8

Nuestra misión principal en aquellos días consistía en preparar a Mordred para el trono. Ya era nuestro rey, pues así había sido declarado en la cima de Caer Sws el día en que nació, pero Arturo decidió repetir la ceremonia cuando Mordred cumpliera la edad necesaria. Creo que Arturo tenía la esperanza de que una especie de poder místico invistiera a Mordred de responsabilidad y sabiduría durante la repetición de la ceremonia, pues ninguna otra cosa parecía susceptible de mejorar al muchacho. Lo intentamos, bien los saben los dioses, pero el joven Mordred seguía siendo la misma criatura hosca, rencorosa y grosera de siempre. A Arturo no le gustaba, pero permanecía voluntariosamente ciego a las más graves faltas del chico, pues la única religión que consideraba verdaderamente sagrada era su fe en la divinidad de la monarquía. Llegaría el momento en que tendría que enfrentarse por fuerza con la verdad sobre Mordred, pero durante aquellos años, siempre que salía a colación en el consejo real el tema de la nula aptitud de Mordred, Arturo reaccionaba de idéntica forma. Estaba de acuerdo en que resultaba un niño poco atractivo, pero todos conocíamos casos de niños parecidos que se habían convertido en hombres hechos y derechos, y la solemnidad de la coronación y las responsabilidades del trono lograrían atemperarlo con toda seguridad.

—Yo tampoco fui un niño modelo —solía decir—, y no creo que haya resultado tan malo, finalmente. Tened fe en el muchacho. —Y siempre añadía con una sonrisa que Mordred contaría con la guía de un consejo sabio y experimentado.

—Pero es que nombrará a otro consejo —objetaba entonces alguno de nosotros, y Arturo dejaba el tema de lado con un ademán y nos repetía, risueño y despreocupado, que todo saldría bien.

Ginebra no compartía tales ilusiones. Ciertamente, en los años que siguieron al juramento de la Mesa Redonda, se obsesionó con el destino de Mordred. No asistía a las sesiones del consejo real, pues estaba vetado a las mujeres, pero cuando se hallaba en Durnovaria, sospecho que escuchaba tras la cortina de un arco que daba a la sala del consejo. La mayor parte de lo que allí se debatía debía de aburrirla, pues pasábamos horas discutiendo si reforzar un vado con nuevas piedras o emplear dinero en la construcción de un puente, si tal magistrado aceptaba sobornos o a quién se había de confiar la custodia de un heredero o heredera huérfanos. Esa clase de asuntos eran moneda corriente en las reuniones del consejo, y estoy seguro de que los encontraría tediosos, pero con qué avidez debía de escuchar cuando se trataba de Mordred.

Ginebra apenas conocía a Mordred pero lo odiaba. Lo odiaba porque era rey y Arturo no, y trató de convencer de su punto de vista a todos los consejeros reales, uno por uno. Conmigo, se mostró incluso agradable, pues sospecho que vio el fondo de mi espíritu y supo que estaba de acuerdo con ella, aunque en secreto. Tras la primera reunión que celebró el consejo tras la fundación de la Mesa Redonda, me tomó del brazo y me llevó a pasear por el claustro de Durnovaria, neblinoso por el humo de hierbas que se quemaban en grandes braseros para evitar el rebrote de la peste. Tal vez me afectase el humo embriagador, aunque me inclino a pensar que fue la proximidad de Ginebra lo que me provocó aquella especie de mareo. Se había perfumado con una esencia fuerte, su cabellera roja era espléndida y salvaje, su cuerpo delgado y recto y su rostro, perfecto y rebosante de ánimo. Expresé mis condolencias por la muerte de su padre.

—Pobre padre —dijo—. Sólo soñaba con regresar a su Henis Wyren. —Hizo una pausa y me pregunté si habría censurado a Arturo por no haberse esforzado en expulsar a Diwrnach. No creo que Ginebra deseara volver a ver la accidentada costa de Henis Wyren, pero su padre siempre había deseado recuperar la tierra de sus antepasados—. No me has hablado de tu visita a Henis Wyren —me dijo en tono de reproche—. Tengo entendido que conociste a Diwrnach.

—Espero no volver a verlo en la vida, señora.

—A veces —dijo con un encogimiento de hombros—, para un rey, resulta ventajoso tener fama de salvaje. —Me preguntó en qué condiciones se hallaba Henis Wyren, pero me dio la impresión de que mis respuestas no le interesaban de verdad, como cuando me preguntó qué tal se encontraba Ceinwyn.

—Bien, señora —contesté—. Gracias.

—¿Está encinta de nuevo? —preguntó con cierta ironía.

—Eso creemos, señora.

—¡Sí que os mantenéis activos los dos, Derfel! —comentó en tono un tanto burlón. Su animadversión hacia Ceinwyn se había suavizado con el tiempo, aunque nunca llegaron a hacerse amigas. Ginebra cogió una hoja de un laurel que crecía en una vasija romana decorada con ninfas y la frotó entre los dedos.

—¿Y qué tal se encuentra nuestro señor el rey? —preguntó agriamente.

—Es un quebradero de cabeza, señora.

—¿Lo crees apto para el trono? —Típico de Ginebra, preguntas directas, brutales y sinceras.

—Nació para reinar, señora —dije a la defensiva—, y hemos jurado que así se cumplirá.

Se rió con desdén. Sus sandalias doradas golpearon las losas del suelo y la cadena de oro con perlas tintineó en su cuello.

—Hace muchos años, Derfel —dijo—, tú y yo hablamos de este tema y me dijiste que el hombre más apto para ser rey de Dumnonia era Arturo.

—Cierto —admití.

—¿Crees a Mordred más adecuado?

—No, señora.

—¿Entonces? —Se giró a mirarme. Pocas mujeres eran capaces de mirarme directamente a los ojos, pero Ginebra sí—. ¿Entonces? —insistió.

—Señora, me debo a un juramento, igual que vuestro esposo.

—¡Juramentos! —repitió indignada, y me soltó el brazo—. Arturo juró matar a Aelle y Aelle continúa con vida. Juró recuperar Henis Wyren y sin embargo, Diwrnach sigue reinando allí. ¡Juramentos! Los hombres os escondéis detrás de los juramentos como los sirvientes tras la estupidez, pero tan pronto como el juramento se convierte en un estorbo, lo echáis en el olvido. ¿Crees que no puedes olvidar la palabra dada a Uther?

—He dado mi palabra al príncipe Arturo —repliqué, sin olvidarme de dar a Arturo el título de príncipe delante de Ginebra—. ¿Deseáis que lo olvide? —le pregunté.

—Derfel, lo que quiero es que le hagas entrar en razón. A ti te escucha.

—Os escucha a vos, señora.

—No en lo relativo a Mordred. Tal vez en todo lo demás, pero en eso no. —Se estremeció, quizás al recordar el abrazo que tuvo que dar a Mordred en el palacio del mar; después arrugó la hoja de laurel con rabia y la tiró al suelo. Sabía que, inmediatamente, un criado la barrería. El palacio de invierno de Durnovaria siempre estaba limpísimo, mientras que en el nuestro de Lindinis había tantos chiquillos que era imposible mantener el orden, y el ala de Mordred era una pocilga—. Arturo —insistió Ginebra con cansancio— es el primogénito de Uther. Debería ser el rey.

Desde luego, pensé; pero había jurado colocar a Mordred en el trono y en el valle del Lugg habían muerto muchos hombres en defensa de tal juramento. A veces, y que Dios me perdone, deseaba que Mordred muriera y así se resolviera el problema, pero, a pesar de ser tullido y en contra de todos los malos augurios del día de su nacimiento, parecía gozar de una salud de hierro. Miré a Ginebra a los verdes ojos.

—Señora —le dije con precaución—, recuerdo que hace muchos años me hicisteis entrar por esas puertas —señalé un arco pequeño que llevaba fuera del claustro— y me mostrasteis vuestro templo de Isis.

—¿De verdad? —Se defendió como arrepintiéndose de un momento de intimidad. Aquel día lejano intentó ganarme como aliado para la misma causa que en aquel momento la impulsaba a tomarme del brazo y pasear conmigo por el claustro. Quería destruir a Mordred para que Arturo reinara.

—Me mostrasteis el trono de Isis —dije, procurando no revelar que había vuelto a verlo en el palacio del mar— y me dijisteis que Isis era la diosa que determinaba qué hombre había de ocupar el trono de un país. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, es una de sus atribuciones —replicó sin darle mayor importancia.

—Pues rogad a la diosa, señora —le dije.

—¿Crees que no lo hago, Derfel? —inquirió—. ¿Crees que no he saturado sus oídos con mis plegarias? Quiero que Arturo sea rey, y que le suceda Gwydre, pero no se puede imponer a un hombre en el trono. Antes de que Isis me lo conceda, Arturo debe desearlo.

Me pareció una defensa débil. Si Isis no lograba hacer cambiar a Arturo de parecer, ¿cómo podía esperarse que lo lográramos los mortales? Lo habíamos intentado muchas veces pero Arturo se negaba a discutir el asunto, de la misma forma que Ginebra dio por concluida nuestra discusión tan pronto como comprendió que no me convencería de unirme a su campaña para sustituir a Mordred por Arturo.

Yo quería que Arturo fuera rey, pero sólo en una ocasión a lo largo de tantos años llegué más allá de sus meras evasivas y hablé seriamente con él sobre su derecho al trono; tal conversación no tuvo lugar hasta cinco años después del juramento de la Mesa Redonda, durante el verano anterior al año de la proclamación de Mordred, momento en que las murmuraciones hostiles se habían convertido en un grito ensordecedor. Sólo los cristianos estaban a favor de la aclamación de Mordred, y ni siquiera se mostraban entusiastas, pero se sabía que su madre había sido cristiana y que el niño había recibido el bautismo; tales argumentos bastaron para persuadir a los cristianos de que Mordred tal vez apoyara sus ambiciones. El resto de Dumnonia confiaba en que Arturo los libraría del pequeño, pero éste pasaba sus deseos por alto serenamente.

Aquel verano era, según el cómputo solar que hemos adoptado, el cuatrocientos noventa y cinco después del nacimiento de Cristo, una estación maravillosa inundada de sol. Arturo se hallaba en el cénit de su gloria, Merlín tomaba el sol en nuestro jardín con mis tres hijas menores, que siempre le pedían más cuentos, y Ceinwyn era feliz. Ginebra se deleitaba en su encantador palacio del mar, con sus arcos y galerías y su oscuro templo oculto, Lancelot parecía satisfecho en su reino junto al mar, los sajones se enfrentaban unos con otros y Dumnonia vivía en paz. Recuerdo que, por otra parte, aquel verano fue tremendamente desgraciado.

Pues fue el verano de Tristán e Isolda.

Kernow es el reino salvaje que se agarra a la esquina occidental de Dumnonia como una zarpa. Los romanos llegaron allí pero pocos se asentaron en tan salvaje terreno y, cuando dejaron Britania, el pueblo de Kernow siguió viviendo su vida como si los invasores no hubieran pasado por allí. Labraban pequeños campos, pescaban en aguas procelosas y extraían el precioso estaño de la tierra. Decían que viajar a Kernow era como volver a la Britania de antes de la llegada de los romanos, aunque nunca visité aquellas tierras, ni Arturo tampoco.

El rey Mark ocupaba el trono de Kernow desde que yo tenía conciencia. Casi nunca nos importunaba, aunque de vez en cuando —generalmente cuando Dumnonia tenía algún conflicto con algún enemigo más poderoso del este— consideraba que algunas de nuestras tierras más occidentales le pertenecían; entonces se producía una breve refriega fronteriza y las naves bélicas de Kernow invadían y saqueaban nuestras costas. Siempre vencíamos, cómo no. Dumnonia era grande y Kernow pequeña y, concluido el conflicto, Mark enviaba emisarios para decir que todo había sido un malentendido. Durante una breve temporada, al principio de la era de Arturo, cuando Cadwy de Isca se rebeló contra el resto de Dumnonia, Mark llegó a apoderarse de una gran porción de tierra dumnonia adyacente a su frontera, pero Culhwch terminó con la rebelión y cuando Arturo envió la cabeza de Cadwy como presente para Mark, los lanceros de Kernow se retiraron silenciosamente a sus antiguas fortalezas.

No menudeaban tales escaramuzas, pues el rey Mark solventaba sus campañas más notables en el lecho. Era famoso por el número de esposas que había tenido pero, mientras que otros como él poseían varias al mismo tiempo, Mark las desposaba de una en una. Ellas morían con una regularidad apabullante, casi siempre, al parecer, al cabo de cuatro años justos de la celebración del matrimonio, efectuada por sus druidas; Mark siempre encontraba la forma de explicar tales muertes (unas fiebres, un accidente o un parto difícil), pero casi todos sospechábamos que era el aburrimiento del rey lo que alimentaba el fuego de las piras donde se incineraban los cuerpos de las reinas en Caer Dore, la fortaleza real. La séptima esposa que murió fue Ialle, sobrina de Arturo, y Mark envió un mensajero con un triste comunicado sobre setas venenosas y el apetito voraz de Ialle. Envió además una mula de carga con lingotes de estaño y unos raros huesos de ballena para evitar la posible ira de Arturo.

La muerte de las esposas, sin embargo, no parecía evitar que otras princesas osaran cruzar el mar para compartir el lecho con Mark. Tal vez fuera preferible ser reina en Kernow, aunque por breve tiempo, que aguardar en las estancias de las mujeres a que se presentara un pretendiente que tal vez no llegara nunca; además, las justificaciones de las muertes siempre eran plausibles. Se trataba de simples accidentes.

Tras la muerte de Ialle, no se produjo otro matrimonio hasta mucho después. Mark envejecía y se dio por supuesto que el rey había dejado de jugar al matrimonio, pero aquel delicioso verano del año anterior al ascenso de Mordred al trono, el viejo rey Mark tomó una nueva esposa. Tratábase de la hija de nuestro antiguo aliado Oengus Mac Airem, el rey irlandés de Demetia que nos sirvió la victoria en bandeja en el valle del Lugg, victoria por la cual Arturo le perdonó los millares de delitos que aún cometía en tierras de Cuneglas. Los temidos Escudos Negros de Oengus hacían incursiones continuamente en Powys y en lo que había sido Siluria y, a lo largo de aquellos años, Cuneglas se vio obligado a mantener costosas bandas de guerreros en la frontera occidental. Oengus siempre negaba toda responsabilidad en tales correrías aduciendo que sus jefes eran ingobernables y prometiendo segar algunas cabezas, pero ninguna cabeza rodó y, en tiempos de cosecha, los hambrientos Escudos Negros volvían a Powys. Arturo enviaba a algunos de nuestros lanceros jóvenes para que adquirieran experiencia en la batalla en esas guerras estivales, de tal forma entrenábamos a nuestros soldados bisoños y manteníamos en forma a los más veteranos. Cuneglas quería terminar con Demetia de una vez por todas, pero Arturo tenía a Oengus en cierta estima y lo justificaba con el argumento de que sus ataques valían la pena por la experiencia que proporcionaban a nuestros lanceros, y así sobrevivían los Escudos Negros.

El matrimonio del viejo rey Mark con la niña de Demetia era un pacto entre dos reinos pequeños que a nadie importunaba y, por otra parte, nadie creyó que el rey Mark se casará con la princesa a cambio de beneficios políticos. Lo hizo únicamente porque tenía un apetito insaciable de jóvenes de sangre real. Contaba ya casi sesenta años, su hijo Tristán cerca de cuarenta e Isolda, la nueva reina, sólo contaba quince.

El desastre comenzó cuando Culhwch nos envió un mensaje diciendo que Tristán había llegado a Isca con la jovencísima esposa de su padre. Culhwch había sido nombrado gobernador de la provincia occidental de Dumnonia tras la muerte de Melwas por envenenamiento con ostras, y en su mensaje decía que Tristán e Isolda habían huido del rey Mark. La llegada de los fugitivos parecía complacer a Culhwch, lejos de preocuparle, pues, al igual que yo, había luchado junto a Tristán en el valle del Lugg y en las afueras de Londres, y apreciaba al príncipe.

—Al menos esta esposa sobrevivirá —escribió su amanuense al consejo—, y lo merece. Les he dejado una vieja fortaleza y una guardia de lanceros. —El mensaje continuaba con la descripción de una incursión de piratas irlandeses de la otra orilla del mar y concluía con la petición de rebaja de los tributos, habitual en Culhwch, y la advertencia, también habitual, de que la cosecha prometía ser escasa. En resumen, se trataba de un despacho normal sin nada que pudiera despertar aprensión en el consejo, pues todos sabíamos que la cosecha sería abundante y que Culhwch se disponía a la disputa de siempre sobre los impuestos. En cuanto a Tristán e Isolda, nos tomamos la anécdota como cosa divertida y nadie vio ningún peligro en ella. Los escribanos de Arturo archivaron la carta y el consejo pasó a discutir la petición de Sansum, que consistía en levantar una gran iglesia para celebrar el quinto centenario del nacimiento de Cristo. Yo me opuse a tal requerimiento, el obispo Sansum golpeó la mesa y declaró a grandes voces que el templo era necesario para que el mundo no cayera en poder del diablo, y esa feliz discusión mantuvo al consejo ocupado hasta la comida del mediodía, que fue servida en el patio de palacio.

Dicha sesión fue celebrada en Durnovaria y, como de costumbre, Ginebra había acudido desde su palacio del mar a la ciudad durante el tiempo de las reuniones, y nos acompañó a la hora de la comida. Tomó asiento junto a Arturo y, como siempre, su proximidad le hacía resplandecer de felicidad. ¡Qué orgulloso se sentía de ella! Aunque el matrimonio le hubiera reportado algunos sinsabores, principalmente por el escaso número de hijos, resultaba evidente que seguía muy enamorado de ella. Cada vez que la miraba parecía proclamar su asombro por que una mujer semejante se hubiera casado con él, pero jamás se le ocurrió pensar que el trofeo era él mismo, que él era el buen gobernante y la buena persona. La adoraba y, aquel día, mientras comíamos fruta, pan y queso bajo el cálido sol, era muy fácil de entender. Ginebra podía ser ocurrente e hiriente, graciosa y sabia, y su aspecto físico seguía llamando la atención. Los años no parecían pasar por ella. Tenía la piel blanca como leche sin nata y alrededor de sus ojos no se veían las finas arrugas que habían aparecido en los de Ceinwyn; verdaderamente, habríase dicho que no había envejecido un momento desde aquel lejano día en que Arturo la vio por vez primera al otro extremo del atiborrado salón de Gorfyddyd. Y sin embargo, creo que cada vez que Arturo regresaba a casa tras algún viaje por el reino de Mordred, al verla de nuevo, sentía la misma felicidad desbordante que en la primera ocasión. Ginebra sabía mantenerlo hechizado, pues siempre, misteriosamente, se hallaba un paso por delante de él y lo hundía así en su pasión más y más. Supongo que era una receta amorosa.

Aquel día, Mordred estaba con nosotros. Arturo había insistido en que el rey comenzara a asistir a las sesiones del consejo antes de la proclamación y la consiguiente asunción de sus plenos poderes, y siempre animaba a Mordred a tomar parte en los debates; pero la única contribución del joven era sentarse y hurgarse las sucias uñas o bostezar a medida que se hablaba de los tediosos temas. Arturo tenía la esperanza de que se hiciera responsable asistiendo a las reuniones, pero yo me temía que el rey estaba aprendiendo sencillamente a evitar los detalles molestos de la tarea de gobernar. Aquel día se sentó, como era de rigor, en el centro de la mesa del comedor y no se molestó en fingir el menor interés por la historia del obispo Emrys sobre un manantial que había aparecido milagrosamente en un monte al bendecirlo un sacerdote.

—Y ese manantial, obispo —intervino Ginebra— ¿por azar se halla en los montes del norte de Dunum?

—¡Efectivamente, señora! —replicó Emrys, feliz de contar con más oyentes, aparte del insensible Mordred—. ¿Habíais tenido noticia del milagro?

—Mucho antes de la llegada de vuestro sacerdote —contestó Ginebra—. Obispo, ese manantial aparece y desaparece con las lluvias. Y si no recordáis mal, las últimas lluvias del invierno pasado fueron más abundantes de lo común. —Sonrió con expresión victoriosa. Seguía oponiéndose a la Iglesia, aunque calladamente.

—Se trata de un manantial nuevo —insistió Emrys—. Los campesinos del lugar aseguran que jamás lo habían visto antes. —Se dirigió a Mordred otra vez—. Deberíais visitarlo, lord rey. Es un verdadero milagro.

Mordred bostezó y se quedó mirando fijamente a las palomas de un tejado lejano. Tenía el manto salpicado de hidromiel y la reciente barba rizada llena de migas de pan.

—¿Hemos terminado la sesión? —preguntó en tono hosco.

—Ni mucho menos, lord rey —contestó Emrys con entusiasmo—. Aún hemos de tomar la decisión sobre la construcción de la iglesia y tenemos tres nombres propuestos para la magistratura. ¿Se hallan presentes los nombrados para ser interrogados? —preguntó a Arturo.

—Así es, obispo —confirmó Arturo.

—¡Todo un día de trabajo para nosotros! —exclamó Emrys, satisfecho.

—Para mí no —replicó Mordred—. Me voy de caza.

—Pero, lord rey… —protestó Emrys con escasa convicción.

—De caza —le interrumpió Mordred. Apartó el asiento de la mesa y se alejó cojeando por el patio.

Se hizo silencio entre los comensales. Todos sabíamos lo que pensaba cada cual pero nadie habló en voz alta, hasta que me decidí a decir algo favorable.

—Se cuida de sus armas —dije.

—Porque le gusta matar —replicó Ginebra fríamente.

—¡Cuánto me placería que al menos dijera algo de vez en cuando! —se lamentó Emrys—. ¡Sólo se sienta ahí, con la cabeza gacha, hurgándose las uñas!

—Al menos no se hurga la nariz —añadió Ginebra ácidamente, y levantó la mirada al entrar en el patio un desconocido; lo acompañaba Hygwydd, el escudero de Arturo, y lo anunció como Cyllan, el paladín de Kernow; ciertamente tenía aspecto de paladín de un rey, pues era un bruto enorme, de negros cabellos y poblada barba, con un hacha azul tatuada en la frente. Se inclinó ante Ginebra y sacó un espadón bárbaro que depositó en el suelo con la hoja apuntada hacia Arturo. Tal gesto significaba tensión entre ambos países.

—Tomad asiento, lord Cyllan. —Arturo le indicó el asiento vacío de Mordred—. ¿Gustáis un poco de queso o de vino? El pan es reciente.

Cyllan se quitó el yelmo de hierro, terminado en una feroz máscara de lince.

—Señor —anunció con voz de trueno—, vengo con una queja.

—Y con el estómago vacío, sin duda —le interrumpió Arturo—. ¡Sentaos! Darán de comer a vuestra escolta en las cocinas. ¡Y recoged la espada!

Cyllan se rindió a la falta de protocolo de Arturo. Partió una hogaza por la mitad y cortó un buen pedazo de queso.

—Tristán —explicó secamente cuando Arturo le preguntó el motivo de la queja. Cyllan habló con la boca medio llena de comida, detalle que hizo estremecer de repulsión a Ginebra—. El Edling ha huido a estas tierras, señor —prosiguió el paladín de Kernow—, llevando consigo a la reina. —Tomó un cuerno de vino y lo apuró de un trago—. El rey Mark desea que vuelvan.

Arturo no respondió, se limitó a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa.

Cyllan siguió engullendo queso y pan y volvió a servirse vino.

—Ya es mal suficiente —prosiguió tras un eructo prodigioso— que el Edling haya… —hizo una pausa y miró a Ginebra de soslayo, luego corrigió la frase—… esté con su madrastra.

Ginebra le interrumpió para pronunciar la palabra que Cyllan no se había atrevido a pronunciar en su presencia. El emisario asintió, enrojeció y prosiguió.

—No es cierto, señora. No es que haya copulado con su propia madrastra sino que ha robado a su padre la mitad del tesoro. Ha roto dos votos, señor. El de obediencia hacia su propio padre y el de respeto a su reina; y hemos sabido que se les ha dado asilo cerca de Isca.

—Tengo entendido que el príncipe se halla en Dumnonia —replicó Arturo sin entusiasmo.

—Y mi rey quiere que vuelva, quiere que vuelvan los dos. —Cyllan, una vez transmitido el mensaje, atacó al queso de nuevo.

El consejo reanudó la sesión y Cyllan se quedó estirando las piernas al sol. A los tres candidatos a la magistratura se les pidió que aguardaran y el controvertido tema de la iglesia de Sansum fue postergado para debatir la respuesta de Arturo al rey Mark.

—Tristán —dije— siempre ha sido amigo de nuestro país. Luchó con nosotros cuando nadie más lo hizo. Llevó hombres al valle del Lugg. Estuvo en Londres con nosotros. Merece nuestro apoyo.

—Ha roto juramentos hechos a un rey —adujo Arturo en tono preocupado.

—Juramentos paganos —dijo Sansum, como si tal argumento aliviara la falta de Tristán.

—Pero ha robado dinero —añadió el obispo Emrys.

—Dinero que pronto sería suyo por derecho —dije en defensa de mi viejo compañero de batallas.

—Y eso es precisamente lo que preocupa al rey Mark —añadió Arturo—. Ponte en su lugar, Derfel, ¿qué temerías más?

—¿La escasez de princesas? —dije.

Arturo desaprobó mi ligereza frunciendo el ceño.

—Teme que Tristán vuelva a Kernow al frente de un grupo de lanceros. Teme la guerra civil. Teme que su hijo se haya cansado de esperar su muerte, y tiene razón al temerlo.

—Señor —dije—, Tristán nunca ha sido calculador. Actúa impulsivamente. Se ha enamorado tontamente de la esposa de su padre, no pretende robarle el trono.

—Todavía no —replicó Arturo como un mal presagio—, pero lo hará.

—Si damos refugio a Tristán, ¿qué hará el rey Mark? —inquirió Sansum astutamente.

—Incursiones —replicó Arturo—. Quemar algunas granjas, robar ganado. O enviar lanzas para llevarse a Tristán vivo. Sus naves podrían hacerlo. —Entre los reinos de Dumnonia, sólo los hombres de Kernow eran buenos navegantes, y los sajones, en sus primeras invasiones, aprendieron a temer las barcas alargadas de los lanceros de Mark—. Sería una irritación constante. Diez o doce campesinos y sus esposas muertos todos los meses. Habrá que destinar un centenar de lanceros a la frontera hasta que todo se arregle.

—Caro —comentó Sansum.

—Excesivamente caro —asintió Arturo con tristeza.

—El rey Mark debe recuperar su dinero a toda costa —insistió Emrys.

—Y a la reina, seguramente —dijo Cythryn, uno de los magistrados del consejo—. Me imagino que el orgullo del rey Mark no le permitirá dejar tal insulto sin venganza.

—¿Qué le sucederá a la niña si regresa? —preguntó Emrys.

—Eso —replicó Arturo con firmeza— es asunto que sólo concierne al rey Mark, y no a nosotros. —Se frotó la larga y huesuda cara con ambas manos—. Creo —añadió con cansancio— que debemos meditarlo. —Sonrió—. Hace mucho tiempo que no voy a esa parte del mundo. Tal vez sea el momento de volver. ¿Me acompañarías, Derfel? Eres amigo de Tristán, tal vez a ti te escuche.

—Es un placer, señor —dije.

El consejo acordó que Arturo mediara en el asunto; enviaron a Cyllan de vuelta a Kernow con un mensaje donde se describía lo que Arturo se disponía a hacer y luego, con doce de mis hombres, cabalgamos hacia el sudoeste al encuentro de los amantes errantes.

El viaje empezó con alegría, a pesar de la delicada empresa que nos aguardaba al final. Nueve años de paz habían aumentado la riqueza del país y, si el buen tiempo estival no cambiaba y a pesar de las negras predicciones de Culhwch, todo prometía una gran cosecha. Mucho complacieron a Arturo los campos bien cuidados y los nuevos silos. Lo saludaban a la entrada de todos los pueblos y villas, y siempre cálidamente. Los niños cantaban a coro ante él y depositaban regalos a sus pies: muñecas de trigo, cestos de frutas o pellejos de zorro. Él repartía oro a cambio, discutía de cuantos problemas hubiera en el lugar, conversaba con el magistrado residente y proseguía su camino. La única nota desagradable fue la hostilidad de los cristianos, pues en casi todos los pueblos había un pequeño grupo de ellos que insultaba a Arturo hasta que sus vecinos acallaban las voces o expulsaban a los responsables. Abundaban las iglesias nuevas, erigidas generalmente en los mismos lugares donde antes hubiera una fuente o pozo motivo de adoración pagana. Los templos eran producto de la actividad de los misioneros de Sansum y me pregunté por qué los paganos no emplearían a hombres semejantes que viajaran por los caminos predicando entre los campesinos. Las nuevas iglesias cristianas eran, efectivamente, pequeñas, simples chozas de paja y adobe con un cruz clavada en el hastial, pero proliferaban; los sacerdotes más iracundos maldecían a Arturo por ser pagano y detestaban a Ginebra por su adhesión a Isis. A Ginebra nunca le importó que la odiaran, pero a Arturo le disgustaban los rencores religiosos. En aquel viaje a Isca, detúvose numerosas veces a conversar con los cristianos que le escupían, pero sus palabras no hacían efecto. A los cristianos no les importaba que hubiera logrado la paz en el reino, ni que ellos mismos hubieran prosperado, sólo insistían en que Arturo era pagano.

—Son como los sajones —me comentó apesadumbrado, tras dejar atrás a otro grupo hostil—; no se quedarán tranquilos hasta que todo lo posean.

—En tal caso, deberíamos darles el mismo trato que a los sajones, señor —dije—. Enfrentarlos a unos con otros.

—Ya luchan unos contra otros —replicó Arturo—. ¿Entiendes esa discusión sobre pelagianismo?

—Ni siquiera lo intentaría —repliqué frívolamente, aunque en realidad, la discusión se encarnizaba de día en día; un bando de cristianos acusaba al otro de herejía y ambos mataban a sus oponentes—. ¿Vos lo entendéis?

—Eso creo. Pelagio se negó a creer en la maldad intrínseca del género humano, mientras que otros como Sansum y Emrys dicen que todos nacemos en pecado. —Se detuvo—. Sospecho —prosiguió al cabo— que si yo fuera cristiano sería pelagiano. —Pensé en Mordred y me pareció que sí, que el género humano podía ser intrínsecamente malo, pero no dije nada—. Yo creo en la humanidad —añadió Arturo— mucho más que en cualquier dios.

Escupí al borde del camino para espantar el mal que sus palabras pudieran atraer.

—A veces me pregunto —dije— si las cosas habrían sido diferentes de haber conservado Merlín la olla mágica.

—¿Aquel puchero viejo? —Arturo se rió—. ¡Hace años que ni me acuerdo de eso! —Sonrió al recordar los viejos tiempos—. Nada habría cambiado, Derfel —prosiguió—. A veces pienso que Merlín se ha pasado la vida coleccionando tesoros y, en cuanto los tuvo todos, no le quedó nada por hacer. No se atrevió a poner su magia en funcionamiento porque sospechaba que no desencadenaría nada.

Miré de reojo la espada que le colgaba de la cadera, uno de los trece tesoros, pero nada comenté pues había prometido a Merlín no revelar a Arturo el verdadero poder de Excalibur.

—¿Pensáis que Merlín incendió su propia torre? —le pregunté.

—A veces lo he sospechado —confesó.

—No —dije con firmeza—, él creía. Y a veces, me parece que se atreve a soñar que vivirá para encontrar otra vez los tesoros.

—Pues más vale que se apresure —dijo Arturo con aspereza— porque no creo que le quede mucho tiempo.

Pasamos aquella noche en el antiguo palacio del gobernador romano de Isca, donde vivía Culhwch. Lo hallamos sumido en la preocupación, no por causa de Tristán sino porque la ciudad estaba infestada de cristianos fanáticos. La misma semana anterior, un grupo de jóvenes cristianos había invadido los templos paganos de la ciudad, habían tirado al suelo las estatuas de los dioses y habían ensuciado las paredes con excrementos. Los lanceros de Culhwch detuvieron a unos cuantos profanadores y llenaron las mazmorras, pero estaba preocupado por el futuro.

—Si no reducimos ahora a esos rufianes —dijo—, irán a la guerra por su dios.

—Absurdo —dijo Arturo quitándole importancia. Culhwch negó con la cabeza.

—Quieren un rey cristiano, Arturo.

—El año que viene tendrán a Mordred —replicó.

—¿Es cristiano? —preguntó Culhwch.

—Si es que es algo —dije yo.

—Pero a él no lo quieren —replicó Culhwch sombríamente.

—Entonces, ¿a quién quieren? —preguntó Arturo, intrigado por los avisos de su primo.

—A Lancelot —dijo, tras vacilar un momento, y se encogió de hombros.

—¡Lancelot! —repitió Arturo jocosamente—. ¿Acaso no saben que mantiene abiertos sus templos paganos?

—No saben nada de él —contestó Culhwch—, pero tampoco les hace falta. Piensan en él como el pueblo pensaba en vos durante los últimos años de vida de Uther. Piensan que él los va a liberar.

—¿Liberarlos de qué? —pregunté socarronamente.

—De nosotros los paganos, claro —dijo Culhwch—. Insisten en que Lancelot es el rey cristiano que los llevará a los cielos. ¿Y sabéis por qué? Por el águila pescadora que lleva en el escudo. Tiene un pez entre las patas, ¿os acordáis? Y el pez es un símbolo cristiano. —Escupió asqueado—. No saben nada de él —repitió—, pero ven el pez y piensan que es una señal de su dios.

—¿Un pez? —Arturo no creía una palabra de todo lo que Culhwch le contaba.

—Un pez —insistió el primo de Arturo—. A lo mejor adoran a una trucha. ¿Cómo voy a saberlo yo? Adoran a un espíritu santo, a una virgen y a un carpintero, ¿por qué no a un pez, también? ¡Esos cristianos están locos!

—No están locos —dijo Arturo—, ansiosos, tal vez.

—¡Ansiosos! ¿Habéis asistido a alguna ceremonia suya últimamente? —preguntó Culhwch a su primo en tono desafiante.

—No, desde la boda de Morgana.

—Pues venid a verlo con vuestros propios ojos.

Era de noche y habíamos terminado de cenar, pero Culhwch insistió en que nos pusiéramos mantos oscuros y lo siguiéramos a la calle saliendo por una puerta lateral del palacio. Subimos por un callejón oscuro hasta el foro donde los cristianos tenían su capilla, en un antiguo templo romano antes dedicado a Apolo y convenientemente restregado y encalado para borrar el paganismo antes de dedicarlo al cristianismo. Entramos por la puerta occidental y encontramos un nicho oscuro donde, imitando a la gran multitud de adoradores, nos arrodillamos.

Culhwch nos dijo que los cristianos acudían allí a orar todas las noches y que cada noche, después del reparto de pan y vino que el sacerdote hacía entre los fieles, se producía el mismo frenesí. El pan y el vino eran mágicos, el cuerpo y la sangre de su dios, decían, y nos quedamos mirando mientras los cristianos se agolpaban ante el altar para recibir aquellas migajas. Al menos la mitad de los presentes eran mujeres y, tan pronto como hubieron recibido el pan que les daba el sacerdote, entraron en éxtasis. Ya había visto tan extraños fervores antes, pues las ceremonias paganas de Merlín solían terminar con mujeres gritando y bailando alrededor de las hogueras del Tor, y las que en aquel momento vi se comportaban de modo muy similar. Bailaban con los ojos cerrados y levantaban las manos, moviéndolas sin parar hacia el techo, donde el humo de las antorchas y del incienso formaba una niebla espesa. Algunas gritaban extrañas palabras, otras entraban en trance y simplemente miraban con fijeza la estatua de la madre de su dios; algunas se retorcían en el suelo, pero la mayoría bailaban siguiendo el ritmo del canto de tres sacerdotes. Los hombres miraban sin más, aunque algunos se unieron al baile y fueron los primeros en desnudarse el torso y, con unas correas de nudos, se azotaron la espalda. Eso sí que me dejó perplejo, pues jamás había visto nada semejante, pero mi perplejidad pronto se convirtió en horror cuando las mujeres se unieron a los hombres y empezaron a gritar presas de un delirio gozoso mientras las correas hacían saltar la sangre en sus pechos y espaldas.

—¡Es una locura! —musitó Arturo, pues le pareció deleznable.

—Y va extendiéndose —añadió Culhwch sombríamente. Una mujer se azotaba la espalda desnuda con una cadena oxidada y sus frenéticos gritos retumbaban en la gran cámara de piedra mientras espesos goterones de sangre iban salpicando el suelo.

—Y pasan así toda la noche —dijo Culhwch.

Los fieles habían ido acercándose poco a poco hasta rodear a los transidos que bailaban y nosotros tres quedamos aislados en nuestro nicho oscuro. Un sacerdote nos descubrió y se acercó rápidamente.

—¿Habéis comido el cuerpo de Cristo? —preguntó en tono de apremio.

—Hemos comido ganso asado —contestó Arturo cortésmente, poniéndose en pie.

El sacerdote nos miró con fijeza y, al reconocer a Culhwch, le escupió en la cara.

—¡Pagano! —gritó—. ¡Idólatra! ¿Te atreves a profanar el templo de Dios? —Golpeó a Culhwch, un grave error, pues éste respondió con un empujón que lo mandó lejos por el suelo, pero el altercado llamó la atención de algunos y una exclamación se elevó entre los que miraban a los bailarines que se flagelaban.

—Es el momento de marchar —dijo Arturo, y los tres nos escabullimos por el foro con elegancia y llegamos al puesto de guardia de los arcos del palacio, vigilado por lanceros de Culhwch. Los cristianos salieron en desbandada de su iglesia para perseguirnos, pero los lanceros se cerraron impasibles en una barrera de escudos y apuntaron las espadas, de modo que los cristianos desistieron de su empeño de asaltar el palacio.

—Aunque no ataquen esta noche —comentó Culhwch—, se vuelven más temerarios cada día.

Desde una ventana del palacio, Arturo contemplaba a los cristianos que protestaban.

—¿Qué quieren? —preguntó, confuso. Prefería una religión decorosa. Cuando iba a visitarnos a Lindinis siempre se unía a Ceinwyn y a mí en nuestras oraciones de la mañana; nos arrodillábamos en silencio ante nuestros dioses del hogar, les ofrecíamos pan y les rogábamos que nuestros deberes cotidianos se resolvieran bien, y ésa era la clase de adoración que Arturo prefería. Sencillamente, le desconcertaba lo que había visto en la iglesia de Isca.

—Creen —dijo Culhwch, tratando de explicar el fanatismo que habíamos presenciado— que su dios volverá al mundo dentro de cinco años, y creen que tienen el deber de preparar la tierra para su llegada. Sus sacerdotes les dicen que es necesario acabar con los paganos antes de que su dios regrese y predican que los dumnonios deben tener un rey cristiano.

—Tendrán a Mordred —dijo Arturo gravemente.

—En ese caso, más vale que cambiéis el dragón de su escudo por un pez —dijo Culhwch—, os aseguro que todo ese fervor empeora a diario. Habrá problemas.

—Los aplacaremos —respondió Arturo—. Les haremos saber que Mordred es cristiano y tal vez así se calmen. Quizá valga la pena construir esa iglesia que Sansum pide —añadió, dirigiéndose a mí.

—Si ha de servir para que no se amotinen, ¿por qué no? —dije.

A la mañana siguiente salimos de Isca escoltados por Culhwch y una docena de hombres, cruzamos el Exe por el puente romano y torcimos hacia el sur, hacia las tierras marítimas de las costas más extremas de Dumnonia. Arturo no hizo más comentarios sobre el frenesí, de los cristianos, pero aquel día se mantuvo singularmente silencioso y me imaginé que la ceremonia que habíamos presenciado lo había afectado profundamente. Detestaba toda manifestación de frenesí pues hacía perder el sentido a hombres y mujeres, y debió de sentir temor por el daño que semejante locura podía infligir a la paz por él conseguida.

Pero, en aquellos momentos, el problema no eran los cristianos dumnonios sino Tristán. Culhwch había enviado un mensaje al príncipe advirtiéndole de nuestra llegada, y Tristán salió a nuestro encuentro. Cabalgaba solo y su caballo levantaba nubes de polvo al galopar en nuestra dirección. Nos saludó con alegría, pero la fría reserva de Arturo le enfrió el ánimo. Tal reserva no se debía a ningún rechazo innato que sintiera por el príncipe (al contrario, lo apreciaba), sino al hecho de que su misión no se reducía a actuar de mediador en la disputa sino que habría de juzgar a un viejo amigo.

—Está preocupado —le dije sin precisar más, procurando hacerle entender que la actitud de Arturo no presagiaba nada en su contra.

Yo llevaba el caballo por las riendas, pues, como de costumbre, me sentía más seguro a pie, y Tristán, tras saludar a Culhwch, bajó de la silla y continuó a pie, a mi lado. Le conté la salvaje escena del éxtasis de los cristianos y atribuí la frialdad de Arturo a la preocupación que le habían creado, pero Tristán no escuchaba. Estaba enamorado y, como todos los amantes, no sabía hablar sino de su amada.

—Una joya, Derfel —me dijo—. Eso es lo que es, ¡una joya irlandesa! —Andaba a mi lado a grandes zancadas, con un brazo sobre mis hombros y sus luengas barbas negras tintineando, pues intercalaba aros de guerrero en las trenzas. Tenía la barba más entrecana, pero seguía siendo atractivo, con una nariz huesuda y los vivos ojos negros encendidos de pasión—. Y se llama —dijo con aire soñador— Isolda.

—Lo sabíamos —contesté secamente.

—Una niña de Demetia —dijo—, hija de Oengus Mac Airem. Una princesa de los Uí Liatháin, amigo mío. —Pronunció el nombre de la tribu de Oengus Mac Airem como si estuviera forjado en oro puro—. Isolda —repitió—, de los Uí Liatháin. Tiene quince veranos y es bella como la noche.

Pensé en la ingobernable pasión de Arturo por Ginebra y en los propios deseos de mi espíritu por Ceinwyn, y me dolió el corazón por mi amigo. El amor lo había cegado, lo había barrido, lo había enloquecido. Tristán siempre había sido apasionado, dado a caer en el pozo de la desesperación o a elevarse de felicidad hasta las alturas, pero era la primera vez que lo veía poseído por los tempestuosos vientos del amor.

—Tu padre —le advertí con cuidado— quiere que Isolda vuelva.

—Mi padre es viejo —dijo, despreciando todo obstáculo— y cuando muera, llevaré en barco a mi princesa de los Uí Liatháin hasta las verjas de hierro de Tintagel y le construiré un castillo con torres de plata que llegue hasta las estrellas. —Su propia extravagancia le hizo reír—. ¡Verás como te parecerá adorable, Derfel!

No dije nada más, le dejé seguir hablando. No tenía ganas de escuchar noticias de nosotros, no le importó que yo tuviera tres hijas ni que los sajones estuvieran a la defensiva; en su universo sólo había espacio para Isolda.

—¡Verás cuando la conozcas, Derfel! —repetía una y otra vez y, cuanto más nos acercábamos a su refugio, más se exaltaba, hasta que al final, incapaz de permanecer alejado de su Isolda un momento más, montó en su caballo y partió al galope delante de nosotros. Arturo me miró socarronamente y le sonreí.

—Está enamorado —le dije, como si fuera necesario explicarlo.

—Con lo que le gustan a su padre las jovencitas —añadió Arturo sombríamente.

—Vos y yo conocemos el amor, señor —le dije—, tratadlos con benevolencia.

El refugio de Tristán e Isolda era un hermoso palacio, quizás el más bonito que yo había visto. Las bajas colinas estaban regadas por innumerables arroyos y cubiertas de bosques densos, con ríos abundantes que se precipitaban hacia el mar y altos acantilados donde chillaban las aves. Era un rincón salvaje de gran belleza, muy apropiado para la pura locura del amor.

Y allí, en la pequeña fortaleza oscura, entre profundos bosques verdes, conocí a Isolda.

La recuerdo pequeña y morena, fantasiosa y frágil. Poco más que una niña, en realidad; aunque obligada a ser mujer por su matrimonio con Mark, parecióme una niña tímida, menuda, delgada, un jirón apenas de una madurez próxima; miraba fijamente a Tristán con enormes ojos oscuros hasta que éste insistió en que nos saludara. Se inclinó ante Arturo.

—No os inclinéis ante mí —le dijo Arturo, ayudándola a erguirse de nuevo—, pues sois reina. —E hincando él una rodilla en tierra, le besó la menuda mano.

Hablaba en murmullos, como una sombra. Tenía el pelo negro y, para parecer mayor, se lo había recogido en un gran moño en la coronilla y se había adornado con joyas, aunque las lucía con cierta torpeza; me recordó a Morwenna, cuando se disfrazaba con ropas de su madre. Nos miraba con temor. Creo que Isolda comprendió antes que Tristán que la incursión de hombres armados no era la visita de unos amigos sino la llegada de quienes habían de juzgarla.

Culhwch les había proporcionado refugio. Era una fortaleza de madera y paja de centeno, no muy grande pero bien construida, que había pertenecido a un caudillo partidario de la rebelión de Cadwy, motivo por el cual perdió la cabeza. La fortaleza, que tenía tres cabañas y un almacén, estaba rodeada por una empalizada y situada en una depresión boscosa del terreno, a resguardo de los vientos del mar, y allí, junto a seis fieles lanceros y un montón de tesoro robado, Tristán e Isolda pensaron convertir su amor en una gran canción.

Arturo hizo trizas su música.

—El tesoro —le dijo a Tristán aquella noche— debe volver a manos de vuestro padre.

—Pues que se lo quede —declaró Tristán—. Lo tomé sólo por no pediros caridad a vos, señor.

—Mientras estéis en esta tierra, lord príncipe —dijo Arturo gravemente— seréis nuestros invitados.

—¿Y por cuánto tiempo, señor? —preguntó Tristán.

Arturo miró hacia las oscuras vigas del techo con el ceño fruncido.

—¿Llueve? ¡Hacía mucho que no llovía!

Tristán repitió la pregunta y Arturo rehusó contestar nuevamente. Isolda tomó la mano de su príncipe y la sostuvo mientras Tristán recordaba a Arturo la batalla del valle del Lugg.

—Cuando todos os abandonaron, señor, yo acudí a vuestro lado —le dijo.

—Ciertamente, príncipe —admitió Arturo.

—Y cuando luchasteis contra Owain, señor, estuve a vuestro lado.

—Así fue.

—Y llevé los halcones de mis escudos a Londres.

—Es verdad, lord príncipe, y allí lucharon bravamente.

—Y di mi palabra en la Mesa Redonda —añadió Tristán. Ya nadie la llamaba la Hermandad de Britania.

—Cierto, señor —asintió Arturo con pesadez.

—Así pues, señor —suplicó Tristán—, ¿no merezco acaso vuestra ayuda?

—Merecéis mucho, lord príncipe, y todo lo tengo en cuenta. —Fue una respuesta evasiva, la única que Tristán recibiría aquella noche.

Dejamos a los amantes en la fortaleza y nos preparamos unas yacijas de paja en los pequeños almacenes. La lluvia cesó durante la noche y el día siguiente amaneció cálido y espléndido. Me desperté tarde y descubrí que Tristán e Isolda habían huido de la fortaleza.

—Si tienen dos dedos de frente —me dijo Culhwch con un gruñido— se habrán alejado cuanto hayan podido.

—¿Seguro?

—No tienen dos dedos de frente, Derfel, están enamorados. Creen que el mundo existe sólo para su conveniencia. —Culhwch caminaba cojeando ligeramente, consecuencia de la herida sufrida en la batalla contra Aelle—. Se han ido hacia el mar —me dijo—, a rezar a Manawydan.

Culhwch y yo seguimos a los amantes; salimos de la hondonada boscosa a una colina barrida por el viento que terminaba en un acantilado agreste donde sobrevolaban las gaviotas y el ancho océano rompía en blancas embestidas de espuma. Nos detuvimos en la cima del acantilado y miramos hacia abajo, donde, en una pequeña cala, descubrimos a Tristán e Isolda paseando por la arena. La noche anterior, contemplando a la tímida reina, no llegué a comprender en realidad qué era lo que había sumido a Tristán en la locura de amor, pero aquella mañana ventosa lo entendí.

Me quedé mirando y la niña echó a correr de pronto alejándose de Tristán, brincando, dándose media vuelta y riéndose de su amado, que caminaba despacio tras ella. Llevaba un amplio vestido blanco, su pelo negro volaba libremente al viento salado. Parecía un espíritu, una ninfa del agua como las que danzaban en Britania antes de la llegada de los romanos. Y entonces, acaso para hacer una broma a Tristán, o tal vez para llevar sus plegarias más cerca de Manawydan, el dios del mar, se arrojó de cabeza al agitado oleaje. Zambullóse en las aguas y desapareció por completo, mientras Tristán permanecía consternado en la arena contemplando la demoledora masa blanca del agitado mar. Después, lustrosa como una nutria en la corriente, apareció su cabeza. Agitó la mano, nadó un poco y regresó a la playa con el vestido blanco pegado a su patético cuerpecillo delgado. No pude evitar la vista de sus pequeños y altos senos y sus largas y estilizadas piernas; Tristán la ocultó a nuestros ojos envolviéndola en las alas de su gran manto negro y allí, a la orilla del mar, la estrechó con fuerza y apoyó la mejilla en su pelo, empapado de agua salobre. Culhwch y yo nos retiramos y dejamos a los amantes solos en el viento marino que soplaba desde la fabulosa Lyonesse.

—No puede enviarlos allá —gruñó Culhwch.

—No puede —dije. Nos quedamos contemplando el movimiento del mar infinito.

—Entonces, ¿por qué no les quita un peso de encima? —preguntó Culhwch enfadado.

—No lo sé.

—Tenía que haberlos enviado a Broceliande —dijo Culhwch. Empezamos a caminar hacia el oeste, rodeando las colinas por encima de la cala, y el viento le levantaba la capa. El camino nos llevó a una gran altura desde donde avistamos un enorme puerto natural; el mar había invadido un valle fluvial y formaba una cadena de lagos marinos amplia y bien resguardada.

—Halewm —dijo Culhwch que se llamaba el puerto—, y el humo procede de las minas de sal. —Señaló hacia un tenue color gris que rielaba en el lado más lejano de los lagos.

—Aquí tiene que haber marineros capaces de llevarlos a Broceliande —dije al ver al menos doce barcos anclados al abrigo del puerto.

—Tristán no lo aceptaría —contestó Culhwch sombríamente—. Se lo propuse, pero cree que Arturo es amigo suyo. Confía en él. No puede esperar a ser rey, pues dice que para entonces, todas las lanzas de Kernow estarán al servicio de Arturo.

—¿Por qué no mataría a su padre, simplemente? —pregunté con amargura.

—Por la misma razón por la que ninguno de nosotros mata a ese enano mal nacido de Mordred —replicó Cwlhwch—. Matar a un rey no es moco de pavo.

Aquella noche cenamos de nuevo en la fortaleza, y nuevamente presionó Tristán a Arturo para que le dijera cuánto tiempo podrían permanecer Isolda y él en Dumnonia, pero Arturo tampoco quiso responder en aquella ocasión.

—Mañana, lord príncipe —le prometió—, mañana lo decidiremos todo.

Pero a la mañana siguiente, dos grandes naves de altos mástiles e irregulares velas y con proas altas talladas en forma de cabeza de halcón entraron en los lagos salados de Halewm. Los bancos de ambas naves estaban llenos de hombres que, al quedarse sin viento para las velas a causa del resguardo que la tierra proporcionaba, prepararon los remos e impulsaron las grandes naves negras hacia la playa. Veíanse a popa haces de picas en reposo mientras los remeros trabajaban con los pesados remos. A proa, las cabezas de halcón lucían ramas verdes, señal de que acudían en son paz.

No sabía quién arribaba en las dos naves, pero me imaginé que sería el rey Mark, que acababa de llegar de Kernow.

El rey Mark era un hombre muy corpulento que me recordaba a Uther cuando ya chocheaba. Tan obeso estaba que no podía subir las colinas de Halewm sin ayuda, de modo que hubieron de transportarlo cuatro lanceros en una silla sujeta por dos fuertes palos. Acompañaban al rey cuarenta lanceros más y abría la marcha Cyllan, su paladín. La inestables parihuelas se balanceaban colina arriba y ladera abajo, hasta llegar a la hondonada boscosa donde Tristán e Isolda creían haber encontrado refugio.

Isolda dejó escapar un grito al verlos y después, presa de pánico, echó a correr desesperada, huyendo de su esposo, pero en la empalizada no había más que una entrada y el enorme palanquín de Mark la cerraba por entero, de modo que volvió corriendo a la fortaleza donde estaba atrapado su amado. Las puertas de la fortaleza estaban guardadas por los hombres de Culhwch, que impidieron el paso a Cyllan y al resto de los lanceros de Mark. Isolda lloraba, Tristán gritaba y Arturo rogaba. El rey Mark ordenó que posaran las angarillas frente a la puerta de entrada y allí aguardó hasta que Arturo, pálido y tenso, salió y se arrodilló ante él.

El rey de Kernow tenía grandes mofletes y la cara surcada de capilares rotos, la barba rala y blanca, la respiración, superficial y ronca, y los ojos pegajosos de legañas. Indicó a Arturo que se levantara y se bajó como pudo de la silla; de pie sobre sus gordas e inseguras piernas siguió a Arturo hasta la choza más grande. Era un día cálido, pero Mark no se deshizo del manto de piel de foca con que se cubría como si aún tuviera frío. Entró en la choza apoyado en el brazo de Arturo; dentro habían dispuesto un par de asientos.

Culhwch, asqueado, se plantó a la entrada de la fortaleza con la espada desenvainada. Yo me quedé a su lado y, detrás de nosotros, la morena Isolda lloraba.

Arturo permaneció en la choza una hora entera, al cabo de la cual salió y nos miró a su primo y a mí. Exhaló una especie de suspiro y luego entró en la fortaleza pasando de largo entre nosotros. No oímos sus palabras pero sí el llanto de Isolda.

Culhwch fulminaba con la mirada a los lanceros de Kernow rogando que uno lo desafiara, pero nadie se movió. Cyllan, el paladín, permanecía inmóvil junto a la verja con una gran lanza de guerra y su enorme espadón.

Isolda gritó de nuevo y, de pronto, Arturo salió a la luz del sol y me asió del brazo.

—Ven, Derfel.

—¿Y yo, qué? —preguntó Culhwch en tono desafiante.

—Mantén la guardia —le dijo Arturo—, que nadie entre en la fortaleza. —Se alejó y le seguí los pasos.

No dijo nada mientras subíamos la colina que se levantaba frente a la fortaleza, ni cuando seguimos el sendero empinado, ni tampoco cuando llegamos a la alta cima del acantilado. El farallón del cabo se adentraba en el mar a nuestros pies, el agua rompía alta y ascendía hecha espuma para caer hacia levante con el viento incesante. El sol brillaba sobre nuestras cabezas, pero mar adentro cerníase un gran nubarrón y Arturo se quedó mirando la lluvia oscura que caía sobre las olas vacías. El viento hacía ondear su manto blanco.

—¿Conoces la leyenda de Excalibur? —me preguntó repentinamente.

Mejor que él, me dije, pero no pronuncié una palabra sobre los tesoros de Britania.

—Sé, señor —dije, aunque ignoraba el porqué de tal pregunta en semejante ocasión—, que Merlín la ganó en un concurso de sueños en Irlanda y que os la confió a vos en Las Piedras.

—Y me dijo que si alguna vez me encontraba en un apuro grave, lo único que tenía que hacer era desenvainarla, hundirla en tierra y Gofannon acudiría desde el otro mundo para ayudarme. ¿No es así?

—Sí, señor.

—Entonces, ¡Gofannon! —gritó al viento del mar al sacar la gran hoja—. ¡Ven! —Y con tal invocación hundió la hoja en tierra brutalmente.

Una gaviota gritó en el aire, el mar lamió la rocas al retirarse de nuevo a las profundidades y el viento salobre nos agitó los mantos, pero no acudió ningún dios.

—Que los dioses me ayuden —dijo Arturo por fin, con la mirada fija en la hoja temblorosa—. ¡Cuánto he deseado matar a ese monstruo seboso!

—¿Y por qué no lo habéis hecho? —pregunté con voz ronca.

No respondió inmediatamente, vi que las lágrimas le corrían por las hundidas mejillas.

—Les he ofrecido la muerte, Derfel —dijo—, rápida e indolora. —Se secó las mejillas con los puños y después, con una ira súbita, dio una patada a la espada—. ¡Dioses! —Escupió a la hoja oscilante—. ¿Qué dioses?

Saqué a Excalibur del suelo y limpié la tierra de la punta. No quiso volver a cogerla, de modo que la dejé respetuosamente sobre una peña gris.

—¿Qué les va a suceder, señor? —pregunté.

Se sentó en otra piedra. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando la lluvia a lo lejos, en el mar, con las mejillas inundadas de lágrimas.

—He vivido, Derfel —dijo— según los juramentos que he hecho. No conozco otra forma, pero esos juramentos me contrarían, como tendría que suceder a todos los hombres, porque coartan el libre albedrío y, ¿quién de nosotros no quiere ser libre? Pero si los abandonamos, perdemos la guía y nos sumimos en el caos. Caemos, simplemente, y no somos mejores que las bestias. —De pronto, no pudo continuar, sólo lloraba.

Yo miraba la masa gris del mar. Me pregunté dónde nacerían y morirían aquellas olas tan grandes.

—Supongamos —dije— que ofrecer votos fuera un error.

—¿Un error? —me miró de hito en hito y volvió a perderse en el océano—. A veces —prosiguió sin entusiasmo— los juramentos no pueden cumplirse. No logré salvar el reino de Ban, aunque bien sabe Dios que lo intenté, pero no pudo ser. De modo que falté a mi palabra y pagaré por ello, mal que no fuera por voluntad propia. Aún tengo que matar a Aelle, y ese voto debo mantenerlo, no lo he roto aún sino que he retrasado su cumplimiento. Prometí rescatar Henis Wyren de manos de Diwrnach, y lo haré. Acaso tal compromiso fue un error, pero estoy obligado a llevarlo a cabo. Es decir, ahí tienes la respuesta. Aunque un juramento sea un error, tienes obligación de cumplirlo porque lo has jurado —se secó las mejillas—. Es decir, sí, un día tengo que mandar mis lanzas contra Diwrnach.

—Ningún juramento os ata a Mark —dije con amargura.

—Ninguno, pero Tristán sí está comprometido, y también Isolda.

—¿Nos afectan a nosotros sus juramentos? —pregunté.

Miró la espada. El gris acero, cincelado con volutas intrincadas y cabezas de dragón de larga lengua, reflejaba las nubes lejanas, oscuras como la pizarra.

—Una espada y una piedra —dijo en voz baja, pensando tal vez en el momento en que Mordred se convirtiera en rey. De pronto se puso en pie dando la espalda a Excalibur y mirando tierra adentro, hacia las verdes colinas—. Supongamos —me dijo— que dos votos se contradicen. Supongamos que hubiera jurado luchar por ti y que hubiera jurado combatirte como enemigo, ¿qué juramento habría de cumplir?

—El que hubierais pronunciado primero —contesté, porque conocía la ley tan bien como él.

—¿Y si ambos se pronunciaron al mismo tiempo?

—En tal caso, tendríais que someteros al juicio del rey.

—¿Por qué del rey? —me confundía como si yo fuera un lancero novato aprendiendo las leyes de Dumnonia.

—Porque vuestro juramento al rey —repliqué obedientemente— está por encima de todos los demás juramentos, y vuestro deber primero es para con él.

—De modo que el rey —dijo con convicción— es el guardián de nuestros juramentos, y sin rey no queda más que una maraña confusa de votos contradictorios. Sin rey, sólo hay caos. Todos los juramentos llevan al rey, Derfel, todas nuestras obligaciones terminan en el rey y todas nuestras leyes son patrimonio del rey. Si desafiamos al rey, desafiamos el orden. Podemos luchar contra otros reyes e incluso matarlos, pero sólo cuando amenacen al nuestro y a su orden justo. El rey, Derfel, es la nación y nosotros pertenecemos al rey. Hagamos lo que hagamos, tú o yo, debemos hacerlo siempre en favor del rey.

Sabía que no hablaba de Mark y Tristán. Pensaba en Mordred, y por eso me atreví a decir en voz alta el pensamiento no pronunciado que tanto pesaba sobre Dumnonia desde hacía muchos años.

—Hay muchos, señor —comencé— que opinan que el rey deberíais ser vos.

—¡No! —gritó al viento—. ¡No! —repitió más calmado, mirándome.

—¿Por qué no? —pregunté, mirando la espada que reposaba en la peña.

—Porque se lo juré a Uther.

—Mordred no es apto para el trono. Y vos lo sabéis, señor.

—Derfel —replicó mirando de nuevo al mar—, Mordred es nuestro rey, y eso es todo lo que tenemos que saber tú y yo. Tiene nuestra palabra. No podemos juzgarlo, él nos juzgará a nosotros; de modo que si tú o yo decidimos que el rey sea otro, ¿dónde quedaría el orden? Si un hombre se apodera injustamente del trono, cualquiera podría hacer lo mismo. Si lo tomara yo, ¿por qué no habría de disputármelo otro cualquiera? El orden desaparecería y nos hundiríamos en el caos.

—¿Creéis que a Mordred le interesa el orden? —pregunté con amargura.

—Creo que Mordred todavía no ha sido proclamado debidamente. Creo que tal vez cambie cuando asuma los grandes deberes. Más probable me parece que no llegue a cambiar, pero por encima de todo, Derfel, creo que es nuestro rey y que debemos soportarlo porque es nuestra obligación, nos guste o no. En todo este mundo, Derfel —dijo, recogiendo a Excalibur de pronto y señalando el vasto horizonte con un amplio movimiento de la hoja—, en este mundo sólo hay un orden seguro: el orden del rey. No el de los dioses, que se han marchado de Britania. Merlín creyó que podría hacerlos regresar, pero fíjate cómo está Merlín ahora. Sansum nos dice que su dios tiene poder y tal vez sea cierto, pero para mí no. Yo sólo veo reyes, y en los reyes se concentran nuestros juramentos y nuestros deberes. Sin ellos, seríamos fieras salvajes en liza por un territorio —envainó a Excalibur con determinación—. Tengo que apoyar a los reyes porque sin ellos sólo habría caos, y por eso he dicho a Tristán e Isolda que deben someterse a juicio.

—¡A juicio! —exclamé, y escupí en la tierra.

—Se les acusa de robo —replicó Arturo fulminándome con la mirada—. Se les acusa de quebrantar juramentos, se les acusa de fornicación. —Al decir la última palabra se le torció la boca y tuvo que darme la espalda para escupir al mar.

—¡Están enamorados! —protesté y, como no dijo nada, lo ataqué más directamente—. ¿Y vos, Arturo ap Uther, tuvisteis que someteros a juicio cuando faltasteis a un juramento? Y no me refiero al de Ban sino a la palabra que disteis cuando os comprometisteis con Ceinwyn. ¡Rompisteis un compromiso y nadie os llevó ante el tribunal!

Se volvió iracundo hacia mí y, durante unos instantes, creí que iba a desenvainar a Excalibur otra vez para acometerme, pero se estremeció y permaneció inmóvil. Las lágrimas le brillaban en los ojos de nuevo. Tardó largo en rato volver a hablar y, por fin, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Falté a aquel juramento, cierto, Derfel. ¿Crees que no lo he lamentado?

—¿Y no vais a permitir que Tristán falte a otro?

—¡Es un ladrón! —replicó furioso—. ¿Crees que podemos arriesgarnos a padecer años de ataques en la frontera por culpa de un ladrón que fornica con su madrastra? ¿Serías capaz de ir a hablar con las familias de los campesinos muertos en la frontera y justificar su muerte en nombre del amor de Tristán? ¿Crees que las mujeres y los niños deben morir porque un príncipe esté enamorado? ¿A eso llamas justicia?

—Creo que Tristán es amigo nuestro —contesté, y como no me dijo nada, escupí a sus pies—. ¿Mandasteis recado a Mark, no es así? —le acusé.

—Sí. Le mandé un mensajero desde Isca.

—¡Tristán es amigo nuestro! —le reproché a gritos. Arturo cerró los ojos.

—Ha robado a un rey —insistió con tozudez—. Le ha robado oro, esposa y honor. Ha quebrado votos. Su padre quiere justicia y yo he jurado cumplir con la justicia.

—Pero es amigo vuestro —insistí—, ¡y mío!

Abrió los ojos y me miró.

—Derfel, un rey acude a mí pidiendo justicia. ¿Debo negársela a Mark porque sea viejo, gordo y feo? ¿Por ventura la juventud y la belleza merecen una justicia pervertida? ¿Por qué he luchado durante todos estos años, sino para asegurar que la justicia sea igual para todos? —Estaba suplicándome en aquellos momentos—. Cuando veníamos hacia aquí y pasamos por todos los pueblos y villas, ¿la gente huía al ver nuestras espadas? ¡No! ¿Y por qué? Porque saben que en el reino de Mordred hay justicia. Y ahora, sólo porque un hombre yace con la esposa de su padre ¿quieres que eche a perder toda la justicia como si fuera una carga inconveniente?

—Sí —dije—, porque se trata de un amigo y porque si lo obligáis a someterse a juicio lo declararán culpable. No tiene la menor oportunidad de salvarse —argüí con amargura— porque Mark es el único testigo con derecho.

Arturo sonrió tristemente al reconocer los hechos que yo quería que recordara. Me refería a nuestro primer encuentro verdadero con Tristán, un encuentro relacionado también con asuntos legales, una injusticia flagrante que en aquel caso estuvo a punto de perpetrarse porque el acusado era un testigo con derecho. Según nuestra ley, el testimonio de un testigo con derecho era incontrovertible. Aunque mil personas juraran lo contrario, sus testimonios carecían de valor ante la palabra de un lord, un druida, un sacerdote, un padre refiriéndose a sus hijos, alguien que hubiera hecho un regalo y hablara del regalo, una doncella con respecto a su virginidad, un pastor con respecto a sus rebaños o un condenado que pronunciara sus últimas palabras. Y Mark era lord, un rey; su palabra estaba por encima de la de príncipes y reinas. Ningún tribunal de Britania escucharía a Tristán e Isolda, y Arturo lo sabía. Pero Arturo había jurado defender la ley.

Sin embargo, en aquel lejano día en que Owain estuvo a punto de pervertir la justicia por usar su privilegio de testigo con derecho para mentir, Arturo apeló al tribunal de espadas. El propio Arturo luchó por Tristán contra Owain, y ganó.

—Tristán —le dije— podría apelar al tribunal de espadas.

—Eso es un privilegio —dijo Arturo.

—Y yo soy su amigo —repliqué fríamente—, puedo luchar por él.

Arturo me miró de hito en hito como si acabara de descubrir la hondura de mi hostilidad.

—¿Tú, Derfel?

—Lucharé por Tristán —repetí fríamente— porque es amigo mío. Como lo fuisteis vos en otro tiempo.

—Puedes hacer uso de tal privilegio —comentó por fin, tras unos segundos—, pero yo he cumplido con mi deber. —Se alejó unos pasos y lo seguí a diez de distancia; cuando él se detenía me detenía yo también y cuando se giraba a mirarme yo volvía la cabeza a otro lado. Iba a luchar por un amigo.

Arturo ordenó secamente a los lanceros de Culhwch que escoltaran a Tristán e Isolda a Isca; decretó que el juicio se celebraría allí. El rey Mark podía presentar un juez y los dumnonios otro.

El rey Mark estaba sentado en su asiento sin decir palabra. Había discutido para que el juicio se celebrara en Kernow pero debió de comprender que en realidad no importaba. Tristán no se presentaría a juicio porque jamás podría ganarlo, de modo que sólo podría recurrir a la espada.

El príncipe llegó a la puerta de la sala y miró a su padre a la cara. Mark le devolvió una mirada inexpresiva, Tristán estaba pálido y Arturo se hallaba entre los dos, con la cabeza gacha para no tener que mirar a ninguno de ellos.

Tristán no llevaba armadura ni escudo. Se había recogido el negro cabello, lleno de aros de guerrero, con una tira de tela blanca, arrancada del vestido de Isolda, seguramente. Vestía camisa, calzas y botas, con la espada ceñida a un lado. Se acercó a su padre y se detuvo a medio camino. Desenvainó, lo miró a los ojos implacables y clavó la hoja con fuerza en el suelo.

—Me someto al tribunal de espadas —declaró.

Mark se encogió de hombros y, al letárgico gesto de su mano, Cyllan se adelantó. Evidentemente, Tristán conocía la pericia del paladín, sin duda, pues se puso nervioso tan pronto como el hombretón, de barbas crecidas hasta la cintura, se despojó del manto. Cyllan se retiró el pelo del hacha tatuada y se colocó el yelmo de hierro. Luego se escupió en las manos, se frotó las palmas con la saliva y avanzó lentamente hasta la espada de Tristán, la cual tiró al suelo de un golpe. Tal gesto significaba que aceptaba el combate.

Desenvainé a Hywelbane.

—Yo lucharé por Tristán —dijo Culhwch. Se acercó y se situó a mi lado—. Tú tienes hijas, insensato —musitó.

—Y tú también.

—Pero yo me cargo a este sapo barbudo antes que tú, sajón, que eres un saco de tripas —añadió Culhwch cariñosamente. Tristán se interpuso entre nosotros y manifestó que él se enfrentaría con Cyllan en combate singular, que el combate le pertenecía a él y a nadie más; pero Culhwch le hizo retirarse con un gruñido—. He vencido a hombres que harían dos de este patán barbudo —le dijo.

Cyllan esgrimió su espadón y cortó el aire con la hoja.

—Cualquiera de vosotros —dijo en tono displicente—, no me importa cuál.

—¡No! —gritó Mark de pronto. Llamó a Cyllan y a dos lanceros más y los tres se arrodillaron junto a la silla del rey a escuchar sus instrucciones.

Culhwch y yo nos imaginamos que Mark estaría ordenando a sus tres hombres que lucharan uno contra cada uno de nosotros.

—Yo me quedo con el bellaco de la barba y la frente embadurnada —dijo Culhwch—; tú, con ese pedo de perro pelirrojo y mi señor príncipe que se las entienda con el calvo. ¿Los despachamos en dos minutos?

Isolda apareció sigilosamente. Parecía aterrorizada en presencia de Mark, pero se acercó a abrazarnos a Culhwch y a mí. Culhwch la envolvió en sus brazos pero yo me arrodillé y le besé la pequeña y blanca mano.

—Gracias —nos dijo con su triste vocecilla. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas. De puntillas, besó a Tristán y luego, con una mirada amedrentada a su esposo, volvió a refugiarse en las sombras de la sala.

Mark levantó la cabezota por encima del cuello del manto de foca.

—El tribunal de espadas —dijo con voz gangosa— exige que los hombres se enfrenten uno a uno. Siempre ha sido así.

—Pues enviad a vuestras vírgenes de una en una, lord rey —gritó Culhwch—, y las mataré de una en una.

—Un hombre, una espada —insistió Mark—; mi hijo ha solicitado hacer uso del privilegio, pues que luche él.

—Lord rey —dije—, según la costumbre, un hombre puede luchar por su amigo en el tribunal de espadas. Yo, Derfel Cadarn, solicito tal privilegio.

—Desconozco tal costumbre —mintió Mark.

—Arturo sí la conoce —repliqué con brusquedad—. Luchó por vuestro hijo en un tribunal de espadas y hoy seré yo quien luche.

Mark miró con ojos legañosos a Arturo, pero éste hizo un gesto negativo con la cabeza como si no quisiera entrar en la discusión. Mark volvió a dirigirse a mí.

—La ofensa de mi hijo es indecente —dijo—, y nadie sino él debe defenderlo.

—¡Yo lo defiendo! —exclamó Culhwch, y de nuevo se situó a mi lado reiterando que lucharía por Tristán. El rey se limitó a mirarnos, levantó la mano derecha e hizo un gesto cansino.

Los lanceros de Kernow, al mando del lancero pelirrojo y del calvo, formaron una barrera de escudos a la señal del rey, una barrera de a dos en fondo; la primera fila cerró la formación de escudos y la segunda los levantó para proteger las cabezas de los soldados de la primera. Entonces, a una orden, arrojaron las lanzas al suelo.

—¡Malditos! —exclamó Culhwch, pues comprendió lo que iba a suceder—. ¿Rompemos la barrera, lord Derfel? —me preguntó.

—Rompámosla, lord Culhwch —respondí en tono vengativo.

Éramos tres hombres contra cuarenta de Kernow. Avanzaron los cuarenta arrastrando los pies lentamente tras su tupida barrera de escudos, vigilándonos inquietos por debajo del borde del casco. No llevaban lanzas ni desenvainaron espadas, pues no iban a matarnos sino a inmovilizarnos.

Y Culhwch cargó contra ellos. Hacía años que no me veía en la necesidad de romper una barrera de escudos, pero la antigua locura me poseyó al gritar el nombre de Bel; luego grité el de Ceinwyn y cargué con la punta de Hywelbane contra los ojos de un hombre; éste apartó la cabeza a un lado y entonces empujé con el hombro en el punto donde su escudo se unía al de su compañero.

La barrera se abrió y grité triunfalmente al tiempo que golpeaba a un oponente en la nuca con la empuñadura de la espada; después la clavé hacia delante para ampliar la brecha. En el campo de batalla, a esas alturas del combate, mis hombres estarían empujando detrás de mí, abriendo más la brecha y empapando el suelo de sangre enemiga; pero mis hombres no estaban detrás ni se me oponían armas por delante, sólo escudos y más escudos y, aunque giraba en círculo haciendo silbar la hoja de Hywelbane en el aire, los escudos iban encerrándome inexorablemente. No me atrevía a matar a ningún lancero pues habría sido una deshonra, ya que ellos habían renunciado deliberadamente a sus armas y, despojado así de tal oportunidad, sólo podía tratar de asustarlos. Pero sabían que no mataría y el círculo de escudos se fue cerrando más y más a mi alrededor hasta que Hywelbane quedó inmovilizada en el tachón de hierro de un escudo; súbitamente, los escudos de Kernow me presionaron por todas partes.

Oí a Arturo dar una orden a voces; supuse que algunos lanceros de Culhwch y los míos se habrían aprestado a socorrer a sus señores y que Arturo se lo habría impedido. No deseaba que corriera la sangre entre Kernow y Dumnonia, sólo quería que el escabroso asunto terminara de una vez por todas.

Culhwch también estaba atrapado como yo. Gritaba rabiosamente a quienes lo mantenían cautivo, los llamaba infames, perros y gusanos, pero los hombres de Kernow cumplían órdenes. No debían herir a ninguno de los dos sino mantenernos inmóviles entre hombres y escudos. De tal forma tuvimos que presenciar, igual que Isolda, al campeón de Kernow, que se acercó al príncipe con la espada baja y se inclinó ante él.

Tristán supo que iba a morir. Se había quitado la tira de paño del pelo y la había atado a la hoja de la espada; en aquel momento la besó. Después, esgrimió la espada, tocó con ella la hoja del paladín y saltó hacia delante al ataque.

Cyllan lo esquivó. El choque de los aceros resonó en la empalizada y volvió a resonar con el segundo ataque de Tristán, que acometió con un movimiento rápido de arriba abajo, pero Cyllan lo evitó otra vez. Lo paró con toda facilidad, casi con aburrimiento. Tristán arremetió dos veces más y luego siguió asestando mandobles, moviendo la hoja y clavándola con la mayor velocidad de que era capaz, intentando desesperadamente agotar la defensa de Cyllan, pero sólo logró cansarse él y, al detenerse un momento para tomar aire y dar un paso atrás, el paladín atacó.

Fue un lance magistral, bello de ver para quien gustase del espectáculo de una espada bien esgrimida. Fue incluso una estocada piadosa, porque Cyllan acabó con el espíritu de Tristán en un abrir y cerrar de ojos. El príncipe no tuvo tiempo siquiera de volverse hacia la puerta en sombras del salón a mirar a su amada. Sólo pudo fijar la vista en el que le robaba la vida mientras la sangre se le escapaba por la garganta cercenada y teñía de rojo su camisa blanca; luego se le cayó la espada al tiempo que expiraba con un resuello atragantado y sofocado y, cuando el espíritu lo abandonó, cayó al suelo.

—Se ha hecho justicia, lord rey —declaró Cyllan sin entusiasmo al tiempo que sacaba la espada de la garganta de Tristán y se alejaba. Los lanceros que me rodeaban, y que no se habían atrevido a mirarme a los ojos, se retiraron. Levanté a Hywelbane y vi su hoja gris borrosa a causa de las lágrimas. Oí gritar a Isolda cuando los hombres de su esposo mataron a los seis lanceros que habían acompañado a Tristán y que en aquel momento defendían a su reina. Cerré los ojos.

No miraría a Arturo, no le hablaría. Me fui hasta el cabo a rezar a mis dioses y a rogarles que volvieran a Britania y, mientras oraba, los hombres de Kernow se llevaron a Isolda al lago salobre donde aguardaban las dos naves oscuras. Pero no se la llevaron a Kernow. La princesa de los Uí Liatháin, aquella niña de quince veranos que saltaba descalza entre las olas y cuya voz era un susurro en la sombra, como la de los espíritus de los marineros que cabalgan en los vientos viajeros del mar, fue atada a un mástil y rodeada de maderos, que tanto abundaban en la playa de Halewm; y allí, ante la mirada implacable de su esposo, fue quemada viva. El cuerpo de su amante fue incinerado en la misma pira.

No quise partir con Arturo; no quise hablar con él. Dejé que se marchara y aquella noche dormí en la vieja y oscura fortaleza donde habían dormido los amantes. Luego me fui a Lindinis, a casa, y entonces fue cuando confesé a Ceinwyn la masacre de los páramos de hacía muchos años, cuando maté inocentes en cumplimiento de un juramento. Le conté la muerte de Isolda en la hoguera, le conté que gritaba y gemía mientras su esposo miraba.

Ceinwyn me abrazó.

—¿No sabías que Arturo podía ser tan inclemente? —me preguntó en voz baja.

—No.

—Él es lo único que nos separa del horror —añadió—, ¿cómo podría ser, sino de granito?

Y todavía ahora, cuando cierro los ojos, veo a veces a aquella niña saliendo del mar con una sonrisa en la cara, el vestido blanco empapado y pegado a su menudo cuerpo y las manos tendidas hacia su amado. La veo cada vez que oigo a las gaviotas, pues su imagen no me abandonará hasta el día en que me muera y, aún después de la muerte, vaya donde vaya mi espíritu, allí estará ella; una niña quemada en la hoguera por un rey, por la ley, en Camelot.