Aquel verano, Dumnonia era como un gigantesco tablero de juego, y Lancelot había echado su suerte acertadamente apoderándose de la mitad del tablero desde la primera tirada. Entregó el valle del Támesis a los sajones y se quedó para sí el resto del país, con el apoyo de los cristianos que luchaban por él ciegamente so pretexto de que lucía en su escudo el símbolo místico del pez. A juicio mío, Lancelot no era mejor cristiano que Mordred, pero los misioneros de Sansum habían propagado su insidioso mensaje y, para los pobres y engañados cristianos dumnonios, Lancelot era el heraldo de Cristo.
Lancelot, no obstante, no había ganado todas las tiradas. La artimaña para matar a Arturo no dio resultado y, mientras Arturo siguiera vivo, Lancelot estaba en peligro; al día siguiente de mi llegada a Glevum, trató de limpiar el tablero y adueñarse de él por completo.
Envió a un jinete con el escudo invertido y una rama de muérdago en la punta de la lanza, con un mensaje que conminaba a Arturo a presentarse en Dun Ceinach, una antigua fortaleza de tierra que se levantaba a pocas millas al sur de las murallas de Glevum. El mensaje ordenaba a Arturo que se presentara en la antigua plaza fuerte aquel mismo día, garantizándole inmunidad y licencia para hacerse acompañar de cuantos lanceros deseara. El tono imperioso de la misiva casi invitaba al rechazo, pero concluía con la promesa de hacerle llegar nuevas de Ginebra, y Lancelot debía de saber que tal promesa haría salir a Arturo de Glevum.
Partió una hora más tarde, bajo un sol ardiente, en compañía de veinte hombres armados de la cabeza a los pies, entre los cuales me contaba. Unas grandes nubes blancas surcaban el cielo por encima de las escarpadas montañas que se elevaban al este del amplio valle del Severn. Podíamos haber seguido los senderos que se internaban en las montañas, pero dichos caminos abundaban en rincones propicios para emboscadas, de modo que tomamos la vía del sur que cruzaba el valle, una calzada romana que discurría entre campos de centeno y cebada salpicados de llamativas amapolas. Al cabo de una hora nos desviamos hacia levante, continuamos a medio galope junto a unos matorrales blancos cuajados de flores de espino y atravesamos después una pradera de heno prácticamente madura para la hoz; así llegamos a la empinada ladera cubierta de hierba en cuya cima se hallaba la antigua fortaleza. Las ovejas se apartaban a nuestro paso, pero al borde del sendero se abría un precipicio cortado en vertical y preferí desmontar y llevar al caballo por las riendas. Entre la hierba florecían orquídeas rosadas y marrones.
Hicimos un alto a unos cien pasos de la cima y subí solo a comprobar que no hubiera embocadas aguardándonos tras los largos y herbosos muros de la fortaleza. Alcancé la cúspide sudando y jadeando y no vi enemigos agazapados al otro lado. Al contrario, el antiguo alcázar parecía vacío; sólo un par de liebres echaron a correr al verme aparecer súbitamente. El silencio de la cima me aconsejó sigilo; entonces, un jinete solitario se dejó ver entre los árboles bajos de la parte norte de la fortaleza. Arrojó la lanza al suelo con gesto ostentoso, colocó el escudo en posición invertida y se apeó del caballo. Seis hombres salieron tras él de entre los árboles, y también dejaron las lanzas en tierra como para confirmarme que la tregua era de veras.
Hice señas a Arturo para que subiera. Los demás caballos coronaron el muro y, luego, Arturo y yo nos adelantamos. Él llevaba su mejor armadura; no acudía para suplicar sino como guerrero, con yelmo empenachado y cota maclada de plata.
Dos hombres nos salieron al encuentro. Creía que se presentaría el propio Lancelot, pero sólo era su primo y paladín Bors. Era Bors un hombre alto y moreno, de abundante barba y anchos hombros, un guerrero experto que embestía la vida como un toro mientras su amo se deslizaba como una serpiente. No me desagradaba Bors, ni yo a él, pero nuestras respectivas lealtades nos enemistaban forzosamente.
Bors nos saludó con un gesto seco de la cabeza. Llevaba puesta la armadura, pero su compañero iba ataviado con ropas sacerdotales. Era el obispo Sansum, lo cual me sorprendió, pues Sansum solía tomarse la molestia de ocultar de parte de quién estaba; pensé que el señor de los ratones debía de creer firmemente en la victoria, pues hacía gala de su alianza con Lancelot abiertamente. Arturo miró a Sansum con desprecio y luego se dirigió a Bors.
—Tenéis noticias de mi esposa —le dijo someramente.
—Vive —repuso Bors— y está a salvo. También vuestro hijo.
Arturo cerró los ojos. No podía disimular el alivio que sentía y se quedó unos momentos sin palabras.
—¿Dónde están? —preguntó tan pronto como se sobrepuso.
—En su palacio del mar —replicó Bors—, bajo vigilancia.
—¿Hacéis prisioneras a las mujeres? —pregunté burlonamente.
—Están bajo vigilancia, Derfel —replicó Bors en idéntico tono burlón— porque los cristianos dumnonios matan a sus enemigos. Y esos cristianos, lord Arturo, no aman a vuestra esposa. Mi señor el rey Lancelot mantiene a vuestra esposa e hijo bajo su protección.
—En tal caso, vuestro señor el rey Lancelot —replicó Arturo con un sutil tono de sarcasmo— puede hacer que los escolten hasta aquí.
—No —dijo Bors. Llevaba la cabeza descubierta y el fuerte calor del sol le hacía sudar.
—¿No? —preguntó Arturo de forma temeraria.
—Os traigo un mensaje, señor —replicó Bors en tono desafiante— y es el siguiente: mi señor rey os garantiza el derecho a vivir en Dumnonia junto a vuestra esposa. Seréis tratado honorablemente, pero sólo si juráis lealtad a mi rey. —Hizo una pausa y levantó la mirada al cielo. Era un día extraordinario en que la luna y el sol compartían la bóveda celeste, y Bors señaló hacia la luna, que estaba a medio camino entre creciente y llena—. Tenéis tiempo hasta que la luna sea llena para presentaros ante mi señor rey en Caer Cadarn. Podéis acudir con no más de diez hombres, pronunciaréis vuestro juramento y a partir de entonces, podréis vivir en paz en sus dominios.
Escupí para mostrar mi opinión sobre la promesa, pero Arturo levantó una mano para acallarme.
—¿Y si no me presento? —preguntó.
Otro hombre se habría avergonzado al comunicar tal mensaje, pero Bors no tuvo reparos.
—Si no os presentáis —dijo—, mi señor rey dará por supuesto que estáis en guerra con él, en cuyo caso tendrá que reunir cuantas lanzas sea posible. Incluso las que ahora protegen a vuestra esposa e hijo.
—¿Para que sus cristianos —replicó Arturo señalando a Sansum con la barbilla— los maten?
—Siempre podrían bautizarse —dijo Sansum y asió la cruz que colgaba sobre su negra vestidura—. Si se bautizan, garantizo su seguridad.
Arturo lo miró fijamente. Después, con toda su intención, escupió a Sansum en plena cara. El obispo dio un paso atrás. Vi que a Bors le hacía gracia y sospeché que el poco afecto que hubiera podido existir entre el paladín y el capellán del rey se había perdido. Arturo volvió a mirar a Bors.
—Habladme de Mordred.
Habría jurado que a Bors le sorprendió la pregunta.
—Nada hay que decir —repuso tras una pausa—. Está muerto.
—¿Habéis visto su cadáver? —inquirió Arturo.
Bors dudó nuevamente y luego negó con la cabeza.
—Murió a manos de un hombre a cuya hija había violado. No sé nada más, excepto que mi señor rey acudió a Dumnonia a sofocar la revuelta que siguió a su muerte. —Hizo otra pausa como si esperara una respuesta de Arturo, mas al no obtenerla, volvió a mirar a la luna—. Tenéis hasta que sea llena —le recordó, y dio media vuelta.
—¡Un momento! —dije, e hice volverse a Bors—. ¿Qué hay de mí? —pregunté.
Bors me miró fijamente a los ojos.
—¿De vos? —repitió burlonamente.
—¿Acaso he de jurar lealtad al asesino de mi hija?
—Mi señor rey no se ha pronunciado sobre vos —dijo Bors.
—Decidle que pido de él una cosa. Decidle que quiero el espíritu de Dinas y Lavaine y que lo tendré aunque sea lo último que haga en esta vida.
Bors se encogió de hombros como si la muerte de los druidas le fuera completamente indiferente y miró a Arturo otra vez.
—Estaremos esperando en Caer Cadarn, señor —dijo, y se alejó. Sansum se quedó y nos anunció a gritos que Cristo vendría en toda su gloria y que todos los paganos y pecadores serían barridos de la faz de la tierra antes del dichoso día. Le escupí, me di media vuelta y seguí a Arturo. Sansum nos siguió como un perro, ladrándonos por la espalda; de pronto me llamó por mi nombre, pero hice oídos sordos.
—¡Lord Derfel! —insistió—. ¡Señor de rameras! ¡Amante de rameras! —Sabía que tales insultos me harían volverme furioso y, aunque no deseaba verme furioso, sí quería que le escuchara—. No pretendía ofenderos, señor —dijo apresuradamente, mientras me acercaba a él—. Debo hablar con vos. Rápido. —Miró a su espalda para asegurarse de que Bors no le oía y luego me pidió que me arrepintiera a voz en grito, sólo para que Bors creyera que estaba arengándome—. Creí que Arturo y vos habíais muerto —dijo en voz baja.
—Fuisteis vos quién planeó nuestra muerte —le acusé.
—¡No, Derfel, por mi alma! —dijo, pálido—. ¡No! —Hizo la señal de la cruz—. ¡Si mi lengua miente, que los ángeles me la arranquen y se la den de comer al diablo! Juro por Dios Todopoderoso que no sabía nada. —Pronunciado el juramento en falso, volvió a mirar a su alrededor y añadió en voz baja—: Dinas y Lavaine vigilan a Ginebra en el palacio del mar. No olvidéis que he sido yo quien os lo ha dicho, señor.
—No deseáis que Bors sepa que me habéis desvelado tal cosa ¿verdad? —dije con una sonrisa.
—¡No, señor, os lo ruego!
—Entonces, esto le convencerá de vuestra inocencia —repliqué, y le propiné un sopapo que debió de resonarle en la cabeza como la campana grande de su templo. Cayó al suelo con una voltereta y empezó a lanzarme maldiciones mientras me alejaba. Entonces comprendí la razón de la presencia de Sansum en la elevada fortaleza. El señor de los ratones sabía que la existencia de Arturo amenazaba la permanencia de Lancelot en su nuevo trono y no podía mantener su fe despreocupadamente en un amo cuyo enemigo fuera Arturo. Sansum, igual que su esposa, quería que yo tuviera algo que agradecerle.
—¿Qué ha pasado, Derfel? —me preguntó Arturo cuando le di alcance.
—Me ha dicho que Dinas y Lavaine están en el palacio del mar, vigilando a Ginebra.
Arturo lanzó un gruñido y miró la blanquecina luna, que flotaba sobre nuestras cabezas.
—¿Cuántas noches faltan para la luna llena, Derfel?
—¿Cinco? —calculé—. Seis, quizá. Merlín lo sabrá.
—Seis días para tomar una decisión —dijo; se detuvo y me miró—. ¿Se atreverán a matarla?
—No, señor —dije, con la esperanza de no equivocarme—. No se atreverán a declararse enemigos vuestros. Quieren que acudáis a ofrecer vuestro juramento y mataros después. Luego podrán matarla a ella.
—Y si no me presento —dijo en voz baja— seguirán reteniéndola. Y mientras ella esté en sus manos, Derfel, yo no puedo hacer nada.
—Tenéis una espada, señor, una lanza y un escudo. Nadie diría que no podéis hacer nada.
A nuestra espalda, Bors y sus hombres montaron en sus caballos y se alejaron. Nosotros permanecimos unos momentos contemplando el paisaje que se extendía al oeste de las murallas de Dun Ceinach. Era uno de los paisajes más bellos de Britania, una vista aérea al oeste del Severn, hasta la lejana Siluria. Dominábamos millas y millas con la mirada, y desde tan elevada situación todo parecía verde y hermoso, bañado en la luz del sol. Merecía la pena luchar por aquello.
Y faltaban seis noches para la luna llena.
—Siete noches —dijo Merlín.
—¿Estáis seguro? —preguntó Arturo.
—Seis, tal vez —admitió Merlín—. Espero que no me obligues a echar la cuenta, es una tarea tediosa. ¡Cuántas veces tuve que hacerla a requerimiento de Uther! ¡Y casi siempre me equivocaba! Seis o siete, suficientes, ocho incluso.
—Malaine lo calculará —dijo Cuneglas. Al volver de Dun Ceinach supimos que Cuneglas había llegado de Powys, y con él, Malaine, pues se había encontrado con el druida que acompañaba a Ceinwyn y al resto de las mujeres hacia el norte. El rey de Powys me abrazó y juró vengarse también de Dinas y Lavaine. Llevaba consigo sesenta lanceros y nos anunció que otros cien se habían puesto en marcha tras él. Y llegarían más, dijo, pues Cuneglas esperaba luchar y había puesto en movimiento generosamente a todos los guerreros que estaban a su servicio.
Los sesenta hombres que lo acompañaban se hallaban sentados alrededor de los muros del gran salón de Glevum mientras sus señores conversaban en el centro. Tan sólo faltaba Sagramor, que continuaba hostigando al ejército de Cerdic cerca de Corinium con los pocos lanceros que le quedaban. Meurig acudió también, y no fue capaz de ocultar su fastidio cuando Merlín ocupó el gran trono que encabezaba la mesa. Cuneglas y Arturo lo flanqueaban, Meurig se sentó frente a Merlín en el otro extremo y Culhwch y yo ocupamos los puestos vacantes. Culhwch había viajado a Glevum con Cuneglas y su llegada fue como una corriente de aire fresco en el salón lleno de humo. Ardía de impaciencia por comenzar la guerra. Declaró que, con la muerte de Mordred, el rey de Dumnonia era Arturo, y estaba dispuesto a hacer correr la sangre para proteger el trono de su primo. Cuneglas y yo estábamos de acuerdo con él y Meurig cacareó algo sobre la prudencia. Arturo no se pronunció y Merlín parecía dormido, cosa que puse en duda por la leve sonrisa que se dibujaba en su boca, pero mantenía los ojos cerrados como poniéndose felizmente al margen de cuanto se hablaba.
Culhwch se burló del mensaje de Bors. Insistió en que Lancelot jamás mataría a Ginebra y que lo único que Arturo tenía que hacer era viajar hacia el sur a la cabeza de sus hombres y el trono caería en sus manos.
—¡Mañana! —dijo Culhwch a Arturo—. Partiremos mañana. En dos días estará todo solucionado.
Cuneglas se mostró un poco más cauto; aconsejó a Arturo que aguardara la llegada de sus lanceros de Powys y añadió que, tan pronto como llegaran, deberíamos declarar la guerra y marchar hacia el sur.
—¿Con cuántos hombres cuenta el ejército de Lancelot? —preguntó. Arturo se encogió de hombros.
—¿Sin incluir a Cerdic? —dijo—. ¿Trescientos, quizás?
—¡Nada! —exclamó Culhwch—. ¡Estarán todos muertos antes del desayuno!
—Y muchos feroces cristianos —le recordó Arturo.
Culhwch manifestó una opinión a propósito de los cristianos que hizo estallar de indignación al cristiano Meurig. Arturo calmó al joven rey de Gwent.
—Olvidáis todos una cosa —dijo afablemente—, y es que nunca he deseado ser rey, ni lo deseo ahora.
Se hizo silencio en la mesa, aunque algunos guerreros de la sala protestaron en voz baja por las palabras de Arturo.
—Ya no importa lo que deseéis —dijo Cuneglas rompiendo el silencio—. Al parecer, los dioses han tomado la decisión por vos.
—Si los dioses quisieran que fuera rey —replicó Arturo—, habrían procurado que mi madre se hubiera casado con Uther.
—Entonces, ¿qué es lo que deseáis? —preguntó Culhwch, desesperado.
—Quiero recuperar a Ginebra y a Gwydre —respondió Arturo en voz baja— y vencer a Cerdic —añadió, antes de bajar la vista hacia el deteriorado tablero de la mesa—. Quiero vivir —prosiguió— como un hombre común, con mi esposa y mi hijo, con una casa y unos campos que labrar. Quiero paz. —Por una vez, no se refería a toda Britania sino sólo a sí mismo—. No comprometerme con más juramentos, no quiero habérmelas toda la vida con la ambición de los hombres ni seguir siendo el árbitro de la felicidad de todos. Quiero hacer lo que ha hecho el rey Tewdric, un hogar en un verde paraje y vivir en paz.
—¿Y pudrirte? —le espetó Merlín, que dejó de fingir que dormía.
—Hay tanto que aprender, Merlín —contestó Arturo con una sonrisa—. ¿Por qué, si un hombre forja dos espadas del mismo metal y en la misma fragua, una resulta buena y la otra se dobla al primer envite? Hay tanto que averiguar…
—Ahora quiere ser fragüero —comentó Merlín a Culhwch.
—Lo que quiero es que me devuelvan a Ginebra y a Gwydre —declaró Arturo con firmeza.
—En tal caso, debéis jurar lealtad a Lancelot —sentenció Meurig.
—Si va a Caer Cadarn a prestar juramento —repliqué con rabia—, tendrá que enfrentarse con cien hombres y morirá despedazado como un perro.
—No si llevo reyes conmigo —dijo Arturo con suavidad.
Nos quedamos mirándolo todos y pareció asombrarse de que sus palabras nos hubieran dejado mudos.
—¿Reyes? —preguntó Culhwch sobreponiéndose antes que los demás.
—Si mi señor el rey Cuneglas —dijo Arturo sonriendo— y mi señor el rey Meurig quisieran cabalgar conmigo hasta Caer Cadarn, dudo que Lancelot se atreviera a matarme. Si se encuentra cara a cara con los reyes de Britania tendrá que hablar, y si habla llegaremos a un acuerdo. Me teme, pero si descubre que no hay nada que temer, me dejará vivir, y también a mi familia.
Digerimos su mensaje en silencio y, de pronto, Culhwch se manifestó en contra.
—¿Permitiréis que ese miserable de Lancelot sea rey? —Varios lanceros se sumaron al sentir de Culhwch.
—¡Ay, primo mío! —exclamó Arturo—. Lancelot no es miserable; es débil, creo, pero no miserable. No tiene planes ni sueños, sólo ojos ambiciosos y dedos largos. Atrapa las cosas tan pronto aparecen, las guarda y espera a que aparezca otra. Ahora desea mi muerte porque me teme, pero cuando descubra lo elevado que es el precio de mi vida, aceptará lo que se le ofrezca.
—Sólo aceptará vuestra muerte, ¡insensato! —Culhwch dio un puñetazo en la mesa—. Os mentirá mil veces, alardeará de su amistad con vos y os clavará la espada entre las costillas tan pronto como vuestros reyes vuelvan la espalda.
—Me mentirá —consintió Arturo plácidamente—. Todos los reyes mienten, ningún reino podría gobernarse sin mentiras, pues en las mentiras se basa nuestra reputación. Pagamos a los bardos para que conviertan nuestras magras victorias en grandes gestas, y a veces hasta creemos las mentiras que cantan sobre nosotros. Lancelot creería con gusto todas las canciones, pero en verdad es débil y necesita amigos fuertes como respirar. Ahora me teme porque cree que se ha ganado mi enemistad; si descubre que no soy enemigo, descubrirá también que me necesita. Necesitará hasta al último hombre del que pueda disponer, si es que quiere expulsar a Cerdic de Dumnonia.
—¿Quién invitó a Cerdic a Dumnonia? —preguntó Culhwch—. ¡Lancelot!
—Y no tardará en lamentarlo —añadió Arturo con calma—. Ha utilizado a Cerdic para hacerse con un trofeo, pero encontrará en Cerdic un aliado peligroso.
—¿Lucharíais por Lancelot? —pregunté horrorizado.
—Lucharé por Britania —declaró Arturo con convicción—. No puedo pedir a nadie que muera por hacer de mí algo que no quiero ser, pero sí que luchen por su hogar, por sus esposas e hijos. Y por eso mismo lucho yo. Por Ginebra. Y para derrotar a Cerdic, y tan pronto como sea derrotado, ¿qué importa que sea Lancelot el rey de Dumnonia? Alguien tiene que serlo, y me atrevo a decir que él hará mejor papel que Mordred. —Se hizo el silencio nuevamente. Un perro ladró en un rincón de la sala y un lancero estornudó. Arturo nos miró y vio que aún estábamos perplejos—. Si lucho contra Lancelot —prosiguió—, sería como retroceder a la Britania de antes de la batalla del valle del Lugg. Una Britania en la que nos enfrentábamos unos con otros en vez de unirnos contra los sajones. Sólo queda un principio aquí, y es el empeño eterno de Uther: evitar que los sajones llegaran al mar Severn. Y ahora —añadió vigorosamente—, están más cerca que nunca. Si lucho por un trono que no deseo, doy a Cerdic la posibilidad de tomar Corinium y después esta ciudad, y si se hiciera con Glevum, nos habría partido en dos. Si lucho contra Lancelot, los sajones habrán ganado todas las batallas. Se apoderarán de Dumnonia y de Gwent, y luego irán al norte, a Powys.
—Exactamente —dijo Meurig en tono elogioso.
—No estoy dispuesto a luchar por Lancelot —repliqué con furia, y Culhwch me aplaudió.
—Mi querido amigo Derfel —me contestó Arturo con una sonrisa—, no esperaba que lucharas por Lancelot, pero sí que tus hombres se enfrentaran con Cerdic. Y el precio de que ayudes a Lancelot a derrotar a Cerdic es entregarte a Dinas y Lavaine.
Me quedé mirándolo fijamente. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de cuan profundamente había reflexionado. Los demás no habíamos visto más que la traición de Lancelot, pero Arturo pensaba sólo en Britania y la imperiosa necesidad de mantener a los sajones lejos del mar Severn. Dejaría a un lado las hostilidades con Lancelot, lo obligaría a cumplir mi venganza y luego proseguiría con la tarea de derrotar a los sajones.
—¿Y los cristianos? —preguntó Culhwch con desdén—. ¿Creéis que os dejarán volver a Dumnonia? ¿Creéis que no levantarán una hoguera para vos?
Meurig lanzó otra protesta que Arturo acalló.
—El fervor cristiano se apagará solo —dijo—. Es una especie de locura y, en cuanto se consuma, volverán a casa a recoger los restos de sí mismos. En cuanto derrotemos a Cerdic, Lancelot puede pacificar Dumnonia, y yo viviré simplemente con los míos, que es todo lo que deseo.
Cuneglas permanecía sentado en la silla, apoyado hacia atrás en el respaldo contemplando los restos de pintura romana del techo del salón. En aquel momento se enderezó y miró a Arturo.
—Decidme otra vez lo que deseáis —le pidió con suavidad.
—Quiero que los britanos vivan en paz, quiero obligar a Cerdic a retirarse y quiero a mi familia.
Cuneglas miró a Merlín.
—¿Y bien, señor? —invitó al anciano a que emitiera su juicio.
Merlín jugueteaba con dos de sus trenzas, haciéndoles nudos; la pregunta pareció tomarlo por sorpresa y deshizo los nudos rápidamente.
—Dudo que los dioses quieran lo mismo que Arturo —dijo—. Todos os habéis olvidado de la olla.
—Esto no tiene nada que ver con la olla —dijo Arturo con aplomo.
—Todo tiene que ver —manifestó Merlín con una brusquedad repentina y sorprendente—, y la olla trae el caos. Deseas orden, Arturo, y crees que Lancelot escuchará tus razonamientos y que Cerdic se rendirá a tu espada, pero el orden razonable que ansías no funcionará en el futuro, como no funcionó en el pasado. ¿Crees que los hombres y mujeres agradecen la paz que les procuraste? ¡Ahítos quedaron de paz! Y crearon sus propios conflictos para librarse del aburrimiento. Los hombres no quieren paz, Arturo, quieren distraer el tedio, mientras que tú deseas el tedio como un sediento el hidromiel. ¿Crees que puedes retirarte a una casa solariega y jugar a ser herrero? No. —Merlín sonrió malignamente y cogió su larga vara—. En este mismo momento —prosiguió—, los dioses te buscan las cosquillas. —Señaló con el báculo hacia las puertas de la entrada—. ¡He ahí tus problemas, Arturo ap Uther!
Todos nos volvimos y vimos a Galahad de pie en el umbral. Llevaba puesta la armadura con la espada a un lado e iba salpicado de barro hasta la cintura. Y con él, un mísero tullido de nariz de patata, cara redonda, barba rala y cabeza de cepillo.
Mordred aún vivía.
El asombro impuso silencio. Mordred entró renqueando y sus pequeños ojos delataron su resentimiento por la fría acogida. Arturo miraba fijamente al rey al que había ofrecido su juramento y supe que estaba deshaciendo mentalmente los detallados planes que acababa de describirnos. Sería imposible proponer una paz razonable con Lancelot, pues su rey aún estaba vivo. Dumnonia aún tenía rey y no era Lancelot, sino Mordred, y Mordred tenía el juramento de Arturo.
Los hombres rodearon al rey y le preguntaron las noticias rompiendo el silencio. Galahad se hizo a un lado y me abrazó.
—Gracias a Dios que está vivo —me dijo de todo corazón.
—¿Esperas que te agradezca —le pregunté con una sonrisa— que hayas salvado a mi rey?
—Alguien tendría que agradecérmelo porque él no lo ha hecho aún. Es una bestezuela desagradecida —dijo Galahad—. Sólo Dios sabe por qué él vive mientras mueren tantos hombres buenos. Llywarch, Bedwyr, Dagonet, Blaise. Todos han muerto. —Eran los nombres de los guerreros de Arturo que habían caído en Durnovaria. De algunos ya tenía noticia, pero de otros nada sabía, aunque Galahad tenía conocimiento de las circunstancias en que habían muerto. Se hallaba en Durnovaria cuando los rumores de la muerte de Mordred impulsaron a los cristianos a la revuelta, pero Galahad juró que entre los sublevados había lanceros. Creía que los hombres de Lancelot se habían infiltrado en la ciudad disfrazados de peregrinos de camino a Ynys Wydryn y que ellos habían iniciado la matanza.
—Casi todos los hombres de Arturo estaban en las tabernas —dijo— y no tuvieron la menor oportunidad. Sobrevivieron unos pocos, pero Dios sabrá dónde están ahora. —Hizo la señal de la cruz—. Esto no es obra de Cristo, Derfel, te das cuenta, ¿verdad? Es obra del diablo. —Me miró apesadumbrado y temeroso—. ¿Es cierto lo de Dian?
—Es cierto —le confirmé. Galahad me abrazó sin decir una palabra. No había contraído matrimonio ni había tenido descendencia pero amaba tiernamente a mis hijas. En verdad, amaba tiernamente a todos los niños—. La mataron Dinas y Lavaine, y todavía respiran.
—Mi espada está a tu disposición —me dijo.
—Lo sé.
—Y si esto fuera obra de Cristo —dijo Galahad enervado— Dinas y Lavaine no estarían al servicio de Lancelot.
—No culpo a tu Dios —le dije— ni a ningún otro. Me volví a observar la conmoción que había levantado Mordred. Arturo pedía orden y silencio a gritos, se habían enviado sirvientes en busca de comida y ropas dignas de un rey y otros hombres trataban de enterarse de las novedades. ¿Lancelot te ha pedido juramento? —pregunté a Galahad.
—No sabía que estaba en Durnovaria. Me hallaba con el obispo Emrys, el cual me proporcionó un hábito de monje para cubrirme —dijo, dándose un golpecito en la cota de malla—, y marché hacia el norte. El pobre Emrys está deshecho. Cree que sus cristianos se han vuelto locos, y yo también. Supongo que habría podido quedarme a luchar, pero no lo hice. Huí. Me dijeron que Arturo y tú habíais muerto pero no lo creí. Quería buscaros y, buscando, encontré al rey. —También me contó que Mordred había ido a la caza del jabalí al norte de Durnovaria y que, suponía él, Lancelot había enviado hombres para que lo interceptaran en el camino de regreso; pero Mordred se encaprichó con una joven aldeana y, cuando sus compañeros y él terminaron con ella era casi de noche, de modo que se instaló en la casa más grande del pueblo y ordenó que sirvieran comida. Sus asesinos aguardaban en la puerta norte de la ciudad mientras que él organizaba un festín a varias millas de allí y, en algún momento a lo largo de la noche, los hombres de Lancelot debieron de tomar la decisión de empezar a matar, a pesar de que el rey de Dumnonia había logrado zafarse de la emboscada. Hicieron correr el rumor de que había muerto y utilizaron dicho rumor para justificar la usurpación de Lancelot.
Mordred tuvo noticia de los problemas cuando llegaron los primeros fugitivos de Durnovaria. La mayoría de sus compañeros se había escabullido, los aldeanos estaban armándose de valor para matar al rey que había violado a una muchacha y robado gran cantidad de viandas, y Mordred se aterrorizó. Huyó hacia el norte con los pocos amigos que aún permanecían con él, disfrazados todos con ropas de campesinos.
—Querían llegar a Caer Cadarn —dijo Galahad—, donde esperaban hallar lanceros leales, pero me encontraron a mí. Yo me dirigía a tu casa y nos avisaron a tiempo de que habías huido; así pues, lo traje al norte.
—¿Habéis encontrado sajones? —Galahad negó con la cabeza.
—Campan por el valle del Támesis —dijo—, y no pasamos por allí. —Miró a la gente que se aglomeraba alrededor de Mordred—. ¿Qué va a pasar ahora? —preguntó.
Mordred tenía ideas inamovibles. Cubierto con un manto prestado y sentado a la mesa, se hartaba de pan y carne en salazón. Ordenó a Arturo que partiera inmediatamente hacia el sur y, cada vez que Arturo trataba de interrumpirlo, el rey daba un golpe en la mesa y repetía la orden.
—¿Acaso renegáis de vuestro juramento? —le gritó por fin, escupiendo fragmentos mordisqueados de pan y carne.
—Lord Arturo —dijo Cuneglas con acritud— trata de proteger a su esposa y a su hijo.
—¿Por encima de mi reino? —preguntó, mirando al rey de Powys torvamente.
—Si Arturo va a la guerra —trató de explicar Cuneglas a Mordred—, Ginebra y Gwydre morirán.
—¿Y por eso no hacemos nada? —bramó Mordred. Estaba histérico.
—Debemos reflexionar —dijo Arturo con amargura.
—¿Reflexionar? —gritó Mordred, y se puso en pie—. ¿Os limitáis a reflexionar mientras ese miserable usurpa mi reino? ¿Habéis hecho un juramento? —preguntó a Arturo en tono exigente—. ¿De qué os sirven estos hombres si no lucháis? —Señaló con un gesto a los lanceros, agrupados ahora alrededor de la mesa—. ¡Lucharéis por mí, y nada más! ¡Lo exige vuestro juramento! ¡Lucharéis! —Volvió a golpear la mesa—. ¡No reflexionéis! ¡Luchad!
Yo ya no podía soportarlo más. Tal vez el espíritu de mi hija asesinada me poseyera en aquel momento, pues sin pensarlo apenas, me adelanté y me quité el cinturón de la espada. Saqué a Hywelbane, la arrojé al suelo y doblé el cinturón de cuero por la mitad. Mordred me miraba e inició una débil protesta cuando me acerqué a él, pero nadie se aprestó a detenerme.
Llegué al lado del rey, hice una pausa y luego le azoté duramente en la cara con el cinturón doblado.
—Eso —le dije— no es la devolución de los golpes que me disteis a mí, sino por mi hija, y esto —y le golpeé mucho más fume— es porque habéis faltado al juramento de defender vuestro reino.
Los lanceros me respaldaron con grandes voces. A Mordred le temblaba el labio inferior como cuando, de niño, soportaba las azotainas.
Tenía las mejillas enrojecidas de los golpes y un hilo de sangre le salía de un corte diminuto bajo el ojo. Se llevó un dedo a la sangre y me escupió un bocado de carne y pan medio masticados en la cara.
—Moriréis por esto —me prometió, y, henchido de rabia, trató de abofetearme—. ¿Cómo podía defender el reino? —gritó—. ¡Estabais ausente! ¡Arturo estaba ausente! —Por segunda vez trató de darme un bofetón, pero detuve el golpe con el brazo y levanté el cinturón dispuesto a sacudirle otro cintarazo.
Arturo, horrorizado por mi conducta, me bajó el brazo y me apartó a la fuerza. Mordred siguió blandiendo los puños contra mí, pero entonces, una vara negra le cayó en el brazo y se volvió furioso para abalanzarse sobre el nuevo agresor.
Pero era Merlín quien miraba desde lo alto al furibundo rey.
—Pégame, Mordred —lo amenazó el druida en voz baja— y te convierto en un sapo y te entrego a las serpientes de Annwn.
Quedóse Mordred con la mirada clavada en el druida pero no dijo nada. Trató de apartar el báculo pero Merlín lo sujetaba con firmeza y, con él, fue haciendo recular al monarca hasta su asiento.
—Dime, Mordred —prosiguió el druida, obligándolo a sentarse—, ¿por qué enviaste a Arturo y a Derfel tan lejos?
Mordred sacudió la cabeza testarudamente. Le intimidaba el nuevo Merlín, erguido en toda su estatura. Sólo había visto al druida como un anciano frágil que tomaba el sol en el jardín de Lindinis, y al verlo tan fortalecido y con la barba trenzada se asustó.
Merlín levantó el báculo y lo dejó caer sobre la mesa con gran estrépito.
—¿Por qué? —preguntó en tono tranquilo, una vez apagado el eco del bastonazo.
—Para que arrestaran a Ligessac —musitó Mordred.
—¡Necio redomado! —exclamó Merlín—. Un niño habría bastado para arrestar a Ligessac. ¿Por qué mandaste a Arturo y a Derfel?
Mordred repitió el gesto negativo de la cabeza y Merlín suspiró.
—Hace mucho tiempo, joven Mordred, que no recurro a la gran magia y, desgraciadamente, he perdido práctica, pero creo que con la ayuda de Nimue podría convertir tu orina en ese pus blanco que escuece como la picadura de la avispa cada vez que orinas. Podría confundir el poco cerebro que tienes y podría reducir tus atributos masculinos —la vara tembló de pronto en la ingle de Mordred— al tamaño de una judía seca. Puedo hacerlo, y lo haré a menos que confieses la verdad. —Sonrió, y su sonrisa auguraba peores venganzas aún que la vara—. Dime, hijito, ¿por qué enviaste a Arturo y a Derfel al campamento de Cadoc?
A Mordred le temblaba el labio inferior.
—Porque así me lo dijo Sansum.
—¡El señor de los ratones! —exclamó Merlín como sorprendido por la respuesta. Volvió a sonreír, o al menos enseñó los dientes—. Aún tengo otra pregunta, Mordred —prosiguió—, y si no respondes la verdad, tus tripas descargarán sapos y lodo, tu estómago será un nido de gusanos y la garganta se te llenará de bilis. No dejaré que pares quieto, y toda tu vida, tu vida entera, la pasarás bailando sin cesar, cagando sapos, comido por los gusanos y escupiendo bilis. Te haré —hizo una pausa y bajó la voz— más horrendo de lo que te hizo tu madre. De modo que dime qué te prometió el señor de los ratones que sucedería si enviabas a Arturo y a Derfel fuera del reino.
Mordred miraba a Merlín con cara de pánico.
Merlín aguardó. Al no recibir respuesta, levantó el báculo hacia el alto techo del salón.
—En el nombre de Bel —entonó con voz sonora— y Callyc, señor de los sapos, y en el nombre de Sucellos y Horfael, amo de los gusanos, y en el nombre de…
—¡Que los matarían! —gritó Mordred desesperado.
El báculo descendió poco a poco hasta apuntar a la cara de Mordred.
—¿Qué fue lo que te prometió, hijito? —preguntó Merlín.
Mordred se retorcía en el asiento pero no había forma de deshacerse de la vara. Tragó saliva, miró a diestra y siniestra pero no halló respaldo en toda la sala.
—Que los matarían —admitió—, los cristianos.
—¿Y por qué querías que los mataran? —inquirió Merlín.
Mordred vaciló, pero Merlín levantó el báculo hacia el techo otra vez y el muchacho confesó atropelladamente.
—¡Porque no puedo ser rey mientras él viva!
—¿Creías que la muerte de Arturo te permitiría actuar a tu libre albedrío?
—¡Sí!
—¿Y creíste que Sansum era amigo tuyo?
—Sí.
—¿Y no se te pasó por la cabeza ni una vez que Sansum deseara tu muerte? —Merlín sacudió la cabeza—. ¡Qué mocoso tan tonto eres! ¿No sabes que los cristianos jamás hacen nada al derecho? Hasta el primero que hubo acabó crucificado. No es propio de dioses eficientes, no, no. Gracias, Mordred, por esta charla. —Sonrió, se encogió de hombros y se alejó—. Sólo quería ayudar un poco —comentó al pasar junto a Arturo.
Habríase dicho que Mordred comenzaba a experimentar la epilepsia con que Merlín lo había amenazado. Se agarró a los brazos del asiento temblando y se le llenaron los ojos de lágrimas por la humillación que acababa de recibir. Intentó recuperar el orgullo señalándome y pidiéndole a Arturo que me arrestara.
—¡No seáis necio! —le reconvino Arturo, furioso—. ¿Creéis que recuperaréis el trono sin los hombres de Derfel? —Mordred no dijo nada y tan petulante silencio aguijoneó a Arturo con el mismo furor con que me había aguijoneado a mí antes, cuando golpeé a mi rey—. ¡Podemos, sin vos! —le gritó—. ¡Y hagamos lo que hagamos, vos permaneceréis aquí, bajo vigilancia! —Mordred abrió la boca y una lágrima rodó por su mejilla y diluyó el diminuto rastro de sangre—. No como prisionero, lord rey —añadió Arturo inquieto—, sino para proteger vuestra vida de los cientos de hombres que desearían arrebatárosla.
—Así pues, ¿qué pensáis hacer? —preguntó Mordred, absolutamente patético, ya.
—Tal como os he dicho —repuso Arturo sarcásticamente— reflexionaré sobre el asunto. Y no añadió más.
Al menos, el plan de Lancelot quedó claramente al descubierto. Sansum había planeado la muerte de Arturo, y Lancelot había enviado hombres para que mataran a Mordred, y luego continuó con su ejército creyendo que todos los obstáculos para llegar al trono de Dumnonia habían sido eliminados y que los cristianos, inducidos al desorden por los misioneros de Sansum, matarían a cuanto enemigo quedara, mientras Cerdic mantenía a raya a los hombres de Sagramor.
Pero Arturo estaba vivo, y también Mordred, y mientras Mordred viviera, Arturo debía mantener su juramento, lo cual significaba que tendríamos que ir a la guerra. No importaba si la guerra abría el valle del Severn a los sajones, teníamos que luchar contra Lancelot. Estábamos obligados por juramento.
Meurig no prestaría ningún lancero para luchar contra Lancelot. Arguyó que precisaba de todos sus hombres para defender sus fronteras contra un posible ataque de Cerdic o de Aelle, y nada que nadie dijera lo disuadiría. Se avino a dejar su guarnición en Glevum, con lo que la de Dumnonia quedaba libre para sumarse a las tropas de Arturo, pero no pondría nada más de su parte.
—Es un cobarde y un canalla —gruñó Culhwch.
—Es un joven sensato —replicó Arturo—. Su fin principal es mantener su reino a salvo. —Nos hablaba a nosotros, sus comandantes de guerra, en un salón de las termas romanas de Glevum. La estancia tenia azulejos en el suelo y el techo arqueado; todavía se distinguían en lo alto restos de una escena de ninfas desnudas perseguidas por un fauno entre guirnaldas de hojas y flores.
Cuneglas se mostró generoso. Los lanceros que había llevado de Caer Sws quedarían a las órdenes de Culhwch para acudir en socorro de Sagramor. Culhwch juró no hacer nada que ayudara a la restauración de Mordred en el trono, pero no puso reparos en luchar contra los guerreros de Cerdic, tarea que Sagramor todavía tenía entre manos. Tan pronto como el númida recibiera el refuerzo de los hombres de Powys, se dirigiría hacia el sur, aislaría a los sajones que sitiaban Corinium y empujaría al ejército de Cerdic a una campaña que les impediría ayudar a Lancelot en el corazón de Dumnonia. Cuneglas nos prometió toda la ayuda que pudiera reunir, aunque tardaría al menos dos semanas en congregar al grueso de sus fuerzas y llevarlo al sur, a Glevum.
Arturo contaba con pocos e insustituibles hombres en Glevum. Tenía a los treinta que habían ido al norte a arrestar a Ligessac, el cual permanecía encadenado en las mazmorras de Glevum, y a mis hombres, a los cuales podía añadir los setenta lanceros de la pequeña guarnición de Glevum. No obstante, las cifras engrosaban con los fugitivos que, a diario, acudían a refugiarse de las agresivas bandas cristianas que aún perseguían a los paganos en Dumnonia. Supimos que eran muchos los fugitivos que andaban por Dumnonia, algunos resistiendo en antiguas fortalezas de tierra o escondidos en los más profundos bosques, pero otros llegaron a Glevum y, entre ellos, Morfans el feo, que se había librado de la matanza de las tabernas de Durnovaria. Arturo le confió el mando de las fuerzas de Glevum y le ordenó marchar hacia el sur, hacia Aquae Sulis. Galahad iría con él.
—No presentéis batalla —les advirtió Arturo—, simplemente, hostigad al enemigo, aguijoneadlo, molestadlo. Permaneced en las montañas, manteneos ágiles y procurad que no dejen de mirar hacia aquí. Cuando llegue mi señor el rey —se refería a Cuneglas—, podéis uniros a su ejército y marchar hacia el sur hasta Caer Cadarn.
Arturo declaró que no lucharía con Sagramor ni con Morfans, sino que iría a solicitar ayuda a Aelle; sabía mejor que nadie que las noticias sobre sus planes se extenderían hacia el sur. Había suficientes cristianos en Glevum que lo tenían por enemigo de Dios y que veían en Lancelot al precursor celestial del segundo advenimiento de Cristo a la tierra; Arturo pretendía que esos cristianos esparcieran su mensaje por todo el sur de Dumnonia con la intención de que Lancelot se enterase de que no se atrevía a arriesgar la vida de Ginebra emprendiendo una campaña contra él, sino que iba a rogar a Aelle que llevara sus hachas y sus lanzas contra los hombres de Cerdic.
—Derfel me acompañará —nos comunicó.
Yo no quería acompañarlo. Había otros que podían actuar de intérpretes, y así lo declaré; sólo deseaba unirme a Morfans y adentrarme en el mediodía de Dumnonia. No deseaba enfrentarme con mi padre Aelle. Deseaba luchar, no para devolver a Mordred al trono sino para derrocar a Lancelot y buscar a Dinas y a Lavaine.
Arturo se negó a complacerme.
—Tú vendrás conmigo, Derfel —me ordenó, y nos llevaremos a cuarenta hombres.
—¿Cuarenta? —objetó Morfans. Eran muchos, mermarían la ya reducida banda de guerreros que había de distraer a Lancelot.
—No puedo permitirme aparecer débil ante Aelle —arguyó Arturo—, en verdad, tendría que llevarme más, pero bastará con cuarenta para convencerlo de que no estoy desesperado. —Hizo una pausa—. Queda otra cosa aún —dijo con una voz grave que llamó la atención de todos los que se disponían a salir del salón de las termas—. Algunos de vosotros no deseáis luchar por Mordred. Culhwch ya ha abandonado Dumnonia, Derfel sin duda hará otro tanto tan pronto como termine esta guerra, y quién sabe cuántos más de entre vosotros os iréis. Dumnonia no puede permitirse perder a tales hombres. —Hizo otra pausa. Había comenzado a llover y el agua se colaba por entre los ladrillos que asomaban en los descascarillados de la pintura del techo—. He hablado con Cuneglas —prosiguió Arturo, saludando al rey con un movimiento cabeza—, y he hablado con Merlín, y conversamos sobre las leyes y costumbres antiguas de nuestro pueblo. Todo lo que yo haga se ajustará a los dictados de la ley, no puedo libraros de Mordred porque mi juramento me lo prohíbe y las leyes antiguas de nuestro pueblo no pueden aprobarlo. —Se detuvo de nuevo agarrando inconscientemente la empuñadura de Excalibur con la mano derecha—. Pero —prosiguió— la ley permite una cosa. Si un rey no es digno de reinar, su consejo puede hacerlo en su lugar hasta que al rey se le reconozcan los honores y privilegios de su rango. Merlín me asegura que es así y el rey Cuneglas afirma que un caso semejante sucedió en el reino de su bisabuelo Brychan.
—¡Estaba loco de atar! —comentó Cuneglas alegremente.
Arturo esbozó una sonrisa y volvió a fruncir el ceño al retomar el hilo de sus pensamientos.
—Nada más lejos de mis deseos —dijo con calma, y su voz sombría resonó en la sala llena de goteras— pero propondré al consejo de Dumnonia que reine en lugar de Mordred.
—¡Sí! —gritó Culhwch, y Arturo lo hizo callar.
—Abrigaba la esperanza de que Mordred aprendiera lo que es la responsabilidad, pero no ha sido así. No me importa que deseara mi muerte pero sí me importa que haya perdido su reino. Faltó al juramento que hizo el día de su proclamación y ahora dudo que jamás sea capaz de cumplirlo. —Hizo una pausa más; muchos de nosotros debíamos de estar pensando en el largo tiempo que se había tomado Arturo en comprender una cosa que a todos nos parecía clara desde el principio. Un año tras otro se había negado empecinadamente a reconocer la incapacidad de Mordred para reinar, pero en aquel momento, cuando Mordred había perdido el trono y, lo que aún era mucho más grave a ojos de Arturo, no había sabido proteger a sus súbditos, se sintió preparado por fin para afrontar la verdad. Le caía agua en la cabeza descubierta pero hizo caso omiso—. Merlín me dice —continuó con tono melancólico— que Mordred está poseído por un mal espíritu. Yo no soy ducho en cuestiones de esa índole, pero el veredicto no parece imposible y, por lo tanto, si el consejo está de acuerdo, propongo que después de devolver el trono a Mordred, le honremos como se merece un rey. Que viva en el palacio de invierno, que cace, que sea agasajado como un rey y sacie todos sus apetitos dentro de la ley, pero que no gobierne. Propongo mantener todos sus privilegios pero ninguno de los deberes del trono.
Lo vitoreamos, y de qué forma, pues al fin parecía que teníamos un motivo que defender. No Mordred, aquel sapo perverso, sino Arturo, porque a pesar del elocuente argumento a favor de que el consejo del reino gobernara Dumnonia en lugar de Mordred, todos comprendimos el significado de sus palabras. Arturo sería el rey de Dumnonia en todos los aspectos excepto en el título, y por tan buen fin llevaríamos nuestras lanzas a la guerra. Lo vitoreamos, pues ya teníamos una causa por la que luchar y morir. Teníamos a Arturo.
Arturo escogió a veinte de sus mejores jinetes e insistió en que yo escogiera a otros tantos de mis mejores lanceros para la misión con Aelle.
—Hemos de impresionar a tu padre —me dijo— y no se impresiona a un hombre presentándose con lanceros cansados y viejos. Llevémonos a los mejores. —También insistió en que Nimue nos acompañara. Habría preferido la compañía de Merlín pero el druida se declaró viejo en exceso para tan largo viaje y propuso a Nimue en su lugar.
Dejamos a Mordred bajo la vigilancia de los lanceros de Meurig. Mordred sabía lo que Arturo pensaba hacer con él, pero carecía de aliados en Glevum y en su espíritu podrido no había valor, aunque sí se permitió la satisfacción de ver estrangular a Ligessac en el foro y, tras la muerte lenta del prisionero, Mordred se plantó en la terraza del gran salón y farfulló un discurso en el que amenazó con un destino semejante a todos los traidores de Dumnonia. Después, se retiró de mal talante a sus habitaciones mientras nosotros marchábamos con Culhwch hacia levante. Culhwch se había adelantado a unirse a Sagramor para ayudarlo a emprender el ataque con que esperábamos salvar Corinium.
Arturo y yo viajamos por las altas y fértiles campiñas de la provincia oriental de Gwent. Eran tierras de lujosas villas, extensos campos de labor y abundante riqueza, proveniente en su mayoría de los lomos de las ovejas que pastaban en las onduladas colinas. Marchábamos bajo dos enseñas, el oso de Arturo y mi estrella, muy al norte de la frontera dumnonia, de modo que las noticias que llegaran a Lancelot apuntarían a que Arturo no amenazaba su trono usurpado. Nimue caminaba con nosotros. Merlín había logrado convencerla de que se lavara y buscara ropa limpia, y después, desesperado porque no podía desenredar la porquería incrustada en el pelo, se lo cortó y quemó los mugrientos mechones. Le sentaba bien el pelo corto, volvió a ponerse un parche y llevaba báculo, pero nada más. Iba descalza y avanzaba a regañadientes, pues no quería acompañarnos, pero Merlín la convenció nuevamente, aunque ella seguía pensando que su presencia era innecesaria.
—Cualquier idiota puede con un druida sajón —le dijo a Arturo cuando nos acercábamos al final del primer día de marcha—. Sólo hace falta escupirles, poner los ojos en blanco y agitar un hueso de pollo. Nada más.
—No vamos a ver druidas sajones —respondió Arturo con calma. Nos hallábamos en campo abierto, lejos de cualquier pueblo; detuvo a su caballo, levantó una mano y aguardó a que los hombres lo rodearan—. No vamos a ver druidas sajones —nos dijo— porque no vamos a ver a Aelle. Vamos a adentrarnos en el sur de nuestro país, muy al sur.
—¿Hasta el mar? —me aventuré a preguntar.
—Hasta el mar —replicó con una sonrisa. Unió las manos sobre la silla de montar—. Somos pocos y Lancelot cuenta con muchos, pero Nimue puede hacernos un encantamiento para pasar inadvertidos; marcharemos de noche, en largas jornadas. —Sonrió y se encogió de hombros—. Estoy atado de manos mientras mi esposa y mi hijo permanezcan prisioneros, pero si los rescatamos, quedaré libre. Tan pronto como sea libre estaré en condiciones de luchar contra Lancelot, pero sabed que estaremos lejos para recibir ayuda, en plena Dumnonia, en la parte de Dumnonia que está en manos de nuestros enemigos. Tan pronto como recupere a Ginebra y a Gwydre no sé cómo saldremos, pero contamos con la ayuda de Nimue. También cuento con la ayuda de los dioses, mas si alguno de vosotros teme esta tarea, que regrese ahora.
Nadie dio media vuelta, y él lo sabía. Los cuarenta que llevábamos eran los mejores y habrían seguido a Arturo a un pozo de serpientes. Naturalmente, Arturo no había revelado sus planes a nadie excepto a Merlín, de modo que a oídos de Lancelot no llegaría la menor pista; me dio un abrazo a modo de disculpa por haberme engañado, pero sabía la alegría que me había proporcionado, pues no sólo iríamos al lugar donde Ginebra y Gwydre permanecían como rehenes, sino también al escondite de los dos asesinos de Dian, que se creían a salvo de toda venganza.
—Partimos esta noche —dijo Arturo—, y no descansaremos hasta el alba. Nos dirigimos al sur; quiero llegar a las montañas de más allá del Támesis por la mañana.
Nos cubrimos la armadura con el manto, amortiguamos el ruido de los cascos de los caballos con trapos y emprendimos el viaje a través de la noche. Los jinetes llevaban a sus bestias y Nimue nos llevaba a nosotros, guiada por su raro don de encontrar el camino en territorio desconocido y en la oscuridad.
En algún momento de la noche volvimos a entrar en Dumnonia y, mientras descendíamos desde las colinas hasta el valle del Támesis, avistamos a la derecha, en la distancia, el brillo del campamento de los hombres de Cerdic, en las afueras de Corinium. Tan pronto como dejamos atrás las colinas, el camino nos llevó inevitablemente entre aldeas y pueblos oscuros donde los perros nos ladraban al pasar, pero nadie salió a preguntarnos. Los habitantes estarían muertos o temían que fuéramos sajones, y así pasamos ante ellos como fantasmas. Uno de los jinetes de Arturo era nativo de las tierras ribereñas y nos condujo hasta un vado donde el agua nos llegaba al pecho. Sostuvimos en alto las armas y las bolsas de pan y cruzamos desafiando la fuerte corriente hasta alcanzar la otra orilla, donde Nimue pronunció en voz baja un encantamiento de invisibilidad dirigido al pueblo próximo. Al amanecer estábamos en los montes del sur, sanos y salvos en una de las fortalezas de tierra del pueblo antiguo.
Dormimos al sol y, por la noche, reemprendimos la marcha hacia el sur. Cruzamos feraces tierras no holladas aún por los sajones, pero tampoco nos salió ningún campesino al paso, pues nadie sino un loco sería capaz de detener a una banda de hombres armados que viajaba al amparo de la noche en tiempos de turbulencias. Al rayar el día habíamos llegado a la gran meseta y el sol naciente proyectaba las largas sombras de los túmulos funerarios del pueblo antiguo sobre el claro césped. En algunos túmulos aún había tesoros guardados por necrófagos de ultratumba, y los evitamos al buscar una hondonada donde los caballos pudieran pastar y nosotros, descansar.
Durante la noche siguiente dejamos atrás Las Piedras, el gran corro misterioso donde Merlín entregara a Arturo su espada y donde, muchos años antes, habíamos entregado oro a Aelle antes de la campaña del valle del Lugg. Nimue paseó ceremoniosamente entre los grandes pilares coronados tocándolos con la vara; después se detuvo en el centro del círculo mirando a las estrellas. La luna estaba casi llena e iluminaba las piedras con un resplandor pálido.
—¿Todavía son mágicas? —le pregunté cuando volvió a reunirse con nosotros.
—Un poco —dijo—, pero cada vez menos, Derfel. Toda nuestra magia se está desvaneciendo. Necesitamos la olla. —Sonrió en la oscuridad—. No está muy lejos ya —dijo—, noto su presencia, aún está viva, Derfel; la encontraremos y se la devolveremos a Merlín. —Hablaba con pasión, con la misma pasión con que hablaba cuando nos acercábamos al final del Sendero Tenebroso. Arturo avanzaba en la noche por Ginebra, yo por venganza y Nimue para llamar a los dioses con la olla mágica, pero aun así éramos pocos, y los enemigos, numerosos.
Nos habíamos adentrado mucho en los nuevos dominios de Lancelot pero no se veían soldados suyos por ninguna parte, ni rastro de las virulentas bandas cristianas que, según decían, seguían aterrorizando a los campesinos paganos. Nada tenían que hacer los lanceros de Lancelot en aquella parte de Dumnonia, pues estaban vigilando los caminos de Glevum, y los cristianos debían de haber acudido a reforzar su ejército porque lo consideraban obra de Cristo, de forma que descendimos sin interrupciones de la gran meseta hasta las vegas del río de la costa meridional de Dumnonia. Rodeamos la ciudad fortificada de Sorviodunum y olimos el humo de las casas incendiadas allí. Pero nadie salió a detenernos porque marchábamos bajo una luna casi llena y nos protegían los encantamientos de Nimue.
La quinta noche llegamos al mar. Habíamos dejado atrás sigilosamente la fortaleza romana de Vindocladia, donde, según Arturo, habría una guarnición de tropas de Lancelot y, al amanecer, nos ocultamos en los profundos bosques que dominaban el arroyo donde se alzaba el palacio de invierno. El palacio se encontraba a una milla a nuestra izquierda, y habíamos llegado sin que nadie nos viera, en la noche, como fantasmas en nuestra propia tierra.
Atacaríamos por la noche. Lancelot utilizaba a Ginebra a modo de escudo, nosotros le quitaríamos el escudo y, una vez libre, llevaríamos nuestras lanzas hasta su corazón. Pero no por Mordred, pues luchábamos ya por Arturo y por el reino feliz que vislumbrábamos después de la guerra.
Tal como ahora lo cuentan los bardos, luchamos por Camelot. Casi todos los lanceros durmieron aquel día, pero Arturo, Issa y yo nos arrastramos hasta el lindero del bosque a contemplar el palacio del mar, al otro lado del pequeño valle.
Se veía tan hermoso con la piedra blanca brillando al sol de la madrugada. Observamos el flanco oriental desde un pico ligeramente menos elevado que el palacio. En el muro de levante sólo se abrían tres pequeñas ventanas, de modo que parecía un gran alcázar blanco sobre una loma verde, aunque tal efecto quedaba deslucido por el enorme símbolo del pez que habían pintarrajeado torpemente con alquitrán sobre la encalada pared, seguramente para preservar el palacio de la ira de los cristianos itinerantes. Los constructores romanos habían abierto las ventanas en la larga fachada meridional que se asomaba al río, en cuya orilla sur se formaba una isleta arenosa; más allá, se extendía el mar. De la misma forma, los romanos habían relegado las cocinas, las habitaciones de los esclavos y los graneros al terreno norte de la parte de atrás de la villa, donde se encontraba la casa de madera de Gwenhwyvach. Allí había surgido además una pequeña aldea de chozas con techumbre de paja, que me imaginé servirían para acoger a los lanceros y a sus familias, y de los hogares salían pequeñas columnas de humo. Más allá de las chozas se encontraban los huertos y los campos de cultivo, y más allá aún, rodeados de profundos bosques, que en esa parte del país crecían densos, se extendían los campos de heno, segados en parte.
Frente al palacio, y tal como lo recordaba de aquel día lejano en que pronuncié el precioso juramento de la Mesa Redonda, los dos terraplenes cubiertos de arcos descendían hacia el arroyo. La luz del sol caía de lleno sobre el palacio, blanco, grandioso y bello.
—Si los romanos volvieran hoy —dijo Arturo con orgullo— no se darían cuenta en absoluto de que ha sido reconstruido.
—Si los romanos volvieran hoy —comentó Issa—, tendrían una verdadera batalla. —Insistí en que mi segundo nos acompañara a la linde del bosque porque no conocía a nadie dotado de mejor vista, y aquel día teníamos que averiguar cuántos soldados había dejado Lancelot en el palacio del mar.
A lo largo de la mañana no vimos a más de doce. Nada más salir el sol, dos hombres subieron a una plataforma de madera construida sobre el tejado, desde la cual vigilaban el camino del norte. Cuatro lanceros más montaban guardia en la arcada más cercana, y parecía lógico suponer que habría otros cuatro en la arcada occidental, que quedaba oculta a nuestra vista. Los demás patrullaban por el terreno que mediaba entre una terraza de piedra con balaustres, al fondo de los jardines, y el arroyo; obviamente vigilaban los caminos que recorrían la costa. Issa, sin armadura ni yelmo, hizo el reconocimiento en aquella dirección, arrastrándose por el bosque para intentar situarse ante la fachada que había entre las arcadas gemelas.
Arturo no tenía ojos sino para el palacio; estaba discretamente eufórico porque se sabía a punto de protagonizar un rescate arriesgado que haría tambalearse al nuevo reino de Lancelot. En verdad, pocas veces había visto a Arturo tan alegre como aquel día. Al hallarse en el interior de Dumnonia se había desentendido de las responsabilidades del gobierno y en aquel momento, como en el pasado remoto, su futuro sólo dependía de su destreza con la espada.
—¿Piensas alguna vez en el matrimonio, Derfel? —me preguntó súbitamente.
—No, señor. Ceinwyn ha jurado no casarse jamás y no siento necesidad de forzarla. —Sonreí y toqué mi anillo de amante con su pequeña esquirla de oro de la olla—. Os aseguro que estamos más casados que muchas parejas que han comparecido ante un druida o un sacerdote.
—No me refería a eso. ¿No reflexionas nunca sobre el matrimonio? —repitió, haciendo énfasis en la palabra «sobre».
—No, señor. No mucho.
—Obstinado Derfel —bromeó—. Cuando me muera —dijo soñadoramente— creo que prefiero unos funerales cristianos.
—¿Por qué? —pregunté horrorizado, y me toqué la cota de malla para que el hierro ahuyentara el mal.
—Porque así yacería con mi Ginebra para siempre. Ella y yo, juntos en una tumba.
Pensé en la carne de Norwenna, que colgaba en jirones de sus huesos amarillos y me estremecí.
—Estaréis en el otro mundo con ella, señor.
—Nuestros espíritus sí —admitió—, y también nuestros cuerpos de sombra, pero ¿por qué no habrían de yacer también estos cuerpos, tomados de la mano?
—Que os incineren, a menos que deseéis que vuestro espíritu vague por toda Britania sin saber dónde ir.
—Tal vez tengas razón —comentó con ligereza. Estaba tumbado boca abajo, oculto a la villa tras una cortina de zuzón y aciano. Ninguno de nosotros llevaba la armadura puesta. Nos pondríamos el atuendo guerrero al anochecer, antes de salir de la oscuridad para matar a la guardia de Lancelot.
—¿Qué os hace felices a Ceinwyn y a ti? —me preguntó Arturo. No se había afeitado desde que salimos de Glevum y la nueva barba crecía gris.
—La amistad.
—¿Y ninguna otra cosa? —preguntó con el ceño fruncido.
Lo pensé un poco más. En la distancia se veía a los primeros esclavos salir hacia los campos de heno y el sol arrancaba brillos a las hoces. Unos niños pequeños corrían de un lado a otro de los huertos espantando a los arrendajos de las plantas de guisantes y de las hileras de uva espina, grosella y frambuesa, y un poco más cerca, donde unos convólvulos entretejían sus flores rosadas entre las zarzamoras, una bandada de verderones peleaba alborotadamente. Al parecer, allí no habían llegado los agitadores cristianos; en verdad, habríase dicho que en Dumnonia reinaba la paz.
—Todavía siento punzadas cada vez que la miro —confesé.
—¡Eso es! ¿Verdad que sí? —exclamó con entusiasmo—. ¡Punzadas! El corazón se acelera.
—Amor —resumí secamente.
—Somos afortunados, tú y yo —comentó sonriendo—. Es amistad, es amor y es algo más. Es lo que los irlandeses llaman anmchara, una amistad de espíritus. ¿Con qué otra persona deseas hablar al final del día? Nada hay que más me plazca que sentarme sin más y hablar mientras el sol se pone y las polillas acuden a la luz de los candiles.
—Y hablamos de las niñas —dije, y me arrepentí nada más decirlo—, de las disputas de los criados y de si la esclava bizca de la cocina está embarazada otra vez; nos preguntamos quién rompería el gancho de la olla y si hará falta reparar la techumbre o si durará un año más; buscamos una solución para el perro viejo que ya no puede andar o imaginamos la excusa que inventará Cadell para no pagar la renta la próxima vez; discutimos sobre si el lino estará suficientemente macerado o si habría que untar las ubres de las vacas con tirigaña para que den más leche. De esas cosas hablamos.
Arturo se rió.
—Ginebra y yo hablamos de Dumnonia, de Britania y, por descontado, de Isis. —Al pronunciar tal nombre, su entusiasmo se enfrió un poco, pero se encogió de hombros—. Aunque no pasamos juntos mucho tiempo. Por eso tenía yo la esperanza de que Mordred me quitara el peso de encima, pues así pasaría aquí el resto de mis días.
—¿Hablando del gancho de la olla que se ha roto, en vez de hablar de Isis? —bromeé.
—De esas cosas y de todas las demás —contestó con ternura—. Un día araré estos campos y Ginebra continuará con su trabajo.
—¿Con su trabajo?
—Conocer a Isis —dijo con una sonrisa irónica—. Me dice que si pudiera establecer contacto con la diosa, su poder afluiría de nuevo a la tierra. —Se encogió de hombros, escéptico como de costumbre ante tan extravagantes postulados religiosos. Sólo Arturo habría osado clavar a Excalibur en el suelo y retar a Gofannon a que acudiera en su ayuda, pues no creía verdaderamente que Gofannon fuera a comparecer. En una ocasión me había dicho que para los dioses somos como ratones en el tejado y que sobrevivimos, siempre y cuando pasemos desapercibidos. Sólo en nombre del amor toleraba sardónicamente la pasión religiosa de Ginebra—. Ojalá estuviera más convencido de la verdad de Isis —me confesó— pero, claro, los hombres no toman parte en sus misterios. —Sonrió. Ginebra llama Horus a Gwydre.
—¿Horus?
—El hijo de Isis. ¡Qué nombre tan feo!
—No tanto como Wygga —dije.
—¿Cómo? —preguntó, y de pronto tensó el cuerpo—. ¡Mira! —dijo exaltado—. ¡Mira!
Levanté la cabeza para atisbar entre las flores y vi a Ginebra. Era inconfundible incluso a un cuarto de milla de distancia, pues su cabello rojizo caía en una masa desordenada sobre el largo vestido azul que llevaba. Caminaba por la arcada más cercana en dirección al pequeño templete abierto que daba al mar. Tras ella iban tres sirvientas con dos perros de caza. Los centinelas se hicieron a un lado e inclinaron la cabeza a su paso. Cuando llegó al templete, se sentó a una mesa de piedra y las tres doncellas le sirvieron el desayuno.
—Estará tomando fruta —comentó Arturo con cariño—. En el verano, es lo único que toma por la mañana. —Sonrió—. ¡Si supiera lo cerca que estoy!
—Esta noche, señor —le dije animosamente—, estaréis con ella.
—Al menos le dan buen trato.
—Señor, Lancelot os teme en exceso como para no dárselo.
Unos momentos después, Dinas y Lavaine aparecieron en la arcada con sus ropajes blancos de druida. Toqué la empuñadura de Hywelbane al verlos y prometí al espíritu de mi hija que los gritos de sus asesinos harían encogerse de miedo a todo el más allá. Los dos druidas llegaron al templete, se inclinaron ante Ginebra y se sentaron con ella a la mesa. Unos momentos después llegó Gwydre corriendo y vimos a Ginebra agitarle el pelo y mandarlo después al cuidado de una doncella.
—Es un buen muchacho —comentó Arturo con ternura—. No engaña, al contrario que Amhar y Loholt. No me he portado bien con ellos, ¿verdad?
—Todavía son jóvenes, señor.
—Pero ahora están al servicio de mi enemigo —contestó sombríamente—. ¿Qué haré con ellos?
Culhwch no habría vacilado en aconsejarle que los matara, pero yo me encogí de hombros.
—Enviadlos al exilio —dije. Los gemelos podrían unirse a los desgraciados que no tenían señor, vivir como mercenarios de quien fuera hasta que por fin encontraran la muerte en cualquier batalla olvidada contra los sajones, los irlandeses o los escoceses.
Llegaron más mujeres a la arcada. Unas eran doncellas y otras sirvientas de Ginebra que hacían de cortesanas. Lunete, mi antiguo amor, sería probablemente una de aquellas doce mujeres confidentes de Ginebra y sacerdotisas de su fe.
A media mañana me dormí con la cabeza apoyada en los brazos, arropado por el cálido sol estival. Cuando desperté, Arturo se había marchado e Issa había vuelto.
—Lord Arturo ha regresado con los lanceros, señor —me informó.
—¿Qué has visto? —dije tras un bostezo.
—Seis hombres más, todos de la guardia sajona.
—¿De los de Lancelot?
Issa asintió con un gesto.
—Están todos en el jardín grande, señor, pero los sajones solos. En total hemos contado dieciocho hombres, y habrá otros montando guardia por la noche, aunque no creo que sumen más de treinta en total.
Supuse que estaba en lo cierto. Treinta hombres serían suficientes para proteger el palacio, más sería un despilfarro, sobre todo cuando Lancelot necesitaba hasta la última lanza disponible para conservar el trono usurpado. Levanté la cabeza y vi la arcada vacía, sólo quedaban los cuatro centinelas, que parecían completamente aburridos. Dos se habían sentado con la espalda apoyada en una columna y los otros dos charlaban sentados en el banco de piedra donde Ginebra había tomado el desayuno. Las lanzas estaban apoyadas contra la mesa. Los dos que vigilaban en la plataforma de madera también holgaban. En el palacio del mar todo era grato ocio al sol veraniego y nadie creía que pudiera haber un enemigo en cien millas a la redonda.
—¿Informaste a Arturo de la presencia de los sajones? —pregunté a Issa.
—Sí, señor. Dijo que era de esperar. Lancelot quiere que esté bien protegida.
—Ve a dormir, yo me quedaré vigilando.
Issa se marchó y yo, a pesar de mis intenciones, caí dormido nuevamente. Había caminado toda la noche y estaba cansado y, además, no parecía haber peligro en el lindero de aquel bosque en pleno verano. Dormí, pues, hasta que unos ladridos y el retumbar de unas grandes zarpas me despertaron bruscamente.
Abrí los ojos y vi, aterrorizado, a un par de lebreles con la boca llena de espuma encima de mí, uno de ellos ladraba y el otro gruñía. Busqué el puñal, pero una voz femenina gritó a los perros.
—¡Echados! —les ordenó secamente—. ¡Drudwyn, Gwen, echados! ¡Quietos!
Los perros se echaron en el suelo a regañadientes; me volví y me encontré con Gwenhwyvach, que me miraba. Llevaba una vieja saya marrón, un pañuelo a la cabeza y, colgada del brazo, una cesta en la que había recogido hierbas silvestres. Tenía la cara más rellena que nunca y le asomaban unos mechones despeinados y enredados bajo el pañuelo.
—Lord Derfel el durmiente —dijo riendo.
Me llevé el dedo a los labios y miré hacia el palacio.
—No me vigilan —dijo—, no se preocupan de mí. Además, muchas veces hablo sola. Cosas de locos, ya sabéis.
—Vos no estáis loca, señora.
—Pues me gustaría. Nadie tendría que desear otra cosa en este mundo. —Soltó una carcajada, se levantó un poco la saya y se sentó con todo su peso a mi lado. Se oyó un ruido a mi espalda, los perros gruñeron y ella volvió la cabeza sonriendo al ver a Arturo arrastrarse por el suelo hacia mí. Seguro que había oído los ladridos.
—¿Arrastrándoos sobre el vientre como las serpientes, Arturo? —preguntó.
Arturo también se llevó un dedo a los labios, igual que yo.
—De mí no se preocupan —repitió Gwenhwyvach—. ¡Mirad! —y empezó a agitar los brazos vigorosamente hacia los centinelas, los cuales se limitaron a hacer un gesto con la cabeza y luego nos dieron la espalda—. Para ellos no existo. Sólo soy la gorda loca que lleva a los perros de paseo. —Volvió a hacer señales con los brazos, y los soldados, nuevamente, hicieron caso omiso—. Ni siquiera Lancelot me presta la menor atención —añadió con tristeza.
—¿Está en el palacio? —preguntó Arturo.
—No, claro. Está muy lejos. Como vosotros, según me dijeron. ¿No habíais ido a hablar con los sajones?
—He venido a llevarme a Ginebra —dijo Arturo—, y a vos también —añadió con galantería.
—Yo no quiero que me lleven a ninguna parte —se opuso Gwenhwyvach—, y Ginebra no sabe que estáis aquí.
—Nadie debe saberlo —replicó Arturo.
—¡Ella sí! ¡Ginebra tendría que saberlo! Consulta el cuenco de aceite y dice que ve el futuro. Pero a vos no os ha visto. —Se rió con malicia y luego se volvió a mirar a Arturo como si su presencia le hiciera mucha gracia—. ¿Habéis venido a rescatarla?
—Sí.
—¿Esta noche?
—Sí.
—No os lo agradecerá; esta noche no. No hay nubes, ¿comprendéis? —Señaló al cielo, que estaba prácticamente limpio—. Cuando está nublado no se puede adorar a Isis, ¿sabéis?, y esta noche habrá luna llena. Una luna grande y redonda como un queso fresco. —Acarició a uno de los perros de largo pelo—. Éste es Drudwyn —nos dijo—, un muchacho muy travieso. Y esta otra, Gwen. ¡Plon! —exclamó inesperadamente—. Así llega la luna, ¡plon! Se cuela en el templo. —Volvió a reírse—. Cae por el cañón y hace ¡plon!, en medio del pozo.
—¿Gwydre estará en el templo? —le preguntó Arturo.
—No, Gwydre no. Los hombres no pueden entrar, eso es lo que me han dicho —respondió con tono sarcástico, e iba añadir algo más pero se encogió de hombros—. A Gwydre lo ponen a dormir —dijo. Se quedó mirando el palacio con un sonrisa lenta y maliciosa en su redonda cara—. ¿Cómo vais a entrar, Arturo? Esas puertas tienen muchas trancas y todas las ventanas están cerradas.
—Nos las arreglaremos —le respondió—, siempre y cuando no digáis a nadie que nos habéis visto.
—Siempre y cuando me dejéis quedar aquí —replicó Gwenhwyvach— no se lo contaré ni a las abejas. Y eso que a ellas se lo cuento todo. Es necesario hablarles, de lo contrario, la miel se amarga. ¿No es cierto, Gwen? —preguntó a la perra acariciándole las caídas orejas.
—Os dejaré aquí, si es lo que deseáis —le prometió Arturo.
—A mí sola, con los perros y las abejas. Es lo único que quiero. Yo sola con los perros, las abejas y el palacio. Que Ginebra se quede con la luna. —Volvió a sonreír y luego me tocó el hombro con la gordezuela mano—. ¿Os acordáis de la puerta de la bodega por la que os conduje, Derfel? ¿La que está en el jardín?
—Creo que sí —respondí.
—La dejaré desatrancada. —Soltó otra risita anticipándose a la diversión—. Me esconderé en la bodega y quitaré la tranca de la puerta cuando todos estén esperando a la luna. Allí no hay centinelas por la noche porque la puerta es muy sólida. Los centinelas se quedan en la parte de delante. —Se volvió hacia Arturo—. ¿Vendréis? —preguntó anhelosamente.
—Os lo prometo —replicó Arturo.
—Ginebra se alegrará —dijo Gwenhwyvach—, y yo también. —Estalló en carcajadas y se puso de pie con esfuerzo—. Esta noche, cuando la luna entre y haga ¡plop! —Y, con esas palabras, se alejó llevándose a los dos perros. Iba riéndose por el camino, y hasta hizo un par de torpes piruetas de baile—. ¡Plop! —dijo en voz alta, y los lebreles bajaron la verde loma retozando a su lado.
—¿Está loca? —preguntó Arturo.
—Está amargada, creo.
Se quedó mirando su rotunda figura que descendía sin gracia por la ladera.
—Pero nos abrirá las puertas, Derfel, nos abrirá las puertas. —Sonrió y cortó un ramillete de flores de aciano de la pradera. Hizo con ellas un pequeño pomo y me sonrió tímidamente—. Para Ginebra, esta noche —dijo.
Al anochecer, los segadores de heno volvieron de los prados habiendo concluido la siega, y los centinelas de la tarima bajaron la larga escala. Llenaron de leña los braseros de la arcada y los encendieron más para iluminar el lugar que para advertir el posible acercamiento de enemigos, me imaginé. Las gaviotas iban recogiéndose en sus nidos de tierra adentro y el sol del atardecer les teñía las alas de rosa, como los convólvulos que medraban entre las zarzamoras.
Mientras tanto, en el bosque, Arturo se colocaba la cota maclada. Se ató a Excalibur por encima de la brillante coraza metálica y se echó sobre los hombros un manto negro. Raramente vestía de negro, pues prefería el blanco, pero por la noche las prendas oscuras nos ayudarían a pasar desapercibidos. Se taparía el casco con el manto para ocultar el vistoso penacho de largas y blancas plumas de ganso.
Diez jinetes permanecerían en el bosque aguardando a que sonara el cuerno de plata de Arturo, que sería la señal para que cargaran contra las cabañas donde dormían los lanceros. La ruidosa irrupción de los grandes caballos con sus jinetes vestidos de armadura en medio de la noche habría de bastar para provocar la desbandada entre los soldados que se atrevieran a interferir en nuestra acción. Arturo esperaba no tener necesidad de tocar el cuerno hasta que hubiéramos encontrado a Gwydre y a Ginebra y estuvieran listos para partir.
Los demás cubriríamos el largo camino hasta el flanco occidental del palacio y, desde allí, al amparo de las sombras de los huertos de las cocinas, alcanzaríamos la puerta de la bodega. Si Gwenhwyvach no cumplía su promesa, tendríamos que dar un rodeo hasta la fachada principal del palacio, matar a los guardianes y entrar rompiendo los postigos de una ventana de la terraza. Una vez dentro del palacio, tendríamos que acabar con cuanto lancero encontrásemos.
Nimue nos acompañaría. Cuando Arturo terminó de darnos las instrucciones, ella nos dijo que Dinas y Lavaine no eran druidas de verdad, como Merlín o el anciano Iorweth, pero nos advirtió que los gemelos silurios poseían extraños poderes y que seguramente tendría que enfrentarse a su hechicería. Había pasado la tarde husmeando por el bosque y nos enseñó un manto atado como un fardo que parecía moverse en el aire, y tan extraña visión hizo a mis hombres tocar la punta de la lanza.
—Aquí tengo con qué anular sus hechizos —nos dijo—, ¡pero tened cuidado!
—¡Quiero a Dinas y Lavaine vivos! —dije yo a mis hombres.
Aguardamos pertrechados con armas y armaduras, cuarenta hombres cubiertos de acero, hierro y cuero. Esperamos hasta que el sol se puso y, cuando la luna llena de Isis salió desde el mar como una gran bola de plata, Nimue pronunció sus encantamientos, y algunos rezamos. Arturo estaba sentado en silencio y me vio sacar de la bolsa un pequeño mechón de cabello dorado. Besé el mechón, que conservaba todo su color, me lo acerqué a la mejilla un momento y lo até a la cruz de Hywelbane. Una lágrima se me escapó mejilla abajo al pensar en mi pequeña, convertida en cuerpo de sombra; pero aquella noche, con la ayuda de los dioses, procuraría paz a mi Dian.