Más tarde comprendí que todas las estratagemas ideadas para provocar el ataque de Aelle y las buenas viandas sacrificadas para tentarlo habían sido en vano, pues el Bretwalda debía de saber que Cerdic estaba en camino, pero no para luchar contra nosotros sino contra sus congéneres sajones. Ciertamente, Cerdic se proponía unirse a nosotros y Aelle debió de pensar que la mejor combinación para sobrevivir a los dos ejércitos sería vencer primero a Arturo y habérselas después con Cerdic.
Aelle perdió la apuesta. Los jinetes de Arturo lo aplastaron y Cerdic llegó tarde para sumarse al combate, aunque, sin duda, en algún momento, por breve que fuera, el traidor Cerdic debió de sentir la tentación de atacar a Arturo. Un ataque relámpago habría acabado con nosotros y, ciertamente, una semana de campaña habría liquidado al destrozado ejército de Aelle; así Cerdic se habría convertido en amo y señor de todo el sur de Britania. Con toda certeza sentiría la tentación de hacerlo, pero vaciló. Contaba con menos de trescientos hombres, más que suficientes para haber arrollado a los pocos britanos que quedaban en la cima de la loma, pero el cuerno de plata de Arturo sonó una y otra vez y a su llamada salió de entre los árboles suficiente caballería pesada como para hacer una convincente exhibición de valentía en el flanco norte de Cerdic. El caudillo sajón nunca se había enfrentado a los grandes brutos en la batalla; la sola estampa que componían le hizo detenerse a pensar, tiempo suficiente para que Sagramor, Agrícola y Cuneglas organizaran una barrera de escudos en la cima de la loma. Era una defensa peligrosamente escasa porque muchos de los nuestros perseguían aún a los guerreros de Aelle o saqueaban su campamento en busca de víveres.
Los que quedábamos en la baja cima nos preparamos para una batalla poco prometedora, pues nuestro frente, reunido de nuevo a toda prisa, era mucho menor que el de Cerdic. En aquellos momentos, todavía no sabíamos que se trataba del ejército de Cerdic; al principio dimos por supuesto que eran refuerzos del propio Aelle que se unían tardíamente a la batalla; la enseña que desplegaron, una calavera de lobo pintada de rojo y adornada con una piel humana curtida, carecía de significado para nosotros. La enseña habitual de Cerdic consistía en un par de colas de caballo atadas a un fémur cruzado sobre un palo, pero sus magos habían inventado el nuevo símbolo que nos confundió momentáneamente. Cuando Arturo volvió con sus jinetes a la cima de la loma, empezaron a llegar más hombres que abandonaban la persecución de los soldados de Aelle para engrosar nuestra barrera. Pasó al trote entre nuestras filas y recuerdo que tenía el manto blanco manchado de sangre.
—¡Morirán como los demás! —nos animaba, con Excalibur ensangrentada en la mano—. ¡Morirán como los demás!
Entonces, de la misma forma que el ejército se había abierto para dar paso a Aelle, se abrió la nueva formación sajona para dar paso a sus jefes, que se acercaron a nosotros. Tres se aproximaron a pie y seis a caballo, refrenando las monturas para mantener el paso con los de a pie. Unos de los que caminaban portaba la truculenta enseña del cráneo de lobo; otro izó un segundo pendón que arrancó una contenida exclamación de asombro de nuestro ejército. Al oír la exclamación, Arturo se dio la vuelta en su yegua y se quedó mirando horrorizado a los hombres que se acercaban.
Dicho pendón mostraba un águila pescadora con un pez entre las garras. Era el distintivo de Lancelot y en aquel momento lo identifiqué entre los seis jinetes. Venía espléndidamente ataviado con su blanca armadura esmaltada y su casco con alas de cisne, flanqueado por los dos hijos gemelos de Arturo, Amhar y Loholt. Dinas y Lavaine cabalgaban detrás vestidos de druidas, y Ade, la amante pelirroja de Lancelot, portaba la bandera del rey de Siluria.
Sagramor se había colocado a mi lado y me miró para cerciorarse de que los dos veíamos lo mismo; luego escupió al suelo.
—¿Malla está a salvo? —le pregunté.
—A salvo y entera —contestó, satisfecho de mi interés. Volvió a mirar a Lancelot, que ya estaba más cerca—. ¿Entiendes lo que está pasando?
—No. —Ninguno de nosotros lo entendía.
Arturo envainó a Excalibur y se dirigió a mí.
—¡Derfel! —me llamó para que hiciera de intérprete, y luego hizo señas a los demás jefes en el momento en que Lancelot se separaba del resto de la delegación y animaba emocionado a su caballo colina arriba, hacia nosotros.
—¡Aliados! —le oí gritar, y señaló hacia los sajones—. ¡Aliados! —exclamó de nuevo, y su caballo se acercó a Arturo.
Arturo no dijo nada. Se limitó a mantener quieto a su caballo mientras Lancelot se esforzaba por dominar a su negro semental.
—¡Aliados! —gritó por tercera vez—. Es Cerdic —añadió en tono exaltado, señalando con gestos al rey sajón que caminaba lentamente hacia nosotros.
—¿Qué has hecho? —preguntó Arturo en voz baja.
—¡Traigo aliados! —replicó Lancelot satisfecho, y me miró de soslayo—. Cerdic tiene su propio intérprete —añadió con desprecio.
—¡Derfel se queda! —replicó Arturo con la voz repentinamente impregnada de ira. Entonces recordó que Lancelot era un rey y suspiró—. ¿Qué habéis hecho, lord rey? —volvió a preguntar.
Dinas, que se había adelantado con los demás jinetes, cometió la torpeza de responder en lugar de Lancelot.
—¡Hemos conseguido la paz, señor! —dijo con su lóbrega voz.
—¡Idos! —rugió Arturo, asustando y asombrando al par de druidas con su furor. Siempre lo habían visto como hombre sereno, paciente y procurador de paz, no sospechaban ni remotamente que fuera capaz de tanta rabia. Pero esa rabia no era nada comparada con la furia que lo había devorado en el valle del Lugg, cuando el moribundo Gorfyddyd llamó ramera a Ginebra, aunque de todas formas no dejaba de ser impresionante—. ¡Idos! —gritó a los nietos de Tanaburs—. Esta reunión es de lores. ¡Y vosotros idos también! —añadió, señalando a sus hijos. Aguardó a que los acompañantes de Lancelot se hubieran retirado y se dirigió nuevamente al rey de Siluria—. ¿Qué habéis hecho? —preguntó por tercera vez con voz desabrida.
Lancelot se sintió herido en su dignidad y se puso tenso.
—He conseguido la paz —contestó con acritud—. He evitado que Cerdic os atacara. He hecho lo que he podido por ayudaros.
—Lo que habéis hecho —replicó Arturo enfadado, pero en voz tan baja que ninguno de los que rodeaban a Cerdic pudo apreciarlo— es librar el combate de Cerdic. Acabamos de destruir a Aelle, ¿en qué posición queda Cerdic ahora? ¡Es dos veces más poderoso que antes! ¡Eso es lo que habéis conseguido! ¡Que los dioses nos asistan! —Con tales palabras, movió las riendas en dirección a Lancelot, un insulto sutil, se bajó del caballo, se alisó el ensangrentado manto y se quedó mirando a los sajones altivamente.
Aquélla fue la primera vez que vi a Cerdic y, aunque los bardos lo pintan como un demonio de pezuñas hendidas y mordacidad de serpiente, era en realidad un hombre de baja estatura, ligeramente gordo, de cabellos finos y rubios recogidos en un moño en la nuca. Tenía el cutis muy claro, la frente ancha y el mentón estrecho y bien rasurado. Los labios eran finos, la nariz puntiaguda y los ojos claros como el agua del rocío. Aelle no ocultaba sus emociones, sin embargo, a primera vista, me pareció que Cerdic controlaba sus pensamientos y no permitía que se traslucieran en sus expresiones. Llevaba cota romana, calzones de lana y una capa de piel de zorro. Tenía un aspecto pulcro y preciso; ciertamente, de no ser por el oro que lucía en el cuello y en las muñecas, lo habría tomado por un escribano. Sin embargo, no miraba como un amanuense; sus ojos claros no perdían detalle de nada ni revelaban nada.
—Soy Cerdic —se presentó solo, en voz baja.
Arturo se hizo a un lado para que Cuneglas se presentara también y Meurig insistió en tomar parte en la conversación. Cerdic miró a ambos, le parecieron poco importantes y volvió a dirigirse a Arturo.
—Te traigo un regalo —dijo, al tiempo que tendía la mano hacia el jefe que lo acompañaba, el cual le entregó un cuchillo con empuñadura de oro que Cerdic ofreció a Arturo.
—Ese regalo —traduje las palabras de Arturo— debe ser entregado a nuestro rey Cuneglas.
Cerdic se puso la hoja en la palma y cerró la mano. Sin dejar de mirar a Arturo a los ojos, la abrió de nuevo y había sangre.
—El regalo es para Arturo —insistió.
Arturo lo tomó con un nerviosismo poco común en él; tal vez temiera algún efecto mágico del acero ensangrentado o que el hecho de aceptar el presente le hiciera cómplice de las ambiciones de Cerdic.
—Dile al rey —me pidió— que no tengo presentes para él.
Cerdic sonrió glacialmente y me imaginé lo que el lobo debe de parecer al cordero extraviado.
—Dile a lord Arturo que él me ha dado el regalo de la paz —me pidió.
—Pero ¿y si prefiero la guerra? —preguntó Arturo en tono desafiante—. ¡Aquí y ahora! —Señaló a la cima de la loma, donde nuestros lanceros seguían congregándose a toda prisa, de modo que nuestro número igualaba ya el de los contingentes de Cerdic.
—Dile —me ordenó Cerdic— que tengo más hombres que estos que veis —dijo, refiriéndose a su barrera de escudos, que nos observaba— y que el rey Lancelot me ha dado la paz en nombre de Arturo.
Se lo traduje a Arturo y vi que se le movía un músculo de la cara, aunque mantuvo la ira bajo control.
—Dentro de dos días —dijo, no como una invitación sino como una orden— nos reuniremos en Londres. Allí discutiremos los términos de la paz.
Se colocó el cuchillo ensangrentado en el cinto y, cuando terminé de traducir sus palabras, me llamó. No esperó a escuchar la respuesta de Cerdic sino que me llevó loma arriba hasta que ninguna de las dos delegaciones podía oírnos. Fue entonces cuando me vio el hombro herido.
—¿Es grave? —se interesó.
—Sanará —respondí. Arturo se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo.
—Lo que Cerdic quiere —me dijo abriéndolos de nuevo— es reinar en toda Lloegyr. Pero si se lo permitimos, tendremos un solo enemigo temible en vez de dos más débiles. —Dio unos pasos en silencio entre los muertos sembrados durante el ataque de Aelle—. Antes de esta guerra —continuó con amargura— Aelle era poderoso y Cerdic, un estorbo; tras el triunfo sobre Aelle, habríamos podido volvernos contra Cerdic. Ahora, es justo al revés. Aelle se ha debilitado pero Cerdic es poderoso.
—Pues luchemos ahora contra él —dije. Me miró con cansados ojos castaños.
—Sé sincero, Derfel —dijo en voz baja—, no fanfarronees. ¿Ganaríamos si nos enfrentáramos con él?
Miré al ejército de Cerdic. Mantenía una formación compacta, listo para atacar, mientras que nuestros hombres estaban cansados y hambrientos, pero los de Cerdic nunca se habían enfrentado a los jinetes de Arturo.
—Creo que ganaríamos, señor —respondí sinceramente.
—Yo también, aunque sería una batalla dura, Derfel, y terminaríamos con más de cien heridos a los que tendríamos que devolver a casa, mientras que los sajones reunirían hasta la última guarnición que tengan en Lloegyr para luchar contra nosotros. Podríamos vencer a Cerdic aquí, pero jamás llegaríamos vivos a casa. Nos hemos adentrado mucho en Lloegyr. —Hizo un gesto de estremecimiento al recordarlo—. Y si nos debilitamos luchando contra Cerdic, ¿crees que Aelle no nos prepararía una emboscada en el camino de regreso? —Un repentino acceso de violencia lo estremeció—. ¿En qué estaría pensando Lancelot? ¡No podemos aliarnos con Cerdic! Se adueñará de la mitad de Britania, se volverá contra nosotros y tendremos un enemigo sajón dos veces más fuerte que antes. —Soltó una maldición, cosa inusual en él, y se rascó la huesuda cara con la mano enguantada—. Bueno, se ha estropeado el cocido —añadió con amargura—, pero aun así hemos de comérnoslo. La única respuesta es dejar a Aelle con fuerza suficiente como para que Cerdic siga temiéndolo, de modo que reúne a seis de mis jinetes y ve en su busca. Encuéntralo, Derfel, entrégale este desdichado objeto como regalo —me entregó el cuchillo de Cerdic con brusquedad—, límpialo antes —añadió irritado— y llévale también la piel de oso. La encontró Agravain. Dáselo como un segundo presente y dile que acuda a Londres. Dile que, por mi honor, su vida no correrá peligro y que es la única oportunidad que tiene de quedarse con algunas tierras. Cuentas con dos días, Derfel, de modo que encuéntralo.
Dudé, no porque no estuviera de acuerdo sino porque no comprendía la necesidad de que Aelle compareciera en Londres.
—Porque —me explicó Arturo en tono cansino— no puedo quedarme en Londres mientras Aelle anda suelto por Lloegyr. Aunque haya perdido a su ejército aquí, cuenta con guarniciones suficientes como para formar otro y, mientras aclaramos la situación con Cerdic, él podría devastar la mitad de Dumnonia. —Se volvió y miró torvamente a Lancelot y a Cerdic. Creí que iba a maldecir de nuevo, pero se limitó a suspirar de agotamiento—. Pienso instaurar la paz, Derfel. Bien saben los dioses que no es la que yo quería, pero tal vez logremos hacerlo bien. Ahora, vete amigo mío. Vete.
Antes de partir, me tomé el tiempo justo para asegurarme de que Issa haría lo pertinente para la incineración del cuerpo de Cavan y que buscaría un lago y arrojaría a sus aguas la espada del irlandés; después, cabalgué hacia el norte tras el rastro del ejército vencido.
Mientras tanto, Arturo, malogrados sus planes por causa de un necio, marchaba hacia Londres.
Mucho había soñado yo con ver Londres, pero ni en mis más desmesuradas visiones me había aproximado a la realidad. Pensaba que sería como Glevum, un poco mayor, tal vez, pero igualmente una plaza con altos edificios en torno a un espacio abierto, callejuelas pequeñas detrás y una muralla de tierra alrededor, pero en Londres había seis espacios abiertos, cada uno con sus casas de columnas, sus templos con arcadas y sus palacios de ladrillo. Las viviendas normales, que en Glevum o Durnovaria eran bajas y con tejado de paja, se elevaban dos o tres pisos. Muchas se habían derrumbado con el paso del tiempo, pero la mayoría conservaban todavía su techumbre de tejas y sus empinadas escaleras de madera. Pocos habíamos visto alguna vez escaleras dentro de las casas y, el primer día que pasamos allí, muchos se lanzaron escaleras arriba a contemplar el panorama desde los pisos más altos. Uno de los edificios se derrumbó bajo el peso de tantos hombres y, a partir de aquel momento, Arturo prohibió que volvieran a subir.
La fortaleza de Londres, mayor que la de Caer Sws, no era sino el bastión noroccidental de la muralla de la ciudad. Albergaba en su interior doce barracones mayores que salones de festejos construidos de pequeños ladrillos rojos. Al lado de la fortaleza se levantaban un anfiteatro, un templo y una de las diez casas de baños de la ciudad. Otras ciudades contaban con servicios semejantes, claro está, pero en Londres todo era más alto y espacioso. El anfiteatro de Durnovaria, una construcción de tierra cubierta de hierba, siempre me había parecido impresionante, hasta que vi el de Londres, donde habrían cabido cinco como el de Durnovaria. La muralla de la ciudad no era de tierra sino de piedra y, aunque Aelle había dejado que algunas partes se derrumbaran, no dejaba de ser una formidable barrera en cuya cúspide se hallaban en aquel momento los victoriosos hombres de Cerdic. Éste mismo había ocupado la ciudad y la presencia de sus pendones de calaveras indicaba que tenía intenciones de quedársela.
En la orilla del río veíase también un muro de piedra, construido en principio como protección contra los piratas sajones. Tenía aberturas por donde se accedía a diferentes muelles; una de ellas se convertía en un canal que se adentraba hasta un gran jardín, en medio del cual se levantaba un palacio. Aún se veían bustos y estatuas en el palacio, largos corredores de azulejos y una gran sala de columnas donde supuse que antaño se reunirían nuestros gobernadores romanos. En aquellos momentos caía agua por las paredes pintadas, los azulejos del suelo estaban rotos y el jardín era una maraña de malas hierbas, pero aún se percibía la gloria, aunque no fuera más que una sombra. La ciudad entera era la sombra de su antigua gloria. Ninguno de los baños de la ciudad continuaba en funcionamiento. Las piscinas estaban vacías y resquebrajadas, las calderas, frías, y el mosaico del suelo se había pandeado y agrietado por el efecto de las heladas y la maleza. Las calles empedradas se habían convertido en caminos de barro pero, a pesar de la decadencia, la ciudad seguía siendo enorme y magnífica. Me hizo pensar en lo que sería Roma. Galahad me dijo que Londres no era más que una aldea en comparación, que el anfiteatro de Roma era veinte veces mayor que el de Londres, pero no di crédito a sus palabras, pues apenas creía siquiera que el que tenía delante fuera realidad. Parecía obra de colosos.
A Aelle no le gustaba la ciudad y no deseaba vivir allí, de modo que su única población era un puñado de sajones y unos cuantos britanos que se habían sometido a la dominación sajona. Algunos de aquellos britanos aún medraban. La mayoría eran mercaderes que comerciaban con los galos, sus grandes casas se levantaban a orillas del río y sus almacenes se alzaban al resguardo de sus propios muros, vigilados por sus propios soldados, pero la mayor parte de la ciudad estaba abandonada. Era una urbe moribunda, entregada al dominio de la ratas, la que antaño había ostentado el título de Augusta. Antiguamente se la llamaba Londres la Magnífica y en las aguas de su río flotaban numeroso mástiles de galeras; pero en aquel momento era un habitáculo de fantasmas.
Aelle fue conmigo a Londres. Lo encontré a medio día de marcha al norte de la ciudad. Se había refugiado en un fuerte romano y trataba de volver a reunir un ejército. Al principio no se fió de mi mensaje. Me gritó, me acusó de utilizar la brujería para vencerlo, luego me amenazó con matarme, a mí y a mi escolta, pero tuve la sensatez de esperar pacientemente a que se le pasara el mal humor y, al cabo de un rato, se calmó. Arrojó a lo lejos el cuchillo de Cerdic con rabia, pero recibió con alegría la capa de piel de oso que le devolví. En realidad, en ningún momento me sentí verdaderamente en peligro, pues me pareció que me apreciaba y, ciertamente, vencida la primera rabia, me rodeó los hombros con su pesado brazo y me llevó de paseo por las murallas.
—¿Qué quiere Arturo? —me preguntó.
—Paz, lord rey. —El peso de su brazo me hacía daño en el hombro herido, pero no me atreví a protestar.
—¡Paz! —escupió la palabra como si de un trozo de carne envenenada se tratara, pero sin rastro del sarcasmo que había utilizado para rechazar la paz de Arturo antes de la batalla del valle del Lugg. Entonces, Aelle era más fuerte y podía permitirse la exigencia de un precio más elevado. Sin embargo, acababa de sufrir una humillación y lo sabía—. Nosotros, los sajones —dijo— no estamos hechos para la paz. Nos alimentamos del grano de nuestros enemigos, nos cubrimos con su lana, nos deleitamos con sus mujeres. ¿Qué atractivo tiene la paz para nosotros?
—La oportunidad de rehacer vuestras fuerzas, lord rey; de otro modo, será Cerdic quien se alimente de vuestro grano y se cubra con vuestra lana.
—También le gustarían las mujeres —comentó con una sonrisa. Me había librado de su brazo y miraba fijamente hacia el norte, más allá de los campos—. Tendré que entregar tierras —gruñó.
—Pero si escogéis la guerra, lord rey —dije—, el precio será mayor. Os enfrentaréis a Arturo y a Cerdic y tal vez terminéis sin tierra ninguna, salvo la hierba que crezca sobre vuestra tumba.
Se volvió hacia mí con una mirada astuta.
—Arturo sólo quiere la paz para que sea yo quien se enfrente a Cerdic.
—Naturalmente, lord rey —repliqué. Se rió por mi sinceridad.
—Y si no acudo a Londres —dijo—, me cazaréis como a un perro.
—Como a un gran oso, lord rey, cuyos colmillos aún están afilados.
—Hablas igual que luchas, Derfel. Bien. —Había ordenado a sus magos que hicieran una cataplasma de musgo y telarañas para que me la aplicaran a la herida mientras él consultaba a su consejo. La consulta no duró mucho, pues Aelle sabía que no tenía dónde escoger. Así pues, a la mañana siguiente, marchamos juntos por la calzada romana que volvía a la ciudad. Quiso llevarse una escolta de sesenta lanceros—. Aunque confiéis en Cerdic —me advirtió—, no hay promesa que no haya roto. Díselo a Arturo.
—Decídselo vos, lord rey.
Aelle y Arturo se reunieron en secreto la noche anterior a la negociación prevista con Cerdic, y aquella misma noche arreglaron la paz entre ellos en sus propios términos. Aelle tuvo que renunciar a mucho, tuvo que entregar grandes parcelas de tierra de la frontera de poniente y tuvo que avenirse a devolver a Arturo todo el oro que éste le había entregado el año anterior, y más aún. A cambio, Arturo le prometió cuatro años seguidos de paz y su apoyo si Cerdic no firmaba el acuerdo al día siguiente. Se abrazaron, una vez acordada la paz y, después, mientras volvíamos a nuestro campamento fuera de los muros de la ciudad, Arturo sacudió la cabeza con pesadumbre.
—No es bueno reunirse con el enemigo cara a cara —me comentó—, menos aún cuando se sabe que algún día habremos de destruirlo. O es así o los sajones tendrán que someterse a nosotros, y no lo harán. No lo harán.
—Tal vez sí.
—Derfel, sajones y britanos no se mezclan.
—Yo soy mezcla, señor —repliqué. Arturo se echó a reír.
—Pero si tu madre no hubiera sido prisionera, Derfel, te habrías criado como sajón y seguramente en estos momentos estarías en el ejército de Aelle. Serías el enemigo, adorarías a los dioses sajones, soñarías lo que ellos sueñan y codiciarías nuestras tierras. Esos sajones necesitan mucho espacio.
Pero al menos habíamos acorralado a Aelle y, al día siguiente, en el gran palacio que había junto al río, nos reuniríamos con Cerdic. Aquel día brillaba el sol, se reflejaba en el canal donde antaño amarraba el gobernador de Britania su nave fluvial. Los brillantes reflejos del sol escondían la espuma, el barro y la suciedad que obstruían el canal, pero nada paliaba el hedor de sus aguas residuales.
Cerdic reunió previamente al consejo y, mientras discutían, los britanos nos reunimos en una sala más elevada que la muralla desde la que se veía el agua; en el techo, decorado con curiosos seres mitad mujer y mitad pez, se reflejaban los luminosos destellos del río. Nuestros lanceros se apostaron en todas las puertas y ventanas para que nadie pudiera oírnos.
Allí estaba Lancelot, a quien se había permitido acudir con Dinas y Lavaine. Los tres mantenían aún lo ventajoso de la paz ganada con Cerdic, pero sólo Meurig les prestó apoyo, pues los demás nos mostramos furiosos ante su resentida rebeldía. Arturo escuchó nuestras protestas por un tiempo, hasta que nos interrumpió para decir que nada se resolvería discutiendo el pasado.
—Lo hecho, hecho está —dijo—, pero tengo que saber una cosa. —Miró a Lancelot—. Prometedme que no os habéis comprometido a nada con Cerdic.
—Le he dado la paz —insistió Lancelot— y le insinué que os apoyara en la lucha contra Aelle. Eso es todo.
Hallábase Merlín sentado en la ventana sobre el río. Había adoptado a un gato que vagaba por el palacio y en aquel momento lo tenía en el regazo y lo acariciaba.
—¿Qué quería Cerdic? —preguntó con suavidad.
—La derrota de Aelle.
—¿Sólo? —inquirió Merlín sin esforzarse por ocultar su incredulidad.
—Sólo —ratificó Lancelot—, nada más que eso. —Todos lo observábamos. Arturo, Cuneglas, Meurig, Agrícola, Sagramor, Galahad, Culhwch y yo. Ninguno decía nada pero todos lo mirábamos—. ¡No quería nada más! —insistió Lancelot, y en aquel momento se me antojó un niño diciendo puras mentiras.
—¡Cosa extraordinaria en un rey! —exclamó Merlín plácidamente—. Pedir tan poco… —Empezó a hacer cosquillas al gato en las patas con la punta de una trenza de la barba—. ¿Y tú qué pediste? —preguntó con igual suavidad que antes.
—La victoria de Arturo —declaró Lancelot.
—¿Acaso no creías que Arturo pudiera vencer por sus propios medios? —dijo Merlín sin dejar de jugar con el gato.
—Pretendía asegurársela —contestó Lancelot—. ¡Sólo quería ayudar! —Echó una mirada en torno en busca de apoyo tácito, pero no halló sino el del jovial Meurig—. Si no deseáis la paz con Cerdic —dijo con suficiencia—, ¿por qué no peleáis ahora contra él?
—Lord rey, la razón es que vos mismo habéis utilizado mi nombre como garantía de la tregua —replicó Arturo con paciencia—, y además, mi ejército se encuentra ahora a muchas jornadas de casa y el camino está plagado de hombres de Cerdic. Si no hubierais hecho ese trato —siguió explicando amablemente—, la mitad de su ejército estaría en la frontera vigilando a vuestros hombres y yo habría podido marchar hacia el sur y atacar a la otra mitad. Pero, tal como están las cosas —añadió con un encogimiento de hombros—, ¿qué nos pedirá Cerdic en el día de hoy?
—Tierra —respondió Agrícola con firmeza—, es lo que siempre quieren los sajones. Tierra, tierra y más tierra. No quedarán satisfechos hasta que posean hasta el último palmo de tierra del mundo, y entonces empezarán a buscar otros mundos que someter a su arado.
—Tendrá que conformarse —dijo Arturo— con las tierras que le ha quitado a Aelle. De nosotros nada obtendrá.
—Tenemos que exigirle algo —dije, interviniendo por primera vez—, las tierras que nos robó el año pasado. —Tratábase de una franja de buen terreno a orillas del río en la frontera meridional, una zona fértil y rica que corría desde los altos páramos hasta el mar. Había pertenecido a Melwas, el rey de los belgas, vasallo de Dumnonia, a quien Arturo había desterrado a Isca; lamentábamos mucho la pérdida de dicha franja porque suponía un peligroso acercamiento de Cerdic a las ricas propiedades de Durnovaria y permitía que sus naves se situaran muy cerca, a pocos minutos de Ynys Wit, la gran isla situada frente a nuestras costas que los romanos llamaban Vectis. Hacía ya un año que los sajones de Cerdic hacían correrías tremendas en Ynys Wit, y sus habitantes no cesaban de pedir lanceros a Arturo para que protegieran sus propiedades.
—Esas tierras tienen que devolvérnoslas —me apoyó Sagramor. Había dado las gracias a Mitra por devolverle a su mujer sana y salva dejando una espada cobrada en el combate en el templo londinense del dios.
—Dudo —terció Meurig— que Cerdic haya acordado la paz a cambio de ceder tierras.
—Tampoco nosotros nos hemos lanzado a la guerra para ceder terreno —replicó Arturo furioso.
—Pensé, y perdonadme —insistió Meurig provocando un contenido murmullo de protesta en toda la sala por insistir en sus teorías—, pero habéis manifestado, ¿no es cierto?, que no podíais continuar con la guerra por hallaros lejos de casa. Y sin embargo ahora, por una estrecha franja de tierra, ¿estáis dispuesto a arriesgar la vida de todos? Espero no estar comportándome neciamente —chasqueó la lengua para demostrar que había hecho una broma—, pero no alcanzo a comprender cómo es que nos arriesgamos con lo único que no podemos permitirnos.
—Lord príncipe —contestó Arturo con suavidad— si aquí somos débiles, no debemos mostrarlo, porque acabaríamos muertos. No acudimos a la reunión con Cerdic dispuestos a ceder ni un palmo, acudimos con exigencias.
—¿Y si se niega? —inquirió Meurig soliviantado.
—En tal caso, la retirada será difícil —admitió Arturo con calma. Miró por la ventana que daba al patio de armas—. Parece que nuestro enemigo está preparado para recibirnos. ¿Vamos allá?
Merlín se quitó al gato del encima y se levantó apoyándose en la vara.
—¿No os importa si no os acompaño? —preguntó—. Estoy muy viejo para soportar todo un día de negociaciones, tanta bravuconería y tanta ira. —Se sacudió de la túnica los pelos del gato y se volvió lentamente hacia Dinas y Lavaine—. ¿Desde cuándo llevan espada los druidas? —preguntó en tono reprobatorio—. ¿Y desde cuándo sirven a reyes cristianos?
—Desde que decidimos ambas cosas —respondió Dinas. Los gemelos, que eran casi tan altos como Merlín y mucho más corpulentos, le sostuvieron la mirada retadoramente.
—¿Quién os nombró druidas? —preguntó Merlín.
—El mismo poder que te nombró a ti —replicó Lavaine.
—¿Y qué poder es ése? —prosiguió Merlín y, como los gemelos no respondieran, se burló de ellos—. Al menos sabéis poner huevos de zorzal. Supongo que tales triquiñuelas engañan a los cristianos. ¿Siempre convertís su vino en sangre y su pan en carne?
—Utilizamos nuestra magia —dijo Dinas— y también la suya. Ya no estamos en la antigua Britania sino en una Britania nueva con nuevos dioses. Mezclamos su magia con la antigua. Tenéis mucho que aprender de nosotros, lord Merlín.
Merlín escupió en respuesta a tal consejo y después, sin más palabras, salió de la sala. Dinas y Lavaine no se inmutaron por su hostilidad. Poseían un temple extraordinario.
Seguimos a Arturo hasta la gran sala de columnas donde, tal como Merlín había previsto, llovieron bravuconadas y demostraciones de ira, gritos y zalamerías. Al principio, casi todo el alboroto lo armaron Cerdic y Aelle, mientras que Arturo, unas veces sí y otras no, mediaba entre ambos; pero ni siquiera él logró impedir que Cerdic aumentara sus tierras a expensas de Aelle. Se quedó con Londres y ganó el valle del Támesis amén de grandes extensiones de feraces vegas río arriba. El reino de Aelle quedó reducido en un cuarto, pero aun así poseía un reino y se lo debía a Arturo. Sin embargo, no se lo agradeció sino que abandonó la sala tan pronto como terminaron las conversaciones y partió de Londres aquel mismo día como un gran oso herido que se retira a su guarida.
Aelle partió a media tarde y Arturo, conmigo como intérprete, sacó a relucir el tema de los terrenos de los belgas que Cerdic había conquistado el año anterior, y siguió exigiendo la devolución de tales dominios mucho más tiempo del que cualquiera de nosotros habría sido capaz de soportar. No amenazó con nada, se limitó a reiterar su petición una y otra vez hasta que Culhwch cayó dormido, Agrícola bostezaba y yo me cansé de quitarle veneno a las reiteradas negativas de Cerdic. Pero Arturo siguió insistiendo. Intuía que Cerdic necesitaba tiempo para consolidar las nuevas propiedades entregadas por Aelle y manifestó que no dejaría en paz a Cerdic a menos que le devolviera las tierras ribereñas. Cerdic amenazó con enfrentarse con nosotros en Londres, pero Arturo le reveló al fin que acudiría a Aelle en busca de apoyo si había un combate de esa índole, y Cerdic sabía que no podría enfrentarse a ambos ejércitos a la vez.
Era casi de noche cuando Cerdic dio por fin su brazo a torcer. No cedió de buen grado sino que, a regañadientes, manifestó que discutiría el asunto con su consejo privado. Así pues, despertamos a Culhwch y salimos al patio de armas y, desde allí, por una puerta pequeña de la muralla del río, llegamos a un muelle desde el cual contemplamos las oscuras aguas del Támesis. Casi nadie hablaba, aunque Meurig, para irritación general, trataba de aleccionar a Arturo sobre la pérdida de tiempo que suponía hacer demandas imposibles; cuando Arturo se negó a discutir, el príncipe fue callándose poco a poco. Sagramor se sentó con la espalda apoyada en la muralla pasando incansablemente una piedra de afilar por la hoja de su espada. Lancelot y los druidas silurios se situaron aparte: tres hombres altos y atractivos, tiesos de soberbia. Dinas miraba los oscuros árboles de la otra orilla mientras su hermano me miraba a mí profunda e inquisitivamente.
Aguardamos una hora; entonces, Cerdic se acercó a la orilla del río.
—Di esto a Arturo —me espetó sin más preámbulos—, que no confío en ninguno de vosotros y no quiero más que eliminaros a todos. Pero le cedo la tierra de los belgas con una condición. Que Lancelot sea nombrado rey de esas tierras, y no un rey vasallo —añadió— sino un rey con todas las prerrogativas de los reyes independientes.
Me quedé mirando los ojos azul grisáceos del rey sajón. La cláusula me dejó tan perplejo que no dije nada, ni siquiera una palabra para confirmar que había entendido el mensaje. De pronto quedó todo tan evidente… Lancelot había hecho un trato con el sajón y Cerdic lo había ocultado con burlonas negativas durante toda la tarde. No tenía pruebas para demostrarlo pero sabía que no podía ser de otro modo. Cuando aparté la mirada de Cerdic vi que Lancelot me vigilaba con expectación. Él no hablaba la lengua de los sajones pero sabía exactamente lo que Cerdic acababa de decir.
—¡Comunícaselo! —me ordenó.
Traduje a Arturo las palabras de Cerdic. Agrícola y Sagramor escupieron asqueados y Culhwch soltó una breve risotada amarga, pero Arturo se limitó a mirarme a los ojos unos segundos que se me antojaron eternos, y finalmente, asintió con cansancio.
—De acuerdo —dijo.
—Abandonaréis este lugar al amanecer —ordenó Cerdic bruscamente.
—Marcharemos dentro de dos días —respondí sin molestarme en consultar con Arturo.
—De acuerdo —replicó Cerdic, y se alejó.
Y así fue como conseguimos la paz con los sais.
No era la paz que Arturo quería. Él deseaba debilitar a los sajones, que sus naves dejaran de licuar del otro lado del mar alemán y que, en uno o dos años más, hubiéramos expulsado de Britania a los restantes por completo. No obstante, paz hubo.
—El destino es inexorable —me dijo Merlín a la mañana siguiente. Lo encontré en el centro del anfiteatro romano, donde se volvió lentamente mirando las filas de asientos de piedra que se elevaban en un círculo completo sobre el ruedo. Había reclutado a cuatro de mis lanceros, que estaban sentados al pie de las gradas y lo observaban, aunque ignoraban qué debían hacer, igual que yo.
—¿Todavía buscáis el último tesoro? —le pregunté.
—Me gusta este recinto —dijo, pasando por alto mi pregunta y girándose a mirar de nuevo el tendido—. Me gusta.
—Creía que odiabais a los romanos.
—¿Yo? ¿Odiar a los romanos? —preguntó, falsamente ofendido—. ¡Cuánto ruego, Derfel, por que mis enseñanzas no pasen a la posteridad tamizadas por el maltrecho cedazo que das en llamar cerebro! ¡Yo amo a toda la humanidad! —declaró pomposamente—, y hasta los romanos son perfectamente aceptables si permanecen en Roma. Ya te dije que estuve en Roma en una ocasión, ¿no es cierto? ¡Llena de catamites y sacerdotes! Allí Sansum se sentiría como en su propia casa. No, Derfel, lo malo de los romanos fue que vinieran a Britania a estropearlo todo, pero no todo lo que hicieron aquí fue tan malo.
—Por lo menos, esto nos lo dieron —dije, refiriéndome a las doce filas de asientos y a la galería saliente desde la cual los lores romanos contemplarían la arena.
—¡Oh, por favor! Ahórrame el discurso de Arturo sobre calzadas, tribunales, puentes y estructuras. —Escupió la última palabra—. ¡Estructuras! ¿Qué es la estructura de la ley, de los caminos y de las plazas fuertes sino un yugo? ¡Los romanos nos domesticaron, Derfel! Nos convirtieron en tributarios, y de una forma tan inteligente que hasta creemos que nos hicieron un favor. Antiguamente caminábamos junto a los dioses, éramos un pueblo libre, pero agachamos la cabeza ante el yugo romano y nos convertimos en tributarios.
—Entonces —pregunté con paciencia—, ¿qué hicieron de bueno los romanos?
—En algún tiempo —contestó con una sonrisa lobuna— llenaban este ruedo de cristianos, Derfel, y les echaban perros. Claro que en Roma lo hacían convenientemente; les echaban leones. Aunque, a la larga, los leones salieron perdiendo, por desgracia.
—He visto un león dibujado —dije con orgullo.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó, sin tomarse la molestia de disimular un bostezo—. ¿Por qué no me lo cuentas? —Tras cerrarme la boca de tal guisa, sonrió—. Yo he visto un león de verdad, una especie de ser desgastado, nada impresionante. Supongo que no le daban alimento apropiado. A lo mejor le echaban adoradores de Mitra, en vez de cristianos. Fue en Roma, naturalmente. Le di un golpe con la vara y el animal bostezó y se rascó una pulga. También vi un cocodrilo, aunque estaba muerto.
—¿Qué es un cocodrilo?
—Algo semejante a Lancelot.
—Rey de los belgas —añadí con acritud.
—¡Ha sido inteligente! ¿Verdad? —comentó riéndose—. No le gustaba Siluria, y ¿quién se lo puede reprochar? Con ese pueblo tan aburrido y esos valles oscuros… no es lugar para Lancelot, pero el país de los belgas sí que le gustará. Allí el sol brilla, abundan los edificios romanos y, lo que es mejor aún, está cerca de su querida amiga Ginebra.
—¿Eso es tan importante?
—¡Qué insincero eres, Derfel!
—No sé qué significa eso.
—Significa, mi ignorante guerrero, que Lancelot maneja a Arturo a su antojo. Toma lo que quiere y hace lo que le da la gana, y puede, porque Arturo tiene esa estúpida conciencia llamada culpabilidad. En ese aspecto, es muy cristiano. ¿Entiendes una religión que te haga sentir culpable? ¡Qué idea tan absurda! Pero Arturo sería un cristiano ejemplar. Cree que estaba obligado por juramento a salvar Benoic y, como no lo consiguió, creyó haber abandonado a Lancelot; mientras le quede la espina de tal culpa, Lancelot seguirá haciendo de su capa un sayo.
—¿Con Ginebra también? —pregunté; la anterior alusión a la amistad entre Lancelot y Ginebra, no exenta de ciertos tintes obscenos, había despertado mi curiosidad.
—Jamás hablo de lo que no sé —replicó Merlín en tono altanero—. Pero conjeturo que Ginebra se ha cansado de Arturo, y no me extraña. Es una criatura inteligente y le gustan los seres inteligentes; Arturo, por mucho que lo amemos, no es complicado. Sus deseos son simples hasta el patetismo: ley, justicia, limpieza. Desea de verdad que todos sean felices, cosa prácticamente imposible. Ginebra, por el contrario, no es tan sencilla. Tú sí, por descontado.
—Entonces ¿Ginebra qué quiere? —pregunté, pasando por alto el insulto.
—Que Arturo sea rey de Dumnonia, naturalmente; y reinar ella a través de él en toda Britania, pero hasta que eso se haga realidad, Derfel, procura divertirse cuanto le sea posible. —Se le puso cara de maldad al ocurrírsele una idea—. Si Lancelot se convierte en rey de los belgas —dijo riendo—, ya verás como Ginebra de pronto piensa que no le gusta su palacio nuevo de Lindinis. Buscará un lugar mucho más cercano a Venta. Ya me dirás si tengo o no tengo razón. —Chasqueó la lengua otra vez—. ¡Qué listos han sido los dos! —añadió con admiración.
—¿Ginebra y Lancelot?
—¡Qué obtuso eres, Derfel! ¿Quién demonios habla de Ginebra? En verdad que tu gusto por las habladurías raya en la indecencia. Me refiero a Lancelot y a Cerdic, naturalmente. ¡Todo un ejemplo de sutil diplomacia! Arturo se encarga de la guerra, Aelle renuncia a una gran porción de terreno, Lancelot se hace con un reino más adecuado y Cerdic dobla su poder y sitúa a Lancelot de vecino en la costa en lugar de Arturo. ¡Sublime! ¡Cómo medran los malvados! Me gusta comprobarlo. —Sonrió y se volvió en el mismo momento en que Nimue aparecía por uno de los dos túneles que conducían por debajo de las graderías hasta el ruedo. Andaba presurosa por el suelo lleno de hierbajos, con una expresión anhelante en el rostro. Su ojo de oro, que tanto amedrentaba a los sajones, refulgió bajo el sol de la mañana.
—¡Derfel! —exclamó—. ¿Qué se hace con la sangre de toro?
—No lo confundas —dijo Merlín—, esta mañana lo encuentro más necio que de costumbre.
—En Mitra —insistió con vehemencia—. ¿Qué se hace con la sangre?
—Nada —respondí.
—Se mezcla con avena y grasa —replicó Merlín—, y se hacen postres.
—¡Dímelo! —insistió Nimue.
—Es un secreto —respondí cohibido.
Merlín lanzó un silbido al oír la respuesta.
—¿Secreto? ¡Secreto! ¡Oh, gran Mitra —exclamó con una voz que retumbó por todas las gradas—, el de la espada afilada en la cima de las montañas, el de la punta de lanza forjada en las profundidades del océano, el del escudo que hace palidecer a las más fulgurantes estrellas, escúchanos! ¿Continúo, dilectísimo hijo? —me preguntó. Acababa de recitar la invocación con que empezábamos las reuniones y que formaba parte, teóricamente, de los ritos secretos. Con un gesto burlón dejó de mirarme—. Tienen un pozo, querida Nimue —le dijo— tapado con una reja de hierro, y la pobre bestia agoniza desangrándose en el pozo y luego mojan las puntas de las lanzas en la sangre, se emborrachan y creen que han hecho algo importante.
—Eso me parecía —dijo Nimue, y sonrió—. No hay pozo.
—¡Querida niña! —exclamó Merlín rezumando admiración—. ¡Querida niña! ¡A trabajar! —Se alejó deprisa.
—¿Adónde vas? —le pregunté a voces, pero se limitó a despedirse con un ademán y siguió caminando; con una seña, indicó a mis ociosos lanceros que lo acompañaran. Los seguí y no hizo nada por impedírmelo. Salimos por un túnel a una de las extrañas calles de altos edificios, luego hacia poniente, en dirección a la gran fortaleza que formaba el bastión noroccidental de las murallas de la ciudad y, justo al lado de la fortaleza, construido contra la misma muralla, había un templo.
Seguí a Merlín al interior.
Era una bonita edificación; larga, oscura, estrecha y alta, con altos techos pintados que se apoyaban en dos hileras gemelas de siete pilares cada una. El templo servía de almacén en aquellos momentos, pues en uno de los pasillos laterales se amontonaban balas de lana y pieles en abundancia, aunque debían de frecuentarlo algunos adoradores porque, en un extremo, descubrí una estatua de Mitra con su curioso sombrero suelto y otras estatuas menores frente a los pilares de forma de flauta. Supuse que los fieles que allí orasen serían descendientes de los moradores romanos que prefirieron quedarse en Britania cuando las legiones marcharon y, al parecer, habían abandonado gran parte de sus antiguos dioses, Mitra incluido, porque las pocas ofrendas de flores, viandas y teas goteantes de juncos se apiñaban en torno a tres únicas estatuas. Dos eran elegantes tallas de deidades romanas, pero la tercera era un ídolo britano: un fálico bloque de piedra lisa con una cara brutal de grandes ojos tallada en la punta; era la única que estaba manchada de sangre seca; la única ofrenda que había junto a la estatua de Mitra era la espada sajona que Sagramor ofreció por la recuperación de Malla. Era un día de sol pero al templo sólo llegaba una tenue claridad que se colaba por un agujero del tejado, de donde habían desaparecido algunas tejas. En realidad el templo debía estar a oscuras, pues Mitra había nacido en una gruta y en la oscuridad de una gruta lo adorábamos.
Merlín golpeó las losas del suelo con la vara hasta que se detuvo por fin cerca del final de la nave, cerca de la estatua de Mitra.
—¿Es aquí donde mojáis las lanzas, Derfel? —me preguntó.
Di unos pasos hacia el pasillo lateral donde estaban los pellejos y la lana.
—Aquí —dije, señalando un pozo poco profundo medio oculto por uno de los montones de pellejos.
—¡No digas sandeces! —replicó Merlín—. ¡Ése lo han hecho más tarde! ¿Crees de verdad que guardas los secretos de tu patética religión?
Golpeó nuevamente el suelo al pie de la estatua y luego probó en otro punto a pocos pasos de distancia; dedujo que el sonido no era el mismo en los dos lugares, así que volvió a golpear el primero, el que estaba al pie de la estatua.
—Cavad aquí —ordenó a mis lanceros.
La perspectiva del sacrilegio me hizo temblar.
—Hila no debería estar presente, señor —dije, refiriéndome a Nimue.
—Una palabra más, Derfel, y te convierto en un erizo artrítico. ¡Levantad esas losas! —gritó, dirigiéndose a mis hombres—. ¡Usad las lanzas a modo de palanca, inútiles! ¡Vamos! ¡Trabajad!
Me senté junto al ídolo britano, cerré los ojos y rogué a Mitra que me perdonara el sacrilegio. Luego rogué por Ceinwyn y por que la criatura que llevaba en el vientre continuara con vida, y seguía rezando por mi hijo que no había nacido aún, cuando la puerta del templo se abrió y unas botas resonaron fuertemente en las losas. Abrí los ojos, volví la cabeza y vi que Cerdic había entrado en el templo.
Acudió con veinte lanceros, con su intérprete y, lo que fue más sorprendente, con Dinas y Lavaine.
Me puse de pie como pude y rocé los huesos del pomo de Hywelbane para que me dieran suerte mientras el rey sajón avanzaba despacio por la nave.
—Esta ciudad es mía —dijo Cerdic con voz suave—, y mío es todo lo que se halla entre sus muros. —Miró fijamente a Merlín y a Nimue unos momentos, y luego a mí—. Diles que exijo una explicación —me ordenó.
—Di a ese necio que se largue y se empape la mollera en un cubo —me dijo Merlín de malos modos. Hablaba sobradamente la lengua sajona, pero le convino hacer creer lo contrario.
—Ése es su intérprete, señor —advertí a Merlín, refiriéndome al hombre que estaba al lado de Cerdic.
—Pues que le diga a su rey que se empape la mollera —repitió Merlín.
El intérprete cumplió al pie de la letra y Cerdic esgrimió una sonrisa peligrosa.
—Lord rey —le dije, procurando deshacer el entuerto de Merlín—, mi señor Merlín desea devolver el templo a su antigua condición.
Cerdic se detuvo a sopesar la respuesta mientras observaba lo que se estaba llevando a cabo. Mis cuatro lanceros habían levantado las losas del suelo; debajo se veía una masa compacta de arena y grava que ya habían empezado a sacar a paladas; bajo la masa compacta había una plataforma inferior de vigas embreadas. El rey miró al pozo y ordenó a mis lanceros que siguieran adelante con su trabajo.
—Si encontráis oro —me dijo—, me pertenece. —Empecé a traducírselo a Merlín, pero Cerdic me interrumpió con un gesto de la mano—. Él habla nuestra lengua —dijo, mirando al druida—, me lo han dicho ellos —añadió, al tiempo que señalaba con la cabeza a Dinas y Lavaine.
Miré a los funestos gemelos y después a Cerdic otra vez.
—Os rodeáis de extraños amigos, lord rey —le dije.
—No más extraños que tú —replicó, fijándose en el ojo dorado de Nimue. Ella se lo quitó con un dedo y le ofreció la horrenda imagen de la marchita cuenca vacía; pero Cerdic no se inmutó ante la amenaza, sino que me preguntó qué sabía yo sobre los diferentes dioses del templo. Le respondí lo mejor que supe, pero era evidente que en realidad el sajón no tenía el menor interés. Me interrumpió para mirar a Merlín de nuevo—. ¿Dónde está tu olla mágica, Merlín? —preguntó.
Merlín clavó una mirada asesina a los gemelos silurios y luego escupió en el suelo.
—Escondida —contestó.
Cerdic no pareció sorprendido por la respuesta. Pasó de largo ante el pozo, cada vez más hondo, y recogió la espada sajona que Sagramor había ofrendado a Mitra. Blandió la hoja en el aire y pareció aprobar el equilibrio del arma.
—Esa olla —preguntó a Merlín—, ¿tiene grandes poderes?
Merlín se negó a responder de forma que lo hice yo en su lugar.
—Eso dicen, lord rey.
—¿Poderes —Cerdic me miraba fijamente con sus claros ojos azules— para expulsar de Britania a los sajones?
—Ése es el motivo de nuestras oraciones, lord rey —respondí.
Sonrió por la respuesta y volvió a dirigirse a Merlín.
—¿Qué precio pones a tu olla, anciano?
—Tu hígado, Cerdic —replicó el druida fulminándolo con la mirada.
Cerdic se acercó a Merlín y lo miró profundamente a los ojos. No vi ni rastro de temor en Cerdic, ni rastro. Sus dioses no eran los de Merlín. Tal vez Aelle temiera a Merlín, pero Cerdic jamás había sufrido a causa de la magia del druida y, por lo que a él concernía, Merlín no era más que un anciano sacerdote britano cuya fama se había inflado en demasía. Súbitamente agarró a Merlín por una de las negras trenzas de la barba.
—Te ofrezco mucho oro a cambio, anciano —le dijo.
—Ya te he dicho el precio —replicó Merlín. Trató de alejarse de Cerdic, pero el rey sajón aferró con mayor fuerza la trenza de la barba del druida.
—Te doy tu peso en oro —insistió Cerdic.
—Tu hígado —replicó Merlín.
Cerdic levantó la hoja sajona en el aire y, con un pase rápido, cortó la trenza de la barba al druida. Luego retrocedió.
—Juega con tu olla, Merlín de Avalon —dijo, apartando la espada—, pero un día coceré tu hígado en la olla y se lo echaré a mis perros.
Nimue, pálida, miraba al rey. Merlín, absolutamente sorprendido, no se movió ni dijo una palabra; mis cuatro hombres se quedaron con la boca abierta.
—¡Vamos, idiotas, seguid! —les dije de mal humor—. ¡Trabajad!
Me sentía mortificado. Nunca había visto a Merlín humillado, ni lo deseaba. No pensaba que fuera posible, siquiera. Merlín se rascó la barba violada.
—Algún día, lord rey —le dijo serenamente— me vengaré.
Cerdic desoyó la débil amenaza con un encogimiento de hombros y se reunió con sus hombres. Entregó la trenza cortada a Dinas, el cual se lo agradeció con una inclinación. Escupí, pues sabía que a partir de aquel momento la pareja de silurios podía obrar grandes males. Pocas cosas hay tan valiosas para realizar hechizos mágicos como los cabellos o los recortes de uñas de un enemigo, razón por la cual, y para evitar que caigan en manos malintencionadas, tenemos todos tanto cuidado de quemar tales desechos convenientemente. Hasta un niño es capaz de hacer maldades con un mechón de pelo.
—¿Queréis que recupere la trenza, señor? —pregunté a Merlín.
—No seas tonto, Derfel —dijo con impaciencia, señalando a los veinte lanceros que acompañaban a Cerdic—. ¿Crees que podrías con todos? —Sacudió la cabeza y miró a Nimue—. Ya ves qué lejos de nuestros dioses nos hallamos aquí —dijo, como para justificar su impotencia.
—Cavad —ordenó Nimue a mis hombres en tono áspero, aunque ya habían terminado de cavar y trataban de levantar la primera gran viga. Cerdic, que evidentemente había acudido al templo porque Dinas y Lavaine le habían dicho que Merlín buscaba un tesoro, ordenó a tres de sus lanceros que ayudaran a mis hombres. Los tres saltaron al pozo y empujaron con las lanzas el extremo de la viga hasta que despacio, muy poco a poco, la desencajaron y mis hombres pudieron asirla y sacarla.
Era el pozo de la sangre, el lugar donde el toro se desangraba hasta la muerte sobre la madre tierra, pero en algún momento, lo habían camuflado hábilmente con vigas, arena, grava y piedra.
—Lo hicieron —me dijo Merlín sin que nos oyeran los hombres de Cerdic— cuando se marcharon los romanos. —Volvió a rascarse la barba.
—Señor —le dije, falto de soltura, entristecido por la humillación.
—No te preocupes, Derfel. —Me tocó el hombro para darme ánimos—. ¿Crees que debería atraer el fuego de los dioses? ¿O que la tierra abriera sus fauces y se lo tragara? ¿O llamar a una serpiente del mundo de los espíritus?
—Sí, señor —repliqué cabizbajo.
—No se llama a la magia, Derfel —me dijo, en voz más baja aún—, se la utiliza, y aquí no hay nada que nos sirva. Por eso necesitamos los tesoros. Derfel, en Samain reuniré los tesoros y descubriré la olla. Encenderemos hogueras y obraremos un encantamiento que hará clamar al cielo y gruñir a la tierra. Eso te lo prometo. He vivido toda mi vida para ese momento, y la magia volverá a Britania. —Se apoyó en un pilar y se acarició la calva que le había quedado en el mentón—. Nuestros amigos de Siluria —dijo, mirando a los gemelos de negra barba— creen que me tienen en sus manos, pero un mechón de la barba de un viejo no es nada comparado con el poder de la olla, Derfel, tan sólo puede hacerme daño a mí, la olla, en cambio, sacudirá los cimientos de Britania entera y esos dos aspirantes tendrán que venir de rodillas a suplicarme clemencia. Pero hasta entonces, Derfel, hasta que llegue ese momento, tenemos que ver cómo prosperan nuestros enemigos. Los dioses se alejan más y más. Se debilitan, y los que los amamos nos debilitamos con ellos, pero no será siempre así. Los llamaremos, los haremos volver y la magia, que tan débil es ahora en Britania, se espesará como la niebla de Ynys Mon. —Volvió a tocarme en el hombro herido—. Te lo prometo.
Cerdic no nos perdía de vista. No nos oía pero en su rostro se reflejaba el buen humor.
—Se quedará con lo que hay en el pozo, señor —murmuré.
—Espero que no conozca su valor —replicó Merlín en voz baja.
—Pero ellos sí, señor —dije, refiriéndome a los dos druidas vestidos de blanco.
—Son traidores como serpientes —dijo Merlín entre dientes, mirando a Dinas y Lavaine que se habían aproximado al pozo—, pero aunque se queden con lo que encontremos ahora, todavía seré yo quien posea once de los trece tesoros, Derfel, y sé dónde hallar el decimosegundo; no hay hombre en Britania que haya reunido tanto poder en mil años. —Se apoyó en la vara—. Ese rey va a sufrir, te lo prometo.
Sacaron del agujero la última viga y la dejaron caer con un ruido sordo sobre las losas del suelo. Los sudorosos lanceros se retiraron cuando Cerdic y los druidas silurios se aproximaron lentamente y se asomaron al pozo. Cerdic se quedó mirando un largo rato y, al cabo, rompió a reír.
—Me gusta el enemigo —dijo Cerdic— que deposita tanta fe en la mierda. —Hizo apartarse a sus lanceros y nos indicó que nos acercáramos nosotros—. Ven a ver lo que has descubierto, Merlín de Avalon.
Me acerqué al borde del pozo con Merlín y vi un montón de madera vieja, oscura y destrozada por la humedad. No parecía sino una pila de leña para el fuego, astillas y fragmentos de troncos; algunas se pudrían a causa de la humedad que rezumaba por una esquina de los ladrillos del pozo, y el resto era tan viejo y frágil que habría prendido y se habría reducido a cenizas en un instante.
—¿Qué es? —pregunté a Merlín.
—Me parece —dijo Merlín en lengua sajona— que nos hemos equivocado de excavación. Vamos —añadió en britano al tiempo que volvía a pasarme el brazo por el hombro—. Hemos perdido el tiempo.
—Pero nosotros no —dijo Dinas bruscamente.
—Veo una rueda —dijo Lavaine.
Merlín se volvió despacio con una expresión trastocada. Había intentado engañar a Cerdic y a los gemelos silurios pero había fracasado estrepitosamente.
—Dos ruedas —corrigió Dinas.
—Y un báculo cortado en tres pedazos —completó Lavaine.
Volví a mirar el sórdido montón de basura y no vi más que restos de madera, pero de pronto me fijé en que algunos fragmentos eran curvos y que, unidos todos y fijados con los numerosos palos cortos, se formarían verdaderamente dos ruedas. Entre los restos de las ruedas había unas piezas delgadas y una vara larga del grosor de mi muñeca, pero tan larga que había sido partida en tres trozos para que cupiera en el agujero. También se distinguía el cubo de un eje con una ranura en el centro donde habría cabido la hoja de un cuchillo largo. El montón de astillas era lo que quedaba de un antiguo carro de los que usaban antes los guerreros britanos en la batalla.
—El carro de Modron —dijo Dinas respetuosamente.
—Modron —repitió Lavaine—, la madre de los dioses.
—Cuyo carro —prosiguió Dinas— conecta la tierra con los cielos. Y Merlín no lo quiere —añadió con sorna.
—Pues lo tomaremos nosotros —anunció Lavaine.
El intérprete de Cerdic había hecho grandes esfuerzos por traducir a su rey cuanto se decía, pero, evidentemente, Cerdic permanecía impasible ante el lamentable montón de maderos podridos. No obstante, ordenó a sus hombres que recogieran los fragmentos y los colocaran en una capa que Lavaine tomó. Nimue los maldijo entre dientes y Lavaine se limitó a reírse de ella.
—¿Quieres pelear con nosotros por el carro? —inquirió, señalando hacia los hombres de Cerdic.
—No podréis ocultaros en las faldas de los sajones eternamente —dije—; llegará el día en que tendréis que luchar.
Dinas escupió al pozo vacío.
—Somos druidas, Derfel, y no puedes arrebatarnos la vida sin condenar al horror tu espíritu y el de todos tus seres queridos por los siglos de los siglos.
—Yo sí puedo mataros —dijo Nimue y los escupió.
Dinas la miró fijamente y luego la amenazó con el puño. Nimue escupió al puño para evitar el maleficio, pero Dinas se lo devolvió, abrió la palma de la mano, le mostró un huevo de zorzal y se lo arrojó.
—Toma, mujer, para la cuenca del ojo —añadió despectivamente; se dio media vuelta y salió del templo detrás de su hermano y de Cerdic.
—Lo siento, señor —le dije a Merlín una vez nos quedamos solos.
—¿Por qué, Derfel? ¿Crees que habrías podido vencer a veinte lanceros? —Suspiró y volvió a rascarse la barba violada—. ¿Ves con qué golpes responden los nuevos dioses? Pero, mientras estemos en posesión de la olla, estamos en posesión del mayor de los poderes. Vamos. —Tendió el brazo sobre los hombros de Nimue, no para consolarla sino porque necesitaba apoyarse. Lo vi viejo y cansado de pronto, avanzando lentamente por la nave.
—¿Qué hacemos, señor? —me preguntó uno de mis hombres.
—Preparaos para marchar —contesté, sin perder de vista la espalda encorvada de Merlín. Pensé que la trenza cortada era un acontecimiento más trágico de lo que él quería admitir, pero me consolé recordándome que poseía la olla de Clyddno Eiddyn. Tenía aún grandes poderes, pero había algo en aquella espalda encorvada y el lento arrastrarse que me entristecía infinitamente—. Preparémonos para marchar —repetí.
Partimos al día siguiente. Seguíamos con hambre, pero volvíamos a casa. Y, en cierto modo, teníamos paz.
Al norte de las ruinas de Calleva, en tierras recuperadas de manos de Aelle, encontramos el tributo que nos esperaba. Aelle había mantenido su palabra.
No encontramos guardia de ninguna clase, sólo grandes montones de oro aguardándonos en el camino, sin vigilancia. Había copas, cruces, cadenas, lingotes, broches y torques. No teníamos con qué pesarlo y, tanto Arturo como Cuneglas sospecharon que el tributo no se ajustaba a lo acordado, pero era suficiente, un verdadero tesoro.
Envolvimos el oro en los mantos, colgamos los pesados fardos a lomos de los caballos de guerra y proseguimos la marcha. Arturo caminaba a nuestro lado, cada vez más animado a medida que nos acercábamos a casa, aunque aún quedaban algunas cosas que lamentar.
—¿Recuerdas el juramento que hice cerca de aquí? —me preguntó, poco después de haber recogido el oro de Aelle.
—Lo recuerdo, señor. Había prestado el juramento el año anterior, la noche en que enviamos a Aelle gran parte de aquel mismo cargamento de oro, que había de servir para mantener al sajón lejos de nuestra frontera y arrojarlo sobre Ratae, la fortaleza de Powys. Aquella noche, Arturo juró matar a Aelle.
—Y sin embargo, ahora lo protejo —comentó con arrepentimiento.
—Cuneglas ha recuperado Ratae —dije.
—Pero el juramento está por cumplir, Derfel. ¡Cuántos juramentos incumplidos! —Levantó la mirada hacia un gavilán que planeaba ante una gran masa nubosa—. Sugerí a Cuneglas y a Meurig que partieran Siluria en dos, y Cuneglas dijo que tal vez a ti te gustara ser rey de una de esas partes. ¿Te gustaría?
Tan grande fue la sorpresa que apenas pude responder.
—Si tal es vuestro deseo, señor —logré articular.
—Bien; no es mi deseo. Prefiero que seas guardián de Mordred.
Di unos cuantos pasos más un tanto decepcionado.
—Tal vez a Siluria no le guste ser dividida —dije.
—Siluria hará lo que se le ordene —replicó Arturo con firmeza—, y Ceinwyn y tú viviréis en Dumnonia, en el palacio de Mordred.
—Si vos lo decís, señor. —De pronto, el deseo de abandonar los placeres más humildes de Cwm Isaf se desvaneció.
—¡Alégrate, Derfel! —exclamó Arturo—. Yo no soy rey, ¿por qué habrías de serlo tú?
—No lamento la pérdida de un reino, señor, sino la suma de un rey a mi hogar.
—Saldrás airoso de la empresa, Derfel; sales airoso de todas.
Al día siguiente, el ejército se dividió. Sagramor ya había abandonado las filas y había partido con sus hombres a defender la nueva frontera con el reino de Cerdic; los demás marchamos por dos caminos diferentes. Arturo, Merlín, Tristán y Lancelot se dirigieron al mediodía y Cuneglas y Meurig tomaron el camino de poniente, hacia sus tierras. Abracé a Arturo y a Tristán y me arrodillé ante Merlín para recibir su bendición, que él me impartió con benignidad. Durante la marcha desde Londres había recuperado su energía en parte, pero no podía ocultar lo mucho que le había afectado la humillación sufrida en el templo de Mitra. Aunque poseyera la olla mágica, sus enemigos se habían hecho con una trenza de su barba y necesitaría emplear toda su magia para protegerse de los hechizos. Me abrazó, besé a Nimue y me quedé mirando cómo se alejaban; después, seguí a Cuneglas hacia poniente. Mi destino era Powys, iba al encuentro de mi amada Ceinwyn y llevaba conmigo una parte del oro de Aelle, pero no sentía el sabor del triunfo. Habíamos vencido a Aelle y habíamos asegurado la paz, pero los verdaderos ganadores de la campaña habían sido Cerdic y Lancelot, no nosotros.
Aquella noche descansamos en Corinium y una tormenta me despertó a medianoche. La tormenta se hallaba lejos aún hacia el sur, pero era tal la violencia de los truenos y tan intenso el resplandor de los relámpagos que se reflejaba en los muros del patio donde dormía que llegaron a despertarme. Ailleann, antigua amada de Arturo y madre de sus dos gemelos, me había ofrecido refugio y llegó en aquel momento con cara de preocupación. Me envolví en el manto y me fui con ella hacia las murallas de la ciudad, donde encontré a la mitad de mis hombres contemplando el lejano torbellino. También Cuneglas y Agrícola observaban desde lo alto de la fortificación, pero no Meurig, pues éste negaba toda calidad de portento a las manifestaciones meteorológicas.
Pero los demás no éramos tontos. Las tormentas son mensajes divinos, y la que presenciábamos a lo lejos era un estallido tumultuoso. Sobre Corinium no llovía, ni el vendaval nos levantaba los mantos, pero hacia el sur, en alguna parte de Dumnonia, los dioses hacían trizas la tierra. Los rayos hendían limpiamente la oscuridad del cielo y clavaban quebradas dagas en el suelo. Los truenos rugían sin tregua, estampido tras estampido, y a cada explosión retumbante, los relámpagos se encendían, ardían y esparcían su fuego irregular por la estremecida noche.
Issa estaba detrás de mí, cerca, y su rostro honrado se iluminaba con cada latigazo flamígero.
—¿Habrá muerto alguien?
—No lo sabemos, Issa.
—¿Estamos malditos, señor? —me preguntó.
—No —repliqué con una seguridad que no sentía.
—Pero dicen que a Merlín le cortaron la barba.
—Cuatro pelos nada más —respondí quitándole importancia—. ¿Y qué?
—Si Merlín no tiene poder, señor, ¿quién lo tiene?
—Merlín es poderoso —dije, procurando calmarlo. Y yo también lo sería pronto, pues me convertiría en el paladín de Mordred y moraría en una gran propiedad. Yo moldearía al niño y Arturo le haría un reino.
La tormenta me preocupaba, no obstante, y más me habría preocupado de haber sabido su significado. Aquella noche llegó el desastre, aunque nada supimos hasta pasados tres días, pero al menos llegamos a conocer el mensaje de los truenos y de los relámpagos.
El desastre cayó sobre el Tor, sobre la fortaleza de Merlín donde los vientos aullaban alrededor de la hueca torre de los sueños. Y allí, en la hora de nuestra victoria, los rayos habían incendiado el torreón de madera levantando llamas que abrasaron, se extendieron y bramaron toda la noche; por la mañana, cuando la lluvia moribunda de la tormenta salpicó y extinguió la brasas, no quedaban tesoros en Ynys Wydryn. No había olla mágica entre las cenizas, sólo un vacío en la chimenea requemada de Dumnonia.
Al parecer, los nuevos dioses contraatacaban. O bien, los gemelos silurios habían realizado un maleficio poderoso con la trenza cortada a Merlín, pues la olla desapareció y los tesoros se desvanecieron.
Yo partí hacia al norte, al reencuentro con Ceinwyn.