Siete años después…
—Te suplico que lo reconsideres.
Jessica, lady Tarley, alargó la mano por encima de la mesita de té del salón de la mansión Regmont y apretó levemente la de su hermana.
—Tengo el presentimiento de que tengo que ir.
—¿Por qué? —Las comisuras de los labios de Hester se inclinaron hacia abajo—. Lo entendería, si Tarley estuviese contigo, pero ahora que ha fallecido… ¿Te parece seguro viajar sola?
Esa pregunta se la había hecho Jess a sí misma miles de veces, pero la respuesta carecía de importancia. Estaba decidida a ir. Ahora se daban todas las condiciones para hacerlo y era poco probable que volviese a tener otra oportunidad.
—Por supuesto que sí —afirmó convencida—. El hermano de Benedict, Michael, aunque supongo que tengo que acostumbrarme a llamarlo Tarley, se ha encargado de organizar el viaje y un miembro del servicio irá a buscarme al puerto. Todo saldrá bien.
—Eso no me tranquiliza —contestó Hester, pensativa y triste, sin dejar de jugar con el asa de la taza de porcelana de estampado floral.
—Hubo una época en que tú también querías viajar a tierras lejanas —le recordó Jess, que odiaba ver a su hermana tan preocupada—. ¿Has perdido el espíritu aventurero?
Hester suspiró abatida y miró a través de la ventana que tenía al lado. Las cortinas proporcionaban cierta intimidad y, al mismo tiempo, dejaban ver el tráfico que circulaba por delante de la mansión de Mayfair, pero Jess sólo tenía ojos para su hermana. Se había convertido en una joven muy hermosa, a la que alababan por su melena dorada y sus ojos verdes, enmarcados por espesas pestañas negras. Tiempo atrás, sus curvas habían sido más sensuales que las de Jess y su carácter más alegre, pero el paso de los años había menguado ambas características y se había convertido en una mujer delgada como un junco y dotada de una serena elegancia.
La condesa de Regmont se había ganado fama de reservada, lo que no dejaba de sorprender a Jess, teniendo en cuenta lo encantador y abierto que era lord Regmont. Ella le echaba la culpa de los cambios de Hester al padre de ambas, a su maldito orgullo y a su misoginia.
—Estás pálida y muy delgada —dijo—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy de luto por tu pérdida. Y tengo que confesarte que no he dormido bien desde que anunciaste que tenías intención de hacer este viaje. —Hester volvió a mirarla—. No puedo entender por qué quieres ir.
Ya hacía casi un año que Benedict había muerto y, antes de eso, había estado tres meses enfermo. Jess había tenido tiempo de sobra de resignarse a vivir sin él. Sin embargo, el enorme pesar que sentía se pegaba a ella como la niebla sobre el mar. La familia y los amigos intentaban que dejase atrás el pasado y siguiera adelante, pero Jessica no sabía cómo hacerlo.
—Necesito alejarme del pasado para volver a tener un futuro.
—¿Y no te basta con retirarte al campo?
—El invierno pasado no me bastó. Y ahora la nueva Temporada está a punto de empezar y seguimos atrapados en esta nube negra que se cierne sobre mí. Tengo que romper con la rutina para que todos podamos recuperar nuestras vidas y seguir adelante.
—Dios santo, Jess —suspiró Hester, pálida—. No es posible que estés insinuando que tienes que morir, igual que Tarley, para que los demás podamos superarlo. Tú todavía eres joven y puedes volver a casarte. Tu vida no está ni de lejos terminada.
—Estoy de acuerdo. Por favor, no te preocupes por mí. —Volvió a servirle té a su hermana y le echó dos cucharadas de azúcar—. Sólo estaré fuera el tiempo necesario para vender la plantación. Volveré como nueva y con energías renovadas y así os animaré a todos los que me queréis y os preocupáis por mí.
—Todavía no puedo creerme que Benedict te haya dejado ese lugar. ¿En qué estaría pensando?
Jessica sonrió con cariño y miró las cortinas de seda amarilla con flores azules. Hester había redecorado la mansión poco tiempo después de casarse y aquel salón reflejaba su innato optimismo.
—Benedict quería que fuese completamente autosuficiente y ese lugar tenía además un valor sentimental para nosotros. Tarley sabía lo mucho que me gustó nuestro viaje a su finca de Jamaica.
—El sentimentalismo está bien, excepto cuando te manda a la otra punta del mundo —masculló Hester.
—Tal como te he dicho, quiero ir. Diría incluso que lo necesito. Es una especie de despedida.
Su hermana gruñó exasperada y capituló.
—¿Me prometes que me escribirás y que volverás en cuanto te sea posible?
—Por supuesto. Y tú también tienes que prometerme que me escribirás.
Hester asintió y levantó la taza de té, que se bebió de golpe, en un gesto nada propio de una dama.
El té era una bebida tonificante. Jess lo sabía mejor que nadie, pues, a medida que iba acercándose el aniversario de la muerte de Tarley, cada vez bebía más tazas.
—Te traeré un montón de regalos —le prometió a su hermana, en un intento de aligerar el tono de la conversación y con la esperanza de arrancarle una sonrisa.
—Me basta con que vuelvas tú —replicó Hester, señalándola con un dedo.
El gesto le recordó tanto a su infancia, que Jess no pudo evitar preguntar:
—¿Vendrás a buscarme si tardo demasiado?
—Regmont jamás lo permitiría. Pero te prometo que convencería a alguien para que fuese tras de ti. Quizá a una de esas matronas que tanto se preocupan por ti.
Jess fingió horrorizarse ante la perspectiva.
—Me ha quedado claro, hermanita. Cuando quieres, puedes ser muy cruel. Volveré cuanto antes.
Alistair Caulfield estaba de espaldas a la puerta de su despacho, en la sede de su naviera, cuando aquélla se abrió. La salada brisa del mar se coló en la oficina y le arrancó de la mano derecha el documento que iba a archivar.
Lo atrapó con rapidez y, acto seguido, miró por encima del hombro. Se quedó petrificado al ver quién era su visita.
—Michael.
Los ojos del nuevo lord Tarley se abrieron igual de sorprendidos y sus labios esbozaron una media sonrisa.
—Alistair, viejo granuja. No me dijiste que estuvieras en la ciudad.
—Acabo de regresar. —Guardó el documento en el archivador que correspondía y cerró el cajón—. ¿Cómo estás, milord?
Michael se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo castaño. El título de vizconde le pesaba y le otorgaba una madurez que hasta entonces Alistair no le había visto nunca. Michael iba vestido en tonos marrones y apretaba nervioso el sombrero que sujetaba en la mano izquierda, en la que lucía el sello de Tarley, como si no pudiese acostumbrarse a llevarlo.
—Tan bien como me lo permiten las circunstancias.
—Mis más sinceras condolencias para ti y para tu familia. ¿Recibiste mi carta?
—Sí, la recibí. Gracias. Quería contestarte, pero el tiempo se me ha escurrido entre los dedos. El último año se me ha pasado tan rápido que apenas he conseguido recuperar el aliento.
—Lo entiendo.
Michael asintió.
—Me alegro de volver a verte, amigo mío. Has estado demasiado tiempo fuera.
—La vida del hombre de negocios.
Alistair podría haber delegado más, pero quedarse en Inglaterra equivalía a correr el riesgo de cruzarse con su padre o con Jessica. Su padre se quejaba del éxito de Alistair con la misma virulencia con que se había quejado de su vida disipada. Y eso causaba múltiples dolores de cabeza a su madre, así que lo único que podía hacer él para aliviarla era estar ausente el mayor tiempo posible.
Y, en cuanto a Jessica, ésta se había esmerado en que no se encontrasen siempre que él estaba en la ciudad. Y cuando vio cómo la había cambiado su matrimonio con Tarley, Alistair hizo lo mismo.
Jessica seguía comportándose con el mismo decoro de siempre, pero a él no se le pasó por alto el modo más sensual en que movía las caderas ni la mirada de conocimiento de sus grandes y grises ojos. Algunos hombres deseaban resolver el misterio que ella significaba, pero Alistair sabía lo que se escondía detrás de ese velo y ésa era la mujer a la que él deseaba.
Sabía que en el mundo real Jessica estaba fuera de su alcance, pero siempre la tenía presente. El fuego de la juventud se la había grabado en la memoria y el paso de los años no había logrado que la olvidase ni siquiera un poco.
—La verdad es que me alegro mucho de tu pericia para los negocios —le dijo Michael—. Los capitanes de tus navíos son los únicos en los que confío para llevar a mi cuñada sana y salva hasta Jamaica.
Alistair logró mantener el rostro impasible gracias a la más que considerable práctica que tenía en ocultar sus emociones, pero se le tensó todo el cuerpo al oír la noticia.
—¿Lady Tarley tiene previsto viajar a Jamaica?
—Sí, esta misma mañana. He aquí el motivo de mi visita. Tengo intención de hablar con el capitán en persona y de asegurarme de que cuide de ella hasta llegar a puerto.
—¿Quién viaja con lady Tarley?
—Sólo su doncella. Me gustaría acompañarla, pero ahora mismo no puedo dejar la ciudad.
—¿Y no puede posponer el viaje?
—No. —Michael esbozó una mueca—. No he logrado disuadirla.
—Di mejor que eres incapaz de decirle que no —lo corrigió Alistair acercándose a la ventana, desde la cual podía ver los muelles de la Compañía de las Indias Occidentales.
Los navíos llegaban por los muelles del norte y allí descargaban las valiosas mercancías que transportaban, antes de navegar luego hasta los muelles del sur, donde los cargaban de nuevo. Alrededor se levantaba un muro de ladrillo, con el fin de detener la ola de robos que azotaban los embarcaderos de Londres.
Ese muro había hecho aumentar el atractivo de la compañía naviera de Alistair ante los ojos de los propietarios de la Compañía de las Indias Occidentales, que buscaban un medio de transporte seguro para sus bienes.
—Y Hester tampoco puede acompañarla…, perdón: lady Regmont.
La última parte de la frase la dijo con dificultad. Hacía tiempo, Alistair había sospechado que su amigo sentía algo por la hermana pequeña de Jessica y había dado por hecho que Michael la cortejaría abiertamente. Pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, Hester fue presentada en sociedad y comprometida casi en seguida, rompiendo los corazones de muchos posibles pretendientes.
—¿Por qué está tan decidida a ir?
—Benedict le dejó en herencia la finca, «Calipso». Jessica dice que tiene que gestionar la venta personalmente. Me temo que la pérdida de mi hermano la ha afectado mucho y que busca sentirse útil. He intentado ayudarla a superarlo, pero me temo que mis obligaciones me han dejado exhausto.
—Yo puedo ayudarla con la venta —se ofreció Alistair con voz neutra—. Puedo presentarle a la gente apropiada y proporcionarle información que sin mí tardaría meses en obtener.
—Es una oferta muy amable por tu parte. —Michael lo estudió con la mirada—. Pero acabas de regresar y no puedo pedirte que vuelvas a irte tan pronto.
Alistair se dio media vuelta y le contestó:
—Mi plantación linda con la suya y me gustaría comprarla. Tengo intención de hacerle una oferta inmejorable y, evidentemente, generosa.
El alivio se hizo evidente en el rostro de Michael.
—De ser así, me quedaré mucho más tranquilo. Hablaré con mi cuñada de inmediato.
—Tal vez deberías dejar que lo hiciese yo. Si, tal como me has dicho, lady Tarley busca sentirse útil, querrá tener la última palabra. Además, tiene derecho a dictar los términos y las condiciones de nuestro acuerdo según estime pertinente. Y, al contrario que tú, yo dispongo de todo el tiempo del mundo. Ocúpate de tus obligaciones más apremiantes y deja a lady Tarley en mis manos.
—Siempre has sido un buen amigo —dijo Michael—. Rezaré para que vuelvas pronto a Inglaterra y te instales aquí definitivamente. Me iría bien tener a mano tus consejos y tu vista para los negocios. Mientras, te pido por favor que animes a Jessica a escribirme a menudo para mantenerme al tanto de la situación. Me gustaría que estuviese de vuelta antes de que nos fuésemos a pasar el invierno al campo.
—Haré todo lo que pueda.
Alistair se quedó de pie en su despacho varios minutos después de que Michael se fuera y luego se sentó tras el escritorio. Escribió la lista de las provisiones que necesitaban para el viaje, con el objetivo de hacerlo lo más agradable posible, e hizo varios cambios en la lista de pasajeros; transfirió dos a otro de sus navíos, con el coste adicional correspondiente para él.
Jessica, su doncella y él serían los únicos pasajeros que viajarían en el Aqueronte, además de la tripulación.
Ella iba a estar en el barco durante semanas; era una oportunidad extraordinaria y Alistair no iba a desaprovecharla por nada del mundo.
Desde el cálido interior del carruaje, Jessica observó el navío que flotaba ante de ella. Recorrió la resplandeciente borda con la mirada y luego subió la vista por los tres mástiles que se elevaban orgullosos desde la cubierta. Era uno de los barcos más impresionantes del puerto, lo que era de esperar, teniendo en cuenta el esmero con que Michael le había organizado el viaje.
Seguro que se había asegurado de que sus aposentos fuesen cómodos y de que estuviese muy bien cuidada durante toda la travesía.
Jessica sospechaba que a Michael, ocuparse de la viuda de su hermano lo ayudaba a superar el luto; ése era también uno de los motivos por los que ella sentía la necesidad de irse de allí.
El olor del océano llamó su atención y se dirigió hacia los muelles de la Compañía de las Indias Occidentales. Tenía tantas ganas de emprender el viaje que se le aceleró el corazón, o quizá fueran los nervios.
La buena sociedad de las islas caribeñas —la poca que había— apenas sabía nada de ella y allí las normas sociales eran más laxas. Después de los últimos meses en que, siempre con la mejor intención, su familia y sus amigos no la habían dejado ni a sol ni a sombra, Jess estaba impaciente por disfrutar de la soledad.
Se quedó observando cómo sus sirvientes subían sus baúles por la rampa que conducía a la cubierta principal. El azul brillante que predominaba en las libreas de Pennington hacía que éstas destacasen entre las ropas de colores más sobrios de los marinos.
Pronto, Jess no tuvo ningún motivo para seguir en el carruaje y bajó del mismo con la ayuda de un lacayo. Se alisó la falda de seda color lavanda y después echó a andar hacia el barco, sin mirar atrás. En cuanto subió a bordo, notó el balanceo bajo sus pies y se dio unos segundos para adaptarse a la sensación.
—Lady Tarley.
Jess se dio media vuelta y vio a un hombre corpulento y elegantemente vestido que se le acercaba. Gracias a su porte y a su atuendo, adivinó quién era antes de que él se lo confirmase.
—Soy el capitán Smith —se presentó. Ella le tendió la mano y el hombre se la besó, haciéndole una pequeña reverencia—. Es un placer tenerla a bordo.
—El placer es mío —contestó Jessica, sonriéndole como él estaba haciendo por entre la barba blanca—. Tiene usted un navío magnífico, capitán.
—Sí, sí, lo es. —El hombre se ladeó la gorra para poder verla mejor—. Me haría un gran honor si aceptase cenar conmigo durante el viaje, milady.
—Estaré encantada, gracias.
—Excelente. —Smith le hizo señas a un joven marino—. Miller la acompañará a su camarote. Si tiene cualquier duda o pregunta, él se encargará de resolvérselas.
—Le estoy muy agradecida.
El capitán se fue para preparar el barco para zarpar y Jess se dirigió a Miller, quien no parecía tener más de diecisiete años.
—Señora. —El joven le señaló la escalerilla que conducía a la cubierta inferior—. Es por aquí.
Jessica lo siguió por la crujía del barco y se quedó fascinada por el coraje de los marinos que trepaban por las jarcias como si fuesen escarabajos. Pero en cuanto descendió la escalerilla, toda su admiración fue para el impresionante interior del navío.
La barandilla y el pasillo estaban recién encerados y resplandecían, igual que los picaportes y los candelabros de las paredes. Jessica no había sabido qué esperar y aquella atención por el detalle era toda una sorpresa y un placer para los sentidos. Miller se detuvo ante una puerta y llamó. Segundos después, la voz de Beth, la doncella, respondía.
El camarote era pequeño, pero estaba muy bien distribuido; tenía una cama individual, una ventana algo estrecha y una mesa de madera con dos sillas. En el suelo, al lado de uno de sus baúles, Jess vio una caja llena de botellas de su clarete preferido.
Aunque era la habitación más pequeña en la que había estado nunca, aquel espacio tan reducido la tranquilizó y se sintió agradecida porque, al menos durante las próximas semanas, no iba a tener que pensar en qué decir para hacer que la gente que la rodeaba se sintiera mejor.
Se quitó el alfiler que le sujetaba el sombrero y le entregó ambos a Beth.
Miller prometió que volvería a las seis para acompañarla a cenar y después salió del camarote. En cuanto el marino cerró la puerta, Jess buscó la mirada de Beth.
La doncella se mordió el labio inferior y dio una vuelta sobre sí misma.
—Vamos a vivir una gran aventura, señora. Echo de menos Jamaica desde que nos fuimos.
Ella suspiró para ver si así se aflojaba el nudo que tenía en el estómago y luego sonrió.
—Y a cierto joven.
—Sí —reconoció la doncella—, a él también.
Beth la había ayudado mucho los últimos días; había sido la única que le había dado ánimos, mientras sus amigos y su familia la censuraban por aquel viaje.
—Una aventura —repitió Jess—. Sí, lo va a ser.
Cuando pasadas las seis alguien llamó a la puerta de su camarote, Jess dejó a un lado el libro que estaba leyendo y se puso de pie sin demasiadas ganas. Beth estaba remendando unas medias sentada al otro extremo de la mesa y resultaba muy agradable estar allí juntas y en silencio.
La doncella dejó también lo que estaba haciendo y fue a abrir la puerta. En cuanto lo hizo, apareció el rostro del joven Miller, que sonrió tímidamente. Jess se despidió de Beth, deseándole una tranquila cena, y siguió al joven hacia el amplio camarote del capitán.
A medida que iban acercándose a la enorme puerta del final del pasillo, Jess oía las notas de un violín. Alguien estaba tocando el instrumento con suma maestría y la melodía era dulce a la vez que perturbadora. Gran aficionada a la música, Jess aceleró el paso.
Miller llamó a la puerta con un solo golpe y abrió sin esperar respuesta. Tendiendo un brazo, le indicó a Jess que entrase.
Ella lo hizo esbozando una de sus estudiadas sonrisas y vio que el capitán Smith se ponía en pie desde el extremo más alejado de la mesa, acompañado por otros dos hombres que a Jessica le habían presentado antes: el contramaestre y el médico del barco. Intercambió las frases de cortesía habituales con ambos y luego volvió a centrar su atención en el violinista.
Estaba de pie frente al enorme ventanal que coronaba la popa, dándoles la espalda. Iba en mangas de camisa, lo que hizo que Jess apartase la vista de inmediato, pero cuando el capitán se acercó para acompañarla hasta la mesa, se atrevió a volver a echar otro vistazo a aquel caballero tan escandalosamente vestido. Sin los faldones del chaqué tapándolo, pudo apreciar con claridad su magnífico trasero.
Nunca antes se había fijado especialmente en esa parte de la anatomía masculina, pero descubrió que le encantaba mirar las nalgas tan fuertes y bien torneadas de aquel hombre.
Mientras charlaba con los responsables del navío, Jess iba desviando cada pocos minutos la mirada hacia el violinista moreno que tocaba con tanto sentimiento. Los fluidos movimientos de su brazo hacían que los hombros se le flexionasen de una manera que a ella siempre le había resultado fascinante.
El cuerpo de un hombre era mucho más admirable que el de una mujer, era capaz de actuar con contundencia y, al mismo tiempo, ser ágil y elegante.
La partitura llegó a su fin y el músico se volvió para dejar el violín en la funda que tenía al lado, encima de una silla. Jess vio el perfil del violinista un instante y, al reconocerlo, un escalofrío le recorrió la piel.
Él cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la puso. A Jessica nunca le había parecido que ver vestirse a alguien fuese tan sensual y erótico como ver a esa persona desnudarse, pero con aquel hombre lo era. La economía de sus movimientos era enormemente atractiva e iba acorde con la seguridad y el poder que emanaban de él.
—Y éste es —dijo el capitán, señalando al músico— el señor Alistair Caulfield, propietario de este navío y excelente violinista, como ha podido comprobar.
Jess podría jurar que durante un segundo se le paró el corazón. De lo que no le cabía ninguna duda era de que dejó de respirar. Alistair la miró y la saludó con una reverencia perfecta. Sin embargo, en ningún momento agachó la cabeza y sus ojos no se apartaron de los suyos.
Dios Santo…