Después del juramento de la Mesa Redonda no volví a ver a Lancelot ni a ninguno de sus esbirros durante mucho tiempo. Amhar y Loholt, los gemelos hijos de Arturo, vivían en Venta, la capital de Lancelot, y poseían sendas bandas de lanceros, pero los únicos combates que parecían librar tenían lugar en las tabernas. También los druidas Dinas y Lavaine residían en Venta, donde presidían un templo dedicado a Mercurio, un dios romano, y sus ceremonias rivalizaban con las que Lancelot celebraba en la iglesia del palacio, consagrada por el obispo Sansum. El obispo, que visitaba Venta frecuentemente, informaba de que los belgas parecían satisfechos con Lancelot, lo cual interpretábamos como que no se rebelaban abiertamente.
Lancelot y sus compañeros también visitaban Dumnonia, casi siempre para acercarse al palacio del mar, su vecino, pero a veces llegaban a Durnovaria para asistir a alguna fiesta importante, aunque yo evitaba coincidir con él si sabía que iba a presentarse, y Arturo y Ginebra jamás me pidieron que asistiera. Tampoco me invitaron al gran funeral que se celebró a la muerte de Elaine, la madre de Lancelot.
En realidad, Lancelot no era mal gobernante. No en el mismo sentido que Arturo, pues nada le importaban la justicia, y la ecuanimidad de los tributos ni el estado de los caminos, sencillamente pasaba por encima de tales cuestiones, pero como antes de su ascenso al trono nadie se ocupaba tampoco de ellas, la diferencia no se percibía. Lancelot, al igual que Ginebra, se ocupaba únicamente de su propio bienestar y, como ella, construyó un lujoso palacio que llenó de estatuas, pintó de arriba abajo y cubrió de extravagantes espejos donde admirar constantemente su propia imagen. El presupuesto para tales lujos salía de los tributos y, cuando resultaban gravosos, la compensación consistía en que las tierras de los belgas se libraban de correrías sajonas. Sorprendentemente, Cerdic mantenía su palabra con Lancelot, y los temidos lanceros sais jamás irrumpieron en los ricos campos de labranza de Lancelot.
Aunque tampoco tenían necesidad de saquear, pues Lancelot los había invitado a instalarse de por vida en su reino. Los largos años de guerra habían despoblado grandes extensiones de tierras feraces que comenzaban a cubrirse de árboles otra vez, de modo que Lancelot invitó al pueblo de Cerdic a que se instalara y labrara los campos. Los sajones juraron lealtad a Lancelot, limpiaron el terreno, construyeron nuevos pueblos, pagaron tributos y los lanceros se unieron a la banda de guerra de Lancelot. Contaban que la guardia de palacio estaba compuesta únicamente por sajones. Los llamaba la guardia sajona y los seleccionaba por su altura y el color del cabello. En aquellos días no llegué a verlos, aunque me los encontré por casualidad, y eran todos altos y rubios, armados con hachas pulidas como espejos. Se decía que Lancelot pagaba tributo a Cerdic, aunque Arturo lo negaba furiosamente siempre que el consejo le preguntaba si era cierto. A Arturo no le complacía que los sajones fueran invitados a establecerse como colonos en tierras britanas, pero, según decía, era un asunto que dependía de Lancelot, no del consejo y, al menos, reinaba la paz. Al parecer, todo se justificaba en nombre de la paz.
Lancelot alardeaba incluso de haber convertido a su guardia sajona al cristianismo, pues al parecer, no se había bautizado sólo por trámite sino que se había convertido realmente; al menos así me lo contó Galahad en una de sus frecuentes visitas a Lindinis. Me describió la iglesia que Lancelot había construido en el palacio de Venta y me dijo que todos los días cantaba un coro allí y un grupo de sacerdotes celebraba los misterios cristianos.
—Es todo bellísimo —comentaba Galahad con nostalgia. Esto sucedía antes de haber presenciado los éxtasis de Isca y no tenía la menor idea de que tamaño frenesí pudiera tener lugar, de modo que no le pregunté si en Venta ocurría lo mismo o si su hermano reforzaba entre los cristianos la idea de que él era una especie de salvador.
—¿El cristianismo ha hecho cambiar a vuestro hermano? —le preguntó Ceinwyn.
Galahad se quedó mirando el rápido movimiento de las manos de Ceinwyn al llevar la hebra de la rueca al huso.
—No —dijo—. Cree que basta con decir unas oraciones una vez al día; luego se comporta a su voluntad el resto del tiempo. Pero ¡ay!, muchos cristianos son así.
—¿Y cómo se comporta? —insistió Ceinwyn.
—Mal.
—¿Deseáis que salga de la habitación —preguntó Ceinwyn dulcemente— para hablar con Derfel sin temor a ofenderme? Ya me lo contará él después, en el lecho. —Galahad se echó a reír.
—Se aburre, señora, y procura distraerse de la misma forma que siempre: cazando.
—Derfel también, y yo. Cazar no es malo.
—Caza muchachas —dijo Galahad sin inmutarse—. No las trata mal, pero en realidad no les da la menor oportunidad. A algunas les gusta y llegan a enriquecerse bastante, pero también se convierten en prostitutas suyas.
—Como ocurre con casi todos los reyes —dijo Ceinwyn secamente—. ¿Eso es todo lo que hace?
—Pasa horas con ese par de druidas pervertidos —añadió Galahad—, aunque nadie sabe por qué un rey cristiano habría de tener tales compañías; él dice que es simple amistad. Apoya a sus poetas, colecciona espejos y visita el palacio del mar de Ginebra.
—¿Con qué objeto? —pregunté.
—Dice que para hablar. —Se encogió de hombros—. Dice que hablan de religión. O mejor dicho, que discuten de religión. Ella se ha hecho muy devota.
—De Isis —añadió Ceinwyn reprobatoriamente.
En los años que transcurrieron después del juramento de la Mesa Redonda, se había extendido la idea de que Ginebra se dedicaba más y más a la práctica de su religión, de modo que se decía que su palacio del mar era un gran templo a Isis, y que las sirvientas de Ginebra, todas ellas escogidas por su gracia y su belleza, eran sacerdotisas de Isis.
—La diosa suprema —comentó Galahad en tono desdeñoso, y luego se santiguó para ahuyentar el mal pagano—. Es evidente que Ginebra cree que la diosa tiene grandes poderes, y que puede conducirlos hacia cuestiones humanas. No creo que a Arturo le complazca.
—Está harto de todo ello —dijo Ceinwyn, devanando la última hebra y dejándola a un lado—. Ahora, lo único que hace es quejarse de que Ginebra no habla con él más que de su religión. Debe de resultarle todo muy aburrido. —La conversación tuvo lugar mucho antes de que Tristán se refugiara en Dumnonia con Isolda, cuando Arturo era todavía un huésped bienvenido en nuestra casa.
—Mi hermano dice que le fascinan sus ideas —prosiguió Galahad—, y tal vez sea cierto. Dice que es la mujer más inteligente de Britania y que no contraerá matrimonio hasta que halle otra como ella.
—Me alegro, pues, de que me perdiera a mí —comentó Ceinwyn riendo de buena gana—. ¿Cuántos años tiene ya?
—Treinta y tres, creo.
—¡Qué viejo! —exclamó Ceinwyn mirándome, pues yo sólo tenía un año menos—. ¿Qué ha sido de Ade?
—Le dio un hijo, y murió a consecuencia del parto.
—¡No! —se lamentó Ceinwyn, que siempre lamentaba la muerte de una mujer en el alumbramiento—. ¿Y dices que tiene un hijo?
—Un hijo bastardo —comentó Galahad sin ocultar su desaprobación—. Se llama Peredur. Ahora tiene cuatro años y no es mal niño. En realidad, lo aprecio bastante.
—¿Acaso ha habido alguna vez un niño que te disgustara? —pregunté secamente.
—Cabeza de cepillo —replicó, y todos sonreímos al recordar el viejo mote.
—¡Hay que ver, Lancelot tiene un hijo! —comentó Ceinwyn con ese tono de sorpresa y trascendencia con que las mujeres suelen tomarse tales noticias. Para mí, la existencia de otro bastardo real era completamente normal, pero he comprobado que las mujeres y los hombres responden de forma distinta a esas cosas.
Galahad, igual que su hermano, no había contraído matrimonio. Aunque tampoco poseía tierras, pero era feliz y se mantenía en activo sirviendo a Arturo como enviado. Procuraba mantener viva la Hermandad de Britania, aunque me di cuenta de la rapidez con que decaían los deberes que tal compromiso comportaba, y se dedicaba a recorrer los reinos britanos llevando mensajes, arreglando querellas y recurriendo a su rango real para suavizar cualquier problema que Dumnonia tuviera con otros Estados. Generalmente era Galahad quien viajaba a Demetia para detener las incursiones de Oengus Mac Airem en Powys, y también él quien, tras la muerte de Tristán, llevó las nuevas del fin de Isolda a su padre. Después de aquel suceso, tardé muchos meses en volver a verlo.
También procuraba evitar a Arturo, estaba muy enfadado con él y no contestaba a sus cartas ni asistía al consejo. Estuvo en Lindinis en dos ocasiones después de la muerte de Tristán; en ambas me mostré correcto y frío y me deshice de él lo más pronto posible. En cambio, con Ceinwyn habló largo y tendido, y ella trató de reconciliarnos, pero yo no podía olvidar a aquella criatura en la hoguera.
No obstante, tampoco podía olvidarme de Arturo para siempre. Faltaban pocos meses para la segunda proclamación de Mordred y era necesario hacer los preparativos. La ceremonia se llevaría a cabo en Caer Cadarn, a un corto paseo al este de Lindinis, y Ceinwyn y yo, inevitablemente, formábamos parte de los planes. Hasta el propio Mordred demostró cierto interés, tal vez porque se daba cuenta de que la ceremonia lo liberaría al fin de toda disciplina.
—Debéis decidir —le dije un día— quién deseáis que os proclame.
—Arturo, ¿no? —preguntó sombríamente.
—Lo normal es que lo haga un druida —dije—, pero si preferís una ceremonia cristiana, tenéis que escoger entre Sansum y Emrys.
—Sansum, supongo —dijo con un encogimiento de hombros.
—En tal caso, debemos ir a verlo.
Partimos un frío día de pleno invierno. Tenía yo otros asuntos que resolver en Ynys Wydryn, pero antes acompañé a Mordred al templo cristiano, donde un sacerdote nos dijo que el obispo Sansum estaba celebrando misa y que debíamos esperar.
—¿Sabe que su rey está aquí? —pregunté.
—Se lo comunicaré, señor —respondió el sacerdote, y se alejó pisando el helado suelo.
Mordred se había acercado a la tumba de su madre donde, a pesar del frío día, había unos cuantos peregrinos arrodillados orando. Era una fosa sencilla sin otra cosa que un túmulo de tierra con una cruz de piedra, empequeñecida por la vasija de plomo que Sansum había colocado para recibir las ofrendas de los peregrinos.
—El obispo se reunirá en seguida con nosotros —le dije—. ¿Entramos?
Mordred negó con la cabeza mirando el túmulo con el ceño fruncido.
—Debería tener una tumba más digna —dijo.
—Creo que es cierto —respondí, sorprendido de que hablara siquiera—. Vos podéis construirla.
—Habría sido más apropiado —añadió insidiosamente— que otros le hubieran rendido tal homenaje.
—Lord rey, estábamos muy ocupados defendiendo la vida de su hijo y no tuvimos tiempo de ocuparnos de los huesos de la madre. Pero estáis en lo cierto, hemos sido negligentes.
Dio un caprichoso puntapié a la vasija y se asomó a ver los pequeños tesoros que los peregrinos habían depositado. Los que estaban rezando junto a la tumba se alejaron, no por temor a Mordred, a quien no creo que reconocieran siquiera, sino a causa del amuleto de hierro que yo llevaba al pecho, pues delataba mi condición de pagano.
—¿Por qué la enterraron? —preguntó Mordred de pronto—. ¿Por qué no la incineraron?
—Porque era cristiana —dije, ocultando el horror que me producía su ignorancia. Le conté que los cristianos creían que sus cuerpos resucitarían cuando Cristo llegara definitivamente, mientras que los paganos tomaban nuevos cuerpos de sombra en el más allá y por eso no precisaban de los cuerpos terrenales, los cuales, si podíamos, incinerábamos para evitar que el espíritu quedara vagando por la tierra. En caso de no poder encender una pira, quemábamos el pelo del difunto y le cortábamos un pie.
—Le construiré un panteón —dijo, cuando terminé con mi explicación teológica. Me preguntó cómo había muerto su madre y le conté todo lo sucedido con Gundleus de Siluria, su traidor matrimonio con Norwenna y el asesinato cometido cuando ella se arrodilló ante él. También le conté que Nimue se había vengado de Gundleus.
—Esa bruja —dijo Mordred. Temía a Nimue, y no era de extrañar, pues su ferocidad aumentaba en la misma medida que su aspecto macabro y sucio. En aquellos momentos era ya una reclusa que sobrevivía entre las ruinas de la fortaleza de Merlín, donde entonaba hechizos, encendía hogueras a los dioses y recibía a algunos visitantes, aunque de vez en cuando, sin previo aviso, bajaba a Lindinis a consultar a Merlín. En tan escasas visitas, procuraba darle alimento, los niños huían al verla y en seguida se marchaba murmurando entre dientes, con su único ojo de salvaje mirada, su túnica tiesa de suciedad y cenizas y su abundante pelo negro enmarañado y lleno de porquería. A los pies de su refugio del Tor veía prosperar el templo cristiano, cada vez más grande, más fuerte y mejor organizado. Pensé que los dioses antiguos perdían Britania a marchas forzadas. Sansum, lógicamente, estaba desesperado porque Merlín muriera cuanto antes, para apoderarse del Tor y construir un templo en la cima, incendiada por dos veces; pero el obispo ignoraba que Merlín me había nombrado heredero de todas sus posesiones.
Mordred, de pie ante la tumba de su madre, se sintió intrigado por la similitud entre el nombre de mi hija mayor y el de su difunta madre, y le expliqué que Ceinwyn era prima de Norwenna.
—Morwenna y Norwenna son antiguos nombres típicos de Powys —le dije.
—¿Me quería mi madre? —preguntó Mordred, y la incongruencia de tal palabra salida de su boca me hizo detenerme un momento. Pensé que a lo mejor Arturo tenía razón y que tal vez Mordred llegara a ponerse a la altura de sus responsabilidades. Ciertamente, durante los años que lo había tenido tan cerca jamás habíamos sostenido una conversación tan cortés.
—Os amaba muchísimo —respondí con sinceridad—. Nunca vi a vuestra madre tan dichosa —proseguí— como cuando vos estabais con ella. Y fue allí arriba —señalé la cicatriz negra que antes ocupaban la fortaleza de Merlín y su torre de los sueños en el Tor. Allí había muerto Norwenna asesinada y allí le habían arrebatado a Mordred. Era un niño muy pequeño entonces, menor que yo cuando me arrebataron de los brazos de mi madre, Erce. ¿Seguiría viva Erce? Todavía no había ido a Siluria a buscarla y semejante omisión me hacía sentir culpable. Toqué el amuleto de hierro.
—Cuando muera —dijo Mordred— quiero que me entierren en la misma tumba que mi madre. Yo mismo la construiré. Un panteón de piedra —prosiguió—, con nuestros cuerpos en un pedestal.
—Hablad con el obispo Sansum —le recomendé—; estoy seguro de que os ayudará de muy buen grado en cuanto le sea posible. «Siempre que no tenga que sufragar él los gastos del panteón, claro», pensé cínicamente.
Me volví hacia Sansum, que se acercaba presuroso por la hierba. Inclinóse ante Mordred y luego me dio la bienvenida al templo.
—Venís, espero, en busca de la verdad, ¿no es así, lord Derfel?
—Vengo a visitar aquel templo —respondí, señalando al Tor—, pero mi señor rey tiene asuntos propios que tratar con vos.
Los dejé solos y me fui cabalgando hacia el Tor, pasando entre los cristianos que de día y de noche rogaban al pie del Tor por la expulsión de los habitantes paganos. Soporté sus insultos y subí la empinada cuesta. La puerta de agua se había desprendido definitivamente de sus goznes. Até el caballo a lo que quedaba de la empalizada y cargué con el paquete de ropa y pieles que Ceinwyn había preparado para que la pobre gente que compartía el refugio con Nimue no se congelara durante el crudo invierno. Entregué la ropa a Nimue y ella dejó caer el paquete en la nieve al descuido, luego, tirándome de la manga, me llevó a su nueva choza, que se había construido en el mismo lugar donde antaño se levantaba la torre de los sueños de Merlín. La choza hedía de forma tan insoportable que a punto estuve de asfixiarme, pero ella no parecía percibir la pestilencia. Era un día muy frío y un viento helado arrastraba aguanieve desde el este y, sin embargo, habría preferido soportar el congelador aguacero que la fetidez de la choza.
—Mira —me dijo con orgullo, y me enseñó una olla, no la de Clyddno Eiddyn sino una vulgar marmita de hierro que colgaba de una viga del techo llena de un líquido oscuro. De las vigas pendían también ramas de muérdago, un par de alas de murciélago, mudas viejas de serpiente, un asta rota y puñados de hierbas, pero el techo era tan bajo que tuve que agacharme para entrar en la choza, que estaba llena de humo picante. Había un hombre desnudo en una yacija, al fondo, entre las sombras, y protestó al verme.
—Calla —le dijo Nimue con mala cara; luego cogió un palo y revolvió el líquido negro de la olla, que humeaba poco a poco sobre una fogata pequeña que producía más humo que calor. Siguió revolviendo en la olla hasta encontrar lo que buscaba y lo sacó del líquido. Era un cráneo humano.
—¿Te acuerdas de Balise? —me preguntó Nimue.
—Claro —dije. Balise, un druida que ya era anciano cuando yo era un niño y que hacía tiempo que había muerto.
—Quemaron su cuerpo —me dijo Nimue—, menos la cabeza, y la cabeza de un druida, Derfel, tiene grandes poderes. Me la trajo un hombre la semana pasada. La tenía en un barril de cera de abejas y yo se la compré.
Es decir, que la había pagado yo. Nimue siempre andaba comprando objetos con poderes mágicos: la placenta de un niño muerto, los dientes de un dragón, una porción de pan mágico de los cristianos, dardos de elfos, y por último, el cráneo de un muerto. Solía acudir al palacio a pedir dinero para adquirir tales tesoros, pero aquel día me pareció más sencillo darle un poco de oro, aunque sabía que gastaría el preciado metal en cualquier rareza que le ofrecieran. En una ocasión entregó un lingote de oro por el cadáver de un cordero que había nacido con dos cabezas, y lo clavó en la empalizada mirando hacia el templo de los cristianos, donde acabó pudriéndose. No quise preguntar cuánto había pagado por un barril de cera con una cabeza humana dentro.
—Quité toda la cera —me contó— y herví la cabeza en la olla para descarnarla. —Ése era uno de los motivos del insoportable hedor de la choza—. No hay oráculo tan poderoso —me dijo, con su único ojo brillando en la oscuridad— como la cabeza de un druida hervida en orines con diez hierbas marrones de Crom Dubh. —Dejó caer el cráneo, que se hundió de nuevo bajo la oscura superficie líquida—. Ahora, espera —me ordenó.
Me daba vueltas la cabeza a causa de la fetidez y el humo, pero esperé obedientemente mientras el caldo de la olla terminaba de temblar y hacer reflejos y quedaba quieto por fin, reducido a una lámina oscura, lisa como un espejo, que sólo desprendía una finísima hebra de humo. Nimue se acercó, contuvo el aliento y supe que estaba viendo portentos en la superficie del caldo. El hombre de la yacija tosió terriblemente y se agarró con debilidad a la gastada manta que cubría a medias su desnudez.
—Tengo hambre —se lamentó, pero Nimue no le hizo el menor caso. Yo seguí esperando.
—Me has decepcionado, Derfel —dijo Nimue de pronto, rizando apenas el líquido con su aliento.
—¿Por qué?
—Veo a una reina que murió en la hoguera en una playa. Me habría gustado poseer sus cenizas, Derfel —añadió con reproche—. Me serían muy útiles las cenizas de una reina —prosiguió—. Tenías que saberlo. —Se calló y no dijo nada más del tema. El líquido volvió a quedarse quieto y cuando Nimue habló de nuevo, lo hizo con una voz desconocida y profunda que no perturbó en absoluto la superficie del caldo—. Dos reyes irán a Cadarn —dijo— pero gobernará uno que no es rey. Los muertos se casarán, los perdidos saldrán a la luz y una espada descansará sobre la garganta de un niño. —Luego lanzó un chillido espantoso que sobresaltó al hombre desnudo, el cual corrió desesperado a refugiarse en el último rincón de la choza, donde se acuclilló tapándose la cabeza con las manos—. Díselo a Merlín —añadió con su voz normal—, él sabrá lo que significa.
—Se lo diré —le prometí.
—Y dile también —continuó con fervor desesperado, apretándome el brazo con una mano llena de costras de suciedad— que he visto la olla en el líquido. Dile que pronto será utilizada. ¡Pronto, Derfel! Díselo todo.
—Sí —respondí, y entonces, incapaz de seguir respirando aquel hedor, me deshice de su mano y salí a la aguanieve otra vez.
Me siguió al exterior y me levantó un ala de la capa para protegerse de la aguanieve. Me acompañó hasta la puerta de agua animada por una extraña alegría.
—Todo el mundo cree que estamos perdiendo, Derfel —dijo—, todos piensan que esos sucios cristianos están tomando la tierra, pero no es así. Pronto se revelará la olla, Merlín volverá y desatará sus poderes.
Me detuve en la puerta y me quedé mirando hacia abajo, al grupo de cristianos que siempre se reunían al pie del Tor a rezar sus extravagantes plegarias con los brazos extendidos. Sansum y Morgana procuraban que hubiera un grupo permanentemente para que sus rezos constantes ayudaran a expulsar a los paganos de la cima incendiada del Tor. Nimue los miró burlonamente. Algunos cristianos se santiguaron al reconocerla.
—Derfel, ¿tú crees que están ganando los cristianos? —me preguntó.
—Eso me temo —contesté, escuchando las voces de rabia procedentes del pie del Tor. Me acordé de los enfervorizados adoradores de Isca y me pregunté cuánto tiempo podría mantenerse bajo control el horror de tal fanatismo—. Temo que así es —repetí con tristeza.
—Los cristianos no están ganando —dijo Nimue con voz sarcástica—. Observa. —Salió de debajo de mi capa y se levantó el sucio vestido enseñando a los cristianos su desdichada desnudez, luego movió las caderas obscenamente hacia ellos y soltó un grito quejumbroso que murió en el viento, y se bajó el vestido de nuevo. Algunos hicieron la señal de la cruz, pero observé que la mayoría, instintivamente, hacían con la mano derecha la señal pagana para ahuyentar el mal y luego escupían al suelo—. ¿Lo ves? Todavía creen en los dioses antiguos. Siguen creyendo. Y pronto, Derfel, tendrán pruebas. Díselo a Merlín.
Se lo conté a Merlín, efectivamente. Me presenté a él y le conté que dos reyes acudirían a Cadarn y que el que no era rey gobernaría allí, que los difuntos contraerían matrimonio, que los perdidos saldrían a la luz y que una espada descansaría sobre la garganta de un niño.
—Repítelo, Derfel —dijo mirándome con los ojos entrecerrados y acariciando a un viejo gato atigrado que dormitaba en su regazo.
Se lo repetí solemnemente y añadí la profecía de Nimue de que la olla se revelaría pronto y que su horror era inminente. Merlín se echó a reír, sacudió la cabeza y soltó otra carcajada. Calmó al gato que tenía en el regazo.
—¿Y dices que tiene la cabeza de un druida? —preguntó.
—La de Balise, señor.
—La cabeza de Balise —dijo, cosquilleando al gato en la barbilla— ardió hace años, Derfel. La quemaron y la molieron. La machacaron hasta reducirla a nada. Lo sé porque lo hice yo. —Cerró los ojos y se durmió.
Al verano siguiente, una víspera de luna llena, cuando los árboles que crecían al pie de Caer Cadarn estaban cargados de hojas, una espléndida mañana en que el sol que se derramaba sobre los arbustos cubiertos de brionia, correhuela, adelfilla y vidarra, Mordred fue proclamado rey en la antigua cima del Caer.
La vieja fortaleza de Caer Cadarn permanecía vacía gran parte del año, pero seguía siendo el peñasco real, el lugar de las ceremonias solemnes, el corazón de Dumnonia, y las murallas de la fortaleza se conservaban fuertes; sin embargo el interior era un lugar triste de ruinosas cabañas agrupadas en torno al lóbrego salón de los festines, donde se guarecían pájaros, murciélagos y ratones. El espacioso salón ocupaba la parte inferior de la gran cima de Caer Cadarn, y en la parte superior, hacia poniente, se levantaba el círculo de piedras, cubiertas de líquenes, que rodeaban la losa gris, que era la antigua piedra de la realeza de Dumnonia. Allí, el gran dios Bel había ungido a su hijo Beli Mawr, semidiós y semihombre, como primer rey y desde entonces, incluso durante la dominación romana, nuestros reyes acudían allí para la ceremonia de proclamación. Mordred había nacido en aquel mismo monte y también allí había sido proclamado de niño, aunque aquella ceremonia no fue más que un símbolo de su condición de rey y no le confirió deber alguno. Pero, a partir del momento de su recién estrenada mayoría de edad, sería rey y no sólo de título. La ceremonia de la segunda proclamación liberaría a Arturo de su juramento y traspasaría a Mordred todo el poder de Uther.
La multitud se congregó temprano. Habían barrido el salón de los festines, habían colgado los pendones y habían engalanado las paredes con ramas verdes. Sobre la hierba aguardaban las cubas de hidromiel, y los barriles de cerveza y humeaban las grandes hogueras donde se asaban bueyes, cerdos y venados para el banquete. Los tatuados hombres de Isca se mezclaban con los elegantes ciudadanos de Durnovaria y Corinium, ataviados con togas, y todos escuchaban a los bardos de vestiduras blancas, que entonaban canciones compuestas para la ocasión alabando el carácter de Mordred y loando las futuras glorias de su reinado. Jamás se podrá confiar en los bardos.
Yo era el paladín de Mordred, y como tal, el único entre todos los lores de la colina que llevaba armadura completa; pero no los avíos deslucidos y mal reparados que usé en la batalla de las afueras de Londres, sino una valiosa armadura nueva acorde con mi condición: fina cota romana de malla con aros de oro engastados en el cuello, en los bordes y las mangas, botas hasta las rodillas con pulidos cierres de bronce, guanteletes hasta los codos cubiertos de placas de hierro que me protegían los antebrazos y los dedos y un bello yelmo de plata cincelada con una visera movible que me protegía el cuello. El yelmo tenía también protectores de mejillas que se cerraban herméticamente sobre la cara y un remate de oro del que pendía mi cola de lobo, recién cepillada. Además, llevaba un manto verde, a Hywelbane a la cadera y un escudo que, en honor a la solemne ocasión del día, exhibía el dragón rojo de Mordred en vez de mi propia estrella blanca.
Culhwch, que había venido desde Isca, me abrazó.
—Esto es una farsa, Derfel —gruñó.
—Una ocasión feliz, lord Culhwch —dije muy seriamente.
Él no sonrió sino que miró con rencor a la multitud expectante.
—¡Cristianos! —escupió.
—Diríase que proliferan.
—¿Ha venido Merlín?
—Se sentía cansado —dije.
—¿O sea que tiene el suficiente sentido común como para no venir? —preguntó Culhwch—. Entonces, ¿quién hace los honores hoy?
—El obispo Sansum.
Culhwch volvió escupir. En los últimos meses, su barba se había tornado gris y sus piernas se movían con rigidez, aunque seguía siendo una especie de oso grande.
—¿Ya hablas con Arturo? —me preguntó.
—Hablamos cuando no nos queda otro remedio —respondí evasivamente.
—Quiere renovar vuestra antigua amistad —me dijo.
—Ahora tiene amigos muy raros —respondí rígidamente.
—Necesita amigos.
—Pues que se considere afortunado por tenerte a ti —repliqué.
En aquel momento, un cuerno vino a interrumpir nuestra conversación. Unos lanceros formaron un pasillo entre la multitud empujándola hacia atrás suavemente con los escudos y las lanzas; por el pasillo avanzaba con solemnidad una procesión de lores, magistrados y sacerdotes en dirección al círculo de piedras. Me incorporé al desfile en mi puesto, junto a Ceinwyn y mis hijas.
La reunión de aquel día fue más un tributo a Arturo que a Mordred, pues se congregaron todos los aliados de Arturo. Cuneglas acudió desde Powys acompañado por una docena de lores y el Edling del reino, el príncipe Perddel, que ya era un apuesto muchacho con la misma cara redonda y atenta que su padre. Agrícola, viejo y artrítico ya, acompañaba al rey Meurig, ambos ataviados con togas. Tewdric, el padre de Meurig, aún vivía, pero el anciano rey había abdicado el trono, se había rasurado la tonsura sacerdotal y se había retirado a un monasterio del valle de Wyren, donde pacientemente coleccionaba una biblioteca de textos cristianos, dejando que su pedante hijo gobernara Gwent en su lugar. Byrthig, sucesor de su padre en el trono de Gwynedd y que conservaba únicamente dos dientes, no paraba de removerse inquieto como si las ceremonias fueran una formalidad irritante que tenía que cumplirse antes de acceder a las cubas de hidromiel que le esperaban. Oengus Mac Airem, padre de Isolda y rey de Demetia, acudió con un puñado de sus temidos Escudos Negros, y Lancelot, rey de los belgas, se presentó escoltado por doce gigantes de su guardia sajona y las funestas parejas de gemelos, Dinas y Lavaine, Amhar y Loholt.
Vi que Arturo abrazaba a Oengus, el cual correspondió dichoso. No se guardaban rencor, al parecer, a pesar de la horrenda muerte de Isolda. Arturo llevaba un manto marrón en vez de uno de sus favoritos blancos, acaso por no hacer sombra al héroe del día. Ginebra estaba espléndida con un vestido rojizo de remates plateados y un bordado con su símbolo del corzo coronado por la luna creciente. Sagramor vestía un traje negro y acudió acompañado de su esposa, la sajona Malla, que estaba encinta, y sus dos hijos varones. De Kernow nadie acudió.
Los pendones de los reyes, caciques y lores ondeaban en las almenas, donde un círculo de lanceros, armados de escudos que tenían el dragón acabado de pintar, montaban guardia. Volvió a sonar el cuerno emitiendo una nota lúgubre que cortó el aire soleado y veinte lanceros más entraron escoltando a Mordred hasta el círculo de piedras donde, quince años atrás, fuera proclamado rey por vez primera. Aquella celebración había tenido lugar en invierno y el pequeño Mordred había comparecido envuelto en pieles para dar la vuelta al ruedo de piedra sobre un escudo vuelto del revés. En aquella ocasión la maestra de ceremonias fue Morgana, cuyos pasos fueron marcados por el sacrificio de un sajón cautivo; en la segunda, se celebrarían únicamente ritos cristianos. Los cristianos habían ganado, pensé con amargura, pese a lo que dijera Nimue. Allí no había más druidas que Dinas y Lavaine, y no porque fueran a participar en la proclamación; mientras tanto, Merlín dormitaba en el jardín de Lindinis, Nimue se hallaba en el Tor y no se sacrificaría a ningún cautivo para interpretar los augurios sobre el reinado del rey doblemente proclamado. En la primera aclamación del rey sacrificamos a un prisionero sajón clavándole un lanza en el diafragma para que su agonía fuera lenta y dolorosa, y Morgana observó cada penoso traspiés y cada borbotón de sangre deduciendo las señales del futuro. Según recordaba, aquellos augurios no habían sido buenos, aunque sí aseguraban a Mordred un reinado largo. Hice un esfuerzo por acordarme del nombre del desgraciado sajón, pero tan sólo logré revivir su expresión aterrorizada y el hecho de que a mí, el muchacho me había parecido agradable, y de pronto, cuando menos lo esperaba, su nombre volvió como un gemido desde el pasado. ¡Wlenca! Pobre Wlenca, cómo temblaba. Morgana insistió en sacrificarlo, pero el día de la segunda proclamación, con la cruz que llevaba colgada por debajo de la máscara, sólo estaba presente como esposa de Sansum y no tomaría parte activa en la ceremonia.
Unos vítores apagados saludaron a Mordred. Los cristianos aplaudieron y los paganos sólo nos tocamos las manos como era de rigor y permanecimos en silencio. El rey iba completamente vestido de negro: camisa negra, calzas negras, manto negro y botas negras, una de las cuales tenía una forma espantosa para encajar en su malformado pie izquierdo. Llevaba un crucifijo de oro al pecho y me dio la impresión de que en su rostro, feo y redondo, había una especie de sonrisa forzada, o tal vez sólo el gesto que delataba su nerviosismo. No se había afeitado la barba, cuatro tristes pelos que escasamente favorecían su cara de patata con sobresalientes mechones de pelo. Entró solo en el círculo real y ocupó su puesto junto a la piedra de los reyes.
Sansum, espléndidamente cubierto de blanco y oro, se apresuró a ponerse su lado. El obispo elevó los brazos y, sin ningún preámbulo, comenzó a rezar en voz alta. Su voz, siempre fuerte, llegaba sin dificultad hasta la multitud que se apretujaba tras los lores y hasta los inmóviles lanceros de las almenas.
—¡Dios nuestro señor! —gritó—, prodíganos tu bendición por tu hijo Mordred, por este rey consagrado, por esta luz de Britania, por este monarca que ahora llevará a tu reino de Dumnonia a una nueva era de santidad. —Confieso que en parte me invento la oración porque en realidad apenas presté atención a la arenga de Sansum a su dios. Sabía arengar en tonos altisonantes, aunque sus discursos siempre parecían iguales; largos en exceso, rebosantes de loas al cristianismo y de burla del paganismo, de modo que en vez de escucharle me dediqué a observar a la multitud para ver quién abría los brazos y cerraba los ojos. Casi todos lo hicieron. Arturo, siempre tan dispuesto a mostrar respeto por cualquier religión, se limitó a permanecer con la cabeza agachada. Sujetaba a su hijo de la mano y, al otro lado de Gwydre, Ginebra contemplaba el cielo con una sonrisa enigmática en su bello rostro. Amhar y Loholt, los hijos de Arturo y Ailleann, rezaban con los cristianos, mientras que Dinas y Lavaine posaban con los brazos cruzados sobre sus blancas túnicas mirando fijamente a Ceinwyn, que, al igual que el día en que huyó de su prometido, no se adornó con oro y plata. Su pelo aún brillaba fino y claro y, a mis ojos, seguía siendo la criatura más adorable que jamás caminara sobre la tierra. Su hermano el rey Cuneglas estaba a su lado; cruzamos una mirada durante uno de los momentos más floridos y elevados de Sansum y me sonrió irónicamente. Mordred, con los brazos abiertos en actitud de rezar, nos miraba a todos con una sonrisa torva.
Concluida la oración, el obispo Sansum tomó a Mordred del brazo y lo condujo hasta Arturo, el cual, como guardián del reino, presentaría al pueblo a su nuevo monarca. Arturo sonrió a Mordred como para infundirle coraje y luego lo llevó alrededor del círculo, por fuera, y los que no eran reyes se postraron de hinojos. Yo caminaba tras él en calidad de paladín, con la espada desenvainada. Caminábamos en el sentido contrario al sol, única ocasión en que se describía un círculo de tal guisa, para demostrar que el nuevo rey descendía de Beli Mawr y por ello podía desafiar el orden natural de las cosas vivas, aunque el obispo Sansum, claro está, declaró que el paseo al contrario del sol demostraba la muerte de la superstición pagana. Vi que Culhwch se las había arreglado para ocultarse durante el paseo y evitar el postrarse de hinojos.
Terminadas dos vueltas al círculo de piedras, Arturo condujo a Mordred hasta la piedra real y lo ayudó a encaramarse, de modo que el rey se quedó solo allá arriba. Dian, mi hija menor, adornada con una guirnalda de girasoles, se adelantó con torpes pasos de niña pequeña y depositó a los disparejos pies de Mordred una hogaza de pan, símbolo del deber de alimentar a su pueblo. Las mujeres murmuraron al verla, pues Dian, al igual que sus hermanas, había heredado la belleza natural de su madre. Dejó la hogaza y miró alrededor en busca de algo que le indicara lo que debía hacer a continuación y, al no descubrir mensaje alguno, miró a Mordred solemnemente a la cara y al punto rompió a llorar. Las mujeres suspiraron aliviadas al ver que la pequeña volaba hacia su madre deshecha en llanto, y Ceinwyn la acogió entre sus brazos y le secó las lágrimas. Gwydre, el hijo de Arturo, depositó a los pies del rey un látigo de cuero, símbolo del deber de Mordred de ofrecer justicia, y después, yo presenté la nueva espada real, forjada en Gwent, con pomo de cuero negro envuelto en hilo de oro, y se la puse a Mordred en la mano derecha.
—Lord rey —dije, mirándolo a los ojos—, he aquí el símbolo de vuestro deber de proteger a vuestro pueblo. —Mordred había dejado de sonreír burlonamente y me miraba con fría dignidad, lo cual avivó mi esperanza de que Arturo no se equivocara y la solemnidad de la ceremonia lograra inculcarle las cualidades de un buen monarca.
Después, uno a uno, le entregamos nuestros presentes. Yo le regalé un buen yelmo rematado en oro, con un dragón de esmalte engastado en la parte del cráneo. Arturo le entregó una cota de malla, una lanza y una caja de marfil llena de monedas de oro. Cuneglas le ofreció lingotes de oro de las minas de Powys. La dádiva de Lancelot consistió en una inmensa cruz de oro y un pequeño espejo de oro y plata enmarcado en oro. Oengus Mac Airem dejó a sus pies dos gruesas pieles de oso y Sagramor añadió una imagen sajona de una cabeza de toro hecha de oro. Sansum entregó al rey un fragmento de la cruz en la que, según proclamó a voces, Cristo había sido crucificado. La oscura astilla estaba en un frasco romano sellado con oro. Únicamente Culhwch no le regaló nada. Y, ciertamente, cuando llegó el momento del reparto de regalos y los lores hacían cola para arrodillarse ante el rey y jurarle lealtad, Culhwch no compareció. Yo fui el segundo en pronunciar el juramento, seguí a Arturo hasta la piedra de los reyes y me arrodillé frente al gran montón de brillante oro; acerqué los labios a la punta de la espada nueva de Mordred y juré servirlo lealmente por mi vida. Fue un momento solemne, pues era el juramento al rey, el voto que gobernaba por encima de todos los demás.
En la proclamación, a Arturo se le ocurrió incluir una nueva ceremonia que habría de servir para garantizar la paz que con tanto esfuerzo había construido y mantenido a lo largo de los años. Se trataba de una ampliación de la Hermandad de Britania, pues convenció a los reyes de Britania, al menos a los presentes, de que intercambiaran besos con Mordred y juraran no luchar jamás unos contra otros. Mordred, Meurig, Cuneglas, Byrthig, Oengus y Lancelot se abrazaron entre ellos, unieron la punta de sus espadas y juraron mantener la paz entre sí. Arturo resplandecía y Oengus Mac Airem, granuja donde los hubiera, me dedicó un gran guiño. Tan pronto como llegara el tiempo de cosecha, sus guerreros se lanzarían sobre los silos de Powys por muchos juramentos que hiciera.
Pronunciados los votos, realicé el último acto de la proclamación. Primero ayudé a Mordred a descender del altar, luego lo llevé hasta la piedra del círculo que quedaba al norte y después tomé su real espada y la dejé, desnuda, sobre el altar nuevamente. Allí quedó, brillando, acero sobre piedra, el verdadero símbolo de un rey; luego cumplí con el deber del paladín caminando alrededor del círculo y escupiendo a los que miraban, desafiando a quien se atreviera a negar el derecho de Mordred ap Mordred ap Uther al trono y al reino. A mis hijas les guiñé un ojo al pasar, apunté el escupitajo a las brillantes ropas de Sansum y procuré no ensuciar el vestido de Ginebra.
—¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! —grité una y otra vez—. Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.
Iba caminando despacio con Hywelbane desnuda en la mano, pronunciando el reto a voces.
—¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.
Casi había completado el círculo cuando oí una hoja que rascaba la vaina.
—¡Yo lo niego! —gritó una voz, y al grito siguió una exclamación contenida de horror entre el público. Ceinwyn palideció y mis hijas, que estaban ya bastante asustadas al verme vestido de forma tan aparatosa, con hierro, acero, cuero y la cola de lobo, escondieron la cara entre las faldas de su madre.
Me giré lentamente y vi que Culhwch había vuelto al círculo y me miraba con su gran espada de batalla en ristre.
—¡No! —le dije—. Por favor.
Culhwch, muy serio, se plantó en el centro del círculo y levantó la espada del rey agarrándola por el pomo dorado.
—Yo rechazo a Mordred ap Mordred ap Uther —dijo Culhwch ceremoniosamente, y arrojó el arma real al suelo.
—¡Matadlo! —gritó Mordred desde su puesto, al lado de Arturo—. ¡Cumplid con vuestro deber, lord Derfel!
—¡Niego que sea apto para el trono! —gritó Culhwch a todos. Un soplo de viento agitó los pendones de las paredes y el pelo dorado de Ceinwyn.
—¡Os ordeno que lo matéis! —gritó Mordred presa de excitación.
Di la vuelta al círculo hasta quedar frente a Culhwch. Mi deber era lucha contra él y, si me mataba, saldría otro paladín del rey y la absurda querella continuaría hasta que Culhwch, malherido y cubierto de sangre, cayera al suelo perdiendo la vida en el polvo de Caer de Cadarn o, lo que era más probable, hasta que estallara una verdadera batalla en la cumbre que terminaría con la victoria de uno u otro partido. Me quité el yelmo de la cabeza, me aparté el pelo de los ojos y colgué el yelmo de la vaina de la espada. Luego, con Hywelbane todavía en la mano, abracé a Culhwch.
—No lo hagas —le murmuré al oído—, no puedo matarte, amigo mío, o sea que tendrás que matarme tú a mí.
—Ese sapejo es un mal nacido, un gusano, y no un rey —musitó.
—Por favor —dije—, no puedo matarte. Lo sabes.
—Haz las paces con Arturo, amigo mío —me dijo abrazándome con fuerza. Después, retrocedió unos pasos y volvió a envainar la espada. Levantó la de Mordred del suelo, echó al rey una mirada asesina y dejó el acero en la piedra.
—Renuncio al combate —dijo en voz alta para que se le oyera en toda la cumbre; luego se acercó a Cuneglas y se arrodilló ante él—. ¿Aceptáis mi juramento, lord rey?
Fue un momento delicado pero el rey de Powys aceptó la lealtad de Culhwch, y al hacerlo, el primer acto de Powys en la nueva era de Dumnonia fue acoger a un enemigo de Mordred, pero Cuneglas no lo dudó un momento. Sacó la espada con la cruz por delante para que Culhwch la besara.
—Con mucho gusto, lord Culhwch —dijo—, con mucho gusto.
Culhwch besó la espada de Cuneglas, se levantó y se dirigió a la puerta occidental. Tras él salieron sus lanceros y así, sin Culhwch presente, Mordred consiguió por fin el poder del reino sin que nadie se opusiera. Se hizo el silencio; inmediatamente, Sansum empezó a lanzar vivas, los cristianos lo secundaron y así aclamaron a su nuevo rey. Los hombres rodearon al monarca para felicitarlo y vi que Arturo quedaba solo, desplazado, a un lado. Me miró y sonrió pero yo le volví la espalda. Envainé a Hywelbane y me acuclillé al lado de mis hijas para decirles que no había de qué preocuparse. Di el yelmo a Morwenna para que lo sujetara y le enseñé cómo se abrían y se cerraban los protectores de las mejillas.
—No lo rompas —le advertí.
—Pobre lobo —dijo Seren, mirando la cola del animal.
—Mató a muchos corderos.
—¿Y por eso tú mataste al lobo?
—Claro.
—¡Lord Derfel! —me llamó de pronto Mordred; me erguí y vi que el rey se había sacudido a sus admiradores de encima y se acercaba cojeando por el círculo.
Salí a su encuentro e incliné la cabeza.
—Lord rey.
Los cristianos se agolpaban detrás de Mordred. Eran dueños de la situación y la victoria se reflejaba en sus caras.
—Lord Derfel, me habéis jurado obediencia.
—Así es, lord rey.
—Pero Culhwch sigue con vida —añadió confundido—. ¿No es cierto?
—Es cierto, lord rey.
—No cumplir un juramento —prosiguió con una sonrisa— merece un castigo. ¿No es eso lo que me habéis enseñado siempre?
—Sí, lord rey.
—Y el juramento, lord Derfel, ¿no lo habéis pronunciado por vuestra vida?
—Sí, lord rey.
—Sin embargo —dijo, rascándose la rala barba—, tenéis una hijas muy bonitas, Derfel, y lamentaría que Dumnonia os perdiera. Os perdono que Culhwch siga con vida.
—Gracias, lord rey —dije, dominando la tentación de golpearle.
—Pero el haber faltado a un juramento precisa castigo, no obstante —añadió con voz emocionada.
—Sí, lord rey, así es.
Se detuvo un instante y luego me golpeó fuertemente en la cara con el látigo de la justicia. Se echó a reír, y tanta gracia le hizo mi expresión de sorpresa que me cruzó la cara nuevamente.
—Castigo cumplido, lord Derfel —dijo, y se alejó. Sus partidarios rieron y aplaudieron.
No nos quedamos a la fiesta, a las justas ni al torneo; ni a los juegos malabares, ni a ver bailar al oso amaestrado ni al concurso de bardos. Volvimos a Lindinis. Nos fuimos paseando por la orilla del río donde crecían los sauces y florecían las arroyuelas moradas. Marchamos a casa.
Cuneglas nos siguió poco después. Quería pasar una semana con nosotros antes de regresar a Powys.
—Ven conmigo —me dijo.
—He jurado lealtad a Mordred, lord rey.
—¡Ay, Derfel, Derfel! —Me rodeó el cuello con un brazo y nos fuimos a pasear por el patio exterior—. ¡Mi querido Derfel, eres tan malo como Arturo! ¿Tú crees que a Mordred le importa que cumplas un juramento?
—Espero que no desee tenerme como enemigo.
—¿Quién sabe lo que quiere? —replicó Cuneglas—. Chicas, seguramente, y caballos veloces, venados en los montes e hidromiel fuerte. ¡Ven a casa, Derfel! También estará Culhwch.
—Lo echaré mucho de menos, señor —dije. Había vuelto de Caer Cadarn con la esperanza de que Culhwch estuviera esperándonos en Lindinis, pero evidentemente no se había arriesgado a perder un momento y había partido velozmente hacia el norte para escapar de los lanceros que sin duda enviarían tras él para detenerlo antes de que alcanzara la frontera.
Cuneglas dejó de insistir en que me fuera con él al norte.
—¿Qué hacía aquí ese ladrón de Oengus? —me preguntó malhumorado—. ¡Y además juró mantener la paz!
—Lord rey —respondí—, sabe que si pierde la amistad de Arturo, vuestras lanzas invadirán sus tierras.
—Y tiene razón —admitió Cuneglas con amargura—. A lo mejor encargo ese trabajo a Culhwch. ¿Cuál será el puesto de Arturo ahora?
—Depende de Mordred.
—Esperemos que Mordred no sea un necio sin remedio. Dumnonia sin Arturo no tiene sentido para mí. —Se giró, pues una voz de la puerta de entrada anunciaba más visitantes. Casi esperaba ver los escudos del dragón y una partida de hombres de Mordred en busca de Culhwch, pero fue Arturo quien llegó, con Oengus Mac Airem y un puñado de hombres. Arturo se detuvo en el umbral en la casa.
—¿Dais licencia? —me preguntó.
—Naturalmente, señor —repliqué con frialdad.
Mis hijas lo vieron por una ventana y, al momento, echaron todas a correr hacia él gritando alborozadas. Cuneglas también se acercó a Arturo obviando descaradamente la presencia del rey Oengus Mac Airem, el cual se situó a mi lado. Me incliné ante él pero Oengus me hizo erguirme y me envolvió en sus brazos. El cuello de pieles apestaba a sudor y a grasa rancia. Me sonrió.
—Dice Arturo que hace diez años que no participas en una batalla de verdad —me contó.
—Ni un día menos, seguro, señor.
—Te falta práctica, Derfel. En el próximo combate, cualquier mocoso de tres al cuarto te abrirá las tripas y se las echará de comer a los perros. ¿Cómo estás?
—Con más años que antes, señor, pero bien, ¿y vos?
—Aún respiro —dijo, y miró a Cuneglas—. Doy por sentado que el rey de Powys no quiere saludarme.
—Opina, lord rey, que vuestros lanceros dan mucha guerra en sus fronteras.
—Hay que darles trabajo, Derfel, bien lo sabes tú —comentó con una carcajada—. Soldados inactivos, querella segura. Y además, tengo más de los que quiero últimamente. ¡Irlanda se está convirtiendo al cristianismo! —escupió—. Un bretón entrometido llamado Padraig los torna gallinas. Como no os atreveríais jamás a conquistarnos por las armas, nos enviáis a esa especie de mierda de foca para que nos debilite, así que, todos los irlandeses que los tienen bien puestos huyen a los reinos irlandeses de Britania para escapar del cristianismo. ¡Predica con una hoja de trébol! ¿Te imaginas, conquistar Irlanda con una hoja de trébol? ¡No me extraña que los guerreros decentes me busquen a mí! ¿Pero qué hago con tantos?
—Enviadlos a matar a Padraig —le dije.
—Ya está muerto, Derfel, pero sus seguidores están más vivos de la cuenta. —Oengus me había llevado hasta un rincón del patio, y allí se detuvo a mirarme a la cara—. Tengo entendido que trataste de proteger a mi hija.
—Así es, señor —respondí. Vi que Ceinwyn había salido del palacio y abrazaba a Arturo. Hablaban abrazados y ella me miró reprobatoriamente. Volví la cara a Oengus otra vez—. Desenvainé para defenderla, lord rey.
—Bien hecho, Derfel —comentó al descuido—, bien hecho, pero no importa; tengo varias hijas. No estoy seguro de acordarme de quién era Isolda. Una muy menuda, ¿verdad?
—Una muchacha bellísima, lord rey. —Se echó a reír.
—Cualquier jovencita con tetas es bellísima, cuando se es viejo. Tengo una auténtica belleza en mi prole. Se llama Argante y va a romper unos cuantos corazones antes de que su vida termine. Vuestro nuevo rey buscará esposa, ¿no es así?
—Supongo.
—Argante le conviene —dijo Oengus. Ofrecer a su bella hija como reina de Dumnonia no era un gesto de deferencia hacia Mordred sino una forma de asegurarse de que seguiríamos protegiendo Demetia de las represalias de Powys—. Es posible que traiga a Argante aquí de visita —añadió. Después, dejó el tema de la posible alianza y me clavó el puño lleno de cicatrices en el pecho—. Escucha, amigo mío —dijo convincentemente—, no vale la pena romper con Arturo por Isolda.
—¿Por eso os ha traído aquí, señor? —pregunté con recelo.
—¡Claro que sí, insensato! —replicó Oengus en tono risueño—, y porque no podía soportar a tantos cristianos juntos en el Caer. Haced las paces, Derfel. Britania no es tan grande como para que dos hombres decentes empiecen a escupirse el uno al otro. ¿Es cierto que Merlín vive aquí?
—Lo encontraréis por allí —dije, señalando hacia un arco que llevaba al jardín donde florecían las rosas de Ceinwyn—, lo que queda de él.
—Voy a meterle un poco de vida a patadas a ese bellaco. A lo mejor sabe decirme qué tiene de especial la hoja de trébol. Además, necesito un encantamiento que me ayude a fabricar más hijas —se alejó riéndose—. Me estoy haciendo viejo, Derfel, muy viejo.
Arturo dejó a mis tres hijas al cuidado de Ceinwyn y su tío Cuneglas y se dirigió a mí. Vacilé, luego le hice seña de que saliéramos al exterior y di unos pasos precediéndole hasta unos prados, donde le esperé contemplando las almenas con colgaduras de Caer Cadarn que se levantaban por encima de algunos árboles.
Se detuvo a mi espalda.
—Fue en la primera proclamación de Mordred —dijo en voz baja— cuando conocimos a Tristán. ¿Lo recuerdas?
—Sí, señor —dije, sin volverme.
—Ya no soy tu señor, Derfel —dijo—. El juramento que hicimos a Uther se ha cumplido, ha concluido. No soy tu señor pero me gustaría ser tu amigo. —Dudó un momento—. Y en cuanto a lo que pasó —prosiguió—, lo lamento.
No me volví aún, pero no por orgullo sino porque tenía lágrimas en los ojos.
—Yo también lo lamento —dije.
—Entonces, ¿me perdonas? —preguntó humildemente—. ¿Seremos amigos?
Seguí mirando el Caer fijamente y pensé en todas las cosas que yo había hecho y que necesitaban ser perdonadas. Pensé en los cadáveres de los páramos. Yo era un joven lancero entonces, pero la juventud no excusa la matanza. Pensé que no estaba en mis manos perdonar a Arturo por lo que había hecho, sino en las suyas propias.
—Seremos amigos —dije— hasta la muerte. —Y me volví.
Nos abrazamos. El juramento a Uther se había cumplido y Mordred era rey.