pero tienen buena intención.
Ella no creía que su propio padre fuese uno de ellos, pero en ese momento eso carecía de importancia.
—¿Cómo lo sabes? —la desafió él con suavidad—. Tú siempre has sido perfecta. En cambio yo siempre he sido todo lo contrario.
—La perfección, si así la quieres llamar, sólo se consigue con mucho esfuerzo.
—Tú haces que parezca fácil. —Levantó una mano cuando vio que ella iba a protestar—. Masterson sólo siente cariño por mi madre. Ella es el único motivo por el que fue tan generoso conmigo. Le estoy agradecido por ello y por todo lo que ha hecho por mí en nombre de mi madre. A pesar de la pésima relación que existe entre nosotros dos, lo respeto porque ama a mi madre.
—¿Por qué no os lleváis bien?
—Cuando tú me cuentes tus secretos, yo te contaré los míos. —Lo dijo con una sonrisa tan devastadora que eliminó el dolor que causó su negativa—. Eres una mujer muy misteriosa, Jessica. Más me vale mantenerte igual de intrigada conmigo.
Ella masticó en silencio. Que Alistair creyese que era extraordinaria la hizo desear serlo realmente. Su educación había sido tan estricta y la habían castigado tan cruelmente cada vez que se alejaba del camino marcado, que cualquier seguridad que hubiese podido sentir en sí misma se había marchitado hasta morir.
Pero Alistair lograba que se cuestionase si estaba equivocada. Conseguía que se preguntase cómo sería convertirse en la clase de mujer que estaba a la altura de un hombre tan fascinante como él. Un hombre tan sensual y extremadamente guapo que las mujeres habían pagado para tener el privilegio de poseerlo, aunque fuese sólo un instante.
De repente se le ocurrió una idea; su imaginación podía crear un pasado lo bastante interesante como para hacerla destacar.
—Supongo que podría contarte lo que me pasó cuando me capturó el maharajá… —empezó.
—¿Ah, sí? —Los ojos de él brillaron con picardía—. Cuéntamelo, por favor.