Prólogo

Fines de los setenta, Colombia. Cuatro de los carteles más poderosos del mundo lo impregnan todo: la vida política, económica, cultural. Y hasta crean una clase social.

Las calles de Medellín, Cali y Bogotá son un escenario de guerra. El motivo: controlar un negocio millonario que parte al país por la mitad.

Los narcos financian guerrillas y luego surgen grupos paramilitares. Las muertes, desapariciones y secuestros se cuentan de a miles. Un informe del Grupo de Memoria Histórica, que integra la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, indica que por lo menos 220 mil personas murieron y mil están desaparecidas como consecuencia del conflicto armado interno que lleva más de cinco décadas.

El gobierno de Colombia, alentado por el gobierno norteamericano, declara la guerra a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). Una guerra donde los botines se disputan a sangre y fuego. Donde las 185 toneladas métricas de cocaína colocadas en Europa y Estados Unidos equivalen a unos 18 mil millones de dólares, destinados a solventar la maquinaria de muerte. Una guerra que acaba con una paz sospechosa decretada por el presidente Alvaro Uribe.

Y en la desmovilización de los ejércitos irregulares, nucleados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), cuyos sanguinarios soldados son traicionados por el mismo poder que los había usado para ejecutar su plan criminal.

Asesinatos. Desapariciones. Algunos se benefician del refugio en países vecinos. Sus identidades ya no son las mismas. Muchos aterrizan en la Argentina, buscando resguardar sus vidas y la de sus familias.

Hoy, mientras los presidentes Cristina Fernández de Kirchner y Juan Manuel Santos firman acuerdos para combatir la trata de personas y el crimen organizado, y actualizan viejos convenios de extradición, la actividad de narcotraficantes y paramilitares colombianos en Argentina está más viva que nunca.

Lo que ustedes leerán aquí desgraciadamente no es un policial negro, aunque se le parezca.

Tampoco es el guión de una película de espionaje, a pesar de que algunos personajes centrales de la trama son espías y dobles agentes.

Los protagonistas aquí viven y mueren, y sólo una foto de toda esa trama llega a los periódicos. El resto, hasta ahora, es historia desconocida.

Mi Sangre, Gran Hermano, Don Lucho, El Mojarro o Monoteto tienen, al menos, dos cosas en común: son emergentes de esta guerra fraticida entre facciones de la sociedad colombiana y terminaron sus días en la Argentina.

Los más afortunados, tras las rejas. Los otros, asesinados. Todos escapan como pueden de los coletazos de un enfrentamiento entre sectores supuestamente antagónicos en la perspectiva ideológica, pero emparentados por el financiamiento: las multimillonarias arcas del narcotráfico.

La Argentina ya dejó de ser un escenario neutro en esta guerra. Hoy, se transformó en un enclave estratégico de los carteles.

Aquí conocerán cómo el teatro de operaciones de estas sangrientas disputas se traslada a nuestras ciudades, cuyas calles son ahora tierra de sicarios, como en la Colombia de los tiempos de Escobar Gaviria.

¿Cuántas muertes tendremos que esperar para darnos cuenta que Buenos Aires, Rosario o Córdoba pueden transformarse en Bogotá, Cali o Medellín, si desde el Estado no se encara una lucha frontal contra el delito organizado?

Están advertidos.