13

Me puse el yelmo, até el cierre de la barbilla y extendí la cola de lobo sobre los hombros. Doblamos los dedos, protegidos por rígidos guantes de cuero, pasamos el brazo izquierdo por el asidero del escudo, desenvainamos las espadas y se las ofrecimos a Nimue para que las tocara. Por un momento, pareció que Arturo fuera a tomar la palabra, pero tan sólo encajó el pequeño pomo de flores en el cuello de su cota e hizo un gesto de asentimiento a Nimue, la cual, envuelta en negro y con su misterioso fardo entre los brazos, nos condujo hacia el sur entre los árboles.

Más allá de los árboles se extendía una pequeña pradera que descendía suavemente hasta la orilla del río. Cruzamos la oscura pradera en fila india, aún no se columbraba el palacio. Unas cuantas liebres que comían a la luz de la luna se asustaron al vernos y huyeron presas de pánico mientras subíamos por entre unos matorrales bajos; descendíamos después por la escabrosa orilla hasta alcanzar la playa de cantos del río. Desde allí seguimos hacia el oeste, ocultos a los guardianes de las arcadas del palacio tras el alto terraplén de la ribera. Al sur, el mar rompía y bramaba ahogando con su rugir el ruido de nuestras botas contra las piedras.

Me asomé por encima del terraplén una sola vez para mirar al palacio del mar, posado en la tierra oscura como un gran prodigio blanco a la luz de la luna. Su hermosura me recordó a Ynys Trebes, la ciudad mágica del mar destruida y saqueada por los francos. El palacio del mar poseía la misma belleza etérea y parecía rielar sobre el negro suelo como si estuviera hecho de rayos de luna.

Cuando quedamos frente al ala occidental del palacio subimos el terraplén ayudándonos unos a otros con el asta de las lanzas, y luego seguimos a Nimue por el bosque en dirección norte. Entre las hojas se filtraba el claro de luna, que nos iluminaba el camino; ningún centinela nos dio el alto. El rumor incesante del mar acolchaba la noche, aunque en un momento oímos un grito cercano y nos quedamos todos inmóviles, hasta que identificamos el grito: una liebre acababa de ser cazada por una comadreja. Respiramos aliviados y proseguimos la marcha.

El camino entre los árboles se nos hizo largo, pero, por fin, Nimue giró hacia el este, la seguimos hasta el final del bosque y avistamos los muros encalados del palacio. No estábamos lejos de la chimenea por donde se colaba la luna hasta el templo, y comprobé que aún faltaba un poco para que el astro ascendiera en el cielo y proyectara su luz por el cañón hasta la bodega de paredes negras.

Mientras aguardábamos en el confín del bosque oímos un cántico. Al principio, tan suave era, lo tomé por el gemir del viento, pero después fue alzándose y al cabo comprendí que era un coro de mujeres que entonaba una especie de planto extraño y sobrecogedor desconocido para mí. La música debía de colarse por la chimenea de la luna pues sonaba muy lejos, semejante a una canción de espíritus, un coro de muertos que nos cantara desde el más allá. No oíamos palabras pero supimos que era una triste balada, pues la melodía se deslizaba de una forma inusual subiendo y bajando en semitonos, hinchándose y deshinchándose hasta reducirse a un murmullo suave que se mezclaba con el murmullo distante del romper de las olas. Era una música muy hermosa, me hizo estremecer y toqué la punta de la lanza.

Si hubiéramos salido de entre los árboles, habríamos quedado a la vista de los centinelas de la arcada occidental, de modo que ascendimos un poco más por el bosque y, desde allí, nos acercamos al palacio entre las múltiples sombras que proyectaba la luna. Había un huerto, algunas hileras de arbustos frutales y hasta una alta valla que protegía las verduras de los corzos y las liebres. Caminábamos despacio, de uno en uno, y el extraño cántico seguía subiendo y bajando, deslizándose y gimiendo. Por el cañón de la luna se elevaba una débil columna de humo cuyo aroma nos llegó en la suave brisa nocturna. Olía a templo, una esencia penetrante, casi empalagosa.

Nos hallábamos ya a pocas yardas de las chozas de los lanceros. Un perro empezó a ladrar, luego otro, pero nadie sospechó que había motivo de alarma porque las únicas voces que oímos mandaron callar a los perros, los cuales fueron calmándose poco a poco hasta que sólo quedó el ruido de la brisa en los árboles, el lamento del mar y la melodía sutil y sobrecogedora del cántico.

Abría yo la marcha, pues era el único que había estado ya ante la pequeña puerta, y me preocupaba no encontrarla, pero en seguida di con ella. Bajé con sigilo los escalones de piedra y empujé la hoja suavemente. Se resistió y, por un instante, pensé que estaría atrancada todavía; sin embargo, en seguida cedió con un chirrido agudo de goznes metálicos y se abrió de par en par bañándome en un chorro de luz.

En la bodega había velas encendidas. Parpadeé aturdido y entonces oí la voz sibilante de Gwenhwyvach.

—¡Rápido! ¡Rápido!

Entramos en fila, treinta hombres grandes con armaduras, mantos, lanzas y yelmos. Gwenhwyvach nos pidió silencio, cerró la puerta tras nosotros y volvió a colocar la tranca en su lugar.

—El templo está allí —musitó, señalando al final de un pasillo flanqueado por teas de juncos encendidas que iluminaban el camino hasta la puerta del templo. Estaba exaltada y sofocada. El cántico del coro se oía mucho menos allí, pues quedaba amortiguado por las colgaduras del interior del templo y por la pesada puerta.

—¿Dónde está Gwydre? —preguntó Arturo a Gwenhwyvach en un susurro.

—En su alcoba —contestó Gwenhwyvach.

—¿Tiene guardianes? —pregunté yo.

—Sólo los criados de la noche —musitó ella.

—¿Dinas y Lavaine están aquí? —inquirí.

—Los veréis —dijo con una sonrisa—, os lo prometo. —Tiró a Arturo de la capa para llevarlo hacia la puerta del templo—. Venid.

—Primero quiero ir a buscar a Gwydre —insistió Arturo soltándose de ella; luego tocó a seis hombres en el hombro—. Los demás, esperad aquí —musitó—. Esperad aquí y no entréis en el templo. Dejaremos que terminen sus oraciones. —Pisando sin ruido, se llevó a sus seis hombres por donde habían venido y salieron por los peldaños de piedra.

Gwenhwyvach se reía a mi lado.

—He rezado a Clud —musitó—, y ella nos ayudará.

—Bien —le dije. Clud es la diosa de la luz y no era mala idea contar con su ayuda aquella noche.

—A Ginebra no le gusta Clud —comentó Gwenhwyvach en tono reprobatorio—. No le gusta ningún dios britano. ¿Está alta la luna?

—No mucho todavía, pero ya ha empezado a subir.

—Entonces, todavía no es el momento —me dijo Gwenhwyvach.

—¿De qué, señora?

—¡Ya lo veréis! —dijo riendo entre dientes—. Ya lo veréis —repitió, y se retiró temerosa al ver a Nimue abriéndose paso entre el puñado de hombres inquietos. Nimue se había quitado el parche de cuero y la arrugada cuenca vacía era como un agujero negro en su cara. Gwenhwyvach gimió aterrorizada ante tamaño horror.

Nimue no le prestó la menor atención. Empezó a registrar la bodega y a olisquear como un sabueso en busca de rastros. Yo no veía sino telarañas, pellejos y frascos de hidromiel y no olía más que el húmedo aire de la podredumbre, pero Nimue percibió algo repugnante, resopló y escupió en dirección al templo. El hatillo de sus manos se agitó despacio.

Los demás no nos movíamos. En verdad, una especie de temor nos invadió en aquella bodega iluminada por juncos. Arturo no estaba y no nos habían descubierto, pero la melodía y la quietud del lugar resultaban escalofriantes. Tal vez aquel terror fuera un hechizo que Dian y Lavaine hubieran producido, o acaso, sencillamente, que nada parecía natural allí. Estábamos acostumbrados al bosque, al suelo de hierba, y el oscuro recinto de arcos de ladrillo y suelo de piedra nos era ajeno y nos producía inquietud. Uno de los hombres temblaba.

Nimue lo acarició en la mejilla para devolverle el valor y luego se acercó sigilosamente, descalza como estaba, hasta la puerta del templo. Fui tras ella pisando con cuidado para no hacer ruido, con la intención de detenerla. Estaba empeñada en desobedecer las órdenes de Arturo de que esperásemos al final de las ceremonias, y temí que cometiera alguna imprudencia y alertara con ello a las mujeres del templo o que las hiciera gritar, atrayendo con sus voces a los soldados que dormían en las cabañas; pero con las pesadas y ruidosas botas no podía avanzar tan deprisa como ella con los pies desnudos, y desoyó el murmullo ronco con que la llamé. Puso la mano en uno de los picaportes de bronce de la puerta del templo, vaciló un instante, abrió la hoja y el etéreo planto se hizo de pronto mucho más fuerte.

Los goznes estaban bien engrasados y no chirriaron al abrirse la puerta a la oscuridad absoluta. Era una negrura total como no había visto en mi vida, procurada por las tupidas cortinas que colgaban a pocos pasos de la entrada. Hice un gesto a mis hombres para que se quedaran donde estaban y seguí a Nimue al interior. Quería sacarla de allí pero se resistió y cerró nuevamente la puerta del templo. El cántico era muy fuerte, no veía nada ni oía sino la música, pero el olor era intenso y nauseabundo.

Nimue palpó con la mano hasta que me encontró y me acercó la cabeza a ella.

—¡El mal! —dijo en un susurro.

—No tendríamos que estar aquí —murmuré.

Lejos de escucharme, tanteó en la oscuridad hasta tocar la cortina y, un momento después, una diminuta rendija de luz entró por un extremo. Me coloqué detrás de Nimue, encogido, y miré por encima de su hombro. Al principio, era tan reducido el resquicio que Nimue había abierto que apenas distinguí nada, pero después, en cuanto logré entender lo que había al otro lado, vi más de lo que habría querido. Vi los misterios de Isis.

Para comprender aquella noche tuve que conocer la historia de Isis, y la aprendí más tarde, pero en aquel momento, atisbando por encima del corto cabello de Nimue, no tenía la menor idea de lo que significaba aquella ceremonia. Sólo sabía que Isis era una diosa considerada muy poderosa por gran número de romanos, una diosa con los más altos poderes. También sabía que era protectora de los tronos, cosa que justificaba el bajo trono negro que seguía en el estrado del extremo opuesto de la caverna, aunque lo veíamos a medias a causa de la espesa humareda que flotaba y se retorcía por la negra estancia buscando la salida chimenea arriba. El humo provenía de los braseros; habían alimentado la llamas con hierbas que exhalaban un aroma acre y embriagador, el que habíamos percibido desde el lindero del bosque.

No vi el coro, que seguía cantando a pesar de la humareda, pero sí a las adoradoras de Isis y, al principio no di crédito a mis ojos. No quería creerlo.

Vi a ocho personas arrodilladas en el negro suelo de piedra, todas desnudas. Nos daban la espalda, pero a pesar de ello, supe que algunos eran hombres. Comprendí que Gwenhwyvach se hubiera reído tanto al pensar en aquel momento, debía de conocer el secreto. Ginebra siempre decía que no se permitía a los hombres entrar en el templo de Isis, pero aquella noche sí, y sospeché que sucedería igual todas las noches que la luna llena arrojaba su luz fría por el agujero del tejado de la bodega. Las llamas temblorosas de los braseros alumbraban con luz pálida las espaldas de los adoradores. Todos estaban desnudos, hombres y mujeres, todos desnudos tal como me dijera Morgana tantos años atrás.

Los adoradores estaban desnudos, pero no los dos oficiantes. Lavaine era uno de ellos; hallábase de pie a un lado del trono negro, y mi espíritu saltó de júbilo al verlo. La espada de Lavaine había cortado la garganta a Dian, y la mía se hallaba en aquel instante a la distancia de una bodega de él. Se mantenía erguido junto al trono, la luz de los braseros le iluminaba la cicatriz de la mejilla y su pelo negro y engrasado como el de Lancelot le caía por la espalda sobre la negra túnica. Aquella noche no llevaba el ropaje blanco de los druidas, sino un simple atavío negro, y sujetaba en la mano una fina vara negra con una pequeña luna dorada en la punta. No había rastro de Dinas.

Dos antorchas sujetas por sendos tederos de hierro alumbraban el trono donde se hallaba Ginebra encarnando a Isis. Tenía el pelo recogido en la cabeza y sujeto con un aro de oro del que sobresalían dos cuernos hacia arriba. Eran cuernos de algún animal que no había visto jamás y, más tarde, descubrí que estaban tallados en marfil. Alrededor del cuello lucía una gruesa torques de oro, pero no llevaba ninguna otra joya, sólo un enorme manto granate que le envolvía todo el cuerpo. No vi el suelo que tenía a los pies, pero sabía que allí estaba el pozo poco profundo y que estaban esperando a que la luz de la luna entrara por la chimenea y bañara de plata las negras aguas. Las cortinas del fondo, tras las que había un lecho, según me había contado Ceinwyn, permanecían cerradas.

De pronto, un rayo de luz tembló en el humo y los desnudos adoradores se estremecieron, expectantes. El delgado haz plateado indicaba que por fin el astro de la noche había ascendido lo suficiente como para arrojar el primer reflejo oblicuo al suelo de la gruta. Lavaine aguardó un momento a que la luz aumentara y después golpeó el suelo con la vara dos veces.

—Es la hora —dijo con su voz áspera y profunda—, es la hora. —El coro enmudeció.

Después no sucedió nada. Esperaron en silencio a que se ensanchara la columna de plateada luz lunar que se dibuja en el humo y creciera en el suelo, y me acordé de una lejana noche en que me hallaba agazapado en la cima del montículo de piedras cerca de Llyn Cerrig Bach; aquella noche vi la luz de la luna deslizarse y llenar el espacio en el silencioso templo de Isis. Se palpaba el portento en el silencio. Una de las mujeres arrodilladas exhaló un suave gemido y nada más. Otra se balanceaba de adelante atrás.

El rayo de luna se agrandó más aún y tiñó de un brillo pálido el rostro grave y hermoso de Ginebra. La luz entraba casi verticalmente ya. Una de las mujeres desnudas tembló, pero no de frío sino sacudida por el éxtasis; Lavaine se inclinó hacia delante y miró cañón arriba. La luna iluminó su gran barba y su cara ancha y dura con la cicatriz de guerra. Se quedó observando la boca de la chimenea unos instantes, volvió atrás y tocó a Ginebra solemnemente en el hombro.

Ella se puso en pie y los cuernos de la cabeza casi rozaron el bajo techo abovedado de la cueva. Mantenía los brazos y las manos bajo los pliegues del manto, que caía recto desde sus hombros hasta el suelo. Cerró los ojos.

—¿Quién es la Diosa? —preguntó.

—Isis, Isis, Isis —recitaron las mujeres en voz baja—. Isis, Isis, Isis.

La columna de luz lunar era casi tan ancha como el cañón, un gran pilar de humo plateado que brillaba y oscilaba en el centro de la cueva. Cuando vi por primera vez el templo, me había parecido un lugar de mal gusto, pero aquella noche, a la luz temblorosa de la columna de luz blanca, me pareció el templo más misterioso y estremecedor que había visto en mi vida.

—¿Y quién es el Dios? —preguntó Ginebra con los ojos cerrados aún.

—Osiris —respondieron los hombres desnudos con voces graves—. Osiris, Osiris, Osiris.

—¿Y quien se sentará en el trono? —preguntó Ginebra.

—Lancelot —contestaron hombres y mujeres a una—, Lancelot, Lancelot.

En cuanto oí ese nombre, supe que nada volvería a su lugar aquella noche. Aquella noche no nos devolvería a la vieja Dumnonia. Aquella noche no nos depararía sino horror, pues aquella noche destruiría a Arturo. Quise alejarme de la cortina y volver a la bodega, llevármelo de allí al aire fresco y a la limpia luz de la luna y hacerlo retroceder todos los años, todos los días, todas las horas para que aquella noche no volviera a suceder jamás. Pero no me moví y Nimue tampoco. Ninguno de nosotros se atrevió a moverse porque Ginebra había extendido la mano derecha para tomar el báculo de Lavaine, el gesto apartó el lado derecho del manto y vi que, bajo los gruesos pliegues, estaba desnuda.

—Isis, Isis, Isis —suspiraban las mujeres.

—Osiris, Osiris, Osiris —suspiraban los hombres.

—Lancelot, Lancelot, Lancelot —recitaban todos juntos.

Ginebra tomó la vara de la luna en la punta y se adelantó; el manto volvió a cerrarse y le ocultó el seno derecho. Después, muy despacio, con gestos exagerados, tocó con la vara algo que había bajo el agua justamente debajo del luminoso haz de humo que caía ya en vertical desde los cielos. Nadie más se movió, habríase dicho que nadie respiraba.

—¡Levántate! —ordenó Ginebra—. Levántate —y el coro empezó a cantar otra vez la misma melodía extraña y embrujadora.

—Isis, Isis, Isis —cantaban y, por encima de las cabezas de los fieles vi a un hombre emerger del estanque. Era Dinas, chorreando agua por su musculoso cuerpo desnudo y su largo pelo negro mientras se levantaba lentamente al son del cántico del coro, cada vez más fuerte.

—¡Isis! ¡Isis! ¡Isis! —cantaban, hasta que por fin, Osiris quedó erguido ante Ginebra, de espaldas a nosotros, desnudo también. Salió del estanque y Ginebra le entregó el báculo negro de Lavaine, levantó las manos y se desató el manto, el cual cayó en el trono. Allí estaba Ginebra, la esposa de Arturo, desnuda a excepción del oro que llevaba en la garganta y el marfil de la cabeza, y abrió los brazos para que el desnudo nieto de Tanaburs subiera al estrado al encuentro de su abrazo.

—¡Osiris! ¡Osiris! ¡Osiris! —gritaban las mujeres. Algunas se convulsionaban como los fieles cristianos que habíamos visto en Isca, presas de un éxtasis similar. Las voces iban en aumento—. ¡Osiris! ¡Osiris! ¡Osiris! —cantaban, y Ginebra dio un paso atrás cuando Dinas, desnudo, se giró a mirar a los fieles y alzó los brazos triunfante. Así mostró su magnífico cuerpo desnudo, y no cabía duda de que era un hombre, como tampoco cabía duda de lo que haría seguidamente cuando Ginebra, con su hermoso cuerpo alto y recto, mágicamente plateado por el temblor de la luz de la luna en el humo, lo tomó del brazo derecho y lo llevó hacia las cortinas de detrás del trono. Lavaine también los acompañó y las mujeres se retorcían en su adoración y se balanceaban adelante y atrás repitiendo a gritos el nombre de su poderosa diosa—. ¡Isis! ¡Isis! ¡Isis!

Ginebra abrió la cortina, entreví la estancia del otro lado, que me pareció luminosa como el sol, y el cántico desgarrado alcanzó nuevas alturas de exaltación cuando los hombres del templo tomaron a las mujeres que tenían al lado; en aquel preciso momento, las puertas que teníamos detrás se abrieron de par en par y Arturo, resplandeciente con su atuendo guerrero, entró en el reducido vestíbulo del templo.

—¡No, señor! —le dije—. ¡No, señor, os lo ruego!

—No tendrías que estar aquí, Derfel —me dijo en voz baja, pero recriminándome. En la mano derecha llevaba el pomo de flores de aciano que había recogido para Ginebra, y en la izquierda, la mano de su hijo—. Sal de aquí —me ordenó, pero en aquel momento, Nimue apartó la gran cortina y comenzó la pesadilla de mi señor.

Isis es una diosa que trajeron a Britania los romanos, aunque no procedía de Roma tampoco, sino de un país lejano al este de Roma, como Mitra, que también proviene de un lejano país al este de Roma, aunque no del mismo que Isis, creo. Galahad me contó que la mitad de las religiones del mundo se habían originado en el Oriente, donde, sospechaba yo, los hombres se parecían más a Sagramor que a nosotros. También el cristianismo es una fe procedente de aquellas tierras remotas donde, según me dijo Galahad, en los campos sólo crece la arena, el sol quema mucho más que en Britania y jamás nieva.

Isis procedía de aquellas tórridas tierras. Entre los romanos se convirtió en una diosa muy poderosa y muchas britanas adoptaron su religión, que permaneció después de que los romanos se marcharan. No llegó a extenderse tanto como el cristianismo, pues éste dejaba las puertas abiertas a cualquiera que deseara adorar a su dios, mientras que Isis, igual que Mitra, sólo aceptaba como adoradores a aquellos que se hubieran iniciado en sus misterios. Galahad me dijo que Isis se parecía en algunas cosas a la santa madre de los cristianos, pues era considerada como la madre perfecta de su hijo Horus, pero Isis poseía además otros poderes que la Virgen María jamás se adjudicó. Isis era para sus adeptos la diosa de la vida y de la muerte, de la curación y, naturalmente, de los tronos de los mortales.

Según el relato de Galahad, estaba casada con un dios llamado Osiris, pero, en una guerra entre dioses, Osiris murió y su cuerpo fue arrojado al río cortado en muchos fragmentos. Isis buscó todos los trozos y, tiernamente, los volvió a unir; después yació con el cuerpo reconstruido para devolverlo a la vida y Osiris resucitó gracias al poder de Isis. Galahad odiaba el relato y se santiguaba una y otra vez mientras lo contaba; supongo que lo que Nimue y yo contemplamos en aquel negro subterráneo lleno de humo fue la repetición de tal resurrección y del acto de una mujer que da vida a un hombre. Habíamos contemplado a Isis, la diosa, la madre, la dadora de vida, llevar a cabo el milagro que devolvió a su esposo a la vida y la transformó en guardiana de los vivos y los muertos y en árbitro de los tronos de los hombres. Y era precisamente ese último atributo, el de decidir qué hombres habían de ocupar los tronos de la tierra, el que Ginebra consideraba atributo supremo de la diosa. Ginebra adoraba a Isis porque poseía poder para conceder tronos.

Nimue apartó la cortina y la cueva se llenó de gritos.

Durante un segundo, un instante abrumador, Ginebra vaciló al pie de la otra cortina y se volvió a mirar el motivo de la intromisión en su ceremonia. Permaneció allí, alta y desnuda, temible en su pálida hermosura, y a su lado, un hombre desnudo. En la entrada de la cueva, plantado, con su hijo en una mano y unas flores en la otra, estaba su esposo. Arturo llevaba levantados los protectores de las mejillas; yo tuve que contemplar su rostro en aquel momento de horror; me pareció que el espíritu lo hubiera abandonado.

Ginebra desapareció tras la cortina llevando a Dinas y Lavaine consigo, y Arturo profirió un sonido espantoso, mitad de guerra mitad de hombre hundido en la más absoluta desgracia. Hizo salir a Gwydre, dejó caer las flores, desenvainó a Excalibur y cargó ciegamente entre los aterrorizados adoradores, que se apartaron de su camino con desesperación.

—¡Prendedlos a todos! —grité a los lanceros que seguían a Arturo—. ¡Que no escapen! ¡Prendedlos!

Eché a correr tras mi señor con Nimue a mi lado. Arturo saltó por encima del estanque tirando una antorcha al salvar el estrado de un brinco y abrió la cortina negra del fondo con la punta de la espada.

Y allí se detuvo.

Me paré junto a él. Había dejado la lanza atrás al cargar en el templo y llevaba a Hywelbane en la mano. Nimue estaba conmigo y lanzó un aullido triunfal al mirar lo que había en la pequeña estancia cuadrada que se abría la fondo de la cueva. Al parecer, estábamos en el santuario íntimo de Isis, y allí, al servicio de la diosa, se hallaba la olla mágica de Clyddno Eiddyn.

La olla fue lo primero que vi porque estaba sobre un pedestal negro, que debía de llegarme por la cintura, y había tantas velas en la estancia que la olla refulgía como el oro y la plata al reflejar su luz brillante. La fuerte luminosidad se intensificaba más aún porque todas las paredes, excepto la de la cortina, estaban cubiertas de espejos. Había espejos hasta en el techo, que multiplicaban las llamas de las palmatorias y reflejaban el cuerpo desnudo de Ginebra y Dinas. Ginebra, aterrorizada, se había refugiado en el espacioso lecho que ocupaba el fondo, y allí se tapó con una manta de pieles para ocultar su blanca piel. Dinas estaba junto a ella ocultándose la ingle con las manos y Lavaine nos miraba con expresión desafiante.

Miró a Arturo de arriba abajo, despreció a Nimue con sólo una mirada y me señaló con la fina vara. Sabía que había ido a darle muerte y se dispuso a evitarlo con la magia más poderosa de que disponía. Apuntó el báculo hacia mí y en la otra mano sujetó el fragmento de la verdadera cruz de Cristo guardado en un cristal que el obispo Sansum había regalado a Mordred el día de la proclamación. Sostenía el fragmento suspendido sobre la olla, que estaba llena de un líquido oscuro y aromático.

—Tus otras hijas también morirán —me dijo—, si tan sólo lo dejo caer.

Arturo blandió a Excalibur.

—Y tu hijo también —le advirtió Lavaine, y los dos quedamos petrificados—. Ahora, marchad —prosiguió con calma y autoridad—. Habéis invadido el santuario de la diosa y ahora os marcharéis y nos dejaréis en paz. De lo contrario, todos aquéllos a los que amáis morirán.

Esperamos. A su espalda, entre la olla mágica y el lecho, se encontraba la mesa redonda de Arturo con la incrustación del caballo alado y, encima del caballo vi una insulsa cesta, un viejo cabestro, un cuchillo gastado, una piedra de amolar, un manto con mangas, una capa, un plato de loza, un tablero de dados, un aro de guerrero y un montón de maderos rotos y podridos. También estaba la trenza de la barba de Merlín con su cinta negra. Todo el poder de Britania se hallaba en aquella reducida estancia, aliado con un fragmento de la más poderosa magia cristiana.

Blandí a Hywelbane y Lavaine hizo el gesto de dejar caer la astilla de la verdadera cruz en el líquido, pero Arturo puso la mano en mi escudo para detenerme.

—Idos —insistió Lavaine. Ginebra no decía nada, sólo nos miraba, con los ojos desmesuradamente abiertos, por encima de la manta que la cubría a medias.

Nimue sonrió en aquel momento con el manto arrebujado entre las manos, miró a Lavaine y dejó caer la carga con un grito, un chillido espeluznante que resonó con fuerza por encima de los gemidos de las mujeres que teníamos a la espalda.

Las víboras saltaron en el aire. Había al menos una docena de áspides, que Nimue había recogido aquella tarde para soltarlas en aquel momento. Se retorcieron en el vacío y Ginebra dejó escapar un chillido al tiempo que tiraba de la manta para cubrirse el rostro. Lavaine, al ver la víbora que se le venía encima de los ojos, se movió instintivamente y se encogió. El fragmento de la verdadera cruz rebotó en el suelo mientras las serpientes, excitadas por la alta temperatura de la habitación, se deslizaban por encima de la cama y entre los tesoros de Britania. Avancé un paso y di a Lavaine un fuerte puntapié en el estómago. Cayó al suelo y gritó cuando una serpiente lo mordió.

Dinas se alejaba de las que reptaban por la cama pero se quedó inmóvil en el momento en que Excalibur le tocó la garganta.

Hywelbane se apoyaba en la garganta de Lavaine y, con la hoja, obligué al druida a levantar la cabeza hacia mí; le sonreí.

—Mi hija —dije en voz baja— nos está mirando desde el más allá y te manda saludos, Lavaine.

Quiso decir algo pero no le salieron las palabras.

Arturo miraba el bulto de su esposa, oculta bajo las pieles. Entonces, casi con ternura, limpió de víboras las pieles negras con la punta de Excalibur y retiró la manta hasta que el rostro de Ginebra quedó al descubierto. Ella lo miraba fijamente sin rastro de su altivo orgullo. Era simplemente una mujer aterrorizada.

—¿Tienes ropas aquí? —le preguntó con suavidad. Ella negó con la cabeza.

—En el trono hay un manto rojo —le dije.

—¿Vas a buscarlo, Nimue? —preguntó Arturo.

Nimue le llevó el manto y Arturo se lo pasó a su esposa prendido en la punta de Excalibur.

—Toma —dijo, hablando aún con suavidad—, para ti.

Un brazo desnudo salió de entre las pieles y tomó el manto.

—Date la vuelta —me dijo Ginebra asustada, con un hilo de voz.

—Date la vuelta, Derfel, por favor —dijo Arturo.

—Primero, una cosa, señor.

—Date la vuelta —insistió, sin dejar de mirar a su esposa.

Alcancé el borde de la olla y la incliné hasta que cayó del pedestal. La preciosa olla dio en el suelo con estrépito y el líquido se derramó sobre las losas formando un charco oscuro. Eso le llamó la atención. Me miró fijamente y a duras penas reconocí su rostro de puro duro y frío, vacío de vida; pero aquella noche había que decir una cosa más, y si mi señor tenía que beber aquella copa de horrores, que la apurara hasta la última gota. Coloqué la punta de Hywelbane bajo la barbilla de Lavaine.

—¿Quién es la diosa? —le pregunté.

Movió la cabeza negativamente e hinqué la punta de mi espada lo suficiente como para hacerle sangrar.

—¿Quién es la diosa? —repetí.

—Isis —dijo en un susurro. Se apretaba el tobillo donde le había mordido la víbora.

—¿Y quién es el dios? —volví a preguntar.

—Osiris —dijo aterrado.

—¿Y quién se sentará en el trono? —Se estremeció de arriba a abajo pero nada dijo—. Señor, éstas son las palabras que no oísteis —dije a Arturo, con la espada todavía en la nuez de Lavaine—. Pero yo sí las oí, y también Nimue. ¿Quién se sentará en el trono? —insistí.

—Lancelot —dijo, en voz muy baja, apenas audible, pero suficiente para que Arturo lo oyera; además, acababa de ver el gran bordado blanco en la lujosa manta negra que había en la cama bajo la piel de oso en aquella habitación de espejos. Era el águila pescadora de Lancelot.

Escupí a Lavaine, envainé a Hywelbane y lo agarré por los largos cabellos. Nimue ya se había hecho cargo de Dinas. Los llevamos de nuevo al templo a rastras y dejé la cortina en su sitio al salir para que Arturo y Ginebra estuvieran a solas. Gwenhwyvach había presenciado toda la escena y reía con ganas. Los adoradores y el coro, todos desnudos, permanecían agazapados en un rincón de la bodega donde los hombres de Arturo los vigilaban a punta de lanza. Gwydre, aterrorizado, aguardaba acuclillado en la entrada de la bodega.

—¿Por qué? —gritó Arturo a nuestra espalda.

Y saqué a los asesinos de mi hija a la luz de la luna.

Al amanecer todavía estábamos en el palacio del mar. Teníamos que haber partido, pues un puñado de lanceros había logrado escabullirse de las chozas cuando por fin el cuerno de Arturo llamó a los jinetes desde la colina; dichos fugitivos estarían esparciendo las noticias hacia el norte de Dumnonia, pero Arturo, parecía incapaz de tomar una decisión. Estaba completamente anonadado.

Cuando la aurora se asomó al mundo con su luz, Arturo aún lloraba.

Dinas y Lavaine murieron aquella noche a la orilla del río. No me tengo por hombre cruel, pero su muerte fue muy cruel y sumamente lenta. Nimue preparó la agonía y durante todo el tiempo, mientras cada espíritu abandonaba su carne, ella les decía al oído el nombre de Dian entre dientes. Cuando murieron ya no eran hombres, ya no tenían lengua y no les quedaba sino un ojo a cada uno, pequeña clemencia que les concedió sólo con el fin de que presenciaran la siguiente tortura; y así supieron la forma en que murieron. Lo último que vieron fue el lustroso mechón de pelo de Dian prendido a la cruz de mi espada, cuando me encargué de rematar lo que Nimue había comenzado. Los gemelos eran meros desechos a esas alturas, amasijos de sangre y estremecido terror y, cuando al fin dejaron de respirar, besé el mechón de pelo y lo llevé a uno de los braseros de las arcadas del palacio para arrojarlo a las brasas; de esa forma no quedaría ningún fragmento del espíritu de Dian vagando por esta tierra. Nimue hizo lo mismo con la trenza de la barba de Merlín. Dejamos los cadáveres tumbados sobre el lado izquierdo junto al mar y, cuando el sol salió, las gaviotas acudieron a rasgar la atormentada carne con sus largos picos curvos.

Nimue había recuperado la olla y los tesoros. Dinas y Lavaine confesaron todo antes de morir y quedó demostrado que Nimue no se había equivocado. Efectivamente, Morgana había robado los tesoros y se los había entregado a Sansum a cambio de que se casara con ella, y Sansum se los dio a Ginebra. Ginebra se había reconciliado con el señor de los ratones bajo la promesa de recibir tales presentes, mucho antes del bautismo de Lancelot en el río Churn. Cuando supe lo sucedido, pensé que si hubiera consentido en la iniciación de Lancelot en los misterios de Mitra tal vez habría evitado tan funestos sucesos. El destino es inexorable.

Las puertas del templo estaban cerradas y no escapó ninguno de los que se hallaban dentro. Tan pronto como Ginebra salió de allí y mantuvo una larga conversación con Arturo, éste volvió solo a la bodega con Excalibur en la mano y tardó una hora cumplida en salir de nuevo. Cuando por fin salió, su rostro era más frío que el mar y gris como la hoja de Excalibur, aunque en aquel momento, el precioso acero estaba rojo, teñido de sangre. En una mano llevaba el aro con los cuernos que Ginebra llevaba cuando encarnaba a Isis, y en la otra llevaba la espada.

—Están muertos —me dijo.

—¿Todos?

—Hasta el último —contestó con extraña indiferencia, a pesar de la sangre que tenía en los brazos, en la cota maclada y hasta en las plumas de ganso del yelmo.

—¿Las mujeres también? —pregunté, porque Lunete era adoradora de Isis. Ya no lo amaba, pero había sido mi amor en otro tiempo y le guardaba cierto cariño. Los hombres del templo eran los más bellos lanceros de Lancelot, y las mujeres, las doncellas de Ginebra.

—Todos muertos —repitió Arturo casi alegremente. Bajó despacio por el sendero de arena del jardín—. No era la primera noche que se reunían —dijo, casi confundido—. Al parecer, lo hacían frecuentemente, todos ellos, siempre que la luna lo permitía. Y fornicaban unos con otros, todos excepto Ginebra. Ella sólo lo hacía con los gemelos o con Lancelot. —Se estremeció, y fue el primer síntoma de emoción desde que emergiera de la bodega con la mirada glacial—. Al parecer, antes lo hacía por mí. «¿Quién se sentará en el trono?». «Arturo, Arturo, Arturo», pero a la diosa no debí de parecerle apropiado. —Había empezado a llorar—. O bien, me resistí a sus designios con excesiva firmeza, y por eso cambiaron mi nombre por el de Lancelot. —Rasgó el aire inútilmente con la espada—. Lancelot —repitió embargado por el dolor—. Lleva años yaciendo con Lancelot, y sólo por motivos religiosos, dice. ¡La religión! Él solía ser Osiris y ella siempre era Isis. ¿Qué otra cosa habría de ser? —Llegó a la terraza y se sentó en un banco de piedra desde el cual se veía el río bañado por la luna—. No tenía que haberlos matado a todos —dijo tras una larga pausa.

—No, señor —le dije—; no tendríais que haberlos matado.

—Pero no podía hacer otra cosa. ¡Era pura indecencia, Derfel! ¡Nada más! —Empezó a llorar. Dijo algo de la vergüenza, de los muertos que habían presenciado el deshonor de su esposa y el suyo propio y, cuando no pudo articular más palabras, siguió llorando inconsolablemente en silencio. No parecía importarle que yo estuviera allí o no, pero me quedé hasta la hora de llevar a Dinas y Lavaine a la orilla del mar para que Nimue les arrancara el espíritu del cuerpo pulgada a pulgada, terriblemente.

Y luego, en la gris aurora, Arturo permaneció sentado, vacío y exhausto ante el mar, con los cuernos de marfil a sus pies y el yelmo y Excalibur desnuda en el banco de piedra. La sangre de la hoja se había secado formando una gruesa costra marrón.

—Debemos alejarnos, señor —le dije, cuando el amanecer tiñó el mar del color de la espada.

—Amor —dijo con amargura.

—Debemos alejarnos, señor —repetí pensando que no me había entendido.

—¿Para qué?

—Para cumplir vuestro juramento.

Escupió y siguió sentado en silencio. Habían llevado los caballos del bosque, y la olla y los tesoros de Britania estaban preparados para el viaje. Los lanceros aguardaban pendientes de nosotros.

—¿Queda algún juramento por violar? —preguntó con amargura—. ¿Uno solo?

—Debemos alejarnos, señor —insistí, pero no se movió ni habló, de modo que me giré sobre los talones—. En tal caso, partiremos sin vos —añadí brutalmente.

—¡Derfel! —me llamó con verdadero pánico en la voz.

—¿Señor?

Miró su espada y pareció sorprenderse al verla tan sucia de sangre.

—Mi esposa y mi hijo están arriba en una estancia —dijo—. ¿Vas a buscarlos, por favor? Que monten en el mismo caballo, y luego partiremos. —Se esforzaba por imprimir a su voz un tono normal, como si la nueva madrugada fuera sólo una más.

—Sí, señor.

Se puso en pie y enfundó a Excalibur con sangre y todo.

—Entonces —comentó con amargura—, supongo que tendremos que rehacer Britania.

—Sí, señor. Es nuestro deber.

Me miró fijamente y supe que tenía ganas de llorar otra vez.

—¿Sabes una cosa, Derfel?

—Decid, señor.

—Mi vida jamás volverá a ser igual, ¿verdad?

—No lo sé, señor. No lo sé.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—La amaré hasta el día de mi muerte. Pensaré en ella todos los días de mi vida. La veré todas las noches antes de dormirme, y todas las madrugadas, cuando me dé la vuelta en la cama, descubriré que ya no está. Todos los días, Derfel, todas las noches y todas las madrugadas hasta que me muera.

Recogió el yelmo con el penacho salpicado de sangre, dejó los cuernos de marfil y se alejó conmigo. Fui a buscar a Ginebra y a su hijo al dormitorio y nos marchamos.

Gwenhwyvach se quedó en el palacio del mar, a vivir sola allí, con el sentido perdido, rodeada de perros, en medio de tesoros maravillosos. Se asomaría a la ventana a aguardar la llegada de Lancelot, pues estaba segura de que un día su señor llegaría a vivir a su lado, a la orilla del mar, en el palacio de su hermana. Pero su señor jamás acudió, los tesoros fueron robados, el palacio se derrumbó y Gwenhwyvach murió allí, o eso nos contaron. Tal vez aún siga allí, aguardando en la ribera al hombre que nunca llega.

Partimos. En la orilla lodosa del río, las gaviotas devoraban la carnaza.

Ginebra, vestida con un largo vestido negro y tapada con un manto verde oscuro, el cabello severamente recogido hacia atrás y atado con un lazo negro, montaba a lomos de Llamrei, la yegua de Arturo. Iba sentada de lado, agarrada al asidero de la silla con la mano derecha y sujetando por la cintura a su lloroso y atemorizado hijo con la izquierda; el niño no dejaba de mirar a su padre, que caminaba como en sueños tras la yegua.

—Supongo que soy su padre —dijo Arturo.

Ginebra, con los ojos enrojecidos por el llanto, desvió la mirada. El caballo la hacía balancearse hacia delante y hacia atrás y, sin embargo, ella no perdía la gracia.

—De ningún otro, lord príncipe —dijo al cabo de largo rato—, de ningún otro.

A partir de aquel momento, Arturo caminó en silencio. No deseaba mi compañía, no quería a nadie a su lado, sólo su desgracia, de modo que me fui junto a Nimue, que encabezaba la procesión. Después iban los caballos, luego Ginebra, y mis lanceros escoltaban la olla en la retaguardia. Nimue recorría el mismo camino que nos había llevado a la costa, que en aquel tramo no era sino una senda accidentada que subía por un brezal desnudo jalonado por tejos y aulagas.

—Es decir, que Gorfyddyd tenía razón —comenté al cabo de un rato.

—¿Gorfyddyd? —preguntó Nimue asombrada de que sacara del pasado el nombre del viejo rey.

—En el valle del Lugg —le recordé— dijo que Ginebra era una ramera.

—Y tú, Derfel Cadarn —se volvió Nimue burlonamente— eres todo un experto en rameras, ¿verdad?

—¿Qué es, si no? —pregunté con rabia.

—Una ramera no —dijo Nimue. Señaló a lo lejos, hacia unos jirones de humo que se levantaban por encima de los árboles, señal de que la guarnición de Vindocladia estaba preparándose el desayuno—. Tenemos que evitarlos —dijo; salió del sendero y nos condujo hacia un denso cinturón de árboles que crecía a la izquierda. Supuse que habrían llegado a la guarnición noticias de la incursión de Arturo en el palacio del mar y no tendrían el menor deseo de hacerle frente, pero seguí a Nimue obedientemente y lo mismo hicieron los jinetes.

—Lo que hizo Arturo —dijo Nimue al cabo de un rato— fue casarse con una rival, no con una compañera.

—¿Una rival?

—Ginebra podría reinar en Dumnonia tan bien como cualquier hombre y mejor que la mayoría. Es más inteligente que Arturo y posee la misma determinación. Si hubiera sido hija de Uther, en vez del loco de Leodegan, todo habría sido distinto. Habría sido la segunda Boudicca y habría cristianos muertos desde aquí hasta el mar de Irlanda, y sajones muertos hasta el mar alemán.

—Boudicca —le recordé— perdió la guerra.

—Y también Ginebra —añadió Nimue sombríamente.

—No me parece que sea rival de Arturo —dije al cabo—. Tenía poder, no creo que Arturo tomara nunca una decisión sin consultárselo.

—Y él consultaba al consejo, al que las mujeres no tienen acceso —dijo Nimue con acritud—. Ponte en el lugar de Ginebra, Derfel. Es más inteligente que todos vosotros juntos, pero cualquier idea que se le ocurriera había de enfrentarse con un montón de hombres obtusos y lentos. Tú y el obispo Emrys, y ese bellaco de Cythryn que se finge tan juicioso y justo pero que cuando llega a casa golpea a su esposa y la obliga a ver cómo se lleva a una muchacha enana al lecho. ¡Consejeros! ¿Crees que Dumnonia lo notaría si os ahogarais todos juntos?

—¡Los reyes necesitan un consejo! —repliqué indignado.

—No si fueran inteligentes —contestó Nimue—. ¿Para qué? ¿Acaso Merlín necesita un consejo? ¿Acaso Merlín recurre a una sala llena de necios pomposos para que le digan lo que debe hacer? Para lo único que sirve el consejo es para daros importancia a vosotros mismos.

—Y para más cosas. ¿Cómo sabría el rey lo que piensa su pueblo si no tuviera un consejo?

—¿A quién le importa lo que piensen los descerebrados? Deja que el pueblo piense por sí mismo y todos se harán cristianos; su capacidad de pensar paga tributo —escupió—. ¿Qué es lo que haces en el consejo, Derfel? ¿Contar a Arturo lo que dicen tus pastores? Y me imagino que Cythryn representa a los dumnonios que copulan con enanos. ¿No es así? —Se rió—. ¡El pueblo! El pueblo es idiota, por eso tienen rey y por eso el rey necesita lanceros.

—Arturo —contesté categóricamente— ha gobernado el país con rectitud y sin usar lanzas contra el pueblo.

—Y ya ves en lo que ha terminado el país —replicó Nimue. Guardó silencio unos minutos y, al cabo, suspiró—. Ginebra estuvo en lo cierto desde el principio, Derfel. Arturo tenía que ser rey, ella lo sabía y lo deseaba. Hasta se habría conformado con eso, porque si Arturo hubiera sido rey, ella habría sido reina, cosa que le habría dado todo el poder que necesitaba. Pero tu adorado Arturo no quiso aceptar el trono. ¡Qué moral tan elevada! ¡Cuántos juramentos sagrados! ¿Y qué era lo que quería en realidad? Ser campesino, vivir como Ceinwyn y tú, un hogar feliz, los niños, la risa. —Dijo tales cosas como si fueran ridículas—. ¿Hasta qué punto crees tú que Ginebra se habría conformado con semejante vida? ¡Se aburría sólo de pensarlo! Pero era lo único que Arturo deseaba. Es una mujer inteligente y de vivo ingenio y él quería convertirla en una vaca lechera. ¿Te extraña que buscara otras diversiones?

—¿La prostitución?

—¡No seas necio, Derfel! ¿Soy yo una ramera por haberme acostado contigo? —Habíamos llegado a los árboles y Nimue giró hacia el norte, metiéndonos entre los fresnos y los altos álamos. Los lanceros nos seguían como ovejas, creo que no habrían protestado aunque los hubiéramos llevado en círculos, de tan confusos y aturdidos como se encontraban por los horrores de la noche anterior—. Faltó al juramento del matrimonio —continuó Nimue—, ¿y qué? ¿Piensas que es la primera que lo hace? ¿Crees que tal cosa la convierte en ramera? De ser así, Britania estaría llena de rameras hasta los bordes. No es ramera, Derfel, es una mujer fuerte que nació bella y dotada de inteligencia, y Arturo se enamoró de su belleza pero nada quiso saber de su inteligencia. No permitió que lo convirtiera en rey y entonces ella se entregó a esa ridícula religión suya. Y lo único que hacía Arturo era decirle lo feliz que la haría cuando por fin colgara la espada y se dedicara a la crianza de ganado. —Tal pensamiento le provocó una carcajada—. Y como a Arturo no se le habría ocurrido engañarla jamás, no pensó que ella pudiera engañarlo a él. Los demás sí, pero Arturo no. Se decía sin cesar que el matrimonio era perfecto y, mientras él permanecía a millas de Ginebra, ella, con su belleza, atraía a los hombres como la carroña a las moscas. Hombres gallardos, inteligentes, ingeniosos, hombres ambiciosos, y uno era muy atractivo y deseaba todo el poder que pudiera reunir, de modo que Ginebra decidió ayudarlo. Arturo quería un establo de vacas, pero Lancelot quiere ser rey supremo de Britania y a Ginebra le parece una aspiración mucho más interesante que criar terneros o limpiar culos de niños. Esa estúpida religión le prestó ánimos. ¡Árbitro de tronos! —Escupió—. No se acostaba con Lancelot porque fuera ramera, gran necio, se acostaba con él para hacer que su hombre fuera rey supremo.

—¿Y Dinas y Lavaine?

—Eran los ministros. La ayudaban y, en algunas religiones, Derfel, la copulación entre hombres y mujeres forma parte de las ceremonias. ¿Por qué no? —Dio un puntapié a un guijarro, que salió botando por encima de unas correhuelas—. Y créeme, Derfel, era una pareja de hombres muy atractivos. Lo sé porque yo los despojé de su belleza, pero no por lo que hacían con Ginebra, sino por la forma en que insultaron a Merlín y por lo que hicieron con tu hija. —Continuó varias yardas en silencio—. No desprecies a Ginebra —me dijo después—. No la desprecies porque se aburriera. Y si has de despreciarla, hazlo por haber robado la olla y da gracias porque Dinas y Lavaine no lograran desatar todo su poder. Sin embargo, Ginebra sí lo consiguió. Se bañaba en ella una vez a la semana y por eso no envejecía. —Oímos unos pasos a la espalda y Nimue volvió la cabeza. Era Arturo, que corría para darnos alcance. Aún estaba trastocado, pero en algún momento durante los últimos minutos debió de percatarse de que nos habíamos desviado del camino.

—¿Adónde vamos? —preguntó en tono autoritario.

—¿Queréis que nos vea la guarnición? —preguntó Nimue, señalando de nuevo hacia el humo de los hogares.

No respondió; se quedó mirando las humaredas como si jamás hubiera visto cosa igual. Nimue me miró a su vez y se encogió de hombros al verlo tan confundido.

—Si quisieran pelear —dijo Arturo al fin—, habrían empezado a buscarnos ya. —Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y, tal vez fuera mi imaginación, pero me pareció que la barba le había encanecido más—. ¿Qué harías tú si fueras el enemigo? —me preguntó. No se refería a la raquítica guarnición de Vindocladia, pero no pronunciaría el nombre de Lancelot.

—Tender una trampa, señor —dije.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó irritado—. Al norte ¿no? Es la ruta más rápida hacia los lanceros amigos, y lo saben. Así pues, no podemos ir al norte. —Me miró pero no daba señales de reconocerme—. Derfel, vamos a por sus gaznates ahora mismo —añadió con fiereza.

—¿A por sus gaznates, señor?

—Vamos a Caer Cadarn.

Tardé un rato en hablar. Arturo no pensaba correctamente; el dolor y la rabia lo habían trastocado y empecé a buscar la forma de alejarlo del suicidio.

—Sólo somos cuarenta, señor —dije en voz baja.

—Caer Cadarn —dijo, desoyendo mi objeción—. Quien tenga Caer Cadarn tendrá Dumnonia, y quien tenga Dumnonia tendrá Britania. Si no quieres venir, Derfel, ve por tu camino. Yo voy a Caer Cadarn —dijo, y dio media vuelta.

—¡Señor! —lo llamé—. Dunum se interpone en el camino. —Tratábase de una importante fortaleza y, aunque la guarnición estuviera diezmada sin duda, tendría lanzas más que suficientes como para destruir nuestras pequeñas fuerzas.

—Derfel, no me importaría aunque todas las fortalezas de Britania se interpusieran en el camino. —Arturo me escupió las palabras—. Haz lo que quieras, pero yo voy a Caer Cadarn. —Se alejó gritando a los jinetes que tomaran dirección oeste.

Cerré los ojos convencido de que mi señor buscaba la muerte. Sin el amor de Ginebra sólo deseaba morir. Quería caer bajo las lanzas del enemigo en el centro de la tierra por la que tanto había luchado. Yo no veía otra forma de justificar por qué habría de llevar a tan reducida banda de agotados lanceros hasta el centro mismo de la rebelión, a menos que quisiera morir junto a la piedra de los reyes de Dumnonia. Pero entonces, recordé un detalle y abrí los ojos.

—Hace mucho tiempo —le dije a Nimue— hablé con Ailleann. —Ésta era una esclava irlandesa mayor que Arturo que había sido su cariñosa amante antes de la aparición de Ginebra, y la madre de dos hijos ingratos, Amhar y Loholt. Aún vivía, era encantadora y de canos cabellos ya, y seguramente estaba sitiada en aquellos momentos en Corinium. De pronto, perdido en medio de la conmocionada Dumnonia, su voz me llegó a través del tiempo. «Fijaos en Arturo, cuando parece acabado, cuando se hunde en el pozo más oscuro, os asombrará. Triunfará», me dijo. Se lo conté a Nimue.

—Y también dijo —añadí— que después cometería el error de siempre, perdonar a sus enemigos.

—Esta vez no —contestó Nimue—. Esta vez no. Ese necio ha aprendido la lección, Derfel. ¿Y tú qué vas a hacer?

—Lo que hago siempre. Ir con él.

A la boca misma del enemigo, a Caer Cadarn.

Aquel día, Arturo estaba poseído por una energía frenética y desesperada como si la respuesta a todas sus preguntas aguardara en la cima de Caer Cadarn. No hizo el menor esfuerzo por ocultar su pequeña banda, sino que marchamos hacia el norte y el oeste con el pendón del oso ondeando por encima de nuestras cabezas. Montó en el caballo de uno de sus hombres y se puso su famosa armadura para que cualquiera identificara al que cabalgaba hacia el centro del país. Marchaba a la mayor velocidad que mis lanceros podían permitirse, y cuando un caballo se hirió en el casco, abandonó a la bestia en el camino y continuó adelante. Quería llegar al Caer.

Primero pasamos por Dunum. El pueblo antiguo había levantado una gran fortaleza en la cima de la loma, los romanos habían añadido la muralla y Arturo había reparado las fortificaciones y mantenido una guarnición. Aquellos soldados no habían visto jamás la batalla, pero si Cerdic hubiera atacado alguna vez por el oeste a lo largo de la costa de Dumnonia, Dunum habría constituido uno de los principales obstáculos y, a pesar de los largos años de paz, Arturo no había permitido que la plaza fuerte decayera. Una enseña se ondeaba en lo alto de la muralla; al acercarnos, vi que no era el águila pescadora sino el dragón rojo. Dunum seguía siendo leal.

De la guarnición quedaban treinta hombres. Los demás eran cristianos o habían desertado, o bien, temiendo que tanto Arturo como Mordred hubieran muerto, habían abandonado la posición y se habían evadido, pero Lanval, el comandante de la guarnición, permanecía allí al frente de las mermadas fuerzas, esperando contra toda probabilidad que la mala noticia no fuera cierta. Entonces, llegó Arturo y Lanval llevó a sus hombres a las puertas. Arturo bajó del caballo y abrazó al viejo guerrero. Éramos ya setenta lanzas, en vez de cuarenta y pensé en las palabras de Ailleann. «Cuando más hundido está, empieza a triunfar».

Lanval llevaba el caballo por las riendas y caminaba a mi lado; me contó que los lanceros de Lancelot habían pasado por la fortaleza.

—No pudimos detenerlos —dijo con amargura—, pero tampoco presentaron batalla. Sólo intentaron que me rindiera. Les dije que arriaría la bandera de Mordred cuando Arturo me lo ordenara y que no creería que Arturo estaba muerto hasta que me presentaran su cabeza en un escudo. —Arturo debió de decirle algo acerca de Ginebra porque, a pesar de haber sido en otro tiempo el comandante de su guardia personal, la evitó. En pocas palabras, le conté lo sucedido en el palacio del mar y él movió la cabeza con tristeza.

—Lancelot y ella lo hacían en Durnovaria —dijo— en el templo de Isis que ella construyó allí.

—¿Lo sabías? —pregunté horrorizado.

—No lo sabía —dijo cansinamente— pero me llegaban rumores, Derfel, meros rumores, y no quise averiguar más. —Escupió a la vera del camino—. Yo estaba presente el día en que Lancelot llegó de Ynys Trebes y recuerdo que eran incapaces de dejar de mirarse el uno al otro. Después lo ocultaron, naturalmente, y Arturo jamás sospechó nada. ¡Se lo puso tan fácil! Confiaba en ella y nunca estaba en casa, siempre ausente, inspeccionando una plaza fuerte o actuando en un juicio. —Volvió a sacudir la cabeza—. No dudo que lo llame religión, Derfel, pero te aseguro que si esa dama está enamorada de alguien, es de Lancelot.

—Yo creo que ama a Arturo —dije.

—Tal vez, pero Arturo es sencillo en exceso para ella; no oculta misterios en su corazón, lo lleva todo escrito en la cara, y a ella le gusta la sutileza. Te lo aseguro, quien le acelera el corazón es Lancelot. —Y sin embargo, pensé con tristeza, el corazón de Arturo late por Ginebra. No me atreví a imaginar siquiera lo que estaría padeciendo su corazón en aquellos momentos.

Aquella noche dormimos al raso. Mis hombres vigilaban a Ginebra, que se ocupaba de Gwydre. Nada se había dicho sobre su destino y nadie quería preguntar a Arturo, de modo que todos la tratábamos con distancia y amabilidad. Ella nos devolvía idéntico trato, no pidió favores y evitó a Arturo. Al caer la noche, contó unos cuentos a Gwydre, pero tan pronto como el niño se durmió, empezó a mecerse de delante a atrás llorando en silencio. Arturo también la vio, no pudo evitar las lágrimas y se alejó hasta el confín más distante de la ancha colina para que nadie fuera testigo de su desgracia.

Continuamos la marcha al amanecer y el camino nos llevó a un bello paisaje suavemente iluminado por el sol bajo un cielo limpio y terso. Era la Dumnonia por la que luchaba Arturo, una tierra rica y fértil que los dioses habían hecho tan hermosa. Los pueblos tenían gruesas techumbres y densos huertos de frutales, aunque muchas fachadas estaban desfiguradas con el símbolo del pez y algunas casas habían sido incendiadas; pero advertí que los cristianos no insultaban a Arturo como habrían hecho antes, cosa que me hizo sospechar los primeros síntomas de remisión de la fiebre que había atacado a Dumnonia. De pueblo a pueblo, el camino se curvaba entre rosadas zarzamoras en flor y praderas cuajadas de llamativas flores de clavo, margaritas, campanillas amarillas y amapolas. Los carrizos de sauce y los escribanos, últimos pajarillos en hacer los nidos, volaban con pequeñas pajas en el pico y, más arriba, por encima de unos robles, salió un halcón volando, aunque en seguida me di cuenta de que no se trataba de un halcón sino de un cuclillo joven que emprendía su primer vuelo. Y me pareció un buen augurio, pues Lancelot, como el tierno cuclillo, sólo se parecía al halcón pero en verdad no era sino un usurpador.

Nos detuvimos a pocas millas de Caer Cadarn, en un pequeño monasterio construido junto a un manantial sagrado que brotaba en un robledal. En otro tiempo era un santuario druida, pero aquel día, el dios cristiano guardaba sus aguas. Sin embargo, el dios no se resistió a mis lanceros que, a las órdenes de Arturo, derribaron la puerta de la empalizada y se apoderaron de los sayos marrones de doce monjes. El obispo del monasterio rechazó el pago que se le ofreció a cambio pero maldijo a Arturo, y éste, poseído ya de una furia incontenible, golpeó al obispo. Lo dejamos sangrando en la fuente sagrada y continuamos hacia el oeste. El obispo se llamaba Carannog y ahora es santo. A veces pienso que Arturo hizo más santos que Dios.

Llegamos a Caer Cadarn por el monte Pen, pero nos detuvimos al pie de la colina antes de avistar las murallas. Arturo escogió a doce lanceros y les ordenó que se tonsurasen al estilo de los sacerdotes cristianos y que se vistieran después con los hábitos de los monjes. Nimue les cortó los cabellos y puso todo el pelo a buen recaudo en una bolsa para que no les sobreviniera ningún mal. Yo quería ir con ellos, pero Arturo se negó so pretexto de haber escogido a hombres cuyo rostro no pudiera ser reconocido a las puertas de la fortaleza.

Issa se sometió a la navaja y me sonrió maliciosamente una vez rasurada la mitad de su cabeza.

—¿Me parezco a un cristiano, señor?

—Te pareces a tu padre, calvo y feo.

Los doce llevaban espada bajo el sayo, pero no pudiendo portar lanza, arrancaron las puntas de hierro a sus picas y usaron el asta desnuda a modo de arma. Las frentes rasuradas estaban más blancas que los rostros, pero con la capucha puesta, pasarían por monjes.

—Partid —les dijo Arturo.

Caer Cadarn no poseía una verdadera importancia militar, pero como emblema de la realeza de Dumnonia su valor era incalculable. Sabíamos que sólo por tal motivo, la fortaleza estaría muy defendida y que nuestros doce falsos monjes necesitarían buena suerte, además de valor, para engañar a la guarnición y lograr que les franquearan el paso. Nimue los bendijo, treparon hasta la cresta del Pen y enfilaron ladera abajo. No sé si sería porque llevábamos la olla mágica o debido a la habitual fortuna de Arturo en la guerra, pero el engaño funcionó. Arturo y yo nos tumbamos en la cálida hierba de la cima a observar a Issa y a sus hombres, que descendieron la escabrosa ladera occidental del pico entre resbalones y traspiés, cruzaron las anchurosas praderas y subieron por el empinado camino que llevaba a las puertas orientales de Caer Cadarn. Se declararon fugitivos que huían de la invasión de los caballos de Arturo, convencieron a los guardias y éstos los dejaron pasar. Issa y sus hombres mataron a aquellos centinelas y se apoderaron de sus lanzas y escudos para defender la valiosa puerta abierta. Los cristianos jamás perdonaron a Arturo esa estratagema.

Arturo montó a Llamrei en el momento en que vio la toma de la puerta del Caer.

—¡Vamos! —gritó, y sus veinte jinetes espolearon a las bestias cuesta arriba hasta la cima del Pen y descendieron luego por la herbosa y escarpada falda del otro lado. Diez hombres siguieron a Arturo hasta la misma fortaleza, mientras que el resto se desplegó al galope alrededor del pie de la colina de Caer Cadarn para impedir la huida de los soldados.

Los demás corrimos a la zaga de los caballos. Lanval quedó a cargo de Ginebra y se puso en camino más despacio, pero mis hombres volaban sin miramientos cuesta abajo y por el camino pedregoso del Caer hacia el lugar donde aguardaban Issa y Arturo. La guarnición, una vez tomada la puerta, no opuso la menor resistencia. Allí había cincuenta lanceros, veteranos, cojos en su mayoría o jóvenes inexpertos, pero más que suficientes como para haber defendido las murallas de nuestro reducido contingente. Unos pocos que trataron de escapar fueron capturados fácilmente por nuestros jinetes y devueltos a los barracones. Issa y yo subimos a la muralla de la puerta occidental, arriamos la enseña de Lancelot e izamos el oso de Arturo en su lugar. Nimue quemó los cabellos cortados y escupió a los aterrorizados monjes que vivían en el Caer y dirigían la construcción de la gran iglesia de Sansum.

Aquellos monjes, que se mostraron más guerreros que los lanceros de la guarnición, habían ya cavado los cimientos reforzándolos con rocas del círculo de piedras de la cima de Caer. Habían derribado la mitad de los muros del salón de festejos y, con las vigas, habían empezado a levantar las paredes del templo formando una cruz.

—Arderá con facilidad —comentó Issa animado rascándose la reciente calva.

Ginebra y su hijo, a quienes se negó la entrada al salón, fueron instalados en la cabaña más espaciosa del Caer. Era el hogar de la familia de un lancero, pero se los expulsó de allí y a Ginebra se le ordenó entrar. Al ver la cama de paja de centeno y las telarañas de las vigas, Ginebra se estremeció. Lanval apostó a un lancero en la entrada y luego se quedó mirando al comandante de la guarnición, que un jinete de Arturo llevaba a rastras; lo había encontrado entre los que intentaban escapar.

El comandante derrotado era Loholt, uno de los hijos gemelos de Arturo, que habían convertido la vida de su madre, Ailleann, en puro sufrimiento y habían guardado rencor a su padre toda la vida. En aquel momento, Loholt, que servía a Lancelot, era arrastrado por el pelo a presencia de su padre.

Loholt cayó de rodillas. Arturo lo miró largamente, luego dio media vuelta se alejó.

—¡Padre! —gritó Loholt, pero Arturo no escuchó.

Se acercó a la fila de prisioneros. Reconoció a algunos que antaño le habían servido; otros provenían del antiguo reino de los belgas. Aquellos hombres, diecinueve en total, fueron conducidos a la iglesia en construcción y allí les dieron muerte. Fue un castigo severo, pero Arturo no estaba de humor para mostrarse clemente con los invasores de su territorio. Ordenó a mis soldados que los mataran, y así lo hicieron. Los monjes se opusieron y las esposas e hijos de los prisioneros nos gritaron, hasta que ordené que los trasladaran a la puerta oriental y los expulsaran.

Quedaban treinta y un prisioneros, dumnonios todos. Arturo contó las filas y escogió seis hombres: el quinto, el décimo, el decimoquinto, el vigésimo, el vigesimoquinto y el trigésimo.

—Matadlos —me ordenó fríamente, y desfilé con los seis hasta la iglesia donde añadí sus cadáveres a los anteriores.

Postráronse de hinojos los cautivos restantes y uno por uno besaron la espada de Arturo para renovar su juramento, aunque antes de besarla, se obligó a cada uno a arrodillarse ante Nimue, y ella los marcó en la frente con un rejón de lanza que mantenía al rojo vivo en una hoguera. De tal modo, quedaron estigmatizados como guerreros sublevados contra el señor al que habían jurado lealtad; la señal de la frente significaba que morirían si volvían a traicionar alguna vez. A partir de aquel momento, con la frente quemada y doliente, quedaron convertidos en aliados poco fiables, pero aliados al fin, y Arturo engrosó sus filas hasta ochenta, un pequeño ejército.

Loholt aguardaba arrodillado. Aún era muy joven, tenía cara de inexperto y una barba mezquina por la cual lo asió Arturo para arrastrarlo hasta la piedra de los reyes, único resto del antiguo círculo; lo tiró al suelo junto a la piedra.

—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó.

—Con Lancelot, señor —respondió mirando a su padre.

—Entonces, ve con él. —La expresión de Loholt reflejó un gran alivio al saber que no iba a morir—. Pero antes, dime sólo —añadió Arturo en un tono gélido— por qué has alzado la mano contra tu padre.

—Dijeron que habíais muerto, señor.

—¿Y qué hiciste tú, hijo, para vengar mi muerte? —preguntó Arturo; esperó la respuesta pero Loholt no tenía nada que decir—. Y cuando supiste que aún vivía, ¿por qué seguiste oponiéndote a mí?

Loholt miró el rostro implacable de su padre y sacó coraje del fondo de su ser.

—Jamás fuisteis un padre para nosotros —contestó con amargura.

Arturo torció el gesto en un espasmo y pensé que estallaría en una ira terrible, pero cuando volvió a hablar, lo hizo con una serenidad extraña.

—Pon la mano derecha en la piedra —le ordenó.

Loholt creyó que le tomaría juramento y colocó la mano obedientemente en el centro de la piedra de los reyes. Arturo desenvainó a Excalibur, Loholt comprendió entonces lo que su padre se disponía a hacer y retiró la mano inmediatamente.

—¡No! —gritó—. ¡Os lo ruego! ¡No!

—Derfel, sujétasela —me dijo Arturo.

Loholt forcejeó conmigo, pero nada tenía que hacer frente a mi fuerza. Lo dominé con un bofetón, le remangué hasta el codo y le obligué a dejar el brazo recto sobre la piedra sujetándoselo firmemente, mientras Arturo levantaba la espada. Loholt gritó.

—¡No, padre! ¡Os lo ruego!

Pero aquel día, Arturo no tenía clemencia, ni la tuvo durante muchos días.

—Alzaste la mano contra tu propio padre, Loholt, por ello, pierdes mano y padre. Te repudio. —Y con tan terrible maldición, le asestó un tajo y un chorro de sangre brotó y se esparció por la piedra al tiempo que Loholt se apartaba retorciéndose violentamente. Lanzó un chillido al retirar el muñón ensangrentado y mirarse horrorizado la mano cercenada; se quedó gimiendo de dolor.

—Véndalo —ordenó Arturo a Nimue—, y después, que se marche. —Dicho esto, se alejó.

De un puntapié, arrojé fuera de la piedra la mano amputada con sus patéticos anillos de guerrero en los dedos. Arturo había dejado a Excalibur tirada en la piedra y la coloqué respetuosamente en medio del charco de sangre. Me pareció adecuado: la espada apropiada sobre la piedra que le correspondía. ¡Cuántos años había tardado en llegar allí!

—Ahora, esperaremos —dijo Arturo austeramente—, a que venga ese mal nacido a buscarnos.

Aún no era capaz de pronunciar el nombre de Lancelot.

Lancelot llegó dos días después.

Su rebelión fracasaba pero él lo ignoraba todavía. Sagramor, con el refuerzo de los dos primeros contingentes de Powys, había cortado la retirada a los hombres de Cerdic en Corinium y el sajón sólo logró escapar huyendo a marchas forzadas por la noche, y aun así, perdió más de cincuenta hombres a cuenta de la venganza de Sagramor. La frontera de Cerdic se adentraba aún más por el occidente, pero las noticias de que Arturo vivía y de que había tomado Caer Cadarn, unidas a la amenaza del odio implacable de Sagramor, fueron suficientes para persuadirle de que abandonara su alianza con Lancelot. Se retiró a su nueva frontera y envió hombres a tomar cuanto pudieran de las tierras de los belgas pertenecientes a Lancelot. Al menos Cerdic sacaría buen provecho de la rebelión.

Lancelot llevó a su ejército a Caer Cadarn. El grueso de su ejército, constituido por la guardia sajona y doscientos guerreros belgas, contaba además con el apoyo de un ejército de leva de cientos de cristianos que creían cumplir los designios divinos sirviendo a Lancelot, pero cuando supieron que Arturo había tomado el Caer y que Galahad y Morfans luchaban al sur de Glevum, quedaron confusos y desanimados, de modo que empezaron a desertar, aunque aún había unos doscientos con Lancelot cuando llegó al anochecer dos días después de la toma del pico de los reyes. Le quedaba una posibilidad de conservar su nuevo reino si se atrevía a atacar a Arturo, pero se mostró indeciso y, al amanecer del día siguiente, Arturo me envió con un mensaje. Llevaba el escudo invertido y até una rama de hojas de roble en la lanza como señal de que iba a parlamentar, no a luchar, y un jefe belga salió a mi encuentro y juró mantener la tregua conmigo antes de conducirme al palacio de Lindinis, donde se había instalado Lancelot. Aguardé en el patio de armas vigilado por cariacontecidos lanceros en tanto Lancelot decidía si me recibiría o no.

Esperé más de una hora, pero por fin Lancelot compareció. Presentóse ataviado con su blanca armadura esmaltada, con el yelmo dorado bajo el brazo y su Espada de Cristo a un costado. Amhar y Loholt, éste último con el brazo vendado, lo seguían flanqueados por la guardia sajona y una docena de jefes, y Bors, el paladín, a su lado. Todos hedían a derrota, se les olía como si de carne podrida se tratara. Lancelot podría habernos sitiado en el Caer, haber ido a asaltar a Morfans y a Galahad y haber vuelto para hacernos morir de inanición, pero había perdido el valor. Su único deseo era sobrevivir. Observé con inquietud que Sansum no asomaba por ninguna parte. El señor de los ratones sabía retirarse a tiempo.

—Nos encontramos de nuevo, lord Derfel —me saludó Bors en el nombre de su señor, pero no le hice caso.

—Lancelot —dije al rey directamente, a secas, sin hacer honores a su rango—, mi señor Arturo será clemente con vuestros hombres con una condición —dije en voz alta para que me oyeran todos los lanceros del patio de armas. La mayoría de los guerreros llevaban el águila pescadora de Lancelot en el escudo, pero algunos habían pintado la cruz o las dos curvas del pez—. La condición de tal clemencia —proseguí— es que os enfrentéis a nuestro paladín, hombre contra hombre, espada contra espada, y si sobrevivís, seréis libre y podréis llevaros a vuestros hombres; si morís, vuestros hombres serán libres igualmente. Aunque prefiráis no luchar, vuestros hombres serán perdonados, todos excepto aquellos que hubieran jurado lealtad previamente a nuestro señor el rey Mordred, los cuales morirán. —La oferta era sutil. Si Lancelot luchaba, salvaría la vida a los que se habían cambiado de bando para apoyarle, pero si no se prestaba al combate singular, los condenaría a la muerte, acto que mancillaría su propio honor.

Lancelot miró a Bors y después a mí. En aquel momento lo desprecié con todo mi corazón. Tenía que haber estado luchando contra nosotros y no arrastrando los pies por el patio de armas de Lindinis, pero la osadía de Arturo lo había ofuscado. No sabía con cuántos hombres contábamos, sólo sabía que las almenas de Caer Cadarn estaban erizadas de lanzas y el ánimo de lucha se le había caído a los pies. Se acercó a su primo e intercambiaron unas palabras. Lancelot se dirigió a mí nuevamente tras el breve intercambio con su primo y esbozó una sonrisa.

—Mi paladín, Bors —dijo—, acepta el reto de Arturo.

—El reto es para que luchéis vos —dije—, no para que vuestro verraco amaestrado sea atado y abierto a la canal.

Bors gruñó al oír esas palabras e hizo el gesto de desenvainar, pero el jefe belga que se había comprometido a respetar la tregua dio un paso adelante y Bors se detuvo.

—¿Y el paladín de Arturo sería él en persona? —preguntó Lancelot.

—No —dije, y sonreí—. Rogué que me concediera tal honor y me lo concedió. Lo deseo por la forma en que ofendisteis a Ceinwyn, pues pretendisteis obligarla a desfilar desnuda por toda Dumnonia. Y en cuanto mi hija, ya he vengado su muerte convenientemente. Los druidas yacen sobre el costado izquierdo, Lancelot. Sus cuerpos no han sido incinerados y sus almas vagan errantes.

Lancelot me escupió a los pies.

—Di a Arturo que enviaré la respuesta al mediodía. —Me dio la espalda y se marchó.

—¿Ningún mensaje para Ginebra? —pregunté, y la pregunta le hizo girarse de nuevo—. Tu amante se encuentra en el Caer. ¿No quieres saber lo que le va a suceder? Arturo me ha dicho el destino que le reserva.

Me miró con desprecio, volvió a escupir y se alejó nuevamente. Yo hice lo mismo.

Volví al Caer y encontré a Arturo en la muralla de la puerta occidental donde, hacía ya tantos años, me había hablado del deber del soldado, el cual consistía, me dijo, en luchar por los que no podían hacerlo por sí mismos. Tal era su credo y, a lo largo de todos aquellos años, había luchado por un niño: Mordred. Mas en aquel momento, finalmente, luchaba por sí mismo, perdiendo al hacerlo lo que más quería. Le transmití la respuesta de Lancelot; él asintió, guardó silencio y me despidió con un ademán.

Aquella misma mañana, más tarde, Ginebra envió a Gwydre a buscarme. El niño subió a las murallas donde me encontraba con mis hombres y me tironeó del manto.

—Tío Derfel —me miraba lánguidamente—, madre dice que vayas —me dijo temeroso y con lágrimas en los ojos.

Miré a Arturo, pero él no estaba pendiente de ninguno de nosotros y bajé con Gwydre; fui con él hasta la cabaña del lancero. A Ginebra hubo de dolerle profundamente en su herido orgullo pedirme que fuera a verla, pero deseaba enviar un mensaje a Arturo y sabía que en Caer Cadarn no había nadie tan cercano a él como yo. Se levantó cuando entré por la puerta agachando la cabeza. La saludé con una leve inclinación y esperé mientras le decía a Gwydre que fuera a hablar con su padre.

La cabaña apenas permitía a Ginebra mantenerse erguida. Estaba demacrada, casi ojerosa, pero la pesadumbre le prestaba una belleza luminosa que su habitual actitud arrogante ocultaba.

—Nimue me ha dicho que has visto a Lancelot —dijo en voz tan baja que tuve que aguzar el oído para entenderla.

—Sí, señora, así es.

Inconscientemente se manoseaba los pliegues del vestido con la mano derecha.

—¿Ha enviado algún mensaje?

—No, señora.

Se quedó mirándome con sus enormes ojos verdes.

—Te lo ruego, Derfel —insistió en voz baja.

—Le invité a hablar, señora, pero no quiso decir nada.

Se dejó caer en un rudo banco, permaneció un rato en silencio y vi que una araña caía del tejado e iba tejiendo el hilo cada vez más cerca de su pelo. Me quedé absorto mirando el insecto, preguntándome si debía apartarlo de un manotazo o dejarlo en paz.

—¿Qué le dijiste? —me preguntó.

—Lo reté en combate singular, señora, hombre contra hombre, Hywelbane contra Espada de Cristo. Y le prometí arrastrar luego su cuerpo desnudo por toda Dumnonia. —Ginebra sacudió la cabeza brutalmente.

—¡Combates! —gritó iracunda—. ¡Es lo único que sabéis hacer, salvajes! —Cerró los ojos unos segundos—. Lo lamento, lord Derfel —se disculpó cohibida—. No debería insultarte, menos aún cuando preciso que pidas un favor a lord Arturo. —Me miró a los ojos y vi que era tan desdichada como mi propio señor—. ¿Lo harás? —me rogó.

—¿Qué favor, señora?

—Pídele que me deje marchar, dile que me iré al otro lado del mar, que se quede con su hijo si lo desea y que es hijo de los dos y que me iré y jamás volverá a verme ni a saber nada de mí.

—Se lo pediré, señora —le dije.

Captó una duda en mi voz y me miró entristecida. La araña había desaparecido entre su espesa cabellera pelirroja.

—¿Crees que me lo negará? —preguntó atemorizada, con un hilo de voz.

—Señora, os ama. Os ama tanto que no sé si podrá dejaros marchar jamás.

Una lágrima asomó en un ojo y resbaló por la mejilla.

—Entonces, ¿qué piensa hacer conmigo? —preguntó, pero no contesté—. ¿Qué piensa hacer, Derfel? —preguntó de nuevo con algo de su antigua energía—. ¡Dímelo!

—Señora —dije con pesadumbre— os llevará a un lugar seguro y os dejará allí bajo vigilancia. —Y todos los días, pensé, se acordaría de ella, y todas las noches la conjuraría en sus sueños y todas las madrugadas daría media vuelta en la cama y descubriría que no estaba—. Recibiréis buen trato, señora —le dije con suavidad.

—No —gimió. Tal vez esperara la muerte, pero la promesa de semejante encierro le parecía peor aún—. Dile que me deje marchar, Derfel. ¡Díselo, te lo ruego!

—Se lo diré, señora —le prometí—, pero no creo que acepte. Creo que no le es posible.

Lloraba amargamente con la cabeza entre las manos y, aunque permanecí a la espera, no me dijo nada más, de forma que me retiré. Gwydre había encontrado a su padre de un ánimo sombrío y deseaba volver con su madre, pero me lo llevé y juntos limpiamos y amolamos a Excalibur. El pobre Gwydre estaba asustado pues no comprendía lo que había sucedido, y ni Arturo ni Ginebra estaban en condiciones de explicárselo.

—Tu madre está muy enferma —le dije— y ya sabes que los enfermos tienen que estar solos de vez en cuando —le sonreí—. A lo mejor vienes a vivir con Morwenna y Seren.

—¿De verdad?

—Creo que tu padre y tu madre te dejarán, y a mí me gustaría. ¡Pero no restriegues la espada! Tienes que afilarla con caricias largas y suaves. ¡Así!

Al mediodía me acerqué a la puerta occidental para ver si se acercaba el mensajero de Lancelot, pero nadie llegó. El ejército de Lancelot iba desparramándose como la arena se desparrama con la lluvia. Unos cuantos fueron hacia el sur y Lancelot cabalgaba con ellos, las blancas alas de cisne del yelmo relumbraban en la distancia; pero la mayoría se acercaron a los prados del pie de Caer Cadarn y allí dejaron las lanzas en el suelo, los escudos y las espadas, y se arrodillaron en la hierba en espera de la clemencia de Arturo.

—Habéis vencido, señor —le dije.

—Sí, Derfel —dijo, sentado todavía—, eso parece. —Su nueva barba tan cana lo envejecía sobremanera. No parecía más débil sino mucho mayor y más duro. Y le favorecía. Por encima de su cabeza, un soplo de aire levantó la enseña del oso. Me senté a su vera.

—La princesa Ginebra —dije, mirando al ejército enemigo que continuaba dejando armas en el suelo y arrodillándose a nuestros pies— me ha rogado que os pida un favor. —No dijo nada, ni siquiera me miró—. Quiere…

—Marcharse —me interrumpió.

—Sí, señor.

—Con su águila pescadora —añadió amargamente.

—No ha dicho eso, señor.

—¿A qué otra parte, si no? —preguntó, y me miró con ojos fríos—. ¿Él preguntó por ella?

—No, señor. No dijo nada.

Arturo se rió, pero fue una risa cruel.

—Pobre Ginebra. Pobrecita Ginebra. No la ama, ¿verdad? No era más que otro objeto hermoso para él, otro espejo en que admirar su propia belleza. Tal desengaño debe de dolerle mucho, Derfel, mucho.

—Os ruega que la dejéis marchar —perseveré, tal como le había prometido a Ginebra—. Os deja a Gwydre, se irá…

—No puede poner condiciones —replicó Arturo furioso—. Ninguna.

—No, señor —dije, había hecho cuanto estaba en mi mano, pero había fracasado.

—Se quedará en Dumnonia —sentenció Arturo.

—Sí, señor.

—Y tú también —me ordenó bruscamente—. Aunque Mordred te libre del juramento, yo no. Eres mi hombre, Derfel, mi consejero, y te quedarás aquí conmigo. A partir de este día, eres mi paladín.

Me giré a mirar la espada, limpia y recién afilada, que reposaba en la piedra de los reyes.

—¿Todavía soy el paladín de un rey, señor? —pregunté.

—Ya tenemos rey —dijo—, y no pienso faltar a ese juramento, pero gobernaré este país. Nadie más, Derfel, sólo yo.

Pensé en el puente de Pontes, donde habíamos cruzado el río antes de enfrentarnos con Aelle.

—Si no vais a ser rey, señor, seréis nuestro emperador. Seréis señor de reyes.

Sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír desde que Nimue corriera la cortina negra en el palacio del mar. Una sonrisa pálida, pero una sonrisa al fin. Y no se opuso al tratamiento que le había dado. Emperador Arturo, señor de reyes.

Lancelot había partido y lo que había sido su ejército se hallaba en aquel momento aterrorizado, postrado ante nosotros. Habían caído sus enseñas, sus lanzas reposaban en tierra y sus escudos yacían junto a las lanzas. La sinrazón había abatido Dumnonia como una tormenta, pero había pasado y Arturo había vencido. Debajo de nosotros, bajo el alto sol del verano, un ejército entero se arrodillaba pidiéndole clemencia. Tal había sido el sueño de Ginebra en algún tiempo. Dumnonia a sus pies y la espada en la piedra, pero ya era tarde. Para ella era tarde.

Sin embargo para nosotros, que manteníamos los juramentos, era lo que siempre habíamos deseado, pues en aquel momento, en todo excepto en el nombre, Arturo era rey.