11

¡Es un sombrero precioso! —exclamó lady Bencott.

Hester se quedó mirando la monstruosidad que adornaba la cabeza de lady Emily Sherman e intentó determinar si lady Bencott estaba siendo cruel o si sencillamente tenía mal gusto. Lady Bencott recibía muchos elogios por seguir siempre los dictados de la moda, así que Hester decidió que probablemente sería lo primero.

—En el escaparate hay un bonete —sugirió Hester—. Creo que te quedaría precioso, Em.

Mientras caminaba hacia la parte delantera de la tienda, Hester pensó en lo mucho que echaba de menos a Jessica. La presencia de su hermana animaba cualquier salida para ir de compras, como la que había organizado ese día. Siempre sabía cómo mantener a raya a mujeres como lady Bencott expresando sus críticas con tanta suavidad que no dejaba espacio para ningún reproche.

Hester envidiaba la firmeza de Jessica. Ella no poseía la misma fortaleza que su hermana. Era mucho más afable, se le daba bien limar asperezas y evitar conflictos, fuera cual fuese el coste para sí misma.

Llegó a donde estaba el antes mencionado bonete, encima de un expositor precioso, pero se detuvo al ver una figura fuera de la tienda. Como de costumbre, la calle Bond estaba llena de peatones y, sin embargo, uno llamó especialmente su atención.

Era un hombre alto y musculoso, elegante, con las piernas de un jinete y una espalda que no necesitaba hombreras. Llevaba un abrigo verde oscuro y pantalones grises, discretos a la vez que sin duda carísimos. Desprendía tanta seguridad en sí mismo que, cuando caminaba, el resto de los transeúntes le abrían paso. Las mujeres lo miraban sin disimulo y los hombres se apartaban de su camino.

Y como si hubiese notado la intensidad de la mirada de Hester, el hombre giró la cabeza y la miró. Ella habría reconocido aquella mandíbula cuadrada en cualquier parte.

Michael.

Sintió cómo el calor se extendía por sus venas, algo que no le pasaba desde que Regmont le pegó por primera vez. Aquel día algo murió dentro de ella, pero ahora volvía a revivir, a despertarse.

Dios santo. ¿Cuándo se había vuelto Michael un hombre tan atractivo?

¿Cuánto tiempo hacía que su amigo de la infancia había dejado atrás la adolescencia? ¿Era porque se había convertido en lord Tarley? ¿O el cambio se había producido antes? Hester lo veía tan poco que no era capaz de señalar el momento exacto.

Él se quedó tan petrificado como ella, una figura inmóvil en medio de un mar de actividad. Tenía un porte tan distinguido, tan tranquilo. Se sentía cómodo siendo tan alto, algo que el esposo de ella, que era un poco más bajo, nunca había conseguido.

Hester levantó la mano y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, se vio fuera de la tienda, esperando a Michael, que la saludó a su vez, impaciente, mientras se abría paso entre la gente.

—Buenas tardes, lord Tarley —le dijo Hester cuando él llegó a su lado.

La sorprendió que su voz sonase tan serena y calmada, pues estaba alterada y confusa.

Michael se quitó el sombrero y dejó al descubierto su pelo color chocolate. Le hizo una reverencia y la saludó.

—Lady Regmont. Me siento muy afortunado de haberme cruzado con usted esta mañana.

Hester se sintió ridículamente feliz por el cumplido.

—El sentimiento es mutuo.

Él miró por encima del hombro de ella, hacia la sombrerería.

—¿Ha salido a pasear con sus amigas?

—Sí. —Lo que significaba que no podía hablar con él del tema que más la preocupaba—. Tengo que verlo lo antes posible. Me urge hablar con usted.

Michael se puso tenso.

—¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo?

—Me he enterado de su apuesta con Regmont.

—No le haré daño —aclaró él, enarcando ambas cejas—. No demasiado.

—No es Regmont quien me preocupa.

Michael no tenía ni idea de la bestia que podía llegar a despertar.

Él intentó contener una sonrisa, pero no lo consiguió y le sonrió de oreja a oreja. El gesto dejó a Hester sin aliento y la obligó a darse cuenta de las pocas veces que lo había visto sonreír. La cautela de Michael siempre había sido más que evidente, él nunca había caído rendido ante sus encantos, como solían hacer la mayoría de los hombres.

—No sé si sentirme halagado por que se preocupe por mí —le dijo— o insultado por su falta de confianza en mi técnica pugilística.

—No puedo soportar la idea de que te hagan daño.

—Por ti, haré todo lo que pueda para protegerme. Aunque tienes que saber que, para lograrlo, lo más probable es que tu esposo salga vapuleado.

¿Los ojos de Michael siempre la habían mirado con tanta ternura?

—Regmont es físicamente capaz de protegerse solo.

En cuanto vio que Michael fruncía el cejo, se dio cuenta de que quizá había revelado más de lo que debía e intentó distraerlo.

—Me encantó que vinieras a verme el otro día. Me gustaría que me visitases más a menudo.

—Ojalá pudiera, Hester —contestó él en voz baja e íntima y con los ojos entrecerrados—. Lo intentaré.

Se fueron cada uno por su lado y ella tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta mientras regresaba a la tienda. Una cosa era que hubiese salido un momento para hablar con el cuñado de su hermana y otra muy distinta que la pillasen mirándolo descaradamente.

—El título le sienta muy bien a Tarley —dijo lady Bencott en cuanto Hester se reunió con ellas.

Ella se limitó a asentir, consciente del dolor y de las obligaciones que Michael había heredado junto con ese título.

—Si tienes suerte, Emily —siguió lady Bencott—, quizá consigas llamar su atención con el nuevo sombrero y comprometerte con él.

—Ojalá fuese tan afortunada. —Em cogió otro sombrero horrible y se lo colocó sobre sus preciosos rizos negros—. Hace tiempo que me fijé en él.

Hester sintió una punzada en el pecho al oír el tono embelesado de su amiga. Se dijo a sí misma que era culpa del embarazo y no de algo mucho más complicado e imposible…, como los celos.

—¿Querías verme?

Michael levantó la vista al oír que su madre entraba en el despacho. A pesar del nada despreciable tamaño de la estancia, la delicada presencia de la condesa de Pennington parecía dominar el espacio. Lo que hacía de Elspeth Sinclair una mujer tan formidable era su espíritu y la fuerza que desprendía. Su carácter complementaba maravillosamente su belleza física y su elegancia.

—Sí. —Michael dejó la pluma y se puso en pie. Rodeó el escritorio de caoba y señaló uno de los sofás; esperó a que su madre se sentase antes de tomar asiento frente a ella—. Tengo que pedirte un favor.

Ella lo estudió con la mirada. La reciente pérdida de su amado hijo se reflejaba en las profundidades de sus ojos, y la tristeza la envolvía como un manto.

—Sabes que sólo tienes que pedírmelo. Si está en mi mano concedértelo, dalo por hecho.

—Gracias.

Michael ordenó sus pensamientos, buscando el mejor modo de formular su petición.

—¿Cómo estás? —le preguntó Elspeth, entrelazando los dedos en el regazo y levantando el mentón. Tenía algunos mechones plateados en las sienes, pero su rostro apenas mostraba síntomas de envejecimiento. Seguía siendo bella y serena—. He intentado respetar tu intimidad tanto como me ha sido posible, pero te confieso que estoy preocupada por ti. No eres el mismo desde que murió Benedict.

—Ninguno de nosotros lo es. —Michael se recostó contra el respaldo del sofá y exhaló agotado.

Hacía tiempo que veía venir aquella conversación. Su madre había dado verdadera muestra de paciencia al posponerla tanto, teniendo en cuenta que quería estar informada de todo lo que les sucedía a los miembros de su familia, minuto a minuto. Mientras Pennington, su padre, se había quedado de luto en el campo, ella hacía semanas que había llegado a la ciudad para facilitar la transición de Michael a su nueva vida del modo menos intrusivo posible.

Elspeth fingía estar ocupada con sus amigas, pero él sabía que el verdadero motivo por el que había ido allí era para apoyar al único hijo que le quedaba, mientras éste intentaba, sin conseguirlo, ocupar la vacante que había dejado su fallecido hermano.

—Todos habíamos dado por hecho que Benedict siempre estaría aquí y lo digo con el mayor de los respetos —señaló Michael, cansado—. Jamás se nos ocurrió pensar que un día nos dejaría y que iríamos a la deriva sin él.

—Tú no estás yendo a la deriva —lo contradijo Elspeth—. Eres más que capaz de asumir tus nuevas responsabilidades, pero tienes que hacerlo a tu modo. No hace falta que seas como Benedict.

—Lo estoy intentando.

—Estás intentando encajar en el molde que tu hermano se hizo a su medida y te suplico que no creas que eso es lo que queremos tu padre y yo.

—No se me ocurre mejor hombre al que emular.

Su madre levantó una mano y lo señaló, empezando por las botas y terminando por la corbata.

—Apenas te he reconocido cuando he entrado. Los tonos sombríos de tus nuevos trajes y la completa ausencia de adornos… Éste no eres tú.

—Ya no soy un mero Sinclair —se defendió él—. Ahora soy Tarley y algún día, y Dios quiera que falte mucho tiempo para eso, seré Pennington. Tengo que ser sobrio y formal.

—Tonterías. Lo que tienes que ser es feliz y sensato. Las cualidades que hacen que tú seas tú ayudarán mucho más al título que el hecho de que intentes imitar a tu hermano.

—La cordura es un lujo que todavía me tengo que ganar. Por ahora, apenas consigo mantener el ritmo. No tengo ni idea de cómo lo hacía Benedict para cumplir con todas sus obligaciones, pero Dios, hay ocasiones en que la cantidad de trabajo parece inacabable.

—Tendrías que delegar y confiar más en los demás. No tienes por qué hacerlo todo solo.

—Sí, sí que tengo, al menos hasta que sepa lo suficiente como para permitir que lo haga otra persona. No puedo dejar en manos de unos empleados la estabilidad económica de nuestra familia sólo para facilitarme la vida o para no quedar como un ignorante. —Michael miró a su alrededor y se sintió como un intruso, ocupando aquel lugar impregnado de la esencia de su hermano. Él nunca habría elegido aquellos tonos rojos y marrones, pero no había querido cambiar nada después de su muerte. Se sentía como si no tuviese derecho a hacerlo, ni tampoco ganas—. A diferencia de Benedict, yo ni siquiera tengo que preocuparme por «Calipso», y sin embargo me siento como si apenas estuviese rozando la superficie de todo lo que tengo que hacer.

Elspeth negó con la cabeza.

—Sigo teniendo sentimientos encontrados acerca de la decisión de tu hermano de dejarle a Jessica una responsabilidad tan grande.

—Teniendo la propiedad de la plantación a ella no le faltará nada durante el resto de su vida.

—Su estipendio anual es más que suficiente para considerarla una viuda rica. La plantación no era una de las mayores fuentes de ingresos porque sí; consumía mucho tiempo de tu hermano y gran parte de sus esfuerzos. Seguro que a Jessica le resultará demasiado difícil hacerse cargo de su gestión. Tiemblo sólo de pensarlo.

—Benedict me lo contó antes de hacer testamento y la verdad es que comprendí por qué lo hacía.

—Entonces explícamelo.

—La quería —dijo sin más—. Decía que esa isla tenía un efecto especial en Jessica, que la afectaba y alteraba su personalidad de un modo que él quería que fuese definitivo. Quería que ella sintiese el poder que acompaña la autosuficiencia en el caso de que algún día tuviese que vivir sin él. Me dijo algo acerca de que había estado encarcelada y que necesitaba ser completamente libre.

—Supongo que tenía buena intención, pero Jessica tendría que estar aquí con nosotros. Me duele pensar que está sola.

Michael aprovechó para sacar el tema por el que la había mandado llamar.

—Su hermana, lady Regmont, siente lo mismo. Y hablando de Hester, el favor que quiero pedirte tiene que ver con ella.

—¿Ah, sí?

—Me gustaría que estrechases tu amistad con ella, que la introdujeses en tu círculo social. Que pasases más tiempo en su compañía.

Elspeth levantó las cejas.

—Es una chica encantadora, pero nos separan muchos años. No estoy segura de que tengamos demasiados intereses en común.

—Inténtalo.

—¿Por qué?

Michael se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en las rodillas.

—Temo que esté pasando por un mal momento y necesito tu opinión al respecto. Si estoy en lo cierto, seguro que tú lo notarás en seguida.

—Lo que quería decir es por qué muestras tanto interés por lady Regmont. ¿Es por Jessica?

—Por supuesto que me hará muy feliz poder tranquilizar a Jessica —respondió—. Las dos hermanas están muy unidas.

—Lo que es lógico y encomiable por tu parte. Sin embargo, sigo sin entender por qué te preocupas por el bienestar de la esposa de Regmont. —Su tono fue más curioso que argumentativo—. Si le sucediese algo que requiriese especial atención, seguro que su marido se ocuparía. Tú, por otro lado, necesitas buscarte tu propia esposa de la que ocuparte.

Michael gruñó resignado y echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados.

—¿Acaso sólo piensas en casarme? Las páginas de sociedad no paran de especular y están repletas de chismes acerca de mis intenciones. Y ¡ahora ni siquiera puedo estar tranquilo en mi propia casa!

—¿No hay ninguna mujer que te llame la atención?

«Pues claro que sí, tal como has deducido, estoy locamente enamorado de la esposa de otro hombre».

Se incorporó.

—Basta. Estoy bien. Los asuntos de la familia están bien. No hace falta que te preocupes por nada. Estoy cansado y me siento poco preparado, pero estoy aprendiendo rápido y seguro que pronto será como si lo hubiese hecho toda la vida. No hace falta que te angusties por mí, por favor.

Su madre se puso en pie y se acercó a la cuerda de la campanilla. Su falda de seda color melocotón rozó la alfombra al caminar.

—Necesito tomarme un té bien cargado.

Michael se tomaría algo más fuerte.

—Bueno —se resignó Elspeth—, cuéntame qué es lo que te preocupa de lady Regmont.

Michael apenas se alegró de haber logrado que su madre capitulase. ¿Qué motivos podía tener Hester para tener tanto miedo de que dos caballeros civilizados practicasen un poco de pugilismo? Todavía recordaba el modo en que lo había mirado cuando se habían encontrado antes, implorándole con lágrimas en los ojos. Y muy preocupada.

—Está cadavérica y demasiado pálida. Parece demasiado frágil, tanto física como mentalmente. Ella no es así. Hester era muy vivaz y siempre estaba llena de energía y de ganas de vivir.

—Los hombres no suelen fijarse en esos cambios ni siquiera cuando los sufre su esposa, y mucho menos las de los demás.

Michael levantó una mano para detener la reprimenda y las especulaciones de su madre.

—Sé cuál es mi lugar y el suyo. Y ten presente que estoy dejando el asunto en tus manos. Si me ayudas, podré concentrarme en el montón de temas que tengo pendientes.

Una doncella con cofia blanca apareció tras abrir la puerta y Elspeth le pidió que les trajese el té. Después, volvió a ocupar su anterior asiento y se alisó la falda al sentarse.

—Tu combate de boxeo contra Regmont cobra de repente un nuevo sentido. A mí me parecía que correr el riesgo de provocar a la magistratura no encajaba con el nuevo hombre en que te has convertido. La verdad es que pensé que por fin estaba reapareciendo el viejo Michael.

—Ves motivos ocultos donde no los hay. Y no es ningún combate, como dices tú, lo que sin duda llamaría la atención de la magistratura. Sólo somos dos hombres que vamos a practicar un poco de deporte juntos.

Elspeth lo miró con la exasperación propia de una madre.

—No creerás que no me he dado cuenta de que no dejas de tocarte la cadena del reloj de bolsillo, o que no paras de mover el pie derecho. Ambos son tics que tienes desde hace mucho tiempo, pero que a lo largo del último año habías conseguido controlar. Sin embargo, te basta con hablar de lady Regmont, con pensar en ella, para que vuelvan a despertarse. Ella te afecta profundamente.

Él se frotó el rostro con una mano.

—¿Por qué las mujeres insistís siempre en buscar un significado oculto a cualquier acto sin importancia?

—Porque las mujeres nos fijamos en todos los detalles del día a día, algo de lo que los hombres sois incapaces. Y por eso somos más listas que vosotros.

Le sonrió, mostrando su perfecta dentadura blanca.

Michael, que conocía esa sonrisa, se tensó al verla, consciente de lo que significaba.

—Me ocuparé de Hester por ti —le dijo su madre con dulzura—, pero a cambio de algo.

Claro. Lo sabía.

—¿De qué?

—Tienes que dejar que te presente a damas casaderas.

—Maldita sea —soltó él—. ¿No puedes hacerlo por la bondad de tu corazón?

—Lo haré por ti. Tienes demasiado trabajo, estás demasiado cansado y te faltan mimos. No me extraña que te sientas atraído por alguien que te resulta familiar y confortable.

Michael comprendió que seguir discutiendo con su madre sólo lo perjudicaría, así que se mordió la lengua y se puso en pie.

Era evidente que el té no era la bebida fuerte que necesitaba. El coñac que Benedict guardaba en la estantería detrás del escritorio le iría mucho mejor. Se acercó al lugar y se agachó para abrir el pequeño armario que había en la parte inferior del mueble.

—Me alegro de que no digas nada —continuó su madre—, porque ahora lo que te conviene es escuchar. Estoy casada con un Sinclair y he criado a otros dos; sé perfectamente de qué pasta estáis hechos.

Michael se llenó medio vaso de coñac, pero recapacitó y siguió echándose hasta llegar al borde.

—¿Somos distintos de los demás?

—Hay hombres que eligen a sus parejas con la cabeza, sopesando los pros y los contras de un modo completamente analítico. Otros, como tu amigo Alistair Caulfield, reaccionan ante la atracción física. Pero los Sinclair las elegís con esto —se golpeó el pecho encima del corazón— y cuando habéis tomado una decisión es muy difícil haceros cambiar de opinión.

Michael se bebió el contenido de la copa en dos tragos.

Elspeth chasqueó la lengua para mostrar su desaprobación.

—Tu abuela tardó años en aceptarme, opinaba que yo era demasiado testaruda e intratable para ser una mujer, pero tu padre se negó a ceder.

—Me pregunto por qué opinaría eso la abuela.

—Y Jessica… La quiero como si fuese mi propia hija, pero al principio tenía mis reservas respecto a ella. Es el tipo de persona que nunca llegas a conocer, pero Benedict no quería ni plantearse elegir a otra.

—Y fue muy feliz.

—¿Lo fue? Entonces, ¿por qué tenía que esforzarse tanto, como por ejemplo legándole la plantación, para que ella sacase su lado más profundo? El amor conlleva el deseo innato de querer poseer a la otra persona en cuerpo y alma. Creo que, a la larga, Benedict probablemente habría llegado a lamentar que Jessica fuese incapaz de abrirse a él. Por desgracia, su matrimonio ya no tiene importancia. Ahora tú eres el que tiene sentimientos por una persona completamente inapropiada y el que necesita fijarse en otra. Es el mejor modo de olvidar un amor no correspondido.

—Tengo asuntos más importantes de los que ocuparme.

—Quizá antes habrías podido quedarte soltero, pero ahora no.

Michael se quedó mirando la copa vacía que tenía en la mano, haciéndola girar sobre sí misma para atrapar la luz que se colaba por la ventana de su izquierda.

De todos los deberes que había heredado como Tarley, el que más le dolía era la obligación de encontrar esposa. Iba a tener que casarse sin amor e iba a tener que perpetuar el fraude durante toda la vida. Se deprimía y agotaba sólo de pensarlo.

—Visita a lady Regmont —dijo entre dientes—. Dale los consejos que necesite o escúchala si le hace falta y durante todo el tiempo que sea preciso. A cambio, yo me prestaré a que me busques esposa.

Elspeth sonrió satisfecha.

—Hecho.