—¿Se quemaron todos los tesoros? —me preguntó Ygraine.
—Todo desapareció —contesté.
—Pobre Merlín —dijo Ygraine. Se ha sentado donde siempre, en el poyo de mi ventana, aunque está bien arropada contra este día frío en un grueso manto de piel de castor. Y buena falta le hace pues el frío es penetrante hoy. Cayeron unas ráfagas de nieve esta mañana y, por el oeste, el cielo está cargado de amenazadoras nubes plomizas—. No puedo quedarme mucho tiempo hoy —me advirtió al llegar; en seguida se puso a hojear los pergaminos terminados—, no sea que vuelva a nevar.
—Nevará. Las bayas de los arbustos están gordas, y eso sólo anuncia un crudo invierno.
—Los viejos dicen lo mismo todos los años —comentó con aspereza.
—Cuando se es viejo —repliqué—, todos los inviernos son crudos.
—¿Cuántos años tenía Merlín?
—¿Cuándo perdió la olla mágica? Andaba cerca de los ochenta. Pero aún vivió mucho tiempo después.
—¿Y no llegó a reconstruir la torre de los sueños?
—No.
Ygraine suspiró y se arropó en el manto.
—Me gustaría poseer una torre de los sueños. ¡Cuánto me gustaría tener una torre de los sueños!
—Pues haced que os la construyan. Sois reina. Ordenad, armad un escándalo. Es fácil, simplemente, una torre con cuatro paredes, sin tejado y con una plataforma a media altura. Una vez construida, nadie sino vos podrá acceder a ella, y el truco consiste en dormir en la plataforma y aguardar a que los dioses os envíen mensajes. Merlín siempre decía que era un lugar espantosamente frío para dormir en invierno.
—¿Y la olla mágica estaba escondida en la torre? —preguntó.
—Sí.
—Pero no se quemó, ¿verdad, hermano Derfel? —insistió.
—La historia de la olla continúa —admití—, pero no os la voy a relatar ahora.
Me sacó la lengua. Hoy está bellísima. Tal vez deba al frío el color que enciende sus mejillas y el brillo de sus ojos oscuros, o tal vez sea porque la piel de castor la favorece, aunque sospecho que espera un hijo. Siempre sabía cuando Ceinwyn esperaba un hijo, y veo en Ygraine ese mismo destello vital. Sin embargo, Ygraine no ha dicho nada, de modo que no le pregunto. Ha rezado mucho, bien lo sabe Dios, por concebir un hijo, y tal vez nuestro Dios cristiano escuche las plegarias. Él es nuestra única esperanza, pues nuestros dioses han muerto, han huido o nos han relegado al olvido.
—Los bardos —dijo Ygraine, y supe que estaba a punto de traer a colación otra de mis deficiencias de relatador de cuentos— dicen que la batalla de las afueras de Londres fue terrible. Dicen que Arturo luchó durante toda la jornada.
—Diez minutos —repliqué sin darle importancia.
—Y todos declaran que Lancelot lo salvó llegando en el último momento con cien lanceros.
—Lo dicen todos porque fueron los poetas de Lancelot los que escribieron las canciones. —Ygraine sacudió la cabeza con tristeza.
—Si esto —dijo, dando un golpe a la gran bolsa de piel en la que se lleva los pergaminos terminados al Caer— es lo único que se sabe de Lancelot, Derfel, ¿qué pensaría la gente? ¿Que los poetas mienten?
—¿A quién le importa lo que piensa la gente? —repliqué provocativamente—. Los poetas mienten siempre. Les pagan por ello. Pero vos me habéis pedido la verdad, os la cuento, y luego os quejáis.
«Los guerreros de Lancelot —citó unos versos—, tan osados lanceros, hacedores de viudas y dadores de oro. Verdugos de sajones, temidos por los sais…».
—¡Basta! —la interrumpí—. Os lo ruego. Oí la canción una semana después de que la compusieran.
—Pero si las canciones mienten —replicó en tono suplicante—, ¿por qué Arturo no dijo nada en contra?
—Porque nunca dio importancia a las canciones. ¿Por qué habría de dársela? Era un guerrero, no un bardo y, mientras sus hombres cantaran antes de la batalla, lo demás le daba igual. Además, nunca fue capaz de cantar. Él creía que tenía buena voz, pero Ceinwyn siempre decía que parecía una vaca con flatulencia.
—Sigo sin entender —me dijo con el ceño fruncido— por qué fue tan mala la paz de Lancelot.
—No es difícil de entender —dije. Me bajé de la banqueta y me dirigí a la chimenea y, con un palo, saqué unas ascuas del pequeño fuego. Alineé seis brasas en el suelo y luego las dividí en dos y cuatro.
—Cuatro brasas —dije—, que representan las fuerzas de Aelle. Estas dos son Cerdic. Ahora, comprended que jamás habríamos podido vencer a los sajones si todas las brasas hubieran estado unidas. No podíamos contra seis, pero sí contra cuatro. Arturo pensó en vencer a esos cuatro y enfrentarse después con los dos; de tal forma habríamos podido limpiar Britania de sais. Sin embargo, la paz de Lancelot reforzó el poder de Cerdic. —Añadí otra brasa a las dos, quedaron cuatro frente a tres y apagué la llama del palo de un soplido—. Habíamos debilitado a Aelle —proseguí—, pero también nosotros quedamos más débiles, pues ya no contábamos con los trescientos lanceros de Lancelot. Se habían comprometido con la paz, compromiso que reforzaba la posición de Cerdic. —Coloqué dos brasas de Aelle en el campo de Cerdic y dividí la línea en cinco y dos—. En conclusión, el resultado fue debilitar a Aelle y reforzar a Cerdic. Y todo gracias a la paz negociada por Lancelot.
—¿Enseñas a contar a nuestra señora? —Sansum había entrado en la habitación sigilosamente con una expresión suspicaz—. Y yo que te creía componiendo palabras del Señor —añadió ladinamente.
—Los cinco panes y los dos peces —terció Ygraine rápidamente—. El hermano Derfel pensaba que podían ser cinco peces y dos panes, pero estoy segura de que no, ¿me equivoco, lord obispo?
—Mi señora tiene toda la razón —dijo Sansum—. El hermano Derfel no es buen cristiano. ¿Cómo puede un hombre tan ignorante escribir el evangelio para los sajones?
—Sólo con vuestro amoroso apoyo, lord obispo —replicó Ygraine— y, naturalmente con el de mi esposo. ¿O debo decirle al rey que os oponéis a él en esta nimiedad sin trascendencia?
—Si lo hicierais serías culpable de la mayor falsedad —mintió Sansum, hábilmente manipulado por mi inteligente reina—. He venido a deciros, señora, que vuestros lanceros opinan que deberíais partir. El cielo amenaza nieve.
Ygraine recogió la bolsa de pergaminos y me dedicó una sonrisa.
—Nos veremos cuando cese la nieve, hermano Derfel.
—Ruego porque llegue el momento, señora.
Sonrió de nuevo y pasó ante el santo, que permaneció semiinclinado hasta que ella salió por la puerta. Pero, tan pronto como ella desapareció, se enderezó y me miró fijamente. Los mechones que le sobresalen por encima de las orejas, y que nos hicieron llamarlo señor de los ratones, se han tornado blancos, pero la edad no ha ablandado al santo. Aún es capaz de erizarse en vituperios, y el dolor que le produce orinar sólo consigue agriarle el temperamento.
—En el infierno hay un rincón especial, hermano Derfel —me dijo entre dientes— para los que cuentan mentiras.
—Rogaré por esas pobres almas, señor —dije y, dándole la espalda, mojé esta pluma en tinta para proseguir con el relato de Arturo, mi señor de la guerra, mi hacedor de la paz y mi amigo.
Los años que siguieron fueron de gloria. Ygraine, que escucha en exceso a los poetas, los llama Camelot. Nosotros no. Fueron los años del mejor gobierno de Arturo, cuando dio forma a un país según sus deseos, cuando Dumnonia estuvo más cerca de su idea de una nación en paz consigo misma y con sus vecinos; pero, al mirar atrás nos parecen mucho mejores de lo que fueron, sólo porque los que siguieron fueron mucho peores. Quien escuche los relatos que se cuentan por la noche al amor de la lumbre pensará que construimos una Britania enteramente nueva, llamada Camelot y poblada de brillantes héroes, pero la realidad es que, sencillamente, gobernamos Dumnonia de la mejor forma que supimos, con justicia, y jamás la llamamos Camelot. Ni siquiera había oído tal nombre hasta hace un par de años. Camelot sólo existe en las visiones de los poetas, pero en verdad, en nuestra Dumnonia, incluso durante aquellos años buenos, las cosechas seguían perdiéndose, la peste nos asolaba y las guerras nos diezmaban.
Ceinwyn acudió a Dumnonia; nuestro primer hijo nació en Lindinis. Fue una niña y la llamamos Morwenna, como la madre de Ceinwyn. Nació con el cabello oscuro pero, al cabo de un tiempo, se le tornó claro como el oro, igual que el de su madre. Mi preciosa Morwenna.
El tiempo hubo de dar la razón a Merlín con respecto a Ginebra pues, poco después de que Lancelot estableciera su nuevo gobierno en Venta, se mostró hastiada de su nuevo palacio de Lindinis. Dijo además que resultaba muy frío en invierno y excesivamente húmedo, pues quedaba a merced de los vientos provenientes de los pantanos que rodeaban Ynys Wydryn; súbitamente, no podía conformarse con nada que no fuera regresar nuevamente al antiguo palacio de invierno de Uther en Durnovaria. No obstante, Durnovaria estaba casi tan alejada de Venta como la propia Lindinis; así pues, Ginebra convenció a Arturo de la necesidad de preparar una casa para el lejano día en que Mordred se convirtiera en rey y, por derecho real, exigiera la devolución del palacio de invierno. Finalmente, Arturo dejó la elección en manos de Ginebra. Arturo soñaba con una construcción sólida rodeada de una empalizada, con cuadras y graneros, pero Ginebra encontró una villa romana al sur de la fortaleza de Vindocladia, situada, tal como previera Merlín, en la frontera entre Dumnonia y el nuevo reino de Lancelot. La villa se levantaba sobre una loma, dominando una ría marina, y Ginebra le dio el nombre de palacio del mar. Un hormiguero de albañiles comenzó a renovar la residencia que Ginebra llenó de estatuas, las que antes habían adornado Lindinis. Incluso hizo levantar el mosaico del salón de la entrada de Lindinis para llevarlo a la nueva casa. Durante un tiempo, a Arturo le preocupaba la proximidad del palacio del mar a las tierras de Cerdic, pero Ginebra insistió en que la paz lograda en Londres sería duradera y Arturo, que comprendió lo mucho que a ella le complacía aquel lugar, cedió. Nunca le importó dónde estuviera su casa, pues rara vez se hallaba en ella. Le gustaba ir de acá para allá visitando todos los rincones del reino de Mordred.
El propio Mordred se trasladó al saqueado palacio de Lindinis y Ceinwyn y yo, como teníamos su tutela, también nos instalamos allí, junto con sesenta lanceros, diez jinetes mensajeros, dieciséis cocineras y veintiocho esclavos domésticos. Teníamos un mayordomo, un chambelán, un bardo, dos cazadores, un destilador de hidromiel, un halconero, un médico, un ujier, un antorchero mayor y seis cocineros, cada cual con sus esclavos; además de los esclavos de la casa había otro nutrido grupo que trabajaba las tierras, desmochaba los árboles y mantenía los canales bien drenados. Alrededor del palacio se desarrolló una pequeña población de alfareros, zapateros y herreros; comerciantes que se enriquecieron gracias a nosotros.
Todo parecía muy lejos de Cwm Isaf. Dormíamos en una cámara con azulejos, lisas paredes revocadas y puertas con columnas. Comíamos en un salón de banquetes con capacidad para cien personas, aunque un día sí y otro también lo dejábamos vacío, pues preferíamos la intimidad de una estancia pequeña adyacente a las cocinas; nunca he podido soportar comer fría la comida que se debe tomar caliente. Si llovía, podíamos pasear por la arcada del patio sin mojarnos y en verano, cuando el sol quemaba en las baldosas, nos bañábamos en un estanque con una fuente en el patio interior. Nada de todo aquello era nuestro, claro está; el palacio y las extensas tierras que lo rodeaban eran honores reales que pertenecían al pequeño Mordred, de seis años.
Ceinwyn estaba acostumbrada al lujo, aunque no en tan gran variedad, pero la presencia constante de esclavos y sirvientes no la cohibía como a mí, y despachaba sus deberes con una eficiencia y una discreción que mantenían el palacio tranquilo y feliz. Ceinwyn mandaba a los sirvientes, supervisaba la cocina y repasaba las cuentas, pero yo sabía que echaba de menos Cwm Isaf y todavía, algunas noches, se sentaba con la rueca e hilaba lana mientras hablábamos.
Hablábamos de Mordred a menudo. Ambos teníamos la esperanza de que su fama de atravesado fuera una exageración, pero era en vano, pues si alguna vez existió un niño malo, Mordred lo fue. Desde el primer día en que llegó en una carreta de bueyes, procedente de la casa de Culhwch, cerca de Durnovaria, y descendió en nuestro patio, dio muestras de mal comportamiento. Llegué a odiarlo, que Dios me perdone. No era más que un niño y yo lo odiaba.
El rey, siempre pequeño para su edad y a pesar del pie malformado, era de constitución fuerte, musculoso y correoso. Tenía el rostro redondo pero desfigurado por una curiosa nariz de patata que afeaba mucho al pobre pequeño; su cabello era rizado, castaño oscuro, y le crecía en dos grandes porciones que sobresalían, una a cada lado de la raya del medio, de tal manera que los demás niños de Lindinis dieron en llamarlo «cabeza de cepillo», aunque nunca delante de él. Tenía una mirada extrañamente madura, pues incluso a la tierna edad de seis años observaba con recelo y suspicacia; sus ojos no llegaron a endulzarse con la madurez de la edad adulta. Era inteligente, aunque se negaba obstinadamente a aprender las letras. El bardo de la casa, un joven entusiasta llamado Pyrlig, era el responsable de enseñar a Mordred a leer, a contar, a estampar su nombre, a tañer el arpa, a nombrar a los dioses y a recitar la genealogía de su real linaje, pero Mordred en seguida le dio ciento y raya.
—¡No quiere hacer nada, señor! —se quejaba el pobre Pyrlig—. Le doy pergamino y lo rompe, le doy pluma y la parte. Le pego y me muerde, ¡mirad! —Me enseñó la fina muñeca con picadas de pulga y la enrojecida e irritada señal de los regios dientes.
Destiné a Eachern, un lancero irlandés curtido y de baja estatura, al aula de estudio con orden de mantener a raya al rey, y no dio mal resultado. Con una sola azotaina, Eachern persuadió al niño de que había encontrado la horma de su zapato y, malhumorado, se sometió a la disciplina pero siguió sin aprender nada. Al parecer, es posible conseguir que un niño no se mueva, pero no obligarlo a aprender. No obstante, Mordred trató de intimidar a Eachern amenazándolo de vengarse de las palizas que le daba cuando fuera rey, pero Eachern se limitó a darle otro azote y le aseguró que él habría regresado a Irlanda cuando Mordred fuera mayor de edad.
—O sea, lord rey —le dijo Eachern, propinando al niño otro soplamocos—, que si deseáis vengaros, tendréis que ir a Irlanda con vuestro ejército y nosotros os demostraremos lo que es una auténtica paliza de personas mayores.
Mordred no era sencillamente un niño travieso —habríamos podido lidiar con algo así— sino un malandrín redomado. Actuaba con la intención de hacer daño, de matar incluso. En una ocasión, cuando tenía diez años, encontramos cinco víboras en la oscura bodega donde guardábamos los barriles de hidromiel. Nadie sino Mordred las habría colocado allí, y sin duda lo hizo con la esperanza de que mordieran a un esclavo o a un sirviente. El frío de la bodega las había dejado adormiladas y pudimos matarlas sin dificultad, pero un mes más tarde, una sirvienta murió tras ingerir unos champiñones que resultaron ser setas no comestibles. Nadie sabía quién los había cambiado, pero todo el mundo pensó en Mordred. Era como si, según palabras de Ceinwyn, dentro de aquel belicoso cuerpecillo se ocultara una mente calculadora de adulto. Creo que a ella le gustaba tan poco como a mí, pero se esforzaba mucho por tratarlo con amabilidad y no soportaba las azotainas que todos le propinábamos.
—Empeoran su carácter —me advirtió en una ocasión.
—Eso me temo —confesé.
—Entonces, ¿por qué se le azota?
—Porque si se le trata amablemente —repliqué encogiéndome de hombros—, aún saca provecho.
Al principio, cuando Mordred acababa de llegar a Lindinis, me prometí a mí mismo no ponerle jamás la mano encima, pero tan noble intención desapareció a los pocos días y, al cumplirse el primer año, con sólo verle la fea y malcarada nariz de patata y la cabeza de cepillo, me entraban unos deseos irrefrenables de ponérmelo en las rodillas y azotarlo hasta hacerle sangrar.
La propia Ceinwyn llegó a castigarlo. Ella no quería, pero un día la oí gritar. Mordred había encontrado una aguja y comenzó a pinchar a Morwenna en la cabeza como si tal cosa. Acababa de ocurrírsele comprobar lo que sucedería si pinchaba al bebé en un ojo con la dichosa aguja cuando Ceinwyn llegó corriendo y comprendió el motivo de los gritos de su hija. Levantó a Mordred en el aire y le sacudió un bofetón tan contundente que el niño salió disparado hasta el centro de la habitación. A partir de entonces, nunca dejamos que nuestros hijos durmieran solos, siempre había un sirviente a su lado y Mordred añadió el nombre de Ceinwyn a su lista de enemigos.
—Es malo, simplemente —me decía Merlín—. Seguro que no has olvidado la noche en que nació.
—Ni un detalle —respondí, pues yo había estado presente, al contrario que Merlín.
—Dejaron que los cristianos asistieran al alumbramiento, ¿no es cierto? —me preguntó—. Y llamaron a Morgana cuando todo empezó a torcerse. ¿Qué precauciones tomaron los cristianos?
—Oraciones —dije con un encogimiento de hombros—. Me acuerdo también de un crucifijo. —Yo no había entrado en la cámara del parto, claro está, pues los hombres no entraban jamás, sino que vigilaba desde las almenas de Caer Cadarn.
—No es de extrañar que todo se torciera —comentó Merlín—. ¡Oraciones! ¿De qué sirven las oraciones contra un espíritu maligno? Hay que verter orina en el dintel de la puerta, colocar hierro en la cama y echar artemisa al fuego. —Sacudió la cabeza, apesadumbrado—. Un espíritu se apoderó del niño antes de que Morgana pudiera intervenir, por eso tiene el pie tan retorcido. Seguramente, el espíritu se agarraría al pie del niño cuando notó la llegada de Morgana.
—¿Y qué hay que hacer para sacarle el espíritu? —pregunté.
—Clavar una espada en su pervertido corazón —replicó con una sonrisa, y se reclinó en el respaldo de la silla.
—¡Os lo ruego, señor! —insistí—. ¿Qué hay que hacer?
—El viejo Balise decía que se podía intentar colocando al poseso en una cama entre dos vírgenes; todos desnudos, claro está. —Chasqueó la lengua—. Pobre Balise. Era un buen druida, pero la inmensa mayoría de sus hechizos requerían desnudar a jovencitas. La idea era que el espíritu preferiría alojarse en una virgen, ¿comprendes?, de modo que se le ofrecían dos niñas virginales para que no supiera por cuál decidirse; el truco consistía en sacarlos a todos de la cama en el preciso momento en que el espíritu salía del cuerpo del loco sin haber decidido todavía en qué virgen instalarse; en ese momento exacto, se sacaba de la cama a los tres y se arrojaba una tea encendida al colchón. Teóricamente, así se quemaba al espíritu, que se convertía en humo, pero a mí nunca me pareció un remedio sensato. Confieso que lo intenté en una ocasión. Traté de sanar a un pobre viejo demente, de nombre Malldyn, y lo único que conseguí fue un idiota tan loco como un cuco, dos niñas esclavas aterrorizadas y los tres ligeramente chamuscados. —Suspiró—. Enviamos a Malldyn a la isla de los Muertos, el mejor sitio para él. ¿No podrías enviar a Mordred allí?
La isla de los Muertos era el destierro donde confinábamos a locos de remate. Nimue había estado allí en una ocasión y yo había ido a rescatarla del horror.
—Arturo no lo consentiría jamás —dije.
—Supongo que no, claro. Voy a hacer un encantamiento, pero te advierto que tengo pocas esperanzas. —Merlín vivía con nosotros entonces. Era un anciano que iba consumiéndose poco a poco, o al menos eso nos parecía a todos, pues el fuego que había reducido el Tor a cenizas le había exprimido toda la energía y, con la energía, se habían evaporado también sus sueños de reunir los tesoros de Britania. Lo único que quedaba de él era un cascarón seco y cada vez más viejo. Pasaba horas sentado al sol y, en invierno, se acurrucaba junto al fuego. Conservaba la tonsura de druida pero ya no se trenzaba la barba, que crecía y crecía, blanca y desmesurada. Comía poco y siempre estaba dispuesto a hablar, aunque nunca de Dinas y Lavaine ni del horrible instante en que Cerdic le había cortado la trenza de la barba. Pensé que aquella violación sumada al rayo que cayó sobre el Tor le habían sorbido la vida, aunque aún alimentaba una pequeña chispa de esperanza. Estaba convencido de que la olla no se había quemado sino que había sido robada, y me lo demostró un día en el jardín de Lindinis, al poco de habernos instalado. Construyó una torre de juguete con leños, colocó una copa de oro en el centro y un puñado de yesca en la base y luego ordenó que le llevaran fuego de las cocinas.
Hasta Mordred se comportó aquella tarde. El fuego siempre embelesaba al rey, que se quedó mirando con los ojos muy abiertos la maqueta de la torre ardiendo a la luz del sol. Los leños apilados se derrumbaron sobre el centro y las llamas siguieron ardiendo; ya casi era de noche cuando Merlín fue a buscar un rastrillo de jardinero y peinó las cenizas. Rescató la copa de oro, que ya no parecía tal de tan retorcida y desfigurada como estaba, pero seguía siendo oro.
—Llegué al Tor a la mañana siguiente del incendio, Derfel —me dijo— y busqué y rebusqué entre las cenizas. Levanté hasta el último resto de viga requemada con mis propias manos, pasé las cenizas por el tamiz, rastrillé lo que quedó y no encontré oro. Ni una gota. Se llevaron la olla e incendiaron la torre. Sospecho que robaron los tesoros al mismo tiempo, pues allí los tenía todos guardados, excepto el carro y el otro.
—¿Qué otro?
Por un momento, me dio la impresión de que no iba a contestar, pero después se encogió de hombros como si ya nada importara.
—La espada de Rhydderch. La conoces por el nombre de Caledfwlch. —Se refería a la espada de Arturo, Excalibur.
—¿Se la regalasteis a pesar de ser uno de los tesoros? —pregunté, atónito.
—¿Por qué no? Ha jurado devolvérmela cuando la necesite. No sabe que es la espada de Rhydderch, Derfel, y debes prometerme que no se lo dirás. Si lo descubre, cometerá cualquier estupidez, como fundirla para demostrar que no teme a los dioses. Arturo llega a ser muy obtuso en algunos momentos, pero es el mejor gobernante que tenemos, de modo que he decidido darle un poco más de poder secreto permitiéndole que use la espada de Rhydderch. Se mofaría si lo supiera, claro, pero un día, la hoja se convertirá en una llama y entonces no se lo tomará a risa.
Yo quería saber más sobre la espada, pero Merlín se negó a seguir hablando.
—Ahora no tiene importancia —dijo—, todo eso ha pasado ya. Los tesoros han desaparecido. Nimue irá a buscarlos, supongo, pero yo ya soy muy viejo, viejo en exceso.
Yo no podía soportar que dijera aquellas palabras. Después de todo el esfuerzo empleado en reunir los tesoros, parecía que los hubiera abandonado sin más. Hasta la olla mágica, por la que tanto penamos en la Senda Tenebrosa, parecía haber perdido todo interés.
—Si los tesoros existen todavía, señor —insistí—, pueden ser hallados. —Merlín sonrió con indulgencia.
—Serán hallados.
—En ese caso ¿por qué no los buscamos?
Suspiró como si la pregunta fuera una impertinencia.
—Porque están escondidos, Derfel, guardados en algún lugar con un encantamiento de invisibilidad. Lo sé, lo noto. Así que tenemos que esperar a que alguien intente hacer uso de la olla. Cuando tal cosa suceda lo sabremos pues sólo yo sé darle el uso debido, y si otra persona convocara sus poderes, desataría el horror por toda Britania. —Se encogió de hombros—. Esperemos el horror, Derfel, y entonces iremos hasta su mismo centro y allí encontraremos la olla.
—¿Entonces, quién creéis que la ha robado? —persistí.
—¿Los hombres de Lancelot? —preguntó, abriendo las manos en señal de ignorancia—. Para entregársela a Cerdic, seguramente. O tal vez hayan sido esos dos gemelos silurios. Creo que los subestimé, ¿verdad? Aunque eso ya no tiene importancia. Sólo el tiempo dirá quién va a quedarse con ella, Derfel, sólo el tiempo. Espera a que el horror se muestre y la encontraremos.
Parecía satisfecho con esperar y, mientras esperaba, contaba viejas historias y escuchaba las nuevas, aunque de vez en cuando se arrastraba hasta su habitación, que comunicaba con el patio exterior, y allí hacía algún conjuro, casi siempre en favor de Morwenna. Seguía adivinando el porvenir; generalmente extendía una capa de cenizas frías sobre las losas del patio y soltaba una culebra de agua, la cual pasaba dejando un rastro en ellas, que era lo que él leía; pero me di cuenta de que siempre hacía predicciones suaves y optimistas. No disfrutaba con la tarea. Aún conservaba cierto poder, no obstante, pues, cuando Morwenna contrajo unas fiebres, hizo un hechizo con lana y cáscaras de hayuco y luego le administró un brebaje de carcomas machacadas que le quitó la fiebre; sin embargo, cuando Mordred enfermaba, siempre inventaba encantamientos que lo empeoraran, aunque el rey nunca llegó a debilitarse hasta la muerte.
—Lo protege el demonio —me decía Merlín— y, en estos días, me faltan fuerzas para enfrentarme a un demonio joven.
Se quedaba recostado entre cojines y atraía a uno de sus gatos para que se posara en su regazo. Siempre le habían gustado los gatos, y en Lindinis abundaban. Merlín se encontraba a gusto en aquel lugar. Éramos amigos, tenía un gran apego a Ceinwyn y a nuestra creciente prole de niñas, y Gwlyddyn, Ralla y Caddwg, sus viejos sirvientes del Tor, le prodigaban toda clase de cuidados. Los hijos de Gwlyddyn y Ralla crecían junto a los nuestros, unidos todos contra Mordred. Cuando el rey cumplió doce años, la vieja Ceinwyn había dado a luz cinco veces. Las tres niñas sobrevivieron, pero los dos varones murieron al cabo de una semana de su nacimiento, y Ceinwyn culpaba de tan tempranas muertes al perverso espíritu de Mordred.
—No quiere que haya más varones aquí —decía apesadumbrada—, sólo niñas.
—Mordred se marchará en seguida —le prometí, pues ya contábamos los días que faltaban hasta su decimoquinto aniversario, momento en que sería proclamado rey.
También Arturo contaba los días, aunque con cierta aprensión, pues temía que Mordred destruyera cuanto él había construido. Durante aquellos años, Arturo acudía a Lindinis frecuentemente. De pronto oíamos cascos de caballo en el patio, abríamos las puertas de par en par y su voz resonaba por las grandes estancias medio vacías del palacio.
—¡Morwenna! ¡Seren! ¡Dian! —gritaba, y nuestras tres rubias hijas acudían presurosas, a pie o a gatas, a tirarse a sus grandes brazos; después les prodigaba regalos, como panales de miel, pequeños broches o conchas en forma de delicada espiral. Luego, arropado entre niñas, entraba en la estancia donde nos halláramos y nos daba las últimas nuevas: se había construido un puente, se había abierto un nuevo tribunal, había encontrado a un magistrado honrado, se había ejecutado a un bandido… o bien nos relataba alguna maravilla de la naturaleza, como que habían visto una serpiente marina en la costa, que había nacido una ternera con cinco patas o, como en una ocasión, nos habló de un juglar que tragaba fuego.
—¿Cómo se encuentra el rey? —preguntaba siempre al concluir sus relatos.
—El rey crece —respondía Ceinwyn invariablemente, sin entusiasmo, y Arturo no preguntaba más.
Nos contaba cosas de Ginebra, buenas siempre, aunque tanto Ceinwyn como yo sospechábamos que su entusiasmo ocultaba una extraña soledad. Nunca estaba solo, pero creo que no llegó a encontrar el alma gemela que tanto ansiaba. En otro tiempo, Ginebra mostraba igual pasión y entusiasmo que Arturo en las cosas del gobierno, pero poco a poco había ido derivando sus energías hacia el culto a Isis. Arturo, que jamás se enfervorizó por culto religioso alguno, fingía interés en la diosa, pero creo que en realidad opinaba que Ginebra perdía el tiempo buscando un poder inexistente, de la misma forma que nosotros habíamos perdido el tiempo en otra ocasión buscando la olla mágica.
Ginebra le dio un único hijo. Ceinwyn decía que, o bien dormían separados o bien Ginebra utilizaba alguna magia femenina para evitar el embarazo. En todos los pueblos, siempre había una mujer sabia que conocía el poder de las hierbas y las sustancias capaces de provocar un aborto o curar una enfermedad. Me consta que a Arturo le habría gustado tener más hijos, pues le complacían en gran medida los niños, y vivió algunos de sus momentos más felices con Gwydre en nuestro palacio. Arturo y su hijo disfrutaban sobremanera entre el salvaje grupo de mocosos desastrados y despeinados que correteaban por Lindinis sin recato, pero evitando siempre la nefasta y hosca presencia de Mordred. Gwydre jugaba con nuestras hijas, con los tres de Ralla y con las dos docenas de niños de los esclavos o siervos, que formaban ejércitos en miniatura y se batían en falsos combates; o colgaban mantos de guerra de las ramas de un peral bajo del jardín y lo convertían en una casa, donde imitaban las pasiones y la actividad del palacio de verdad. Mordred tenía compañeros propios, todos niños e hijos de esclavos, y ellos, como eran mayores, alborotaban más salvajemente. Nos llegaban rumores de que habían robado una guadaña de una cabaña, de que habían incendiado un pajar o un almiar, de que habían roto una criba o destrozado un seto recién colocado y, en años posteriores, también supimos que habían asaltado a la hija de algún pastor o campesino. Arturo escuchaba, se estremecía y se iba a hablar con el rey, pero nada cambiaba.
Ginebra apenas visitaba Lindinis, aunque mis deberes, que me hacían recorrer Dumnonia al servicio de Arturo, me llevaban con harta frecuencia al palacio de invierno y allí, una vez sí y otra también, veía a Ginebra. Me trataba con deferencia, pero en aquel tiempo todos nos tratábamos con deferencia, pues Arturo había inaugurado su gran banda de guerreros. Me habló de su idea por primera vez en Cwm Isaf, pero, durante los años que siguieron a la batalla de las afueras de Londres, convirtió en realidad su hermandad de lanceros.
Hasta el día de hoy, la mera mención de la Mesa Redonda hace chasquear la lengua a algunos ancianos, que se ríen de aquel intento de domesticar la rivalidad, la hostilidad y la ambición. En realidad, «Mesa Redonda» no fue nunca su nombre propio sino una especie de sobrenombre. Arturo la llamaba la Hermandad de Britania, un nombre mucho más impresionante, pero nadie la llamó así jamás. Los pocos que recordaban aquella institución se referían a ella como «el juramento de la mesa redonda», y seguramente olvidaron que su fin era preservar la paz. Pobre Arturo; realmente confiaba en la hermandad, como si los besos pudieran proporcionar la paz y mil muertos pudieran seguir con vida hasta el día de hoy. Arturo intentó de veras cambiar el mundo, y su instrumento era el amor.
La Hermandad de Britania fue inaugurada oficialmente en el palacio de invierno de Durnovaria durante el verano que siguió a la muerte de Leodegan, padre de Ginebra y rey exiliado de Henis Wyren, a causa de la peste. Pero aquel mes de julio, cuando teníamos que reunirnos todos, la peste llegó a Durnovaria de nuevo y así, en el último momento, Arturo convocó la gran reunión en el palacio del mar, que ya estaba terminado y relumbraba en su loma sobre el arroyo. Lindinis habría sido un lugar más apropiado para las ceremonias inaugurales, pues el palacio era mucho más espacioso, pero Ginebra debió de poner todo su empeño en mostrar al mundo su nueva casa. Le complacía, sin duda, llenar sus salones civilizados y sus umbrías arcadas de guerreros rudos de largos cabellos y barbas enmarañadas. Parecía querer decirnos que vivíamos para defender esa belleza, aunque tomó las medidas necesarias para que pocos de nosotros durmiéramos en realidad dentro de la agrandada villa. Acampamos fuera, donde ciertamente nos hallábamos más a nuestras anchas.
Ceinwyn me acompañó. No estaba bien de salud, pues las ceremonias tuvieron lugar poco después del alumbramiento de su tercer hijo, un varón, que, tras un laborioso parto que la debilitó hasta la desesperación, desembocó en la muerte del recién nacido; pero Arturo le rogó que asistiera. Quería que estuvieran presentes todos los lores de Britania y, aunque no acudió ninguno en representación de Gwynedd, Elmet y los demás reinos del norte, fueron muchos los que hicieron un largo viaje y, al final, todos los grandes de Dumnonia hicieron acto de presencia. Acudieron Cuneglas de Powys, Meurig de Gwent, el príncipe Tristán de Kernow y, cómo no, Lancelot; todos esos reyes trajeron consigo a sus lores, a sus druidas, a sus obispos y lugartenientes, de modo que las tiendas y los refugios se extendieron en una amplia franja alrededor de la colina del palacio del mar. Mordred, que entonces contaba nueve años, acudió con nosotros y le fueron adjudicadas, contra la voluntad de Ginebra, unas habitaciones dentro del palacio junto con los demás reyes. Merlín se negó a asistir. Dijo que era muy viejo ya para semejantes tonterías, Galahad fue nombrado mariscal de la hermandad y, por tanto, presidía la reunión al lado de Arturo y, al igual que éste, creía devotamente en la idea.
Jamás se lo confesé a Arturo, pero todo aquello me resultaba ridículo. Su idea era que todos nos jurásemos paz y amistad, zanjásemos las enemistades y nos comprometiéramos unos con otros por medio de votos para evitar toda clase de enfrentamientos en el seno de la hermandad a partir de entonces; pero hasta los dioses parecieron burlarse de semejante ambición, pues el día de los actos más importantes amaneció helado y oscuro, aunque en realidad no llegó a llover, cosa que Arturo, ridículamente optimista con respecto a todo el proyecto, declaró de buen augurio.
No se llevaron espadas, lanzas ni escudos a la ceremonia, que tuvo lugar en el gran jardín que se extendía entre dos arcadas de reciente construcción que continuaban hasta el arroyo en un terraplén cubierto de hierba. Colgaban los pendones de los arcos, donde dos coros que cantaban solemnemente daban a las ceremonias la debida dignidad. En el extremo norte del jardín, cerca de una gran puerta arqueada que llevaba al palacio, habían preparado una mesa. Casualmente, era redonda, aunque tal forma no encerraba simbolismo alguno; simplemente, era la mesa más adecuada para sacar al jardín. No era de gran tamaño, como los brazos estirados de un hombre, tal vez, pero sí de una gran hermosura; romana, naturalmente, hecha de una piedra blanca y translúcida y tenía grabado un extraordinario caballo con grandes alas extendidas. Una de las alas estaba deteriorada por una resquebrajadura que corría de arriba abajo, pero la mesa no dejaba de ser un objeto impresionante, y el caballo alado, una maravilla. Sagramor dijo que jamás había visto un animal semejante en sus largos viajes, aunque aseguraba que existían los caballos alados en los misteriosos y remotos países de más allá de los océanos de arena. Sagramor había contraído matrimonio con su corpulenta sajona Malla y era ya padre de dos niños.
Las únicas espadas que asistieron a la ceremonia fueron las de los reyes y príncipes. La espada de Mordred estaba en la mesa y, cruzadas sobre ella, las de Lancelot, Meurig, Cuneglas, Galahad y Tristán. Uno a uno fuimos desfilando todos, reyes, príncipes, lugartenientes y lores, colocando una mano en el punto donde se tocaban las seis hojas y recitando el juramento de Arturo que nos unía en la amistad y en la paz. Ceinwyn había vestido a Mordred, que contaba nueve años, con nuevas ropas, le había cortado el pelo y lo había peinado con la intención de domeñar los erizados rizos que sobresalían como cepillos gemelos de su redondo cráneo, pero seguía componiendo una estampa poco atractiva cuando se acercó, cojeando con el retorcido pie izquierdo, a murmurar el juramento. Admito que el momento en que puse la mano sobre las seis espadas me pareció muy solemne; como la mayoría de los asistentes, tenía la intención de mantener la palabra que, naturalmente, sólo comprometía a hombres, pues a Arturo no le pareció asunto de mujeres a pesar del gran número de éstas que siguieron la larga ceremonia desde la terraza que se levantaba sobre la puerta arqueada. Y realmente fue larga. En principio, Arturo había pensado restringir el número de miembros de la hermandad a los guerreros que hubieran comprometido su espada por juramento en la lucha contra los sajones, pero al final lo amplió para admitir a todos los grandes que pudo atraer al palacio; cuando concluyeron los juramentos, lo pronunció él y, de pie en la terraza, nos dijo que la palabra que habíamos dado era tan sagrada como cualquier otro voto, que habíamos prometido mantener la paz en Britania y que si alguno de nosotros faltaba al juramento, todos los demás miembros tendrían la obligación de castigar al transgresor. Después, nos dio instrucciones para que nos abrazáramos unos a otros y luego, cómo no, empezó a correr la bebida.
La solemnidad de la jornada no concluyó cuando empezamos a beber. Arturo había tomado buena nota de quién evitaba abrazar a quién, y luego, grupo a grupo, esos espíritus recalcitrantes fueron convocados al gran salón del palacio, donde Arturo insistió en la necesidad de que se reconciliaran. El propio Arturo dio ejemplo siendo el primero en abrazar a Sansum, y luego Melwas, el destronado rey de los belgas al que Arturo había desterrado a Isca. Melwas se sometió, falto de bríos, al beso de la paz, y murió un mes después a causa de un desayuno de ostras en mal estado. El destino es inexorable, como solía decirnos Merlín.
Tales reconciliaciones en la intimidad retrasaron, como era de esperar, el comienzo del banquete que se serviría en el gran salón, donde Arturo reunía a los enemigos; así pues, tuvieron que llevar más hidromiel al jardín, donde los guerreros aguardaban aburridos haciendo apuestas sobre quién sería el próximo al que Arturo llamara para jurar la paz. Yo sabía que me llamaría, pues había rehuido a Lancelot a lo largo de toda la ceremonia; naturalmente, Hygwydd, el escudero de Arturo, me encontró e insistió en que me presentara en el gran salón donde, tal como me temía, me aguardaban Lancelot y su corte. Arturo había convencido a Ceinwyn de que asistiera también y, para que la situación no le resultara tan violenta, rogó a Cuneglas que estuviera presente. Los tres permanecimos en un extremo del salón, Lancelot y sus hombres en el opuesto; Arturo, Ginebra y Galahad presidían desde el estrado donde se hallaba dispuesta la alta mesa para el gran festín. Arturo nos miró radiante.
—He reunido en esta sala —declaró— a algunos de mis amigos más queridos. El rey Cuneglas, el mejor aliado que cualquier hombre pueda desear en la guerra o en la paz, el rey Lancelot, a quien me debo por juramento como un hermano, lord Derfel Cadarn, el más valiente de mis valientes guerreros, y mi estimada princesa Ceinwyn. —Sonrió.
Me sentía tan ridículo como un espantapájaros en un campo de guisantes. Ceinwyn mantenía su gracioso porte, Cuneglas miraba las pinturas del techo, Lancelot tenía el ceño fruncido, Amhar y Loholt trataban de parecer hostiles y Dinas y Lavaine no mostraban sino un altanero desdén. Ginebra nos observaba atentamente y su sorprendente rostro no delataba nada, aunque sospecho que sentía el mismo desprecio que Dinas y Lavaine por la ceremonia inventada que tanto ilusionaba a su esposo. Arturo deseaba la paz fervientemente, sólo Galahad y él no parecían cohibidos por el ridículo.
En vista de que ninguno decía una palabra, Arturo abrió los brazos y bajó del estrado.
—Exijo —dijo— que la mala sangre que existe entre vosotros sea derramada de una vez por todas y olvidada para siempre.
Aguardó de nuevo. Yo arrastré los pies y Cuneglas se estiró los largos bigotes.
—Os lo ruego —insistió Arturo.
Ceinwyn se encogió de hombros ligeramente.
—Lamento —dijo— el daño que causé al rey Lancelot.
Arturo, entusiasmado porque el hielo empezara a derretirse, sonrió al rey de los belgas.
—¿Señor rey? —le invitó a responder—. ¿Vos la perdonáis?
Lancelot, que aquel día iba vestido de blanco de la cabeza a los pies, la miró fijamente y después inclinó la cabeza.
—¿Eso es perdón? —inquirí con un gruñido.
Lancelot se sonrojó pero logró mantenerse a la altura de las expectativas de Arturo.
—Nada tengo contra la princesa Ceinwyn —añadió rígidamente.
—¡Bien! —exclamó Arturo con entusiasmo renovado por las malhadadas palabras, y abrió los brazos otra vez para que ambos dieran un paso adelante—. Abrazaos —dijo—. ¡Tendremos la paz!
Se reunieron los dos a medio camino, se besaron en la mejilla y se separaron otra vez. Fue un gesto cálido como la noche estrellada que tuvimos que pasar velando la olla en las rocas en Llyn Cerrig Bach, pero satisfizo a Arturo.
—Derfel —dijo mirándome—, ¿no abrazas al rey?
Me preparé para el conflicto.
—Lo abrazaré, señor, cuando sus druidas retiren las amenazas que pesan sobre la princesa Ceinwyn.
Se hizo el silencio. Ginebra suspiró y golpeó el mosaico del estrado con el pie, el mosaico que había transportado desde Lindinis. Tenía un aspecto soberbio, como siempre. Llevaba una túnica negra, tal vez en reconocimiento de la solemnidad de la ocasión, recamada de medias lunas de plata. Se había recogido la roja melena en dos trenzas enroscadas alrededor de la cabeza, sujetas con dos prendedores de oro en forma de dragón. Llevaba al cuello el collar bárbaro de oro que Arturo le había regalado tras una antigua batalla contra los sajones de Aelle. En su día, me dijo que el collar le desagradaba, pero en ella lucía esplendorosamente. Aunque despreciara los acontecimientos del día, hacía todo lo posible por ayudar a su esposo.
—¿Qué amenazas? —me preguntó con frialdad.
—Ellos lo saben —dije, refiriéndome a los druidas gemelos.
—Nosotros no la hemos amenazado —protestó Lavaine secamente.
—Pero haces que las estrellas se desvanezcan —le acusé.
Dinas permitió que una sonrisa asomara a su rostro, bello y brutal.
—¿La pequeña estrella de papel, lord Derfel? —preguntó con fingida sorpresa—. ¿Os referís a ese insulto?
—Ésa fue vuestra amenaza.
—¡Mi señor! —apeló Dinas a Arturo—. No fue sino un truco de niños, sin trascendencia alguna.
Arturo dejó de mirarme e interpeló a los druidas.
—¿Lo juráis? —preguntó con tono apremiante.
—Por la vida de mi hermano —respondió Dinas.
—¿Y la barba de Merlín? ¿Todavía la tenéis?
Ginebra dejó escapar un suspiro como insinuando que me estaba comportando tozudamente. Galahad frunció el ceño. Fuera del palacio, las voces de los guerreros empezaban a elevarse y a abroncarse bajo el efecto del alcohol. Lavaine miró a Arturo.
—Es cierto, señor —dijo con cortesía—, que poseíamos un mechón de la barba de Merlín, pues le fue cortado por insultar al rey Cerdic. Pero, por mi vida, señor, lo quemamos.
—No luchamos contra los ancianos —gruñó Dinas, y luego miró a Ceinwyn—, ni contra las mujeres.
—Acércate, Derfel —me dijo Arturo con una alegre sonrisa—, abrazaos. Mi deseo es que haya paz entre mis amigos más amados.
Aún vacilé, pero tanto Ceinwyn como su hermano me instaron a que me adelantara y así, por segunda y última vez en mi vida, abracé a Lancelot. En aquella ocasión, en vez de susurrarnos insultos como había sucedido la primera vez que tuvimos que abrazarnos, no dijimos nada. Sólo nos besamos y nos separamos.
—Que haya paz entre vosotros —insistió Arturo.
—Lo juro, señor —respondí haciendo un esfuerzo.
—No tengo nada contra él —añadió Lancelot con idéntica frialdad.
Arturo hubo de conformarse con tan grosera reconciliación y soltó un enorme suspiro de alivio como si ya hubiera superado la parte más espinosa de la jornada; después nos abrazó a ambos y luego insistió en que Ginebra, Galahad, Ceinwyn y Cuneglas se acercaran e intercambiaran besos.
El mal trago había pasado. Las últimas víctimas de Arturo fueron su propia esposa y Mordred y, como no deseaba presenciar tal escena, me llevé a Ceinwyn de la sala. Su hermano se quedó, a petición de Arturo, de forma que salimos solos.
—Lo siento —le dije.
—Ha sido un mal trago inevitable —replicó con un encogimiento de hombros.
—Sigo sin fiarme de ese mamarracho —dije en tono vengativo.
—Tú, Derfel Cadarn —contestó con una sonrisa—, eres un gran guerrero, y él es Lancelot. ¿Acaso el lobo teme a la liebre?
—Teme a la serpiente —repliqué sombríamente. No me sentía con ánimos de encontrarme con mis amigos y contarles la reconciliación con Lancelot, de modo que me fui con Ceinwyn a recorrer las hermosas estancias del palacio del mar, con sus paredes de columnas, suelos decorados y pesadas lámparas de bronce que colgaban de gruesas cadenas de hierro fijadas a los techos, decorados con escenas de caza. A Ceinwyn, el palacio le pareció inconmensurablemente grande y frío, al mismo tiempo.
—Como los romanos —comentó.
—Como Ginebra —la contradije. Encontramos unas escaleras que descendían a las bulliciosas cocinas; allí había una puerta que salía a los huertos de atrás, donde la fruta y la verdura crecían en ordenados setos—. Me parece imposible —dije, una vez fuera, al aire libre— que la tal Hermandad de Britania sirva para algo.
—Servirá —dijo Ceinwyn— si sois muchos lo que os tomáis el juramento en serio.
—Tal vez. —Me detuve en seco, avergonzado, porque justo delante de mí, enderezándose tras inspeccionar unas matas de perejil, estaba Gwenhwyvach, la hermana menor de Ginebra.
Ceinwyn la saludó con alegría. Se me había olvidado que habían sido amigas durante los largos años de exilio de Ginebra y Gwenhwyvach en Powys y, después de besarse, Ceinwyn la llevó hacia mí. Pensé que tal vez me reprochara el no haber contraído matrimonio con ella, pero me pareció que no me guardaba rencor.
—Ahora soy la jardinera de mi hermana —me dijo.
—No puede ser, señora —respondí.
—El nombramiento no es oficial —contestó secamente—, como tampoco el de mayordoma superior ni el de guardiana de perros, pero alguien tiene que hacer esas funciones y, cuando mi padre murió, hizo prometer a Ginebra que cuidaría de mí.
—Sentí mucho lo de vuestro padre —dijo Ceinwyn.
—Empezó a perder más y más peso —comentó encogiéndose de hombros—, hasta que un buen día desapareció. —Gwenhwyvach, por el contrario, no había adelgazado, sino al contrario, estaba obesa, era una mujer gorda de cara colorada que, con el vestido manchado de barro y el sucio delantal blanco, más parecía una campesina que una princesa—. Vivo allí —dijo, indicando una edificación de madera relativamente grande que se levantaba a unos cien pasos del palacio—. Mi hermana espera que cumpla con mis tareas todos los días, pero cuando suena la campana de la noche debo retirarme de la vista. Comprended que nada mal parecido puede mancillar el palacio del mar.
—¡Señora! —protesté por el menosprecio de sí misma.
—Soy feliz —prosiguió sin entusiasmo, tras acallarme con un gesto—. Llevo a los perros a dar largos paseos y converso con la abejas.
—Ven a Lindinis —le pidió Ceinwyn.
—¡No me lo permitirían! —exclamó Gwenhwyvach con fingida alarma.
—¿Por qué no? —preguntó Ceinwyn—. Nos sobran estancias. Te lo ruego.
—Sé demasiado, Ceinwyn, por eso no podría —contestó con una sonrisa artera—. Sé quién viene y quién se queda y qué hacen aquí. —Ninguno de nosotros dos quería conocer los pormenores y por eso no dijimos nada, pero Gwenhwyvach necesitaba hablar. Debía de estar muy sola y Ceinwyn era una persona amable y querida del pasado. Gwenhwyvach arrojó súbitamente las hierbas que acababa de cortar y nos llevó con premura de vuelta al palacio—. Voy a enseñarte una cosa —dijo.
—Seguro que es mejor que no lo veamos —replicó Ceinwyn, temiendo la revelación de un misterio.
—Tú puedes verlo —le dijo—, pero Derfel no, o no debería, al menos. Los hombres no pueden entrar en el templo. —Nos llevó hasta una puerta que había al final de unos peldaños de ladrillo; se abría a una bodega que se extendía bajo el suelo del palacio sujetada por gruesos arcos de ladrillo romano—. Aquí se guarda el vino —nos explicó, para justificar las jarras y los pellejos colocados en las estanterías. Había dejado la puerta abierta para que la luz del día iluminara un poco la oscura y polvorienta maraña de arcos—. Por aquí —nos indicó, y desapareció entre los pilares de la derecha.
La seguimos despacio, adivinando el camino a tientas, cada vez con más cuidado a medida que nos alejábamos de la luz que llegaba por la entrada. Oímos a nuestra guía levantando una tranca y, de pronto, una ráfaga de aire frío nos envolvió al abrirse una puerta enorme.
—¿Eso es un templo de Isis? —le pregunté.
—¿Habías oído hablar de él? —preguntó Gwenhwyvach decepcionada.
—Ginebra me enseñó el que tenía en Durnovaria —dije—, hace muchos años.
—Éste no te lo enseñaría —replicó Gwenhwyvach, y apartó las gruesas cortinas negras que colgaban a pocas pulgadas de la puerta del templo para que Ceinwyn y yo contempláramos el interior de la capilla privada de Ginebra. Gwenhwyvach, por temor a la ira de su hermana, no me permitió traspasar el reducido vestíbulo que había entre la puerta y las gruesas colgaduras, pero hizo bajar a Ceinwyn los dos escalones que descendían hasta la alargada estancia. Tenía el suelo de piedra negra pulida, las paredes y el techo abovedado pintados con pez, un estrado de piedra negra con un trono de piedra negra y, tras el trono, otras cortinas negras. Sabía que frente a la baja tarima había un estanque poco profundo que se llenaba de agua durante las ceremonias de Isis. En realidad, el templo era casi exactamente igual al que Ginebra me había mostrado hacía tantos años, y muy semejante a la capilla desierta que habíamos descubierto en el palacio de Lindinis. La única diferencia, aparte del mayor tamaño y el techo más bajo que las dos anteriores, era que allí se permitía el paso de la luz, pues había un espacioso orificio en el techo abovedado exactamente encima del estanque.
—Ahí arriba hay una pared más alta que un hombre —musitó Gwenhwyvach, señalando el orificio—. Es para que la luz de la luna entre por la chimenea, pero nadie puede asomarse desde fuera. Ingenioso, ¿verdad?
La existencia de la chimenea de la luna parecía indicar que la bodega estaba situada bajo el jardín lateral del palacio, y así me lo confirmó Gwenhwyvach.
—Antes había una entrada aquí —dijo, señalando una línea quebrada de la negra pared que recorría el largo del templo a media altura—, para almacenar los víveres directamente en la bodega, pero Ginebra amplió el arco, ¿veis? Y lo cubrió todo con turba.
El templo no tenía nada excesivamente siniestro, más que la malévola negrura, pues no había ídolos, fuego para sacrificios ni altar. En el mejor de los casos, resultaba decepcionante porque el subterráneo abovedado carecía del esplendor de las salas de arriba. Tenía un aspecto chabacano, ligeramente sucio incluso. Pensé que los romanos habrían sabido convertir aquella estancia en un lugar digno de una diosa, pero Ginebra, a pesar de sus esfuerzos, sólo había conseguido transformar una bodega de ladrillo en una cueva negra, aunque el trono bajo, hecho de un solo bloque de piedra negra y que me pareció el mismo que había visto en Durnovaria, era impresionante por sí solo. Gwenhwyvach dio la vuelta al trono, levantó la cortina negra e hizo pasar a Ceinwyn al otro lado. Permanecieron un buen rato tras la cortina, pero cuando salimos de allí, Ceinwyn me dijo que no había gran cosa que ver.
—No era más que una alcoba negra y pequeña —me dijo— con una cama grande y muchas cagadas de ratón.
—¿Una cama? —pregunté intrigado.
—La cama de los sueños —replicó Ceinwyn con firmeza—, como la que había a media altura en la torre de Merlín.
—¿Y eso es todo? —pregunté, intrigado todavía.
—Gwenhwyvach insinuó que la usaba para otros fines —añadió en tono reprobatorio—, pero no tiene pruebas y, finalmente, tuvo que admitir que su hermana dormía allí para recibir sueños. —Sonrió con tristeza—. Me da la impresión de que la pobre Gwenhwyvach está tocada de la cabeza. Cree que Lancelot vendrá a buscarla algún día.
—¿De verdad? —pregunté atónito.
—Se ha enamorado de él, pobre mujer. —Habíamos intentado convencer a Gwenhwyvach de que acudiera a la fiesta del jardín principal con nosotros, pero se negó. Nos confesó que no sería bien recibida y se alejó apresuradamente, mirando con temor a diestra y siniestra—. Pobre Gwenhwyvach —repitió Ceinwyn, y luego se rió—. ¡Qué característico de Ginebra! ¿Verdad?
—¿A qué te refieres?
—¡Adoptar una religión tan exótica! ¿Por qué no adora a los dioses britanos, como los demás? ¡No, claro! Ella necesita otra cosa, algo extraño y retorcido. —Suspiró y después me tomó del brazo—. ¿Tenemos que quedarnos en la fiesta obligatoriamente?
Se sentía débil, aún no se había recuperado por completo del último alumbramiento.
—Arturo lo comprenderá —dije.
—Pero Ginebra no —suspiró—, o sea que será mejor que me sobreponga.
Habíamos ido paseando por el largo lado occidental del palacio y pasamos ante la alta empalizada de madera que rodeaba la chimenea del templo; en aquel momento llegamos al final de la arcada. Detuve a Ceinwyn antes de doblar la esquina y le rodeé los hombros.
—Ceinwyn de Powys —dije, contemplando su rostro admirable y hermoso—, te amo.
—Lo sé —dijo sonriendo, y se puso de puntillas para darme un beso. Después me llevó unos pasos más adelante y miramos el conjunto del jardín principal del palacio del mar.
—Ahí tienes —dijo riéndose— la Hermandad de Britania de Arturo.
El jardín era un torbellino de hombres ebrios. Habían tenido que esperar tanto tiempo para el festín que en aquel momento se abrazaban unos a otros rebuscadamente e intercambiaban rimbombantes promesas de amistad eterna. Algunos abrazos se transformaron en combates cuerpo a cuerpo y los hombres rodaban por los macizos de flores de Ginebra. Hacía tiempo que los coros habían renunciado a seguir cantando música solemne y algunas de las cantoras bebían con los guerreros. No todos estaban borrachos, claro está, pero los sobrios se habían retirado a la terraza para proteger a las mujeres, muchas de las cuales eran sirvientas de Ginebra; entre ellas se encontraba Lunete, mi primer amor de hacía tanto tiempo. Ginebra también, y desde allí observaba horrorizada el destrozo de su jardín, aunque en realidad ella era la culpable, pues había servido un hidromiel muy fuerte que había ordenado destilar para la ocasión, y al menos cincuenta hombres parrandeaban en los jardines. Algunos habían arrancado flores y las usaban a modo de espadas; al menos uno de ellos tenía sangre en la cara, mientras que otro trataba de arrancarse un diente suelto y mentaba con sucia lengua a la madre del miembro de la hermandad que le había partido la boca. Además, alguien había vomitado en la mesa redonda.
Acompañé a Ceinwyn al resguardo de los arcos en tanto la Hermandad de Britania maldecía, se peleaba y se embriagaba hasta el embotamiento.
Y así fue como comenzó la Hermandad de Britania de Arturo, aunque Ygraine no lo crea, la hermandad que los ignorantes siguen denominando la Mesa Redonda.
Me gustaría afirmar que el nuevo espíritu de paz engendrado por el juramento de la Mesa Redonda fue responsable de la felicidad que se extendió por todo el reino, pero la mayoría del pueblo llano no llegó a tener noticia siquiera de la instauración de tal juramento. A nadie le importaba lo que hicieran sus señores siempre y cuando dejaran en paz a sus familias y tierras. Naturalmente, Arturo depositó una gran confianza en los votos. Como solía decir Ceinwyn, para ser un hombre que renegaba de los juramentos, era extraordinariamente proclive a pronunciarlos.
Pero al menos los votos fueron respetados durante aquellos años y Britania prosperó gracias a la paz. Aelle y Cerdic luchaban uno contra otro por la supremacía en Lloegyr, y su encarnizada rivalidad libró al resto de Britania de las lanzas sajonas. Los reyes irlandeses de la Britania occidental ponían sus armas a prueba constantemente contra los escudos britanos, pero se trataba de conflictos esporádicos y sin importancia, y casi todos disfrutamos de un largo período de tranquilidad. El consejo de Mordred, del cual yo formaba parte, pudo dedicarse a las leyes, los tributos y las disputas por la propiedad en vez de estar pendiente del enemigo.
Arturo presidía el consejo, aunque jamás ocupó el lugar presidencial de la mesa porque era el trono reservado al rey, que aguardaba vacante hasta que Mordred alcanzara la mayoría de edad. Merlín era el consejero oficial del rey, pero nunca se desplazaba a Durnovaria y hablaba poco en las contadas ocasiones en que el consejo se reunió en Lindinis. La mitad de los consejeros eran guerreros, aunque casi nunca acudían a las sesiones. Agravain aducía que los negocios le hastiaban y Sagramor prefería continuar manteniendo la paz en la frontera con los sajones. El consejo se completaba con dos bardos que conocían las leyes y las genealogías de Britania, dos magistrados, un comerciante y dos obispos cristianos. Uno de los ellos era un anciano meditabundo llamado Emrys, sucesor de Bedwin en el obispado de Durnovaria, el otro era Sansum.
Sansum, que había conspirado contra Arturo y, según la opinión de muchos, debería haber sido ejecutado por ello, logró no obstante librarse del castigo. No llegó a aprender a leer ni a escribir, pero era inteligente y desmesuradamente ambicioso. Procedía de Gwent, era hijo de un curtidor y había prosperado hasta convertirse en sacerdote de Tewdric, pero alcanzó su máxima influencia al casar a Arturo y Ginebra cuando huyeron de Caer Sws. En recompensa por tal servicio fue nombrado obispo de Dumnonia y capellán de Mordred, aunque perdió este último nombramiento tras la conspiración con Nabur y Melwas. A raíz de dicha conspiración, debía de haber quedado relegado al humilde cargo de guardián de la capilla del Santo Espino, pero Sansum no era capaz de conformarse con tan poca cosa. Posteriormente salvó a Lancelot de la humillación de ser rechazado por Mitra, hecho que le ganó la tácita amistad de Ginebra, pero ni su amistad con Lancelot ni su pacto con Ginebra habrían bastado para alzarlo al consejo de Dumnonia.
Alcanzó tal rango por medio del matrimonio, y la mujer a la que desposó fue la hermana mayor de Arturo, Morgana… la sacerdotisa de Merlín, la adepta de los misterios, Morgana la pagana. Con semejante alianza, Sansum se deshizo de las secuelas de su antigua desgracia y se elevó hasta la cumbre del poder de Dumnonia. Fue nombrado consejero y obispo de Lindinis y repuesto en el cargo de capellán de Mordred, aunque, afortunadamente, la repulsión que le inspiraba el joven rey lo mantenía alejado del palacio de Lindinis. Asumió la autoridad sobre todas las iglesias del norte de Dumnonia, de la misma forma que Emrys era la cabeza de las del sur. Para Sansum fue un matrimonio brillante, aunque a los demás no nos produjo sino asombro.
La boda se celebró en la iglesia del Santo Espino, en Ynys Wydryn. Arturo y Ginebra estaban en Lindinis y acudimos juntos a la capilla en aquella gran ocasión. La ceremonia empezó con el bautismo de Morgana en las aguas del lago Issa, rodeado de cañas. Había trocado su antigua máscara con la imagen de Cernunnos, el dios cornudo, por otra decorada con una cruz cristiana y, para señalar el júbilo de la ocasión, vistió túnica blanca en vez de la negra de costumbre. Arturo gritó de felicidad al ver a su hermana entrar cojeando en el lago, donde Sansum, con evidente ternura, la sujetó por la espalda mientras ella se sumergía en las aguas. Un coro cantaba aleluyas. Esperamos a que Morgana se secara y se pusiera otra túnica blanca; después se acercó renqueando al altar donde el obispo Emrys los unió en matrimonio.
Creo que no me habría asombrado más si Merlín hubiera abandonado a los dioses antiguos para abrazar la cruz. Claro está que para Sansum el triunfo fue doble, pues no sólo alcanzó ascendencia sobre el consejo real del reino sino que además, la conversión de la hermana de Arturo al cristianismo fue un duro golpe al paganismo. Algunos lo acusaron enconadamente de oportunismo, pero para hacerle justicia, creo que amaba a Morgana a su manera, calculadora sin duda, y ella ciertamente lo adoraba. Eran dos personas inteligentes unidas por el resentimiento. Sansum siempre se consideró acreedor de un lugar más elevado, mientras que Morgana, que había sido bella, albergaba un gran resentimiento por el incendio que había desfigurado su cuerpo y destrozado su rostro hasta el horror. También sentía rencor por Nimue, puesto que le había usurpado el lugar de suma sacerdotisa de Merlín, y, para vengarse, Morgana se convirtió en la más ardiente cristiana. Alababa a Cristo con la misma estridencia con que antes había servido a los dioses y, después del matrimonio, empeñó su formidable voluntad por entero en la campaña misionera de Sansum.
Merlín no asistió a la ceremonia, pero aun así, extrajo diversión del acontecimiento.
—Está sola —me dijo, al conocer la noticia—, y el señor de los ratones le hace compañía, al menos. No copularán, ¿verdad Derfel? ¡Dioses, si la pobre Morgana se desnuda delante de Sansum, seguro que el hombre vomita! Además, ése no sabe copular. Al menos con mujeres.
El matrimonio no suavizó a Morgana. Encontró en Sansum a un hombre deseoso de dejarse guiar por sus astutos consejos, un hombre cuyas ambiciones podía respaldar con todo el ardor de su energía, pero para el resto del mundo, siguió siendo la mujer más amargada y taimada, la que se ocultaba tras la imponente máscara de oro. Continuó viviendo en Ynys Wydryn, pero en vez de quedarse en el Tor de Merlín se trasladó a la casa del obispo, junto a la capilla, desde donde veía los restos requemados del Tor, el refugio de su enemiga Nimue.
Nimue, huérfana de Merlín, estaba convencida de que Morgana había robado los tesoros de Britania. Por lo que yo sabía, tal convicción se basaba únicamente en el odio que sentía hacia ella, pues la tenía por la mayor traidora de Britania. Al fin y al cabo, Morgana era la sacerdotisa pagana que había abandonado a los dioses para entregarse al cristianismo, y Nimue, siempre que la veía, escupía y le lanzaba maldiciones que Morgana le devolvía enérgicamente; maldiciones paganas contra condenas cristianas. Jamás se reconciliarían, aunque en una ocasión, a requerimiento de Nimue, tuve que interrogar a Morgana sobre la olla perdida. Fue al cabo de un año de su matrimonio y, aunque yo ya era lord entonces y uno de los hombres más ricos de Dumnonia, Morgana me intimidó como antaño. Durante mi infancia, ella era la temida, respetada e imponente autoridad que gobernaba el Tor con talante brusco y malhumorado y un bastón siempre dispuesto para imponer disciplina. Años después, cuando me encontré frente a ella, me causó idéntica inquietud.
Nos reunimos en uno de los edificios levantados por Sansum en Ynys Wydryn. El más espacioso era del tamaño de un salón de festejos y hacía las veces de escuela donde docenas de sacerdotes aprendían a ser misioneros. Dichos ministros empezaban a estudiar a los seis años, a los dieciséis se los nombraba hombres santos y se los enviaba por los caminos de Bretaña a convertir infieles. Muchas veces me encontré en mis viajes con esos hombres entregados. Caminaban en parejas, con sólo una pequeña bolsa y un vara, aunque a veces los acompañaban grupos de mujeres, que sentían una curiosa atracción hacia ellos. No tenían miedo. Siempre que me los encontraba, me provocaban para que negara a su dios, pero siempre les respondía amablemente que admitía la existencia de su dios pero que los nuestros también existían, y entonces me maldecían y sus mujeres aullaban insultos contra mí. En una ocasión en que dos de tales fanáticos asustaron a mis hijas, utilicé contra ellos el extremo inferior de la lanza, y confieso que los golpeé con fuerza, pues el balance de la discusión fue un cráneo roto y una muñeca desarticulada, ninguno de los cuales era mío. Arturo insistió en que debía ser juzgado para demostrar que hasta los más privilegiados dumnonios habían de someterse a la ley, y así, acudimos al tribunal de justicia de Lindinis, donde un magistrado cristiano me condenó a pagar una multa de la mitad de mi peso en plata.
—Tenían que haberte azotado. —Morgana conocía el incidente y me soltó su veredicto tan pronto como me recibió—. En público, hasta despellejarte.
—Creo que hasta para vos sería difícil ahora, señora —le dije con indiferencia.
—Dios me daría la energía necesaria —sonrió tras la nueva máscara de oro con la cruz cristiana. Estaba sentada a una mesa llena de pergaminos y tablillas de madera cubiertas de señales de tinta, pues no sólo dirigía la escuela de Sansum sino que además llevaba la contabilidad de los tesoros de todas las iglesias y monasterios del norte de Dumnonia, aunque de lo que más orgullosa se sentía era de la comunidad de mujeres santas que cantaban y rezaban en una casa aparte donde los hombres tenía prohibida la entrada. Las oía cantar con dulces voces mientras Morgana me miraba de arriba abajo. Evidentemente, no le gustaba lo que veía—. Si has venido a por más dinero —me espetó— no te lo daré hasta que pagues las deudas pendientes.
—Que yo sepa, no hay ninguna cuenta pendiente —repliqué sin inmutarme.
—No sabes lo que dices. —Cogió una tablilla de madera y leyó una lista inventada de préstamos impagados.
Dejé que concluyera y luego, suavemente, le dije que el consejo no precisaba dinero de la Iglesia.
—Y en caso de que así fuera —añadí—, no me cabe le menor duda de que vuestro esposo os lo habría comunicado.
—Como tampoco cabe la menor duda de que vosotros, los paganos del consejo, urdís cosas a espaldas del santo. —Dio un respingo despectivo—. ¿Cómo está mi hermano?
—Ocupado, señora.
—Y mucho, ya veo, como para venir a verme.
—Como vos para ir a verlo a él —repliqué amablemente.
—¿Yo? ¿Ir a Durnovaria? ¿Y verle la cara a esa bruja de Ginebra? —Se santiguó, introdujo la mano en un cuenco de agua y volvió a santiguarse—. Antes bajaría al infierno a verle la cara al propio Satán que mirar a esa bruja de Isis. —A punto estuvo de escupir para evitar el mal, pero de pronto se acordó y repitió la señal de la cruz—. ¿Sabes qué clase de ceremonias exige Isis? —me preguntó en tono iracundo.
—No, señora.
—¡Indecencias, Derfel, indecencias! ¡Isis es la mujer escarlata! ¡La prostituta de Babilonia! Es la fe del diablo. Yacen juntos, el hombre y la mujer. —Se estremeció ante tan espantoso pensamiento—. ¡Indecencias!
—No se permite la entrada a los hombres en su templo, señora —argüí en defensa de Ginebra—, como tampoco en la casa de vuestras mujeres.
—Conque no ¿eh? —graznó Morgana—. Entran por la noche, insensato, y adoran a su sucia socia desnudos. Hombres y mujeres juntos, sudando como cerdos. ¿Crees que no lo sé, yo, que fui tan gran pecadora? ¿Crees saber más que yo de religiones paganas? Te lo aseguro, Derfel, se revuelcan juntos en su propio sudor, el hombre desnudo y la mujer desnuda. Isis y Osiris, mujer y hombre, y la mujer da vida al hombre, ¿en qué te crees que consiste tal cosa, insensato? Consiste en el sucio acto de la fornicación, ¡eso es! —Mojó los dedos en el cuenco de agua otra vez y se santiguó nuevamente; una gota de agua bendita quedó en su máscara de oro—. ¡Eres un crédulo ignorante, Derfel! —recalcó. No quise continuar la discusión. Las diferentes religiones siempre se insultaban de modo semejante. Muchos paganos acusaban a los cristianos de conductas parecidas cuando celebraban las llamadas «fiestas del amor», y muchos campesinos creían que los cristianos raptaban niños, los mataban y se los comían—. También Arturo es un insensato —gruñó Morgana— por confiar en Ginebra. —Me miró torvamente con su único ojo—. Entonces, ¿qué quieres de mí, Derfel, si no es dinero?
—Deseo saber, señora, qué sucedió la noche en que desapareció la olla mágica.
Se echó a reír; un eco de su antigua risa, el graznido cruel que siempre conflictos anunciaba en el Tor.
—Tú, miserable e imbécil, me haces perder el tiempo. —Con esas palabras se volvió a su mesa de trabajo. Aguardé a que hiciera unas cuantas marcas más en las tablillas de la contabilidad y unas anotaciones al margen de unos cuantos pergaminos fingiendo que yo no estaba—. ¿Sigues ahí, insensato? —preguntó al cabo de un rato.
—Sigo aquí, señora —respondí.
—¿Qué quieres saber? —preguntó volviéndose hacia mí—. ¿Te manda esa ramera insignificante y perversa de la colina? Señaló hacia el Tor.
—Me manda Merlín, señora —mentí—. Siente curiosidad por el pasado pero le falla la memoria.
—Pronto la perderá para siempre en el infierno —dijo en tono vengativo; luego, sopesó mi pregunta y por fin se encogió de hombros—. Voy a contarte lo que sucedió aquella noche, pero sólo te lo diré una vez y, cuando termine, no quiero que vuelvas a preguntarme jamás.
—Basta con una vez, señora.
Se levantó y se acercó cojeando a la ventana, desde la cual se veía el Tor.
—El Señor Todopoderoso —dijo—, el único Dios verdadero, Nuestro Padre, mandó fuego desde el cielo. Yo estaba allí, así que sé lo que pasó. Mandó el rayo, que cayó en la techumbre de paja y la incendió. Yo grité, pues tengo buenas razones para temer al fuego. Conozco el fuego, soy hija del fuego. El fuego echó mi vida a perder. Pero aquel fuego fue otra cosa. Era el fuego divino de la purificación, el que acabó para siempre con mi vida de pecado. El fuego se extendió del tejado a la torre y lo arrasó todo. Yo lo vi, y hasta habría muerto en el incendio si el bendito Sansum no hubiera acudido a rescatarme. —Se santiguó una vez más y me dio la espalda—. ¡Eso fue lo que sucedió, insensato! —concluyó.
De modo que Sansum estaba en el Tor aquella noche; ¡qué interesante! Sin embargo, no hice comentario alguno al respecto sino que repliqué amablemente.
—El fuego no pudo quemar la olla, señora. Merlín llegó al día siguiente, buscó entre las cenizas y no halló el oro.
—¡Insensato! —Morgana me escupió a través de la ranura de la boca que tenía la máscara—. ¿Te crees que el fuego de Dios quema como tus débiles llamas? La maldita olla era el orinal del diablo, la lacra más deleznable en esta tierra de Dios. Era el orinal donde se aliviaba el diablo, y Dios nuestro señor lo redujo a nada. ¡Lo vi con este ojo! —Señaló el lugar de la máscara por el que atisbaba su único ojo sano—. Vi cómo ardía, era un resplandor de caldera brillante, que chasqueaba y crujía en el corazón mismo del incendio, era la llama más ardorosa del infierno y oí a los demonios aullar de dolor cuando la olla se convirtió en humo. ¡Dios la abrasó! La abrasó y la mandó de vuelta a su sitio, ¡al infierno! —Hizo una pausa y me pareció que su rostro deformado, derretido por las llamas, se resquebrajaba al sonreír oculto tras la máscara—. Ha desaparecido, Derfel —añadió en voz más serena—, y ahora, desaparece tú también.
Me marché, salí del templo y subí al Tor, donde empujé la puerta de agua, medio abierta, que pendía inútilmente de un gozne de cuerda. La tierra iba tragándose las cenizas ennegrecidas de la fortaleza y de la torre y, alrededor, aún permanecían las doce sucias cabañas donde vivían Nimue y su pueblo. Eran los despreciados de nuestro mundo, los tullidos, los mendigos, las gentes sin hogar y las criaturas semidementes que sobrevivían gracias a la comida que Ceinwyn y yo les enviábamos desde Lindinis todas las semanas. Nimue decía que su pueblo hablaba con los dioses, pero lo único que oí de sus bocas fue cháchara sin sentido o tristes gemidos.
—Lo niega todo —comuniqué a Nimue.
—Naturalmente.
—Dice que su dios lo redujo a la nada.
—Su dios no es capaz de freír un huevo —replicó con voz rencorosa. En los años transcurridos desde la desaparición de la olla, Nimue se había deteriorado lamentablemente, mientras que Merlín se había sumido en la vejez con serenidad. Nimue estaba sucia, mugrienta y delgada y casi tan enloquecida como cuando la rescaté de la isla de los Muertos.
A veces se estremecía o se le retorcía la cara en un millón de gestos descontrolados. Hacía tiempo que había vendido o despreciado el ojo de oro y no llevaba más que un parche de cuero sobre la cuenca vacía. Toda la belleza misteriosa que hubiera poseído antaño se ocultaba bajo la suciedad y los rasguños, perdida en la maraña de pelo negro, tan sucio y grasiento que hasta los campesinos que acudían a ella para que les predijera el futuro o los sanase retrocedían espantados por el tufo que despedía. Yo mismo, que estaba ligado a ella por un juramento y que en algún tiempo la había amado, soportaba su proximidad a duras penas.
—La olla mágica vive todavía —me dijo Nimue aquel día.
—Eso afirma Merlín.
—Y Merlín también vive, Derfel. —Me agarró el brazo con la mano de uñas mordidas—. Está esperando, nada más, ahorrando fuerzas.
Esperando el fuego de su pira funeraria, pensé, pero no dije nada.
Nimue se volvió en el sentido del sol hacia el horizonte.
—La olla mágica sigue ahí, Derfel, escondida en alguna parte. Y alguien pretende descubrir cómo usarla. —Se rió por lo bajo—. Cuando lo consiga, Derfel, la tierra se cubrirá de sangre, ya verás. —Me miró con el ojo sano—. ¡Sangre! —musitó entre dientes—. Tal día, la tierra vomitará sangre, Derfel, y Merlín cabalgará de nuevo.
Tal vez, pensé; pero en aquel momento lucía el sol y había paz en Dumnonia. Una paz conseguida por Arturo gracias a su espada, mantenida gracias a sus tribunales, aumentada gracias a sus carreteras y sellada gracias a su hermandad. Todo parecía tan lejos del mundo de la olla mágica y de los tesoros perdidos… pero Nimue aún creía en esa magia y, por ella, no expresé mi falta de fe; aquel día soleado en la Dumnonia de Arturo me pareció que Britania forjaba su camino para salir de la oscuridad a la luz, del caos al orden y de la barbarie a la ley. Todo debido a Arturo; tal era su Camelot.
Sin embargo, Nimue no se equivocaba. La olla mágica no se había perdido y tanto ella como Merlín aguardaban el horror que desataría.