Pasamos la mañana en una partida de caza de jabalíes. Arturo buscó deliberadamente mi compañía cuando salíamos de Caer Sws.
—Te retiraste temprano anoche, Derfel —dijo a modo de saludo.
—El estómago, señor —repuse; no quería revelarle que había estado con Merlín porque habría sospechado que no había renunciado a la búsqueda de la olla, y preferí mentir—; tuve acedía.
—Nunca he entendido por qué los llamamos banquetes —dijo riendo—, son una mera excusa para embriagarse. —Se detuvo a esperar a Ginebra, que gustaba de la caza y aquella mañana se había calzado unas botas y embutido en unos calzones de cuero que se ceñían a sus largas piernas. Disimulaba su estado bajo un justillo de piel sobre el que se había echado un manto verde. Me tendió las correas de la pareja de perros de caza que tanto estimaba para que Arturo la tomara en brazos al atravesar el vado situado al pie de la vieja fortaleza. Lancelot ofreció la misma cortesía a Ceinwyn y ella lanzó una exclamación de evidente placer cuando éste la levantó del suelo. Ceinwyn también vestía ropas de hombre, pero las suyas no tenían el corte sutilmente entallado de las de Ginebra. Habría tomado prestada cualquier prenda desechada por su hermano, y las prendas anchas y demasiado largas le daban un aire masculino y juvenil que contrastaba con la refinada elegancia de Ginebra. Ninguna de las mujeres llevaba lanza, pero Bors, primo y paladín de Lancelot, portaba una de más en caso de que Ceinwyn deseara unirse a la caza. Arturo había insistido en que Ginebra no hiciera uso alguno del arma.
—Debes tener precaución hoy —le dijo al tiempo que la dejaba en la margen sur del Severn.
—Te preocupas en exceso, —respondió cogiendo las correas de los perros y pasándose una mano por la espesa y rizada cabellera roja; luego se dirigió a Ceinwyn—: En cuanto estás encinta, los hombres piensa que eres de cristal.
Se adelantó hasta ponerse a la altura de Lancelot, Ceinwyn y Cuneglas y dejó atrás a Arturo, que caminaba a mi lado hacia el frondoso valle en el que los monteros de Cuneglas habían encontrado caza abundante. Debíamos de ser unos cincuenta cazadores, la mayoría guerreros, aunque se nos unió un puñado de mujeres, más un par de docenas de siervos que cerraban la marcha. Uno de ellos sopló el cuerno para avisar a los monteros del otro lado del valle que había llegado el momento de ojear la caza hacia el río; entonces, los cazadores levantamos las largas y pesadas lanzas de caza al tiempo que formábamos en línea. Era un día frío de finales de verano, tanto que el aliento se condensaba, pero no llovía y el sol brillaba sobre los campos en barbecho formando una puntilla de encaje con la niebla matutina. Arturo estaba animado y disfrutaba de la belleza de la mañana, de su juventud y de la montería misma.
—Un banquete más —me dijo—, y podrás volver a casa a descansar.
—¿Un banquete más? —pregunté distraído, con la mente embotada por el cansancio y la resaca del bebedizo que Merlín y Nimue me habían dado en la cima de Dolforwyn.
—El compromiso de Lancelot, Derfel —respondió dándome una palmada en la espalda—. Y luego, de vuelta a Dumnonia y ¡manos a la obra! —dijo, feliz con tal perspectiva, y me contó entusiasmado sus planes para el invierno siguiente. Quería reconstruir cuatro puentes romanos y enviar luego a los maestros albañiles del reino a culminar las obras del palacio real de Lindinis, la ciudad romana situada en los aledaños de Caer Cadarn, donde tenían lugar las ceremonias de proclamación de los monarcas de Dumnonia y a la que Arturo deseaba convertir en nueva capital—. En Durnovaria hay demasiados cristianos —dijo, aunque, como era típico en él, se apresuró a añadir que no tenía nada personal en contra de ellos.
—Es justo, señor —dije en tono seco—, que tengan algo contra vos.
—Es el caso de algunos —admitió.
Antes de la batalla, cuando la causa de Arturo parecía condenada al fracaso, en Dumnonia se había formado una fuerte facción en su contra, encabezada por los cristianos protectores de Mordred. La causa inmediata de su hostilidad fue el préstamo que Arturo obligó a pagar a la Iglesia para sufragar la campaña que concluyó en el valle del Lugg, préstamo que desencadenó una amarga enemistad. Me pareció curioso que predicaran tanto los méritos de la pobreza y no perdonaran al hombre que había tomado prestado su dinero.
—Quería hablar contigo de Mordred —dijo Arturo, y al fin supe por qué había buscado mi compañía aquella hermosa mañana—. Dentro de diez años alcanzará la edad de ascender al trono. Es poco tiempo, Derfel, poco tiempo, y necesita aprovecharlo para educarse adecuadamente. Se le deben enseñar letras, el manejo de la espada y lo que es la responsabilidad. —Asentí con la cabeza, aunque sin gran entusiasmo. Sin duda, el niño de cinco años que era Mordred aprendería todo lo que Arturo creía imprescindible; yo no entendía qué tenía que ver conmigo, pero Arturo tenía ideas propias—. Es mi deseo que seas su tutor —dijo sorprendiéndome.
—¡Yo! —exclamé.
—Nabur está más preocupado por su propia posición que por los avances de Mordred —dijo Arturo. Nabur era el magistrado cristiano que en aquellos momentos tenía la tutoría del rey; el mismo que se había destacado en la intriga para destruir el poder de Arturo, naturalmente, junto con el obispo Sansum—. Y Nabur no es soldado —prosiguió—. Rezo por que Mordred gobierne en paz, Derfel, pero necesita conocer las artes de la guerra, como cualquier rey, y no se me ocurre nadie más apto que tú para enseñárselas.
—Yo no —protesté—. ¡Soy muy joven!
—Los jóvenes deben ser educados por jóvenes —respondió riéndose de mi objeción.
En la lejanía sonó un cuerno anunciando que habían levantado la caza en el otro extremo del valle. Los cazadores nos adentramos en el bosque, entre la maraña de zarzas y troncos caídos recubiertos de musgo. Avanzábamos despacio, atentos al terrible ruido que hacía el jabalí, que se abría paso entre los matorrales.
—Además —continué—, mi lugar está entre vuestros guerreros, no entre amas de cría.
—Seguirás entre mis guerreros. ¿Crees que prescindiría de ti, Derfel? —respondió Arturo con una sonrisa—. No pretendo que lleves a Mordred pegado a las faldas, sino que sea educado en el seno de tu familia, en la familia de un hombre honrado.
Hice caso omiso del cumplido, pero pensé con remordimientos en el hueso limpio y todavía entero que guardaba en la bolsa. ¿Era honrado hacer uso de la magia para influir en la mente de Ceinwyn? La miré, y ella se giró y me dedicó una sonrisa tímida.
—No tengo familia —dije a Arturo.
—Pero la tendrás, y pronto —respondió. Entonces levantó la mano y me detuve. Ambos escuchamos los ruidos que se oían justo delante de nosotros. Algo avanzaba pesadamente entre los árboles e instintivamente nos agazapamos, sosteniendo las lanzas a pocas pulgadas del suelo, entonces vimos que era un hermoso ciervo que lucía una vistosa cornamenta y nos relajamos al ver que pasaba de largo.
—Quizá lo atrapemos mañana —dijo Arturo observando su paso, tras lo cual se dirigió a Ginebra dando voces—. ¡Suelta a los perros, que corran un poco por la mañana!
Ella rió y descendió por la ladera hacia nosotros, con los galgos tirando de las correas.
—Me gustaría —dijo con los ojos brillantes y el rostro encendido por el relente—. La caza es mejor aquí que en Dumnonia.
—Pero no así la tierra —me dijo Arturo—. Hay una propiedad al norte de Durnovaria que pertenece a Mordred por derecho y deseo que vos la ocupéis. Os concederé otras tierras de vuestra absoluta propiedad, pero podéis construir una fortaleza en las tierras de Mordred y educarlo allí.
—Ya conoces ese terreno —intervino Ginebra—. Es el que se extiende al norte de las propiedades de Gyllad.
—Lo conozco —dije. Eran unas fértiles tierras de labor junto al río y un rico altiplano para las ovejas—, pero dudo que sepa criar a un chiquillo. —Los cuernos sonaban con fuerza frente a nosotros y los perros de los monteros ladraban. Lejos, a nuestra derecha, se oyeron vítores, señal de que alguien había cobrado una presa, pero nuestra parte del bosque seguía vacía. Un arroyo discurría por nuestra izquierda; por la derecha, el terreno se elevaba abruptamente. Las retorcidas raíces de los árboles y las piedras del camino estaban cubiertas de una gruesa capa de musgo.
—No tienes que educar a Mordred personalmente —dijo Arturo quitando importancia a mis temores—, pero deseo que se críe en tu casa, con tus siervos, a tu manera, según tu moral y tu juicio.
—Y con tu esposa —añadió Ginebra.
Oí el chasquido de una rama y levanté la mirada. Lancelot y su primo Bors estaban allí, en pie frente a Ceinwyn. Lancelot llevaba una lanza con el asta pintada de blanco, botas altas de cuero y un manto de piel finamente curtida.
—Lo de la esposa —dije girándome hacia Arturo— es nuevo para mí.
—Pienso nombrarte paladín de Dumnonia, Derfel —respondió dándome una palmada en el hombro, olvidada la caza del jabalí.
—No merezco tal honor, señor —dije con cautela—, y, por otra parte, vos sois el paladín de Mordred.
—El príncipe Arturo —dijo Ginebra, a la que le gustaba llamarlo así aunque hubiera nacido bastardo— encabeza el consejo. No puede ser también el paladín, a menos que se espere de él que haga todo el trabajo de Dumnonia.
—Estáis en lo cierto, señora —respondí. No me sentía reacio a aceptar tal honor, pues era elevado, pero todo tiene un precio; en la guerra, debería enfrentarme con cualquier paladín que requiriese combate singular, pero en la paz significaba disfrutar de riquezas y de una posición superior a la que tenía en aquellos momentos. Me habían distinguido ya con el título de lord, con hombres que respaldaban mi rango y con el derecho a pintar mi enseña en sus escudos, pero compartía tales privilegios con otros cuarenta comandantes dumnonios. Ser paladín del rey me convertiría en el principal guerrero de Dumnonia, pero no se me había ocurrido que nadie fuera a ostentar tal título mientras viviera Arturo. Ni tampoco, por cierto, mientras viviera Sagramor.
—Sagramor —dije en tono cauteloso— es mejor guerrero que yo, lord príncipe.
En presencia de Ginebra, debía acordarme de llamarle príncipe alguna que otra vez, aunque el tratamiento no fuera de su agrado.
—Nombraré a Sagramor señor de Las Piedras —respondió ventilando mis objeciones—, es lo único que desea.
El señorío de las Piedras comportaba que Sagramor fuera el encargado de guardar la frontera con los sajones y no me cabía duda de que al negro Sagramor de ojos oscuros le satisfaría un destino tan beligerante.
—Tú, Derfel, serás el paladín —dijo dándome golpecitos con el dedo en el pecho.
—¿Y quién será la esposa del paladín? —pregunté en tono desabrido.
—Mi hermana Gwenhwyvach —respondió Ginebra mirándome fijamente.
—Me hacéis demasiado honor, señora —dije afablemente, agradeciendo que Merlín me hubiera puesto sobre aviso.
—Derfel, ¿te habías imaginado alguna vez que te casarías con una princesa? —preguntó Ginebra sonriendo complacida por mis palabras, que parecían implicar aceptación.
—No, señora —respondí. Gwenhwyvach, al igual que Ginebra, era realmente una princesa, una princesa de Henis Wyren, aunque aquel lugar ya no existiera. Aquel triste reino era entonces Lleyn y lo gobernaba el más terrible invasor irlandés, el rey Diwrnach.
—Podéis prometeros cuando regresemos a Dumnonia —añadió Ginebra al tiempo que tiraba de las correas para dominar a los excitados perdigueros—. Gwenhwyvach acepta el acuerdo.
—Existe un obstáculo, señor —dije a Arturo.
Ginebra tensó de nuevo las correas sin motivo, pero no le gustaba que se le llevara la contraria y descargó la irritación con los perros en vez de hacerlo conmigo. Yo no le desagradaba en aquel tiempo, pero tampoco me apreciaba especialmente. Conocía mi aversión hacia Lancelot y tal cosa sin duda la predisponía en mi contra, pero no debía de dar mucha importancia a mi oposición ya que me despreciaba como a cualquiera de los leales comandantes de su esposo; yo era un hombre alto, rubio y lerdo, sin los encantos cortesanos que ella tenía en tan alta estima.
—¿Un obstáculo? —me preguntó Ginebra alarmada.
—Lord príncipe, he jurado servir a una dama —dije, firme en mi voluntad de dirigirme a Arturo y no a su esposa, al tiempo que pensaba en el hueso que guardaba en la bolsa—. No tengo derecho alguno sobre ella ni puedo esperar nada de su parte, pero si me reclama, me debo a ella.
—¿Quién es ella? —inquirió Ginebra al punto.
—Mis labios están sellados, señora.
—¿Quién es ella? —insistió.
—No tiene por qué decirlo. —Arturo me defendió sonriendo—. ¿Hasta cuándo podrá esa dama reclamar vuestra lealtad?
—No por mucho tiempo, señor —respondí, pues Ceinwyn, una vez prometida a Lancelot, dejaría mi juramento sin vigencia—. Sólo unos días más.
—Bien —dijo enérgicamente y sonrió a Ginebra invitándola a compartir su alegría, pero ella siguió ceñuda. Detestaba a Gwenhwyvach por aburrida y falta de donosura, y tenía un ardiente deseo de casarla para que saliera de su vida—. Si todo va bien, os casaréis en Glevum a la vez que Lancelot y Ceinwyn.
—¿Pedís esos días para maquinar razones que os impidan casaros con mi hermana? —preguntó Ginebra con saña.
—Señora —respondí con sinceridad—, sería un honor casarme con Gwenhwyvach. —Creo que era verdad, pues Gwenhwyvach sin duda sería una buena esposa, aunque la cuestión de si yo sería un buen marido era harina de otro costal, pues la única razón por la que me casaría con ella sería el alto rango y las grandes riquezas que aportaría como dote, aunque tales solían ser las razones del matrimonio en la mayoría de los casos. Si no podía tener a Ceinwyn, ¿qué importaba con quién me casara? Merlín siempre nos prevenía de confundir el amor con el matrimonio, y a pesar de que ese consejo era cínico, encerraba gran parte de verdad. No se esperaba de mí que amara a Gwenhwyvach, sino sólo que me casara con ella, y su dote y alto rango eran el pago por la larga y cruenta batalla del valle del Lugg. Aun cuando tal compensación estuviera empañada por el desdén de Ginebra, no dejaba de ser un premio suntuoso—. Me casaré con vuestra hermana de buen grado siempre y cuando la depositaría de mi juramento no me reclame —prometí a Ginebra.
—Ojalá no lo haga —dijo Arturo con una sonrisa y giró en redondo al escuchar un grito colina arriba.
Bors estaba agazapado con la lanza en ristre. Lancelot, a su lado, miraba hacia la parte baja de la ladera en que estábamos, quizá temiendo que el animal escapara por el hueco que quedaba entre nosotros. Arturo empujó suavemente a Ginebra y me hizo un gesto para que subiera con ellos a tapar el hueco.
—¡Son dos! —nos gritó Lancelot.
—Uno debe de ser hembra —dijo Arturo, y dio unos cuantos saltos arroyo arriba antes de iniciar el ascenso—. ¿Dónde están?
—Allí —respondió Lancelot irritado, al tiempo que señalaba con el asta blanca de su lanza hacia un zarzal, pero yo todavía no conseguía ver nada entre la maleza.
Arturo y yo trepamos unos cuantos metros más y por fin avistamos al jabalí entre el follaje. Era una bestia grande y vieja, de colmillos amarillentos, ojos pequeños y, bajo el oscuro pellejo lleno de cicatrices, grandes músculos que le permitían moverse a la velocidad del rayo y clavar con mortal pericia sus colmillos afilados como espadas. Todos habíamos visto morir a algún hombre por heridas de colmillo y nada hacía más peligroso a un jabalí que ir acompañado de una hembra. Todos los cazadores rezaban para que el jabalí arremetiera en campo abierto para aprovechar así el peso y la velocidad de la propia bestia para hundirle la lanza en el cuerpo. Tal enfrentamiento requería habilidad y temple, pero no tanto como cuando era el hombre el que arremetía contra el animal.
—¿Quién lo vio primero? —preguntó Arturo.
—Mi señor rey —respondió Bors señalando a Lancelot.
—Consideradlo un presente, señor —replicó Lancelot.
Ceinwyn estaba en pie junto a él, con los ojos muy abiertos y mordiéndose el labio inferior. Había cogido la lanza sobrante que llevaba Bors, pero no porque pensara utilizarla, sino para librarle del peso, y la sostenía nerviosamente.
—¡Echadle los perros! —gritó Ginebra uniéndose al grupo. Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido. Creo que se aburría en los grandes palacios de Dumnonia y la caza le proporcionaba las emociones que ansiaba.
—Perderás los dos perros —le advirtió Arturo—. Esta vieja bestia sabe pelear.
Avanzó con cautela buscando la mejor manera de provocar al animal, y de pronto dio un paso hacia delante y asestó un fuerte lanzazo entre los arbustos como abriendo camino al jabalí para que saliera de su refugio. El animal gruñó pero no hizo movimiento alguno, ni siquiera cuando el filo de la lanza brilló a unos dedos del hocico. La hembra permanecía detrás del macho, observándonos.
—No es la primera vez que se defiende así —comentó Arturo alegremente.
—Dejadme cobrarlo a mí, señor —dije, temiendo por él súbitamente.
—¿Piensas que he perdido facultades? —preguntó Arturo con una sonrisa. Golpeó de nuevo los arbustos sin conseguir aplastarlos ni hacer salir al animal—. Que los dioses te bendigan —dijo Arturo a la bestia, tras lo cual lanzó un grito de guerra y saltó a la maraña de espinos. Saltó a un lado del paso que había abierto a golpes y, al tiempo que caía cargó con la lanza dirigiendo la brillante hoja hacia el flanco izquierdo del animal, justo detrás de la paletilla.
El jabalí movió la cabeza muy levemente, lo suficiente como para desviar la hoja con el colmillo y que ésta le abriera una herida sangrante pero superficial en el lomo; y entonces embistió. Un buen jabalí es capaz de pasar en un instante de la inmovilidad total al torbellino de una embestida, con la cabeza baja y los colmillos dispuestos para ensartar lo que encuentren. La bestia embistió habiendo dejado atrás la punta de la lanza de Arturo, mientras éste se encontraba aún atrapado entre las zarzas.
Grité para distraer al jabalí y le hundí la lanza en el vientre. Arturo había perdido la suya y yacía de espaldas bajo el peso del jabalí. Los perros aullaban y Ginebra nos gritaba que le ayudáramos. Mi lanza se había hundido profundamente en el vientre del animal y, al hacer palanca para apartar a la bestia de encima de mi señor, la sangre me llegó a las manos. La fiera pesaba más que dos sacos llenos de grano y sus músculos, fuertes como cables de acero, me doblaban la lanza. La apreté con rabia y tiré hacia arriba, pero entonces embistió la hembra y me hizo perder pie. Al caer, arrastré conmigo el asta de la lanza y el jabalí cayó de nuevo sobre el vientre de Arturo.
Arturo se las arregló para coger a la bestia por los colmillos y, con todas sus fuerzas, trató de apartarse del pecho la cabeza del animal. Mientras, la hembra desaparecía colina abajo hacia el arroyo.
—Mátalo —gritó entre risas. Estaba en peligro de muerte, pero eso no le impedía disfrutar del momento—. ¡Mátalo! —aulló de nuevo, mientras el jabalí coceaba con las patas de atrás, le llenaba la cara de babas y le empapaba la ropa de sangre.
Yo había caído de espaldas y tenía la cara llena de pinchos. Me puse en pie tambaleando y fui a por la lanza, que seguía clavada en el vientre del animal agitándose con sus convulsiones. Entonces Bors le hundió un cuchillo en el pescuezo, la fuerza inmensa de la fiera empezó a disminuir y Arturo consiguió apartarse de las costillas la maloliente y sangrienta cabezota. Agarré la lanza y retorcí la punta buscándole las tripas para que se desangrara del todo, al tiempo que Bors le asestaba una segunda cuchillada. El jabalí de pronto orinó encima de Arturo, embistió a la desesperada con su enorme y potente cuello y se derrumbó. Arturo quedó empapado de sangre y orina, y medio enterrado bajo el enorme cuerpo del animal.
Soltó los colmillos con cautela y estalló en una risa incontenible. Bors y yo cogimos un colmillo cada uno y tiramos al unísono para librar a Arturo del cadáver. En el jubón tenía enganchado un colmillo que le desgarró la tela al tirar nosotros hacia arriba. Dejamos caer al animal entre las zarzas y ayudamos a Arturo a ponerse en pie. Los tres sonreíamos, con las ropas desgarradas y manchadas de barro, hojas, palos y sangre del jabalí.
—Me saldrá un buen moratón —dijo Arturo dándose golpecitos en el pecho. Se giró hacia Lancelot, que ni siquiera se había movido para participar en la escaramuza. Hubo un brevísimo silencio, tras el cual Arturo inclinó la cabeza—. Un noble presente, lord rey, que yo he tomado del modo más innoble —dijo frotándose los ojos—. Pero he disfrutado lo mismo y espero que todos lo saboreemos en el banquete de vuestro compromiso. —Miró a Ginebra, vio que estaba pálida y temblorosa y se acercó a ella inmediatamente—. ¿Te sientes mal?
—No, no —respondió ella echándole los brazos al cuello y recostando la cabeza contra su pecho ensangrentado. Lloraba. Era la primera vez que veía lágrimas en sus ojos.
—No había peligro, amor mío —la consoló dándole palmaditas en la espalda—. Ningún peligro. Lo único que ha ocurrido es que he provocado demasiado revuelo.
—¿Estás herido? —preguntó Ginebra separándose de él y enjugándose las lágrimas.
—Un par de rasguños, nada más. —Tenía el rostro y las manos arañados de los espinos, pero no había sufrido más heridas que el golpe del colmillo en el pecho. Se alejó de ella, recogió la lanza y lanzó un grito—. ¡Hacía doce años que no me tumbaban de espaldas de esa manera!
El rey Cuneglas llegó corriendo, preocupado por sus invitados, y los monteros procedieron a atar y arrastrar la pieza cobrada. Todos debieron de advertir el contraste entre las ropas impolutas de Lancelot y nuestro aspecto, desordenado y sucio, pero nadie lo comentó. Todos nos sentíamos exultantes, dábamos gracias por haber sobrevivido y comentábamos atropelladamente el episodio de Arturo agarrando a la bestia por los colmillos para apartarla. No tardó en correr de boca en boca y las carcajadas de los hombres resonaron entre los árboles. Lancelot era el único que no reía.
—Ahora tenemos que levantar un jabalí para vos, lord rey —le dije. Estábamos a unos pasos del exaltado grupo que se había reunido en torno a los monteros, que destripaban al jabalí y daban los despojos a los galgos de Ginebra.
Lancelot me miró de soslayo, sopesando. La aversión entre nosotros era recíproca, pero de pronto me sonrió.
—Creo que un jabalí es preferible a una cerda —dijo.
—¿Una cerda? —inquirí presumiendo un insulto.
—¿Acaso no fue la cerda la que os embistió? —preguntó, y de pronto abrió los ojos con expresión inocente—. ¿No habréis pensado ni por un momento que me refería a vuestro matrimonio? —Inclinó la cabeza irónicamente—. Debo felicitaros, lord Derfel. ¡Casarse con Gwenhwyvach!
Conseguí reprimir la ira y me obligué a mirar su delgado rostro burlón, con su delicada barba, sus ojos oscuros y su larga cabellera aceitada, negra y brillante como el plumaje de un cuervo.
—Y yo debo felicitaros por vuestro compromiso, lord rey.
—Con Seren, la estrella de Powys —dijo mirando a Ceinwyn, que se tapaba el rostro con las manos para no ver los cuchillos de los monteros, que sacaban la interminable ristra de intestinos de las entrañas del jabalí. Parecía jovencísima con el pelo recogido en la nuca—. ¿No es encantadora? —preguntó Lancelot con una voz que recordaba el ronroneo de un gato—. Tan frágil. Nunca di crédito a los cuentos acerca de su belleza, pues ¿quién habría esperado encontrar tal joya entre los cachorros de Gorfyddyd? Y sin embargo es muy bella. Me siento muy afortunado.
—Así es, señor.
Me dio la espalda riendo. Mi enemigo era un hombre en la plenitud de su gloria, un rey que había llegado a recoger a su futura esposa, sin embargo, yo tenía el hueso en la bolsa. Lo palpé, temiendo que se hubiera quebrado en la escaramuza con el jabalí, pero todavía estaba entero, bien escondido y esperando a satisfacer mis deseos.
Cavan, mi segundo en el mando, llegó a Caer Sws la víspera de la ceremonia de compromiso de Ceinwyn acompañado por cuarenta de mis lanceros. Galahad los había enviado de vuelta una vez que estuvo seguro de poder cumplir su misión en Siluria con los veinte hombres que le quedaron. Según parecía, los silurios habían aceptado la sombría derrota de su país y la muerte de su rey no había provocado revueltas, sino una dócil sumisión a las exigencias de los vencedores. Cavan me contó que Oengus de Demetia, el rey irlandés que hizo posible la victoria de Arturo en el valle del Lugg, había tomado los esclavos y las riquezas que le correspondían por derecho y había robado otro tanto antes de partir de nuevo a sus tierras, y que los silurios se alegraban con la perspectiva de que el renombrado Lancelot fuera su futuro rey.
—Creo que darán la bienvenida a ese bellaco —me comentó Cavan cuando nos reunimos en la fortaleza de Cuneglas donde yo dormía y comía, y, buscándose un piojo entre las barbas, añadió—: Siluria es un lugar infecto.
—Un criadero de buenos guerreros —dije.
—Que luchan por abandonar su país, no me cabe duda —dijo con desprecio—. ¿Quién os ha arañado el rostro, señor?
—Las zarzas, mientras peleaba con un jabalí.
—Pensé que os habíais casado aprovechando mi ausencia —dijo— y que los arañazos eran el regalo de boda de la novia.
—Me voy a casar —le conté cuando salimos de la fortaleza a la luz del día, y le hice saber el ofrecimiento de Arturo de nombrarme paladín de Mordred y convertirme en su cuñado. Se alegró con las noticias de mi inminente fortuna, pues era un exiliado irlandés que había pasado la vida procurándose una posición en la Dumnonia de Uther mediante su habilidad con la espada y la lanza pero, por alguna extraña razón, la fortuna siempre se le había escapado de entre las manos. Era un hombre achaparrado que me doblaba en edad, ancho de espaldas, de barba gris y con los dedos llenos de los anillos guerreros que entonces forjábamos con las armas de los enemigos derrotados. Se entusiasmó con la idea de que mi matrimonio me proporcionara una buena cantidad de oro y habló con tacto de la novia que aportaría el codiciado metal.
—No es una belleza como su hermana —dijo.
—Cierto —admití.
—En verdad —continuó abandonando toda diplomacia— es más fea que un saco de sapos.
—No es agraciada —concedí.
—Pero las feas son las mejores esposas —declaró, aunque no era casado, lo que no significaba que estuviera solo, y añadió alegremente—: Y nos hará ricos. Ésa era, sin duda, la razón por la que me casaría con la pobre Gwenhwyvach. El sentido común me decía que no confiara en la costilla de cerdo que guardaba en la bolsa; además, era mi deber para con mis hombres recompensar su fidelidad. Habían menudeado las recompensas aquel año, pues perdimos todas las posesiones con la caída de Ynys Trebes y tuvimos que esforzarnos en el combate contra las tropas de Gorfyddyd en el valle del Lugg, de modo que mis hombres estaban cansados y empobrecidos y ningún hombre ha merecido más de su señor.
Saludé a mis cuarenta soldados, que esperaban a que se les asignara alojamiento. Me alegré de ver a Issa entre ellos, pues era el mejor de mis lanceros: un muchacho campesino con una fuerza brutal y un optimismo incombustible que me protegía el costado derecho en la batalla. Lo abracé y me disculpé por no tener nada que ofrecerles.
—La recompensa no tardará en llegar —les aseguré, y miré a las muchachas que los acompañaban y que, a buen seguro, habían encontrado en Siluria—, y me alegro de que la mayoría os hayáis dado un premio por cuenta propia.
Rieron. La muchacha que acompañaba a Issa era una preciosa niña de cabello oscuro que no debía de tener más de catorce años. Me la presentó.
—Scarach, señor —dijo, orgulloso de pronunciar su nombre.
—¿Irlandesa? —pregunté a la muchacha.
—Era esclava de Ladwys, señor —respondió ella.
Scarach hablaba la lengua de Irlanda, muy similar a la nuestra, pero suficientemente distinta, al igual que el sonido de su nombre, como para demostrar su origen. Pensé que habría sido capturada por Gundleus en alguna incursión en tierras del rey Oengus, en Demetia. La mayoría de los esclavos irlandeses procedían de los asentamientos de la costa occidental de Britania, pero yo sospechaba que ninguno había sido capturado en Lleyn. Sólo un necio se aventuraría a entrar en el territorio de Diwrnach sin ser invitado.
—¡Ladwys! —exclamé—. ¿Cómo se encuentra?
Ladwys, una mujer alta y morena, había sido la amante de Gundleus, el cual se había casado con ella en secreto, aunque se apresuró a renegar de tal matrimonio cuando Gorfyddyd le ofreció la mano de Ceinwyn.
—Está muerta, señor —contestó Scarach alegremente—. La matamos en la cocina. Yo misma le escupí en el vientre.
—Es una buena chica —afirmó Issa entusiasmado.
—Es evidente —dije—, así que cuida de ella.
Su última compañera lo había abandonado por un misionero cristiano que vagaba por los caminos de Dumnonia, y no me pareció que la temible Scarach fuera a resultar igual de insensata.
Al atardecer, mis hombres pintaron un nuevo emblema en sus escudos con cal procedente de las bodegas de Cuneglas. El honor de ostentar mi propio emblema me lo había concedido Arturo la víspera de la batalla del valle del Lugg, pero no habíamos tenido ocasión de cambiar los escudos, que hasta entonces siguieron con el símbolo del oso de Arturo. Mis hombres esperaban que eligiera una cabeza de lobo como emblema, en consonancia con las colas de lobo que en los bosques de Benoic habíamos empezado a llevar en los cascos, pero insistí en que todos pintaran una estrella de cinco puntas.
—¡Una estrella! —gruñó Cavan decepcionado. Habría deseado un símbolo más feroz, con garras, dientes y espolones, pero yo estaba empeñado en la estrella.
—Seren, pues somos las estrellas de la barrera de escudos —dije.
Les agradó la explicación y ninguno sospechó el resignado romanticismo que ocultaba mi elección. Extendimos una capa de negra pez en los redondos escudos de madera de sauce cubierta de cuero y luego pintamos las estrellas con cal, ayudándonos de la vaina de una espada para que los bordes quedaran rectos. Cuando la cal se hubo secado, aplicamos un barniz compuesto de resina de pino y clara de huevo a fin de proteger las estrellas de la lluvia durante algunos meses.
—Esto es otra cosa —concedió Cavan a regañadientes cuando contemplamos los escudos terminados.
—Es magnífico —dije, y aquella noche, mientras cenaba en el círculo de guerreros reunidos en el suelo del salón, Issa se situó detrás de mí en calidad de escudero. El barniz aún estaba húmedo y hacía brillar la estrella con mayor esplendor. Scarach se encargó de servirme. No había más viandas que unas míseras gachas de avena, pues las cocinas de Caer Sws no podían ofrecer nada mejor, ocupadas como estaban en el gran banquete que se celebraría la noche siguiente. En verdad, todas las dependencias se afanaban en los preparativos. El salón fue decorado con oscuras ramas de haya roja, barriéronse los suelos y se cubrieron con juncos nuevos, y de las habitaciones de las mujeres llegaban rumores de los vestidos de bordados exquisitos que se confeccionaban. No éramos menos de cuatrocientos los guerreros hospedados en Caer Sws, la mayoría alojados en destartalados albergues diseminados por los campos de extramuros, y las mujeres, los niños y los perros se hacinaban en la fortaleza. La mitad de los hombres pertenecían a Cuneglas y la otra mitad eran dumnonios, pero a pesar de la reciente guerra no hubo disputas, ni siquiera cuando circuló la noticia de que Ratae había caído en manos de la horda sajona de Aelle debido a la traición de Arturo. Cuneglas ya debía de sospechar que Arturo había comprado la paz con Aelle suciamente y aceptó el juramento de que los hombres de Dumnonia vengarían a los muertos de Powys que yacían entre las cenizas de la fortaleza capturada.
No había visto a Merlín ni a Nimue desde la noche de Dolforwyn. Merlín se había ido de Caer Sws y se rumoreaba que Nimue aún permanecía en la fortaleza, escondida en las habitaciones de las mujeres, donde frecuentaba la compañía de la princesa Ceinwyn, lo que en mi opinión era altamente improbable dadas las diferencias que las separaban. Nimue, algunos años mayor que Ceinwyn, era sombría e intensa, siempre en precario equilibrio entre la locura y la ira, mientras que Ceinwyn era luminosa y gentil, y si había de hacer caso de Merlín, muy convencional. No me imaginaba qué tendrían que contarse, de modo que di los rumores por falsos y supuse que Nimue habría acompañado a Merlín, al que me imaginaba buscando espadachines dispuestos a seguirlo a la inhóspita tierra de Diwrnach, donde pensaba recuperar la olla mágica.
¿Lo acompañaría yo? En la mañana del compromiso matrimonial de Ceinwyn me adentré, en dirección norte, en el viejo robledal que cubría el extenso valle que rodeaba Caer Sws en busca de un lugar preciso. Cuneglas me había indicado el camino e Issa, el leal Issa, me acompañaba, aunque ignoraba la razón del paseo por el oscuro y denso bosque.
En aquellas tierras, el corazón de Powys, los romanos apenas habían penetrado. Construyeron algunas fortalezas, como Caer Sws y abrieron algunas calzadas siguiendo el valle de los ríos, pero no dejaron villas ni ciudades como las que conferían a Dumnonia la pátina de una civilización perdida. En las tierras de Cuneglas tampoco abundaban los cristianos; el culto a los dioses antiguos había sobrevivido en Powys sin los rencores que agriaban el sentimiento religioso en el reino de Mordred, donde cristianos y paganos se disputaban los favores reales y el derecho a erigir sus templos en los lugares sagrados. Los altares romanos no habían reemplazado los bosquecillos de los druidas de Powys, ni se veían iglesias cristianas junto a los pozos sagrados. Los romanos habían derruido algunos templos pero muchos continuaban en pie. Issa y yo nos dirigíamos a uno de aquellos enclaves sagrados a la tamizada luz del mediodía que se filtraba entre el follaje.
Era el templo de un druida, un robledal más joven en lo profundo de un bosque inmenso. El follaje que daba sombra al sepulcro aún no había adquirido el característico color bronce de la estación, pero no tardaría en desprenderse y caer sobre el murete semicircular de piedra del centro del claro. En la piedra se abrían dos nichos con sendas calaveras. En otro tiempo abundaban los lugares semejantes en Dumnonia y muchos de ellos habían sido reconstruidos tras la marcha de los romanos. Con todo, era corriente que los cristianos irrumpieran en ellos, hicieran añicos las calaveras, derruyeran los muros de piedra y talaran los robles. Sin embargo, aquel templo de Powys debía de llevar más de mil años oculto en la espesura. Los campesinos que acudían al templo dejaban hebras de lana en las junturas de las piedras, como prueba de las oraciones ofrecidas.
El silencio pesaba en el robledal. Issa se quedó entre los árboles mirándome avanzar hasta el centro del semicírculo, donde me desabroché el pesado cinturón de Hywelbane.
Posé la espada en la piedra plana que señalaba el centro del templo, saqué de la bolsa el hueso mondo que me confería poder sobre el matrimonio de Lancelot y lo coloqué junto a la espada. Por último, puse en la piedra el broche de oro que Ceinwyn me había dado tantos años antes. Entonces, me acosté en el mantillo de hojas.
Me dormí con la esperanza de encontrar respuesta en un sueño, pero no hubo tal revelación. Quizás habría debido sacrificar un ave u otra bestia antes de dormir, un presente que moviera a los dioses a concederme la respuesta que buscaba y no llegó. No hubo sino silencio. Había confiado a los dioses la espada y el poder encerrado en el hueso, se los había ofrecido a Bel y Manawydan, a Taranis y Lleullaw, pero hicieron caso omiso. Sólo se oía el viento entre las hojas, el leve trepar de una ardilla por las ramas y el súbito repiqueteo de un pájaro carpintero.
Me desperté y permanecí inmóvil. Aun sin haber soñado, sabía lo que quería. Quería coger el hueso y romperlo en dos, mal que obrar así me obligara a recorrer el Sendero Tenebroso que conducía al reino de Diwrnach. Pero también quería que la Britania de Arturo, unida y próspera, se hiciera realidad. Quería que mis hombres poseyeran oro, tierras, esclavos y posición. Quería expulsar a los sajones de Lloegyr. Quería escuchar los alaridos procedentes de una barrera de escudos rota y el estruendo de los cuernos de guerra cuando el ejército victorioso persiguiera al enemigo disperso. Quería marchar con mis escudos de estrella por las tierras llanas de levante, que no había hollado ningún britano libre desde hacía una generación. Y quería a Ceinwyn.
Me incorporé e Issa fue a sentarse a mi lado. Debió de extrañarse viéndome mirar tan fijamente aquel hueso, pero nada dijo.
Pensé en la pequeña torre achaparrada con la que Merlín había simbolizado el sueño de Arturo y me pregunté si realmente se derrumbaría en caso de que Lancelot no se casara con Ceinwyn. No podía decirse que el matrimonio fuera el broche que cerrara las alianzas de Arturo, sino una cuestión de mera conveniencia para otorgar un trono a Lancelot y poner a un descendiente de la dinastía de Powys en la casa real de Siluria. Aunque la boda nunca se celebrara, no por eso dejarían de marchar juntos contra los sais los ejércitos de Dumnonia, Gwent, Powys y Elmet. Sabía que todo eso era cierto, pero de algún modo presentía que el hueso podía echar a perder los planes de Arturo. En el momento en que rompiera el hueso, debería fidelidad a Merlín y la búsqueda de la olla mágica prometía sembrar la discordia en Dumnonia y avivar el odio de los antiguos paganos contra la pujante religión cristiana.
—Ginebra —dije de pronto en voz alta.
—¿Señor? —preguntó Issa, perplejo.
Hice un gesto negativo con la cabeza dándole a entender que no tenía nada que añadir. En verdad, no había sido mi voluntad decir el nombre de Ginebra en voz alta, sino que de súbito comprendí que romper el hueso significaría algo más que adherirme a la campaña de Merlín contra el dios cristiano, convertiría asimismo a Ginebra en mi enemiga. Cerré los ojos. ¿La esposa de mi señor podría ser enemiga mía? ¿Y aunque así fuese? Contaría igualmente con el amor de Arturo, y Arturo con el mío, y mis espadas y escudos de estrella le serían más útiles que toda la fama de Lancelot.
Me puse en pie y recogí el broche, el hueso y la espada. Issa no dejó de observarme mientras yo arrancaba una hebra de lana verde de mi manto y la aprisionaba entre las piedras.
—¿No estabas en Caer Sws cuando Arturo rompió su compromiso con Ceinwyn? —le pregunté.
—No, señor, pero lo oí contar.
—Fue en la ceremonia de compromiso, en un banquete igual al que asistiremos esta noche. Arturo estaba en la mesa principal a la vera de Ceinwyn cuando descubrió a Ginebra en el fondo del salón. Estaba allí de pie, envuelta en un manto raído, con los perros a su lado. Arturo la vio y ya nada volvió a ser lo mismo. Sólo los dioses saben cuántos hombres murieron por haber descubierto Arturo aquella cabellera pelirroja. —Me giré hacia el murete y vi que en el interior de una de las mohosas calaveras había un nido abandonado—. Merlín me dijo que los dioses se complacen en el caos.
—Merlín se complace en el caos —replicó Issa suavemente, y en sus palabras había más verdad de lo que él imaginaba.
—Es cierto, pero la mayoría lo tememos y por eso intentamos poner orden —dije pensando en la torre de huesos, tan cuidadosamente construida—. Cuando hay orden, los dioses dejan de ser necesarios. Cuando todo está sujeto al orden y a la disciplina, no existe el imprevisto. Si todo es comprensible, no hay lugar para la magia. Sólo llamamos a los dioses cuando nos sentimos perdidos, temerosos y rodeados de tinieblas, y a los dioses les gusta que los llamemos. Eso los hace sentirse poderosos y por eso les agrada que vivamos en el caos. —Repetí las lecciones aprendidas en la infancia, impartidas por Merlín en el Tor—. Ahora debemos elegir entre vivir en el orden de la Britania de Arturo o en el caos de Merlín.
—Yo os sigo a vos, señor, cualquiera que sea vuestra elección —respondió Issa. No creo que alcanzara a comprender el significado de mis palabras, pero confiaba plenamente en mí.
—Desearía saber qué hacer —le confesé. ¡Qué fácil sería, pensé, si los dioses pasearan por Britania como antaño! Podríamos verlos, oírlos y hablarles, pero en aquellos momentos éramos como ciegos buscando una aguja en un pajar. Devolví la espada a su vaina y guardé el hueso de nuevo en la bolsa—. Te encomiendo que transmitas un mensaje a los hombres —le dije a Issa—. Con Cavan hablaré yo mismo, pero quiero que les digas que si algo extraño ocurriera esta noche, quedan libres de sus juramentos de lealtad.
—¿Libres de nuestros juramentos? —me preguntó con el ceño fruncido, y luego sacudió la cabeza con energía—. Yo no, señor.
—Y diles —continué haciendo un gesto para que callara— que si algo extraño ocurriera, lo que no es seguro, permanecer leales a mí supondría enfrentarse a Diwrnach.
—¡Diwrnach! —exclamó Issa, y se apresuró a escupir y a ahuyentar el mal con un gesto de la mano derecha.
—Transmíteles mi mensaje, Issa —le dije.
—¿Qué puede ocurrir esta noche? —preguntó angustiado.
—Quizá no ocurra nada, nada en absoluto —contesté, pues los dioses no me habían enviado señal alguna en el templo y yo no sabía si elegir el orden o el caos. O ninguna de ambas cosas, tal vez, pues bien podría ser que el hueso no fuera sino un vulgar resto de comida y, al romperlo, simbolizara simplemente mi corazón roto por amor a Ceinwyn. Sólo había una manera de averiguarlo, romper el hueso en el banquete del compromiso de Ceinwyn, si es que me atrevía.
Entre todos los festines de aquellas últimas noches de verano, el del compromiso de Lancelot y Ceinwyn fue el más fastuoso. Incluso los dioses parecían favorecerlo; la luna llena refulgía, un presagio maravilloso para la celebración de un compromiso. Salió, poco después del ocaso, una enorme esfera de plata que asomó entre los picos en cuyo seno se asentaba Dolforwyn. Ignoraba si el festejo había de tener lugar en la fortaleza de Dolforwyn, pero Cuneglas, viendo el ingente número de asistentes, decidió organizar la ceremonia en Caer Sws.
Los invitados superaban con creces la capacidad del salón del rey, por lo que sólo los más privilegiados accedieron al recinto de gruesos muros de madera. El resto se sentó en el exterior, dando gracias a los dioses por haber enviado una noche serena. La tierra todavía estaba mojada por las lluvias de principios de semana, pero se había repartido abundante paja para que los hombres improvisaran un asiento. Se habían clavado postes a los que ataron teas empapadas de pez y, momentos antes de que saliera la luna, se encendieron, de manera que la residencia real de súbito se vio iluminada por las llamas saltarinas. La boda se celebraría a la luz del día, de manera que Gwydion, el dios de la luz, y Beleños, el dios del sol, concedieran su bendición, pero la ceremonia de compromiso se encomendaba a la protección de la luna. De tanto en tanto, una pavesa encendida saltaba de una tea y al caer al suelo prendía en un montón de paja dando lugar a carcajadas, gritos infantiles, ladridos y nerviosismo, hasta que el fuego se extinguía.
Más de cien hombres habían sido invitados al salón de Cuneglas. Las candelas y las velas de junco se arracimaban en las paredes y proyectaban extrañas sombras en el altísimo techo de vigas, donde para la ocasión se habían trenzado los primeros brotes de acebo del año en el entramado de haya. La única mesa del recinto se alzaba, en un estrado, tras una hilera de escudos, cada uno de ellos iluminado por una candela que iluminaba el emblema pintado en el cuero. El lugar central lo ocupaba el escudo real de Powys, perteneciente a Cuneglas, con el águila de alas extendidas, flanqueada por el oso negro de Arturo y el dragón rojo de Dumnonia. El emblema de Ginebra, el ciervo coronado por la luna, se encontraba junto al oso, mientras que el águila marina de Lancelot volaba con un pez entre las garras junto al dragón. No había representación de Gwent, pero Arturo insistió en colocar el toro negro de Tewdric, el caballo rojo de Elmet y la testa de zorro de Siluria. Las enseñas reales simbolizaban la gran alianza, la barrera de escudos que empujaría a los sajones otra vez al mar.
Iorweth, el druida mayor de Powys, cuando estuvo seguro de que los últimos rayos del sol poniente se habían hundido en el lejano mar irlandés, anunció que había llegado el momento y los invitados de honor ocuparon sus puestos en el estrado. Los demás estábamos ya sentados en el suelo del salón y los hombres pedían a gritos que llevaran más barricas de aquel famoso hidromiel de Powys, de sabor fuerte, destilado especialmente para la ocasión. Los invitados de honor fueron recibidos con vítores y aplausos.
Abrió la marcha la reina Elaine, madre de Lancelot, ataviada de azul con una torques de oro en la garganta y los rizos plateados recogidos con una cadena dorada. La entrada de Cuneglas y la reina Helledd fue recibida con grandes clamores de bienvenida. El redondo rostro del rey resplandecía de satisfacción ante las buenas expectativas de la celebración de aquella noche, para la que se había atado pequeñas cintas blancas a las puntas de sus largos bigotes. Arturo vestía sobriamente de negro, mientras que Ginebra, que lo seguía hacia el estrado, estaba espléndida con su vestido de lino dorado, magistralmente cortado y cosido de manera que la exquisita tela, teñida a la perfección con hollín y polen, se ceñía a su cuerpo alto y esbelto. El vientre apenas revelaba su estado y un murmullo de admiración corrió entre los hombres que la contemplaban. El vestido estaba adornado con lentejuelas de oro de modo que el cuerpo de Ginebra parecía brillar mientras seguía los pasos de Arturo hasta el centro del estrado. Sonrió viendo la lujuria que sabía que despertaba en los hombres y que aquella noche había determinado utilizar para hacer sombra a Ceinwyn, por magníficamente que ésta se ataviara. Se sujetaba la díscola cabellera roja con un aro de oro, de su cintura colgaba un cinturón de eslabones del mismo metal y, en honor a Lancelot, lucía en el cuello un broche dorado con el emblema del águila marina. Saludó a la reina Elaine con un beso en cada mejilla, a Cuneglas le dio un solo beso, inclinó la cabeza frente a la reina Helledd y luego se sentó a la derecha de Cuneglas, mientras que Arturo pasaba a ocupar el asiento vacío junto a Helledd.
Todavía quedaban dos lugares, pero antes de que fueran ocupados, Cuneglas se puso en pie y golpeó la mesa con el puño. Se hizo el silencio y el rey señaló sin decir palabra los tesoros dispuestos en el borde del estrado, frente al mantel de lino que colgaba de la mesa.
Aquellos tesoros eran los regalos que Lancelot ofrecía a Ceinwyn y su magnificencia provocó un estruendo de aclamación en la sala. Todos inspeccionaron los presentes, y el entusiasmo de los hombres ante la generosidad del rey de Benoic sólo despertó amargura en mí. Había torques de oro, de plata y de ambos metales mezclados; había tantas que servían de mera alfombra a los regalos más suntuosos. Había espejos romanos de mano, frascos de cristal romano y montones de joyas romanas, gargantillas, broches, aguamaniles, alfileres y pasadores. Entre metales brillantes, esmaltes, corales y piedras preciosas, allí se acumulaba el rescate de un rey y yo sabía que todo procedía de Ynys Trebes, cuando Lancelot, viendo la fortaleza en llamas y desdeñando la idea de combatir con la espada a los devastadores francos, había huido en el primer barco y escapado así de aquel infierno.
Todavía sonaban los aplausos cuando apareció Lancelot en toda su gloria. Al igual que Arturo, vestía de negro, pero las ropas de Lancelot estaban rematadas con tiras de una rara tela dorada. Habíase aceitado la negra cabellera y se la había peinado tirante hacia atrás, de manera que se le pegaba al cráneo y caía lisa por la espalda. En los dedos de la mano derecha lucía anillos de oro, mientras que en la izquierda llevaba sencillos aros de guerrero, aunque ninguno de ellos, como yo bien sabía, lo había ganado en la batalla. Ciñóse al cuello una pesada torques de oro con florones cuajados de piedras brillantes, y en el pecho, en honor a Ceinwyn, el símbolo real del águila en vuelo perteneciente a la casa de Powys. No llevaba armas, pues a ningún hombre se le permitía entrar armado en el salón del rey, pero sí lucía el cinturón esmaltado con que sujetaba la vaina de la espada, un inestimable regalo de Arturo. Recibió los vítores alzando el brazo, besó a su madre en la mejilla y a Ginebra en la mano, se inclinó ante Helledd y ocupó su lugar.
Ya sólo quedaba un asiento vacío. Una arpista empezó a tocar, pero las plañideras notas apenas lograban oírse entre el murmullo de voces. El olor de la carne asada invadió la sala mientras las jóvenes esclavas se aprestaban a repartir jarras de hidromiel. Iorweth, el druida, se afanaba de un lado a otro abriendo un pasillo entre los hombres sentados en el suelo cubierto de juncos. Empujó a los hombres a los lados, se inclinó ante el rey tras abrir el pasillo por completo e hizo un gesto con el báculo en demanda de silencio.
Un clamor de vítores surgió entre la multitud reunida en el exterior.
Los invitados de honor habían entrado en el salón por el fondo, pasando directamente al estrado desde la oscuridad de la noche, pero Ceinwyn haría su entrada por la puerta grande de la fachada del pabellón y, para llegar a ella, debía pasar entre los invitados apiñados en los patios iluminados por las llamas de las teas. El clamor que oímos eran los aplausos que levantaba en su recorrido desde el pabellón de las mujeres, mientras que en el interior del salón del rey la aguardábamos en expectante silencio. Hasta la arpista levantó los dedos de las cuerdas para mirar a la puerta.
Primero entró una niña vestida de lino blanco, que avanzó de espaldas por el pasillo abierto por Iorweth para Ceinwyn. La niña esparcía pétalos secos de flores de primavera sobre los juncos recién cambiados. Nadie hablaba; todas las miradas convergían en la puerta, menos la mía, pues yo observaba a Lancelot, que sentado en el estrado escrutaba la puerta con un esbozo de sonrisa. Cuneglas tenía los ojos anegados en lágrimas de alegría. El rostro de Arturo, el artífice de la paz, resplandecía. La única que no sonreía era Ginebra; su expresión era de triunfo. Había sido objeto de burlas en aquel mismo salón real, pero en aquellos momentos disponía el matrimonio de la hija de la casa.
Me quedé observándola al tiempo que sacaba el hueso de la bolsa con la derecha. La costilla era suave al tacto. Issa, que permanecía en pie a mi espalda sosteniéndome el escudo, debió de preguntarse por el significado de semejante desecho en una noche de oro y fuego bañada por la luz de la luna.
Miré hacia la puerta grande del salón en el momento en que Ceinwyn aparecía. Las gargantas enmudecieron de asombro por un instante antes de estallar en vítores, pues ni todo el oro de Britania ni todas las reinas antiguas juntas habrían podido ensombrecer a Ceinwyn aquella noche. No me hizo falta mirar a Ginebra para saber que sus aspiraciones habían rodado por el suelo en aquella noche de hermosura.
Era la cuarta ceremonia de compromiso de Ceinwyn. A la primera había acudido por Arturo, pero él rompió el compromiso bajo el influjo de su amor por Ginebra. Luego, fue prometida a un príncipe de la lejana Rheged, que había muerto de fiebres antes de los esponsales. No hacía mucho, había ofrecido la correa de compromiso a Gundleus de Siluria, pero éste había sucumbido entre alaridos a manos de la cruel Nimue y, aquel día, por cuarta vez, Ceinwyn ofrecía el cabestro a un hombre. Lancelot la había obsequiado con una fortuna en oro, pero la tradición mandaba que ella le correspondiera con un simple cabestro de buey, símbolo de que habría de someterse a su autoridad a partir de aquel día.
Lancelot se puso en pie cuando ella entró y el esbozo de sonrisa se convirtió en expresión de puro placer ante tanta belleza. A las anteriores ceremonias de compromiso, Ceinwyn había acudido, como corresponde a una princesa, engalanada con suntuosas telas y alhajas de plata y oro, pero aquella noche llevaba un sencillo vestido de color crema ceñido por un cordón azul claro rematado por borlas. Ni la plata recogía su cabellera, ni el oro adornaba su garganta, ni joya alguna subrayaba su belleza. Su único atavío era el sencillo vestido de lino y una delicada corona trenzada con las últimas violetas del verano, que lucía en torno a su clara cabellera rubia. Tampoco llevaba calzado y sus pies desnudos pisaban los pétalos secos. Prescindiendo de todo signo de jerarquía o riqueza, entró en el salón vestida con la sencillez de cualquier campesina y, sin embargo, triunfante. No es de extrañar que los hombres enmudecieran y la aclamaran a medida que ella avanzaba a pasos lentos y tímidos entre los invitados. Cuneglas vertía lágrimas de gozo, Arturo aplaudía entusiasmado, Lancelot se alisaba la aceitada cabellera y su madre resplandecía de satisfacción. Durante unos segundos, la expresión del rostro de Ginebra fue enigmática, pero en seguida sonrió, un gesto que proclamaba su íntima victoria. Aunque no hubiera logrado superar a Ceinwyn en belleza, aquélla era su noche, la noche en que su antigua rival se prometía según sus propios designios.
Ignoro si el gesto de triunfo de Ginebra y la acusada expresión de satisfacción de su rostro fueron los responsables de mi decisión. O quizá, la aversión que sentía por Lancelot, o el amor a Ceinwyn, o acaso Merlín tenía razón y los dioses se complacen en el caos. Lo cierto es que en un súbito arranque de cólera tomé el hueso con ambas manos. No pensé en las consecuencias de la magia de Merlín, en su odio hacia los cristianos ni en el riesgo de perder todos la vida en la búsqueda de la olla mágica allende las fronteras del reino de Diwrnach. Tampoco me detuve a considerar los cuidadosos planes de Arturo, pues en mi mente no cabía más que la imagen de Ceinwyn caminando hacia los brazos de un hombre al que yo odiaba. Al igual que cuantos me rodeaban, estaba en pie, mirando a Ceinwyn entre cabezas de guerreros. Ya había llegado al gran pilar central de roble, acosada por el estrépito bestial de vítores y silbidos. Yo era el único que permanecía en silencio. Sin dejar de mirarla, coloqué los pulgares en el centro del hueso y sujeté los extremos entre los puños. «Merlín —pensé—, viejo tunante, ha llegado la hora de que demuestres tus poderes».
Quebré el hueso y el chasquido no se oyó entre el tumulto.
Guardé las dos mitades en la bolsa y juro que el corazón se me detuvo cuando volví a mirar a la princesa de Powys, que había surgido de la noche con flores en el pelo y que en aquel momento, inexplicablemente, se detenía junto a la gran columna ornada de acebo.
Desde el mismo momento en que entró, Ceinwyn no había apartado la mirada de Lancelot. Todavía le miraba y la sonrisa no se había borrado de su rostro, pero el hecho de que se detuviera tan súbitamente sumió el recinto en el silencio poco a poco. La niña que la precedía frunció el ceño y miró a su alrededor sin saber qué hacer, pero Ceinwyn no se movió.
Arturo debió de pensar que la habían traicionado los nervios, porque, sin dejar de sonreír, le daba ánimos haciendo gestos con la cabeza. Tembló el cabestro en las manos de Ceinwyn, y la arpista, tras arrancar una nota falsa a su instrumento, levantó los dedos de las cuerdas. La melodía moría en el silencio cuando, de entre la multitud apiñada tras la columna, vi surgir una figura envuelta en un manto negro.
Era Nimue, con su ojo de oro donde se reflejaban las llamas que iluminaban aquella sala dominada por el desconcierto.
Ceinwyn apartó la mirada de Lancelot y la fijó en Nimue; luego, muy despacio, levantó el brazo envuelto en lino blanco. Nimue le tomó la mano y la miró a los ojos con expresión interrogante. Ceinwyn quedó inmóvil por un instante y luego hizo un leve gesto de asentimiento. El salón se llenó de voces apremiantes súbitamente cuando Ceinwyn dio la espalda al estrado y se mezcló con la multitud tras Nimue.
Cesaron los apresurados comentarios poco a poco pues nadie sabía qué opinar ante comportamiento tan extraño. Lancelot, de pie en el estrado, no podía sino observar a distancia. Arturo se quedó boquiabierto y Cuneglas empezó a incorporarse observando con aire incrédulo cómo su hermana se deslizaba entre la multitud, que se apartaba presurosa ante el rostro desfigurado de Nimue, fiero y despectivo. Ginebra parecía dispuesta a matar.
La mirada de Nimue se cruzó con la mía y sonrió. Mi corazón brincaba como un animal salvaje en una trampa, pero entonces Ceinwyn me sonrió y ya no pensé más en Nimue, sólo en Ceinwyn, mi dulce Ceinwyn, que cruzaba, con el cabestro de buey en las manos, aquella aglomeración de hombres hasta el lugar en que me encontraba. Los guerreros se hicieron a un lado pero yo me quedé petrificado, incapaz de moverme o hablar viendo que Ceinwyn se me acercaba con lágrimas en los ojos y, sin mediar palabra, me ofrecía el cabestro. Un murmullo de asombro nos envolvió, mas no hice caso de las voces y, arrodillándome, tomé el cabestro y luego sus manos entre las mías, me las acerqué a la cara, que estaba bañada en lágrimas, como la suya.
La ira estalló en el salón, las protestas y el desconcierto se generalizaron, pero Issa me cubrió levantando el escudo. Nadie podía entrar armado en el salón del rey, pero Issa sostenía el escudo con el emblema de la estrella de cinco puntas dispuesto a derribar al primero que se atreviera a interrumpir aquel inaudito momento. Nimue, por su parte, susurraba maldiciones contra cualquiera que osara oponerse a la elección de la princesa.
Ceinwyn se postró de hinojos y acercó el rostro al mío.
—Jurasteis protegerme, señor —me susurró.
—Así fue, señora.
—Os dispenso de vuestro juramento si tal es vuestro deseo.
—Nunca —prometí.
—Jamás me casaré con hombre alguno, Derfel —me advirtió retirándose ligeramente, pero sin dejar de mirarme a los ojos—. Os lo ofrezco todo, excepto el matrimonio.
—Es todo cuanto deseo en la vida, señora —respondí con un nudo en la garganta y los ojos anegados en lágrimas de felicidad; a continuación sonreí y le devolví el cabestro—. Vuestro es.
El gesto la hizo sonreír, dejó caer la correa en la paja y me besó suavemente en la mejilla.
—Creo que esta fiesta —me susurró al oído con picardía— será más divertida sin nosotros. —Entonces nos incorporamos y, tomándonos de la mano, sordos a las preguntas, a las protestas e incluso a algunos vivas de los presentes, salimos a la noche clara. Atrás quedaban la confusión y la ira y, frente a nosotros, una multitud atónita, por entre la cual cruzamos caminando uno al lado del otro—. La casa al pie de Dolforwyn nos espera —dijo Ceinwyn.
—¿La casa rodeada de manzanos? —pregunté, recordando lo que me había contado de sus sueños de niña.
—Sí —respondió.
La multitud se apiñaba a la entrada del salón y nosotros alcanzamos las puertas de Caer Sws, iluminadas por antorchas. Issa nos siguió tras recuperar nuestras espadas y lanzas, y Nimue caminaba al otro lado de Ceinwyn. Tres sirvientes de Ceinwyn corrían para unirse a nosotros, al igual que una veintena de mis hombres.
—¿Estáis segura? —pregunté a Ceinwyn, como si hubiera medio de retroceder unos minutos en el tiempo para que pudiera ofrecer el cabestro a Lancelot.
—Nunca he estado tan segura de nada —dijo tranquilamente, y añadió con voz burlona—: ¿Acaso dudasteis de mí en algún momento, Derfel?
—Dudé de mí mismo —contesté, y ella me apretó la mano.
—No soy mujer de nadie, sino mía tan sólo —dijo. Luego, rió de puro gozo, me soltó la mano y echó a correr. De su pelo caían violetas mientras ella corría por la hierba embriagada de alegría. Corrí tras ella y entonces, desde las puertas del salón, se oyó la voz de Arturo que nos llamaba.
Pero seguimos corriendo… hacia el caos.