Mientras Jessica volvía a disfrutar de una cena sorprendentemente deliciosa en el camarote del capitán, desvió la mirada repetidas veces hacia Alistair Caulfield. No podía dejar de pensar en lo fascinante que era el hombre en que se había convertido. No tenía ningún problema en darle órdenes al capitán, un hombre formidable y mucho mayor que él. El médico del barco, que a ella le habían presentado sólo con el nombre de Morley, también lo respetaba mucho más allá de lo que requería su relación profesional. Ambos caballeros parecían tener muy en cuenta a Alistair y sus opiniones. Y, a cambio, él los trataba como a iguales, lo que dejaba a Jess muy impresionada.
Igual que la noche anterior, Jessica se esforzó porque fluyese la conversación y la dirigió hacia temas amenos para los hombres. En aquel mismo instante estaban hablando sobre la esclavitud, un asunto que generaba conflictos en algunos círculos. Al principio, Caulfield dudó en expresar su punto de vista sobre el asunto y en explicar cómo conseguía mano de obra para su plantación. Pero cuando ella mostró interés por el tema, accedió a explicárselo.
Jessica recordó una época en que había criticado a Alistair por la facilidad con la que iba en contra de las normas establecidas; sin embargo, ahora se dio cuenta de que ésa era una de sus mejores cualidades. Ni el padre de Jessica ni Tarley hablaban de negocios o de política delante de ella. Que Caulfield estuviese dispuesto a hacerlo le daba fuerzas para ser más atrevida y para hablar de temas que nunca antes se habría atrevido a tocar.
—¿La mayoría de las plantaciones siguen recurriendo a la esclavitud? —preguntó, consciente de que la abolición de la trata de esclavos no había conllevado la desaparición de la esclavitud en sí misma.
El capitán se tocó la barba.
—Es igual que con la piratería, una ley no puede cambiar el modo de hacer negocios. El Escuadrón Preventivo no tiene suficientes hombres.
—¿Los piratas son un problema para usted, capitán?
—Son como una plaga para todos, pero me enorgullece poder afirmar que ningún barco bajo mi mando ha sido abordado.
—Por supuesto que no —afirmó Jess con convicción, ganándose así una sonrisa del capitán Smith. Dirigió entonces su atención hacia Alistair, preparándose mentalmente para el impacto que siempre le causaba mirarlo. El esfuerzo fue en vano. El efecto que le producía aquel hombre no iba a menos con el paso del tiempo ni perdía intensidad al haber aumentado la frecuencia con que lo veía—. ¿Hay esclavos en «Calipso»?
Él asintió.
—La mayoría de las plantaciones tienen esclavos.
—¿Incluida la suya?
Alistair se apoyó contra el respaldo de la silla y apretó los labios antes de contestar, como si estuviese calibrando la respuesta antes de dársela. Jessica valoró positivamente que fuese tan precavido, una característica que antes jamás le habría atribuido.
—Desde un punto de vista empresarial, la esclavitud es poco práctica. Y desde un punto de vista personal, prefiero que la gente que trabaja para mí lo haga porque así desea hacerlo, libremente.
—Está esquivando mi pregunta.
—No tengo esclavos en «Sous la Lune» —contestó, mirándola de un modo que dejaba claro que estaba pendiente de su reacción—. Mis empleados trabajan con contrato. La mayoría son chinos o indios, aunque también hay algunos negros, pero todos son hombres libres.
—«Bajo la luna»… —murmuró ella, traduciendo el nombre de la plantación—. Qué bonito.
—Sí. —Esbozó una enigmática sonrisa—. Soy un sentimental…
A Jess se le puso la piel de gallina. De nuevo Alistair volvía a hacer referencia a aquella noche en el bosque de Pennington. Pero no lo estaba haciendo del modo en que ella había esperado. Había hablado con ternura, como si fuese algo íntimo entre los dos y no burlándose de ello o sugiriendo nada indiscreto.
Pero ¿por qué tenía valor sentimental para él aquel incidente tan lujurioso?
Lo vio llevarse la copa a los labios y seguir mirándola por encima del borde. Aquellos ojos azules suyos la retenían con tanto ardor que Jessica sintió como si los rayos del sol le estuviesen acariciando la piel.
No tuvo más remedio que reconsiderar la opinión que tenía de esa noche. El acto en el que participaba Alistair era obsceno y, durante mucho tiempo, ella sólo se había fijado en eso. Sin embargo, durante los instantes en que sus miradas se encontraron había… había habido algo más. No podía entenderlo y tampoco podía explicarlo y eso la asustaba. Si alguien le hubiese descrito esa escena en la glorieta, le habría resultado horrible y no habría podido atribuirle nada positivo. Pero le había pasado a ella y la conversación que mantuvo luego, esa misma noche, con Tarley cambió su vida irrevocablemente.
Se vio obligada a reconocer necesidades que no sabía que tenía, y el deseo le dio la tenacidad necesaria para buscar al hombre con el que iba a casarse y pedirle que las satisficiera. Y el resultado habían sido seis años de maravilloso matrimonio.
Quizá Alistair también hubiese ganado algo. Jessica confió en tener algún día el suficiente valor para preguntárselo.
—¿Por qué Tarley seguía utilizando esclavos si había otros sistemas disponibles? —preguntó, porque necesitaba centrarse en algo menos personal.
—No piense mal de él —contestó Alistair—. Su marido no supervisaba la gestión de «Calipso». El capataz y el encargado de la plantación se ocupan de esas cosas, siempre pensando en proteger los intereses del propietario.
—O sea, obtener el máximo beneficio.
—¿Acaso las dos cosas no son lo mismo? —Alistair se inclinó hacia adelante y la miró directamente a los ojos—. Espero que sea consciente de eso. Los ideales están muy bien, pero no dan de comer y no compran ropa y tampoco te hacen entrar en calor.
—Usted utiliza otro sistema —le recordó Jess.
No le había sentado bien pensar que sus vestidos, sus joyas, su carruaje y otros muchos lujos habían sido pagados con el sudor de hombres esclavizados. Ella sabía mejor que nadie lo que era sentirse indefensa y a merced de otra persona.
—Mis otros negocios me permiten esa licencia.
—Entonces, ¿tengo que entender que los ideales se compran con dinero, que los tienen los que poseen bastantes monedas y, los que no, se ven obligados a venderlos para poder comprárselos?
—Quizá sea poco romántico —contestó él—, pero así es la realidad.
Allí estaba. El joven que apostaba, el que estaba dispuesto a acostarse con una mujer a cambio de dinero. Jessica se había preguntado dónde se había escondido y ahora sabía que no se había ido a ninguna parte. Sencillamente, había aprendido a ocultarse.
—Una respuesta de lo más esclarecedora —murmuró, antes de beber un largo trago de vino.
En cuanto le fue posible, se disculpó y se dispuso a volver a su camarote. Recorrió el pasillo tan rápido como se lo permitió el decoro.
—Jessica.
El sonido de su nombre pronunciado por la profunda voz de Alistair le causó una reacción de lo más enervante. No se detuvo hasta que llegó frente a la puerta de su habitación y allí se dio media vuelta y lo miró.
—¿Sí, señor Caulfield?
Igual que la noche anterior, Alistair Caulfield ocupaba casi todo el espacio.
—No era mi intención ofenderla.
—Por supuesto que no.
Aunque parecía tranquilo, el modo en que se pasó la mano por el pelo sugería lo contrario.
—No quiero que piense mal de Tarley por las decisiones que tomó con el fin de cuidarla lo mejor posible. No era ningún tonto. Sencillamente, aprovechó las oportunidades que se le presentaron.
—Me ha malinterpretado —dijo ella, sintiendo una extraña sensación de euforia. Igual que con Benedict, con Alistair no tenía miedo de decir lo que pensaba—. El sentido común no me ofende, ni tampoco la gente que es práctica, ni siquiera la avaricia bien intencionada. Lo que me molesta es que me subestimen. Sé por experiencia que no es bueno ceder por cuestiones sentimentales, aunque sea por un buen fin. Sin embargo, me gustaría renegociar el contrato que «Calipso» tiene con usted para ver si así consigo los fondos necesarios para contratar trabajadores libres. O quizá lo que debería hacer es aumentar la producción de ron. En cualquier caso, es posible que encuentre la manera de permitirme tener ideales, si ése es mi deseo.
A él le brillaron los ojos bajo la luz de las lámparas.
—Me siento debidamente reprendido, milady. Estaba convencido de que quería vender «Calipso», y por eso he dado por hecho que sus preguntas hacían referencia al pasado y no al futuro.
—Hum… —dijo ella, escéptica.
—Hubo una vez en que la subestimé —reconoció él, cogiéndose las manos detrás de la espalda—. Pero de eso hace mucho tiempo.
Jess no pudo resistir la tentación de preguntar:
—¿Qué le hizo cambiar de opinión?
—Usted. —Y esbozó su famosa e irresistible sonrisa—. Cuando se le presentó el dilema entre huir o quedarse, eligió quedarse.
La punzada que sintió Jess en el pecho desinfló su valor. Se dio media vuelta hacia la puerta, pero se detuvo antes de entrar en el camarote.
—Yo nunca le he subestimado.
Alistair le hizo una leve reverencia.
—Entonces, le ruego que no empiece ahora. Buenas noches, lady Tarley.
Ya en el interior de su habitación, Jess se apoyó en la puerta y deseó que el corazón le dejase de latir tan rápido.
La siempre eficiente Beth la estaba esperando con un paño empapado. Mientras ella se refrescaba las mejillas, vio que su doncella la miraba y adivinaba lo que estaba pasando. Jess se dio media vuelta y le mostró los botones del vestido.
Por esa noche, con una persona que pudiese ver en su interior le bastaba.
Hester acababa de colocarse la última pluma blanca de su tocado cuando su esposo entró en el dormitorio medio vestido. Llevaba el pañuelo suelto alrededor del cuello y el chaleco desabrochado. Regmont estaba recién bañado y afeitado, a juzgar por el pelo húmedo y las mejillas sin barba. No cabía ninguna duda de lo atractivo que era, con aquel pelo rubio y los ojos azules. Juntos formaban una pareja resplandeciente; él rubio y exudando encanto por los cuatro costados, ella también rubia y de comportamiento ejemplar.
Regmont le hizo un gesto con la cabeza a la doncella, Sarah, que estaba eliminando las últimas arrugas del vestido azul que Hester iba a estrenar esa noche.
—Esperaba que te pusieras el de bordados rosa. Estás preciosa cuando lo llevas, en especial si también te pones las perlas de mi madre.
Ella buscó la mirada de su doncella en el espejo y asintió, cediendo a los deseos de su esposo. La alternativa implicaba una discusión que sería mucho mejor evitar.
Sarah le quitó el vestido con suma rapidez y, en cuanto el rosa estuvo encima de la cama, Regmont la despidió. La doncella palideció y salió del dormitorio, temiéndose sin duda lo peor. El comportamiento de Regmont no seguía ningún patrón lógico y sus actos de violencia carecían de cualquier explicación.
En cuanto se quedaron a solas, él colocó las manos en los hombros de Hester y le masajeó los hombros. Cuando sus dedos la rozaron, ella tembló de dolor y Regmont se dio cuenta. Se tensó y miró el lugar que había estado tocando.
Hester miró a su esposo a través del espejo, esperando ver en su rostro muestras de remordimiento. En aquel aspecto era distinto de su padre, que nunca se había arrepentido de sus acciones.
—¿Recibiste mi regalo? —susurró, acariciándole con más suavidad el morado que le cubría el hombro derecho.
—Sí. —Señaló la cajita encima del tocador, justo delante de ella—. Gracias. Es precioso.
—Palidece a tu lado. —Al hablar, le rozó el lóbulo de la oreja con los labios—. No te merezco.
Hester pensaba a menudo que se merecían el uno al otro. Por todas las veces que Jess la había defendido y había ocupado su lugar ante la furia de su padre. Al menos, su hermana había sido feliz durante lo que había durado su breve matrimonio.
Era tristemente irónico que tiempo atrás Hester hubiese pensado que Regmont y ella podían ser felices porque los dos provenían de hogares marcados por el abuso paterno. Ambos comprendían las cicatrices del otro y sabían lo que tenía que sufrir un niño para sobrevivir en un hogar así. Pero Hester había descubierto que las personalidades de los que sufren esos abusos desde muy pequeños quedan marcadas de un modo distinto. Les dejan una huella en el alma y se manifiestan de modos que no siempre son evidentes.
Ya lo dice el refrán: «De tal palo, tal astilla».
—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó a su esposo.
—Se me ha hecho muy largo. Lo he pasado pensando en ti. —Le dio un leve empujón para que se diese la vuelta y ella lo hizo, girando despacio en el taburete hasta que el espejo del tocador quedó a su espalda.
Regmont se arrodilló delante de ella y deslizó las manos hasta sujetarla por las pantorrillas. Le apoyó la cabeza en el regazo y dijo:
—Perdóname, cariño.
—Edward —suspiró ella.
—Lo eres todo para mí. Nadie me entiende como tú. Sin ti, estaría perdido.
Hester le pasó las manos por el pelo todavía húmedo.
—No eres tú mismo cuando bebes.
—No, no lo soy —convino él, frotando la mejilla en el muslo que sabía que ella tenía amoratado—. No puedo controlarme. Tú sabes que yo jamás te haría daño a propósito.
No tenían alcohol en ninguna de sus residencias, pero Regmont podía conseguirlo sin dificultades en otra parte. Cualquiera que lo viera cuando bebía, diría que era un borracho simpático, un tipo de lo más divertido. Hasta que volvía a casa, donde estaban Hester y todos los demonios que lo atormentaban.
Ella notó que las lágrimas de él le empapaban la ropa y los muslos.
Edward levantó la cabeza y la miró con los ojos enrojecidos.
—¿Puedes perdonarme?
Cada vez que le hacía esa pregunta, le costaba más responder. Durante la mayor parte del tiempo era el marido perfecto. Afectuoso y detallista. La cubría de regalos y era muy cariñoso, le escribía cartas de amor y le compraba siempre lo que quería. La escuchaba cuando hablaba y se acordaba de todo lo que ella decía y de lo que le gustaba. Hester medía sus palabras cuando algo le gustaba, porque si lo decía claramente, Edward hacía lo que fuese necesario para poder dárselo.
Pero había otras ocasiones en que se convertía en un monstruo.
Todavía había una parte de ella que estaba locamente enamorada de los recuerdos que habían vivido durante los primeros tiempos de su matrimonio. Pero a la vez, lo odiaba.
—Mi querida Hester —murmuró él, subiendo las manos hasta su cintura—. Permíteme que te compense. Deja que te adore como mereces.
—Milord, por favor. —Le cogió las muñecas con los dedos—. Nos esperan en el baile de Grayson. Ya me he arreglado el pelo.
—No te despeinaré —le prometió con aquella voz tan ronca que en el pasado la había llevado a cometer actos lascivos en carruajes y alcobas y en cualquier lugar que les ofreciese algo de intimidad—. Déjame hacerlo.
Regmont la miró con los ojos entrecerrados. Estaba excitado y decidido y cuando él tenía ganas de hacer el amor, «no» no era una respuesta bien recibida. Las pocas ocasiones en que Hester había intentado negarse porque se sentía incapaz de soportar que volviese a tocarla con ternura, Edward bebía hasta ponerse furioso y entonces hacía que ella se arrepintiese de haberlo rechazado. Luego la poseía por la fuerza y después se justificaba diciendo que Hester también había alcanzado el orgasmo. Al fin y al cabo, razonaba en su mente, ella también debía de tener ganas si al final terminaba gustándole tanto.
Hester prefería el dolor que le causaban los puños de Edward a sentirse traicionada por su propio cuerpo.
Notó que le deslizaba la ropa interior por debajo de las nalgas y cómo las medias seguían el mismo camino hasta dejarla completamente desnuda. Edward le colocó sus enormes manos en las rodillas y se las separó. Le acarició la parte interior de los muslos con el aliento.
—Eres tan preciosa —la halagó, abriéndole el sexo con los dedos—. Tan suave y tan dulce y rosada como una concha.
El conde de Regmont era todo un seductor antes de casarse con ella. Sus manos, su boca y su miembro habían adquirido más pericia sexual que muchos hombres. Y cuando desplegaba todas sus habilidades con su esposa, el cuerpo de ésta siempre la traicionaba.
No importaba lo decidida que Hester estuviese a seguir distanciada de él para ver si así conseguía sobrevivir con su cordura intacta, él era más tozudo que ella y podía llevarle minutos u horas, no importaba.
Edward le recorrió el clítoris con la punta de la lengua. En vano, Hester intentó resistir el placer; cerró los ojos, apretó los dientes y se sujetó con fuerza de los antebrazos de la banqueta. Cuando el inevitable clímax le recorrió el cuerpo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Te amo —dijo él con sentimiento.
¿Qué decía de ella que sintiese tanto placer en manos del hombre que le causaba tanto dolor? Quizá, en su caso, el legado de su padre se manifestaba más claramente en la intimidad que en su faceta pública.
Regmont retomó su asalto sexual y la inclinó hacia atrás, separándole más las piernas. La penetró con la lengua, y la mente de Hester retrocedió hasta un lugar muy oscuro, completamente separado de su cuerpo. Al menos, eso era una bendición. Una muy bienvenida.