Fue Issa quien primero divisó la humareda. Siempre había tenido vista de halcón y, aquel día, mientras meditaba de pie en la colina sobre el significado de la revelación de mi madre, Issa descubrió humo al otro lado del mar.
—Señor —me dijo, y al principio no respondí, pues estaba trastornado por el reciente descubrimiento. ¿Había de matar yo a mi padre? ¿Y tal padre era Aelle?—. ¡Señor! —insistió Issa, despertándome de mi ensoñación—. Mirad, señor, humo.
Señalaba al sur, hacia Dumnonia y, al principio pensé que la mancha blanca no era sino una nube más entre los oscuros cúmulos de tormenta, pero Issa tenía razón y otros dos lanceros corroboraron que se trataba de humo, no de nubes ni de lluvia.
—Hay más, señor —informó uno de ellos señalando a poniente, de donde otra delgada columna blanca se elevaba contra el gris del cielo.
Un incendio podía ser accidental, tal vez se hubiera prendido fuego en una fortaleza o quemaran rastrojos en un campo, pero con el tiempo tan lluvioso que hacía, ningún campo podría arder y en mi vida había visto dos fortalezas en llamas a un tiempo, a menos que fuera debido a antorchas enemigas.
—Señor —me apremió Issa, pues él, igual que yo, tenía a su esposa en Dumnonia.
—Volvamos a la aldea —dije—. Ahora mismo.
El esposo de Linna aceptó llevarnos por mar. La travesía no era larga, pues allí el mar no tenía más de ocho o nueve millas de anchura y nos ofrecía la ruta más rápida a casa, pero, como todos los lanceros, preferíamos una larga jornada seca que una corta y húmeda, aquella travesía fue un tormento de asfixiante y fría humedad. Un viento cortante se levantó de poniente y trajo más nubes y lluvia, y además, el mar se erizó y nos salpicaba por encima de la baja borda. Achicábamos el agua para no hundirnos y la desgarrada vela se hinchaba, golpeaba y nos arrastraba hacia el sur. Nuestro barquero, que se llamaba Balig y era cuñado mío, decía que no había mayor regocijo que una barca con viento fuerte, y dio las gracias a Manawydan a grandes voces por enviarnos semejante tiempo, pero Issa se mareó como un perro, yo sufría náuseas y todos nos alegramos mucho cuando, a media tarde, nos acercó a las costas de Dumnonia y nos dejó en una playa a no más de dos o tres horas de casa.
Pagué a Balig y nos adentramos en tierra firme cruzando campos llanos y húmedos. No lejos de la playa había un poblado, pero los habitantes habían avistado el humo, estaban asustados y, tomándonos por enemigos, huyeron a sus cabañas. En el poblado había una pequeña iglesia, una simple choza de paja con una cruz de madera clavada al hastial, pero no vimos rastro de los cristianos. Uno de los habitantes paganos, que no habían desaparecido, me contó que todos los cristianos se habían ido hacia el este.
—Seguían a su sacerdote, señor —me dijo.
—¿Por qué? ¿A dónde iban? —le pregunté.
—No lo sabemos, señor. —Se quedó mirando el humo en la lejanía—. ¿Han vuelto los sajones?
—No —le consolé, con la esperanza de no equivocarme. La humareda parecía provenir de unas seis o siete millas de distancia y no creí posible que Cerdic ni Aelle se hubieran adentrado tanto en Dumnonia. De ser así, toda Britania estaría perdida.
Continuamos la marcha apresuradamente. En aquellos momentos lo único que deseábamos era encontrar a nuestras familias y asegurarnos de que estaban a salvo, ya averiguaríamos después lo que sucedía. Teníamos dos rutas posibles para llegar a la fortaleza de Ermid. Una, la más larga, se adentraba en la tierra, nos llevaría cuatro o cinco horas y tendríamos que cubrirla en su mayor parte durante la noche, y la otra cruzaba las extensas marismas de Avalon; era una zona pantanosa traicionera, jalonada de arroyuelos, ciénagas rodeadas de sauces y yermos cubiertos de juncias donde, con la pleamar y cuando el viento soplaba de poniente, el mar entraba a veces y llenaba e inundaba los niveles ahogando a los viajeros desprevenidos. Existían algunas rutas entre las ciénagas, e incluso senderos de troncos que llevaban a los sotos de sauces desmochados y a los pozos donde se tendían trampas para pescar anguilas y otros peces, pero ninguno de nosotros conocía aquellos vericuetos. A pesar de todo, escogimos el camino peligroso porque era el más corto para llegar a casa.
Encontramos a un guía al caer la tarde. Era pagano, como la mayoría de los habitantes de las marismas y, tan pronto como supo quién era yo, se ofreció a ayudarnos de buena gana. En medio de las marismas, alzándose oscuro en el ocaso, avistamos el Tor. Teníamos que pasar por allí forzosamente, nos dijo el guía, y luego buscar a un barquero de Ynys Wydryn que nos transportara en una barca de juncos por las aguas poco profundas del lago de Issa.
Aún llovía cuando salimos del pueblo del pantano, las gotas golpeaban los juncos y moteaban los charcos pero, al cabo de una hora cesó y, poco a poco, la luna, lechosa y lánguida, empezó a brillar tenuemente tras las nubes ligeras que la brisa arrastraba desde poniente. Nuestro camino cruzaba negras zanjas sobre puentes de tablones, pasaba por las intrincadas urdimbres de mimbre de las trampas para anguilas y serpenteaba incomprensiblemente entre relucientes ciénagas donde el guía musitaba encantamientos contra los espíritus del pantano. Nos contó que algunas noches se veían extrañas luces azules flotando sobre las húmedas planicies; pensaba que eran los espíritus de las gentes que habían muerto en aquellos laberintos de agua, cieno y juncias. El ruido de nuestros pasos asustaba a las aves silvestres, que, presas de pánico, levantaban el vuelo de sus nidos agitando las alas oscuras contra el cielo nublado. El guía iba hablando conmigo y me contaba que, bajo las aguas del pantano, dormían dragones y demonios necrófagos que se deslizaban entre los ponzoñosos arroyos. Llevaba un collar hecho con las vértebras de un ahogado; según él era el único amuleto seguro contra los seres temibles que poblaban nuestro tétrico camino.
Tenía la impresión de que no acortábamos distancias al Tor, pero no era sino el producto de la impaciencia pues yarda a yarda, arroyo a arroyo, íbamos acercándonos; a medida que el gran farallón crecía y se elevaba contra el cielo, empezamos a distinguir un brillante resplandor de luz al pie de la peña. Era una gran llama, y al principio pensamos que el templo del Santo Espino estaría ardiendo, pero al acercarnos, el resplandor no aumentaba y supuse que se trataría de hogueras, encendidas quizás para iluminar alguna ceremonia cristiana cuyo fin fuera preservar el templo de la desgracia. Hicimos todos un gesto contra el mal y, por fin, alcanzamos el terraplén que llevaba directamente de las tierras húmedas al terreno más elevado de Ynys Wydryn.
Allí nos dejó el guía. Prefería los peligros del pantano a los del fuego de Ynys Wydryn, de modo que se arrodilló ante mí y le recompensé con el último oro que me quedaba, después se levantó y le di las gracias.
Cruzamos los seis el pueblo de Ynys Wydryn, lugar de pescadores y canasteros. Las casas estaban a oscuras y los callejones vacíos, sólo encontramos perros y ratas. Nos dirigíamos hacia la empalizada de madera que rodeaba el templo y, aunque veíamos el humo iluminado de las hogueras que se levantaba por encima de la valla, aún no podíamos ver lo que sucedía dentro; pero el camino nos llevó más allá de la entrada principal de la iglesia y, al acercarnos, vi a dos lanceros haciendo guardia en la puerta. El resplandor de las fogatas que llegaba por las puertas abiertas iluminó el escudo de uno de ellos y vi un símbolo que jamás hubiera esperado ver en Ynys Wydryn. Era el águila pescadora de Lancelot con el pez entre las patas.
Nosotros llevábamos el escudo atado a la espalda, de modo que no se veían las estrellas blancas y, aunque todos teníamos la cola de lobo gris, los lanceros debieron de tomarnos por amigos, pues no hicieron amago de detenernos cuando nos aproximamos. Al contrario, pensarían que deseábamos entrar en el templo y se hicieron a un lado; sólo cuando ya estaba en medio de la entrada, atraído por la curiosidad que me despertaba la inesperada presencia de Lancelot, los dos lanceros se percataron de que no éramos camaradas suyos. Uno intentó cerrarme el paso con la pica.
—¿Quién eres? —preguntó en tono desafiante.
Aparté la lanza y entonces, antes de que pudiera dar la voz de alarma, lo arrojé de la entrada con un empujón mientras Issa se llevaba a su compañero a rastras. Había una numerosa congregación en el templo, pero todos estaban de espaldas a nosotros y nadie se percató del incidente de la entrada. Tampoco pudieron oír nada porque la multitud cantaba y recitaba y el poco ruido que hicimos quedó ahogado por su confuso parloteo. Arrastré a mi cautivo hacia las sombras del camino y me arrodillé a su lado. Se me había caído la lanza al atacarlo en la entrada, de modo que saqué el puñal que llevaba al cinturón.
—¿Eres soldado de Lancelot? —le pregunté.
—Sí —dijo entre dientes.
—¿Y qué haces aquí? Esto es el país de Mordred.
—El rey Mordred ha muerto —respondió, intimidado por el puñal que le amenazaba la garganta. No dije nada, pues la respuesta me sorprendió tanto que me quedé sin palabras. El hombre debió de tomar mi silencio por el presagio de su muerte, pues gritó desesperado—: ¡Todos han muerto! —exclamó.
—¿Quiénes?
—Mordred, Arturo, todos.
Durante unos segundos, mi mundo se tambaleó desde los cimientos. El hombre intentó oponer resistencia, pero la presión de la hoja en la garganta lo aquietó.
—¿Cómo? —pregunté entre dientes.
—No lo sé.
—¿Cómo? —pregunté en voz más alta.
—No lo sabemos —insistió—. Mordred fue asesinado antes de que llegáramos y dicen que Arturo murió en Powys.
Me giré e hice una seña a uno de mis hombres para que mantuvieran a los dos lanceros en silencio a punta de lanza. Luego, conté las horas desde que me había despedido de Arturo. Hacía muy pocos días que me había separado de él en la cruz de Cadoc y su camino de vuelta era mucho más largo que el mío; pensé que si hubiera muerto, la noticia no habría podido llegar a Ynys Wydryn antes que yo.
—¿Vuestro rey está aquí? —pregunté al hombre.
—Sí.
—¿A qué ha venido?
—A tomar posesión del trono, señor —contestó el lancero en un susurro audible apenas.
Cortamos unas tiras de tela del manto de los lanceros, los atamos de pies y manos y les llenamos la boca de lana para que guardaran silencio. Los abandonamos en una zanja, les advertimos que no se movieran y volví con mis cinco hombres a las puertas del templo. Quería ver lo que pasaba dentro, enterarme de cuanto pudiera y después, volver rápidamente a casa.
—Cubríos el casco con el manto —ordené a mis hombres, e invertid el escudo.
Nos colocamos el manto por encima del casco con el fin de ocultar la cola de lobo y nos sujetamos el escudo más abajo de lo normal para que las estrellas no se vieran, y de tal guisa entramos sigilosamente en el templo, esta vez ya sin centinelas en la puerta. Nos movimos entre las sombras, rodeando la últimas filas de la exaltada multitud hasta que llegamos a los cimientos de piedra de la capilla que Mordred había empezado a construir para su difunta madre. Nos encaramamos a las piedras más altas del sepulcro inacabado y desde allí vimos las cabezas de la gente y las cosas extrañas que sucedían entre la doble fila de hogueras que iluminaba la noche de Ynys Wydryn.
Al principio me pareció una ceremonia cristiana igual a la que había presenciado en Isca, porque el pasillo entre las hogueras estaba lleno de mujeres que bailaban, hombres que se bamboleaban y sacerdotes que cantaban. Sus voces eran una barahúnda de gritos, gemidos y lamentos. Unos monjes con látigos de cuero paseaban entre los extasiados azotándoles las desnudas espaldas, y cada nuevo azote arrancaba mayores exclamaciones de gozo. Una mujer, arrodillada ante el espino sagrado, gritaba:
—¡Jesús nuestro señor! ¡Ven! —Un monje, presa de un rapto, la azotó con tanta fuerza que su espalda desnuda quedó completamente cubierta de sangre; cada golpe de flagelo aumentaba el frenesí de su oración.
Estaba a punto de saltar del sepulcro para volver a las puertas cuando llegaron unos lanceros procedentes de los edificios anexos al templo y apartaron rudamente a los suplicantes para dejar libre un espacio entre las hogueras que iluminaban el espino sagrado. Se llevaron a rastras a la mujer que gritaba y entraron más lanceros, dos de los cuales portaban una litera tras la cual, el obispo Sansum avanzaba con un séquito de sacerdotes suntuosamente ataviados. Lancelot y su ayudantes desfilaban con los sacerdotes. Bors, el paladín de Lancelot, también estaba allí, y Amhar y Loholt, pero no vi a los temibles gemelos Lavaine y Dinas.
El griterío de la multitud aumentó cuando apareció Lancelot. Tendían las manos hacia él y algunos hasta se arrodillaron a su paso. Se había ataviado con su blanca cota de escamas esmaltadas, que según juraba, había pertenecido a un antiguo héroe llamado Agamenón; llevaba el yelmo negro con alas de cisne y su largo pelo negro, que solía untar de aceite para que brillara, caía desde el yelmo por la espalda suavemente, sobre una capa sujeta en los hombros. Tenía Espada de Cristo al costado y las piernas cubiertas con altas botas rojas de guerra. Tras él avanzaba su guardia sajona, de hombres altísimos armados con cota de malla plateada y hachas de guerra de ancha hoja donde se reflejaban las llamas de las hogueras. No vi a Morgana pero un coro de sus santas mujeres envueltas en blanco trataba vanamente de imponer su cántico a las exclamaciones y berridos de la exaltada turba.
Uno de los lanceros portaba una estaca, que colocó en un agujero preparado a tal efecto junto al Santo Espino. Por un momento temí que tendríamos que ver a un pobre pagano quemado en la hoguera y escupí para ahuyentar el mal. La víctima llegaba en la litera, pues los hombres que la transportaban depositaron la carga al lado del espino sagrado y se apresuraron a atar al prisionero a la estaca; pero cuando se apartaron y vimos con claridad, me di cuenta de que no se trataba de un prisionero ni habría sacrificios en la hoguera. Ciertamente, quien estaba atado al palo no era un pagano sino un cristiano, y no íbamos a presenciar una muerte sino unos esponsales.
Entonces me acordé de la extraña profecía de Nimue. Los muertos contraerían matrimonio.
Lancelot, el futuro esposo, se situó junto a la futura esposa, que estaba atada a la estaca. Era una reina, princesa de Powys en otro tiempo, princesa de Dumnonia después y, más tarde, reina de Siluria. Era Norwenna, nuera de Uther, rey supremo, y madre de Mordred, que llevaba muerta catorce años. Todo aquel tiempo había pasado en la tumba, pero había sido desenterrada, y sus restos atados al poste junto al Santo Espino, cargado de votos.
Yo miraba horrorizado, hice un gesto para ahuyentar el mal y toqué la cota de hierro de mi armadura. Issa me agarró por el brazo como para convencerse de que no era víctima de una pesadilla inimaginable.
La difunta reina era poco más que un esqueleto. Le habían cubierto los hombros con una capa blanca que no ocultaba los tétricos jirones de piel amarillenta y los gruesos pegotes de carne blanca y grasa que aún le pendían de los huesos. El cráneo, ladeado y sujeto por una de las cuerdas que la mantenían atada al poste, estaba medio cubierto de piel tensa, la mandíbula pendía del cráneo sólo por un lado, pues el otro se había roto, y los ojos no eran más que negras sombras en la máscara de la muerte de su rostro. Uno de los lanceros la había coronado con una guirnalda de amapolas, y de su cabeza colgaban unos húmedos mechones de pelo que caían lacios sobre la capa.
—¿Qué están haciendo? —me preguntó Issa en voz baja.
—Lancelot reclama Dumnonia —musité—, y casándose con Norwenna emparenta con la familia real de Dumnonia. —No podía haber otra explicación. Lancelot estaba adueñándose del trono de Dumnonia, y la macabra ceremonia entre las grandes hogueras le daría una magra justificación legal. Se casaba con la muerta para convertirse así en heredero de Uther.
Sansum pidió silencio y los monjes que llevaban flagelos gritaron a la exaltada multitud, que poco a poco fue calmando su frenesí. De vez en cuando gritaba una mujer y la muchedumbre se estremecía, pero por fin se hizo el silencio. Las voces del coro cesaron y Sansum levantó los brazos y rogó al dios todopoderoso que bendijera la unión de un hombre y una mujer, el rey presente y la reina presente, y luego indicó a Lancelot que tomara la mano de la esposa. Lancelot tomó los huesos amarillentos con su enguantada mano derecha; tenía levantados los protectores de las mejillas del yelmo y vi que sonreía. El gentío gritó alborozado; me acordé de las palabras de Tewdric sobre señales y portentos y supuse que para los cristianos, aquella boda irreverente sería una prueba de la inminente llegada de su dios.
—¡Por el poder que me otorga el Santo Padre y por la gracia del Espíritu Santo —dijo Sansum a voces— os declaro esposo y esposa!
—¿Dónde está nuestro rey? —me preguntó Issa.
—¿Quién sabe? —musité—. Muerto, seguramente. —Entonces vi a Lancelot levantando los amarillentos huesos de la mano de Norwenna; se los acercó a los labios y fingió que los besaba. Un dedo cayó rodando cuando hubo soltado la mano.
Sansum, que jamás perdió ocasión de predicar, comenzó a arengar a la congregación, y en aquel mismo momento se me acercó Morgana. No la había visto aproximarse, la primera señal que tuve de su presencia fue una mano que me tiraba del manto; me volví alarmado y vi su máscara de oro refulgente a la luz de la fogatas.
—Cuando descubran la ausencia de los centinelas de las puertas —me dijo entre dientes— registrarán todo esto y seréis hombres muertos. Seguidme, insensatos.
Bajamos de un salto, con sensación de culpabilidad, y seguimos su deforme silueta negra, que esquivó a la multitud y nos llevó a las sombras de la gran iglesia del santuario. Allí se detuvo y me miró a la cara.
—Dijeron que habías muerto —me contó—, que habías caído con Arturo en el santuario de Cadoc.
—Sigo vivo, señora.
—¿Y Arturo?
—Vivo estaba hace tres días, señora —respondí—. Ninguno de nosotros murió en Cadoc.
—Gracias a Dios —suspiró—, gracias a Dios. —Entonces, me agarró por el manto y me acercó la cara a la máscara—. Escucha —dijo en tono apremiante—, mi esposo se ha visto obligado a hacer lo que ha hecho.
—Si vos los decís, señora —repliqué, sin dar el menor crédito a sus palabras; de todas formas, comprendí que Morgana hacía cuanto estaba en su mano por sortear los riesgos de la crisis que tan repentinamente se había declarado en Dumnonia. Lancelot estaba usurpando el trono y habían puesto en marcha una conspiración para que Arturo estuviera fuera del país cuando tal cosa sucediera. Y lo que era peor, pensé, se había conspirado para que Arturo y yo fuéramos enviados al alto valle de Cadoc y cayéramos en una emboscada. Alguien deseaba nuestra muerte; Sansum fue quien reveló en primer lugar el escondite de Ligessac, y Sansum también fue quien discutió la proposición de que Cuneglas se encargara de arrestar al antiguo traidor, y Sansum nuevamente era quien se hallaba en aquellos momentos ante Lancelot y un cadáver a la luz de las hogueras nocturnas. Todo el sucio asunto olía a intrigas del señor de los ratones, aunque me pareció que Morgana ignoraba la mitad de lo que su esposo había hecho o planeado. Era ya muy vieja y sabia como para dejarse contagiar de fanatismo religioso, y al menos trataba de encontrar una vía de escape entre la avalancha de horrores.
—¡Prométeme que Arturo vive! —me rogó.
—No murió en el valle de Cadoc —dije—. Eso os lo puedo prometer.
Guardó silencio unos momentos… creo que lloraba oculta tras la máscara.
—Dile a Arturo que no tuvimos elección —dijo.
—Sí —le prometí—. ¿Qué sabéis de Mordred?
—Ha muerto —dijo entre dientes—. Lo mataron en una partida de caza.
—Pero si han mentido a propósito de Arturo —dije—, ¿por qué no con respecto a Mordred, también?
—¿Quién sabe? —se persignó y volvió a tirarme del manto—. Venid —dijo bruscamente, y nos llevó por el lado de la iglesia hasta una pequeña cabaña de madera. Había alguien dentro, pues oí que golpeaban con los puños la puerta, cerrada con un látigo de cuero—. Debes ir con tu mujer, Derfel —me dijo Morgana mientras manipulaba el nudo del látigo con la única mano sana—. Dinas y Lavaine partieron a caballo hacia tu fortaleza a la caída de la noche, y llevaban lanceros consigo.
Sentí el azote del pánico, que me impulsó a cortar la tira de cuero con la punta de la lanza. Inmediatamente, la puerta se abrió de par en par y Nimue salió de un salto, con las manos como zarpas, pero al reconocerme, cayó sobre mí tambaleándose en busca de apoyo. Escupió a Morgana.
—¡Vete, insensata! —le dijo Morgana con desprecio—. Y no olvides que he sido yo quien te ha salvado de la muerte esta noche.
Tomé a Morgana por ambas manos, la sana y la quemada, y me las acerqué a los labios.
—Por todo lo que habéis hecho esta noche, señora —declaré—, estoy en deuda con vos.
—¡Vete, insensato! —exclamó—. ¡Vuela! —y echamos a correr por la parte de atrás del templo, pasando entre almacenes, chozas de esclavos y silos, hasta salir por la puerta de mimbre donde los pescadores guardaban sus barcas de junco. Tomamos dos embarcaciones y usamos las lanzas a modo de pértigas. Recordé el lejano día de la muerte de Norwenna, cuando Nimue y yo huimos de Ynys Wydryn de idéntica forma. En ambas ocasiones hubimos de dirigirnos a la fortaleza de Ermid y en ambas éramos fugitivos perseguidos en una tierra invadida por enemigos.
Nimue sabía poco de lo acontecido en Dumnonia. Dijo que Lancelot se había presentado y se había proclamado rey, pero de Mordred sabía lo mismo que Morgana, que el rey había muerto durante una cacería. Nos contó que habían llegado lanceros al Tor y se la habían llevado cautiva al templo, donde Morgana la había encerrado. Más tarde, oyó a una turba de cristianos que subía al Tor; asesinaron a cuanto ser viviente encontraron, derribaron las chozas y comenzaron a levantar una iglesia con las vigas que no destrozaron.
—Así pues, es cierto que Morgana te ha salvado la vida —dije.
—Quiere mi conocimiento —replicó Nimue—. ¿De qué otra forma hallarían la forma de utilizar la olla? Por eso Dinas y Envaine han ido a tu casa, Derfel, a buscar a Merlín. —Escupió al lago—. Es como te lo he dicho —concluyó—, han desatado las fuerzas de la olla y no saben mantenerlas bajo control. Dos reyes han acudido a Cadarn. Mordred era uno, y Lancelot el otro. Fue allí por la tarde y se puso en pie sobre la piedra. Y esta noche los muertos son desposados.
—Y también dijiste —le recordé con amargura— que colocarían una espada sobre la garganta de un niño —y hundí mi arma en las aguas del lago, desesperado por llegar a la fortaleza de Ermid. Hacia allí estaban mis hijas. Allí estaba Ceinwyn. Allí habían cabalgado los druidas silurios con sus lanceros hacía menos de tres horas.
Las llamas iluminaban nuestro camino a casa. Pero no eran las mismas que alumbraban la boda de Lancelot con una muerta sino otras que saltaban altas y rojas en la fortaleza de Ermid. Estábamos a la mitad del lago cuando se declaró el incendio, que se reflejó en las negras aguas.
Yo rogaba a Gofannon, a Lleullaw, a Bel, a Cernunnos, a Taranis, a todos los dioses, dondequiera que estuvieran, rogaba que al menos uno descendiera de su reino en las estrellas y salvara a mi familia. Las llamas trepaban más y más arrojando al aire ardientes pavesas de las techumbres envueltas en humo que soplaba de levante cruzando la triste Dumnonia.
Terminado el relato de Nimue, proseguimos en silencio. Issa tenía lágrimas en los ojos. Estaba preocupado por Scarach, la muchacha irlandesa con la que se había casado, y se preguntaba, como yo, por la suerte de los hombres que habíamos dejado protegiendo la fortaleza. Esperábamos que fueran suficientes para contener a los lanceros de Dinas y Lavaine. Sin embargo, las llamas nos hablaban de otra cosa y hundíamos el asta de las lanzas hasta el fondo para acelerar el paso de las embarcaciones.
A medida que nos acercábamos comenzamos a oír gritos. No éramos más que seis lanceros pero no lo dudé un instante ni traté de tomar tierra dando un rodeo, sencillamente, llevé las ligeras embarcaciones al arroyo ensombrecido por los árboles que discurría a lo largo de la empalizada de la fortaleza. Allí, junto a la pequeña nave de Dian que Gwlyddyn, el servidor de Merlín, le había hecho, saltamos a tierra.
Más tarde me relataron los acontecimientos de aquella noche. Gwilym, el hombre que dejé al frente de los lanceros que no nos acompañaron al norte con Arturo, avistó la distante humareda en el este y supuso que habían surgido problemas. Puso a todos los hombres en guardia y luego discutió con Ceinwyn la conveniencia de subir a las barcas y ocultarse en las marismas del otro lado del lago. Ceinwyn dijo que no. Malaine, el druida enviado por su hermano, había administrado a Dianun brebaje de hojas que le había bajado la fiebre, pero la niña, aún estaba débil y, además, nadie sabía qué quería decir el humo ni habían acudido mensajeros con aviso alguno; Ceinwyn envió a dos lanceros hacia levante en busca de que trajeran noticias y se quedó aguardando tras la empalizada de madera.
Llegó la noche sin nuevas pero con cierto grado de alivio, pues pocos lanceros marchaban de noche y Ceinwyn se sentía más segura que durante el día. Desde dentro de la empalizada vieron las llamas al otro lado del lago, en Ynys Wydryn, y se preguntaron qué querrían decir, pero nadie oyó llegar a los jinetes de Dinas y Lavaine, que se ocultaron en los bosques cercanos. Los jinetes desmontaron a gran distancia de la fortaleza, ataron las riendas de las bestias a los árboles y luego, a la pálida y nublada luz de la luna, se acercaron sigilosamente a la empalizada. Gwilym no se dio cuenta de que la fortaleza era atacada hasta que los hombres de Dinas y Lavaine tomaron la entrada por asalto. Los dos exploradores no habían regresado, no había centinelas en el bosque y el enemigo se encontraba a pocos pies de la puerta cuando se levantó la alarma por primera vez. La puerta de la empalizada no era inexpugnable, no más alta que un hombre; la primera fila de enemigos entró sin armaduras, lanzas ni escudos y lograron trepar antes de que los hombres de Gwilym pudieran reunirse. Los guardianes de la puerta lucharon y mataron, pero sobrevivieron suficientes lanceros del primer ataque como para levantar la tranca de la puerta y franquear el paso a los lanceros bien armados de Dinas y Lavaine. Diez de dichos lanceros eran sajones de la guardia de Lancelot, y los demás, guerreros belgas al servicio del rey.
Los hombres de Gwilym se organizaron como mejor pudieron; el combate más encarnizado tuvo lugar a las puertas de la fortaleza. Allí yacía Gwilym muerto, junto con seis más de mis hombres. Otros seis agonizaban en el patio, donde habían incendiado un almacén, el origen de las llamas que nos habían alumbrado durante la travesía por el lago y a cuyo resplandor, cuando llegamos a la puerta abierta de la empalizada, contemplamos el horror del interior.
La batalla no había terminado. Dinas y Lavaine habían planeado bien su asalto pero sus hombres no habían logrado tirar abajo la puerta de la fortaleza y mis lanceros supervivientes resistían al pie de la gran edificación. Vi sus escudos y lanzas cerrando el arco de la puerta y distinguí otra lanza en una de las altas ventanas, por donde salía el humo procedente del extremo del hastial. En aquella ventana estaban apostados dos de mis cazadores, y sus flechas impedían que los hombres de Dinas y Lavaine llevaran el fuego del almacén incendiado al tejado de la fortaleza. Ceinwyn, Morwenna y Seren permanecían en el interior, junto con Merlín, Malaine y la mayoría de mujeres y niños que vivían en la casa, pero estaban rodeados y el enemigo era mucho más numeroso; además, los druidas silurios habían encontrado a Dian.
Dian estaba durmiendo en una de las cabañas. Solía hacerlo porque le gustaba la compañía de su vieja ama de cría, que era la esposa de mi zapatero, y tal vez la delatara su cabello dorado o tal vez la niña escupiera en actitud desafiante a los que la prendieron y les dijera que su padre se vengaría.
El caso es que Lavaine, vestido de negro y con la vaina vacía a un costado, sujetaba a mi Dian contra su cuerpo. Por debajo del pequeño vestido blanco que llevaba le asomaban los piececillos sucios, y se defendía con todas sus fuerzas, pero Lavaine la tenía firmemente asida por la cintura con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba el filo de la espada sobre la garganta de mi hija.
Issa me agarró por el brazo para evitar que me lanzara desesperadamente contra la fila de hombres armados que asediaba la fortaleza. Eran veinte. No vi a Dinas, pero imaginé que estaría con el resto de sus secuaces en la parte de atrás de la fortaleza, cerrando el paso a los prisioneros del interior.
—¡Ceinwyn! —gritó Lavaine con su voz grave—. ¡Salid! ¡Mi rey os llama!
Dejé la lanza en el suelo y desenvainé a Hywelbane; la hoja silbó suavemente en la boca de la vaina.
—¡Salid! —repitió Lavaine.
Toqué los huesos incrustados en el pomo de la espada y rogué a los dioses que me hicieran terrible aquella noche.
—¿Queréis que mate a vuestra hija? —gritó Lavaine, y Dian chilló al notar el filo de la espada más cerca de la garganta—. ¡Vuestro hombre ha muerto! —gritó Lavaine—. Murió en Powys, con Arturo, y no acudirá a salvaros. —Apretó otra vez la espada y Dian volvió a gritar.
Issa no me soltaba el brazo.
—¡Todavía no, señor! —musitó—. Todavía no.
Los escudos de la puerta se apartaron y salió Ceinwyn. Llevaba un manto oscuro cerrado en la garganta.
—Suelta a la niña —le dijo a Lavaine con calma.
—Soltaré a la niña cuando os acerquéis vos —replicó Lavaine—. Mi rey solicita vuestra compañía.
—¿Tu rey? —preguntó Ceinwyn—. ¿De qué rey hablas? —Sabía perfectamente quiénes eran aquellos hombres, pues sólo los escudos ya lo proclamaban, pero no quería facilitar las cosas a Lavaine.
—El rey Lancelot —contestó Lavaine—. Rey de los belgas y rey de Dumnonia.
Ceinwyn se abrigó más los hombros con el manto.
—¿Qué es lo que desea de mí el rey Lancelot? —preguntó. A su espalda, al fondo del salón, donde apenas llegaba el resplandor del incendio del almacén, vi a otros lanceros de Lancelot. Habían cogido los caballos de mis establos y observaban la confrontación entre Lavaine y Ceinwyn.
—Esta noche, señora —dijo Lavaine—, mi rey ha tomado esposa.
—En tal caso —replicó Ceinwyn encogiéndose de hombros—, no me necesita.
—La desposada, señora, no puede conceder a mi rey los privilegios que un hombre exige en su noche de bodas. Vos estáis destinada a darle placer. Es una vieja deuda de honor que tenéis pendiente. Por otra parte —añadió Lavaine—, ahora sois viuda y precisáis de otro hombre.
Me puse en tensión, pero Issa me apretó el brazo. Un guardia sajón que estaba cerca de Lavaine parecía inquieto e Issa me indicaba sin palabras que mantuviera la calma hasta que el soldado se tranquilizara de nuevo.
Ceinwyn bajó la cabeza unos segundos y luego volvió a levantarla.
—¿Y si voy contigo —dijo con voz apagada—, dejarás vivir a mi hija?
—Vivirá —prometió Lavaine.
—¿Y todos los demás? —preguntó, señalando hacia la fortaleza.
—Los demás también.
—Pues suelta a mi hija —exigió Ceinwyn.
—Venid vos primero —replicó Lavaine—, y traed a Merlín con vos.
Dian le dio una patada con los talones desnudos, pero el druida apretó la espada otra vez y la niña se quedó quieta. La techumbre del almacén cayó levantando chispas de paja que se apagaron en la noche. Algunas brasas, sin embargo, cayeron en el tejado de la fortaleza y parpadearon débilmente. La lluvia protegía la techumbre, de momento, pero yo sabía que no tardaría mucho en arder.
Me tensé, dispuesto a cargar, cuando Merlín apareció por detrás de Ceinwyn. Tenía la barba trenzada de nuevo, llevaba su gran báculo y se mantenía más erguido y más severo de lo que habíamos visto en mucho tiempo. Colocó la mano derecha sobre el hombro de Ceinwyn.
—Suelta a la niña —ordenó.
Lavaine negó con la cabeza.
—Obramos un hechizo con tu barba, viejo, y no tienes poder sobre nosotros. Pero esta noche, tendremos el placer de conversar contigo mientras nuestro rey se complace con la princesa Ceinwyn. Venid aquí —ordenó—, los dos.
Merlín levantó el báculo y señaló a Lavaine.
—En la próxima luna llena —le dijo— morirás a orillas del mar. Tu hermano y tú moriréis y vuestros gritos viajarán en las olas por los siglos de los siglos. Suelta a la niña.
Nimue resolló entre dientes a mi espalda. Había cogido mi lanza y se levantó el parche de la cuenca vacía del ojo.
Lavaine no se inmutó por la profecía de Merlín.
—En la próxima luna llena —dijo— herviremos los despojos de tus barbas en sangre de toro y daremos tu espíritu al gusano de Annwn —replicó—. Venid aquí —remató—, los dos.
—Suelta a mi hija —exigió Ceinwyn.
—Cuando lleguéis a mi lado —respondió Lavaine—, la soltaré.
Hubo una pausa. Ceinwyn y Merlín hablaron en voz baja uno con otro. Morwenna gritó en el interior de la fortaleza y Ceinwyn se giró a decir algo a su hija, luego tomó la mano de Merlín y comenzó a caminar hacia Lavaine.
—Así no, señora —le dijo Lavaine—. Mi señor Lancelot exige que acudáis a él desnuda. Mi señor desea que os llevemos desnuda por el campo, desnuda por el pueblo y desnuda a su lecho. Le ofendisteis, señora, y esta noche os devolverá la ofensa cien veces.
Ceinwyn se detuvo y le clavó la mirada. Lavaine se limitó a presionar la hoja de la espada contra la garganta de Dian; la niña ahogó un grito de dolor y Ceinwyn, instintivamente, tiró del broche que le cerraba el manto y dejó caer la prenda; debajo llevaba un sencillo vestido blanco.
—Quitaos el vestido, señora —le ordenó Lavaine rudamente—, quitáoslo o vuestra hija muere ahora mismo.
En aquel momento me lancé a la carga. Grité el nombre de Bel y me abalancé cegado por la locura. Mis guerreros me siguieron y, de la fortaleza, salieron más y más hombres tan pronto como distinguieron las estrellas blancas de nuestros escudos y las colas de lobo en nuestro yelmos. Nimue cargó también, gritando y aullando, y vi que la hilera enemiga se volvía con el horror pintado en la cara. Corrí directo hacia Lavaine. Al verme, me reconoció y el horror lo petrificó. Se había disfrazado de sacerdote cristiano colgándose un crucifijo al cuello. No estaban los tiempos como para cabalgar por Dumnonia vestido de druida; pero a Lavaine le había llegado su hora y me arrojé sobre él gritando el nombre de mi dios.
Entonces un soldado de la guardia sajona se interpuso y la hoja del hacha brilló a la luz de las llamas al cernirse sobre mi cabeza. La detuve con el escudo y la fuerza del golpe me sacudió el brazo entero, pero lancé una estocada con Hywelbane, retorcí la hoja en el vientre del sajón y volví a sacarla desparramando tripas sajonas. Issa había terminado con otro sajón y Scarach, su feroz esposa irlandesa, había salido de la fortaleza para acuchillar a un sajón herido con una lanza de caza, mientras que Nimue hincaba la pica en las entrañas de un hombre. Detuve otro lanzazo, empujé al soldado al suelo con Hywelbane y busqué a Lavaine desesperadamente con la mirada. Lo vi corriendo con Dian en brazos. Trataba de alcanzar a su hermano detrás de la fortaleza cuando unos cuantos lanceros le cortaron el paso; dio media vuelta y, al verme, huyó hacia la puerta. Se protegía con Dian como si de un escudo se tratara.
—¡Lo quiero vivo! —grité, y me lancé tras él entre el caos de llamas. Otro sajón se precipitó sobre mí gritando el nombre de su dios, pero no llegó a terminar de pronunciarlo porque le rajé la garganta con Hywelbane. Entonces, Issa dio un grito de alarma, oí ruido de cascos y vi que el enemigo que montaba guardia en la parte de atrás de la fortaleza cargaba a caballo al rescate de sus camaradas. Dinas, vestido de igual guisa que su hermano, con la toga negra de los sacerdotes cristianos, iba a la cabeza del pelotón espada en ristre.
—¡Detenedlos! —ordené. Oí gritar a Dinas. El enemigo era presa de pánico. Nos superaban en número, pero la irrupción de lanceros salidos de la negra noche les había hecho trizas el ánimo, y Nimue, con su único ojo, aullando, salvaje y armada de una lanza ensangrentada, debió de parecerles una especie de necrófago nocturno que acudía en busca de sus espíritus. Huyeron despavoridos. Lavaine esperó a que su hermano se acercara al almacén en llamas, pero sin dejar de amenazar a Dian con la espada. Scarach, silbando como Nimue, lo detuvo con una lanza, pero no se atrevió a poner en peligro la vida de mi hija. Otros enemigos trepaban por la empalizada, unos corrían en dirección a la puerta, otros quedaron atrapados en las sombras entre las cabañas y algunos escaparon corriendo junto a los caballos, que galopaban desbocados de terror y pasaron a nuestro lado hacia la oscuridad de la noche.
Dinas dirigió su montura hacia mí. Levanté el escudo, enarbolé a Hywelbane y grité para desafiarlo, pero en el último momento hizo virar a su caballo, que tenía los ojos en blanco, y me amenazó con la espada apuntándome a la cabeza. Sin embargo, se dirigió a su hermano gemelo y, al llegar junto a él, se ladeó en la silla y le tendió un brazo. Scarach se apartó de en medio de un brinco en el momento preciso en que Lavaine saltaba hacia el abrazo salvador de su hermano. Soltó a Dian, que cayó desparramada al suelo mientras yo perseguía al caballo. Lavaine se aferraba con desesperación a su hermano, el cual se agarraba con la misma desesperación al asidero de la silla al tiempo que la montura se alejaba a galope tendido. Les grité que se quedaran a luchar, pero los gemelos continuaron la huida hasta los negros árboles donde los demás enemigos supervivientes se habían refugiado. Maldije sus espíritus y me quedé en la puerta llamándoles gusanos, cobardes, criaturas del mal.
—Derfel —dijo Ceinwyn desde atrás—. Derfel.
Dejé de maldecir y me volví a ella.
—Estoy vivo —dije—, vivo.
—¡Ay, Derfel! —gimió, y entonces vi que sostenía a Dian y que su vestido blanco se había teñido de rojo.
Corrí junto a ella. Dian reposaba en los brazos de su madre, dejé caer la espada, me arranqué el yelmo de la cabeza y caí de rodillas a su lado.
—Dian —musité—, mi niña querida.
Vi en sus ojos el último suspiro de su espíritu. Y ella me vio —me vio realmente—, y también a su madre, antes de morir. Nos miró un instante y después su joven espíritu salió volando como un ser alado en la oscuridad, silencioso como una llama que apaga un soplo de aire. Lavaine le había cortado la garganta al saltar hacia su hermano, y en ese momento, su pequeño corazón dejó de luchar. Pero antes llegó a verme, sé que me vio. Me vio y después murió, y la abracé, a ella y a su madre, y lloré como un niño.
Lloré por mi amadísima pequeña Dian.
Tomamos cuatro prisioneros que no estaban heridos. Uno era de la guardia sajona y los tres restantes, lanceros belgas. Merlín los interrogó y, cuando terminó con ellos, los descuarticé a los cuatro. Los reduje a picadillo. Los maté en un arrebato de ira, llorando al mismo tiempo, ciego a todo excepto al peso de Hywelbane y a la vana satisfacción que me proporcionaba el acero penetrando en sus carnes. Uno a uno, ante mis hombres, ante Ceinwyn, ante Morwenna y Seren, hice una carnicería con los cuatro, y cuando terminé, Hywelbane estaba empapada, roja desde la punta hasta la empuñadura, y yo seguí vapuleando los cuerpos sin vida. Tenía los brazos bañados en sangre, mi rabia llenaba el mundo entero y aún así, mi pequeña Dian no volvería a la vida.
Necesitaba matar a más hombres, pero ya habían cortado la garganta a todos los enemigos heridos y así, como no podía seguir vengándome y cubierto de sangre como estaba, me acerqué a mis aterrorizadas hijas y las abracé. Mi llanto era incontenible, como el de ellas. Las estreché entre mis brazos como si mi vida dependiera de ellas y luego las llevé junto a Ceinwyn, que todavía acunaba el cuerpecillo de Dian. Suavemente, le abrí los brazos, se los coloqué sobre sus hijas vivas y me llevé a Dian hacia el almacén en llamas. Merlín me acompañó. Tocó a Dian en la frente con la vara y me hizo un gesto de asentimiento. Quería decir que era el momento de dejar que el espíritu de Dian cruzara el puente de espadas, pero antes la besé. Deposité luego su cuerpo en el suelo y, con el puñal, le corté un mechón de pelo dorado y me lo guardé en la bolsa, hecho lo cual, la levanté de nuevo, la besé por última vez y arrojé el cadáver a las llamas. El pelo y el vestidillo blanco prendieron con una llama brillante.
—¡Alimentad la hoguera! —ordenó Merlín a mis hombres—. ¡Alimentadla!
Destruyeron una cabaña y convirtieron el fuego en un horno, que reduciría a Dian a nada. Su espíritu ya había partido al otro mundo en busca de su cuerpo de sombra y la pira crepitaba en la oscuridad; me arrodillé frente a las llamas con el espíritu vacío y estragado. Merlín me hizo levantar.
—Debemos irnos, Derfel.
—Lo sé.
Me abrazó y me estrechó entre sus largos y fuertes brazos como un padre.
—Si hubiera podido salvarla… —musitó.
—Lo intentasteis —dije, y maldije la hora en que se me ocurrió retrasarme en Ynys Wydryn.
—Vamos —dijo Merlín—, al alba debemos estar muy lejos de aquí.
Nos llevamos lo poco que cada cual pudo cargar. Dejé la armadura sucia de sangre que tenía puesta y tomé la cota de malla nueva, la que tenía eslabones de oro. Seren metió tres gatitos en una bolsa de piel, Morwenna se hizo cargo de una rueca y un hatillo de ropa y Ceinwyn empaquetó algunos víveres. En total éramos ochenta; lanceros, familias, servidores y esclavos. Todos arrojaron alguna prenda a la pira, un trozo de pan en la mayoría de los casos, aunque Gwlyddyn, el criado de Merlín, arrojó la embarcación de Dian a las llamas para que mi niña siguiera remando en los lagos y arroyos del otro mundo.
Ceinwyn, que caminaba junto a Merlín y Malaine, el druida de su hermano, preguntó qué les sucedía a los niños en el otro mundo.
—Juegan —replicó Merlín con su antigua autoridad—, juegan entre manzanos y te esperan.
—Será feliz —la consoló Malaine. Era un joven alto, delgado y encorvado que llevaba el antiguo báculo de Iorweth. Parecía afectado por los horrores de la noche y no ocultaba la inquietud que le producía Nimue, con su sucio y ensangrentado vestido. El parche del ojo había desaparecido y el horrible pelo le caía lacio e impregnado de barro.
Ceinwyn, aclaradas sus dudas respecto al destino de Dian, se puso a mi lado. Yo seguía mortificándome, culpándome por haberme entretenido a ver la ceremonia de Lancelot, pero Ceinwyn se había tranquilizado un poco.
—Era su destino, Derfel —me dijo—, ahora es feliz. —Me tomó del brazo—. Y tú estás vivo. Nos dijeron que habíais muerto; los dos, Arturo y tú.
—Está vivo —le aseguré. Seguí andando en silencio, siguiendo las túnicas blancas de los dos druidas—. Un día —dije al cabo de un rato— encontraré a Dinas y a Lavaine y su muerte será espantosa.
—Éramos tan felices —dijo Ceinwyn apretándome el brazo. Había empezado a llorar nuevamente y busqué palabras de consuelo, pero en vano, ¿por qué se habían llevado los dioses a Dian? A nuestra espalda, las llamas y el humo de la fortaleza de Ermid subían al cielo relumbrando en la noche. La techumbre de la fortaleza se había incendiado al fin y nuestra antigua vida fue reduciéndose a cenizas.
Seguimos un sendero serpenteante que discurría a la orilla del lago. La luna había salido de detrás de las nubes y proyectaba su luz plateada sobre los juncos y sauces y se reflejaba en la superficie del lago, rizada por el viento. Nos dirigíamos al mar, pero apenas había pensado en lo que haríamos una vez llegados a la playa. Los hombres de Lancelot nos perseguirían, sin duda; teníamos que buscar refugio.
Merlín había interrogado a los prisioneros antes de que yo acabara con ellos y le contó a Ceinwyn cuanto había averiguado. La mayor parte de la información ya la conocíamos. Se decía que Mordred había muerto en una cacería; uno de los prisioneros aseguró que el rey había sido asesinado por el padre de una muchacha a la que había violado. Se rumoreaba que Arturo había muerto y Lancelot se había proclamado rey de Dumnonia. Los cristianos lo habían acogido de buen grado pensando que Lancelot era su nuevo Juan Bautista, el precursor del primer advenimiento de Cristo a la tierra, es decir, Lancelot era considerado el precursor del segundo.
—Arturo no ha muerto —repliqué con amargura—. Querían que muriera, y yo con él, pero fallaron los planes. Y, si yo lo vi hace tan sólo tres días, ¿cómo es posible que Lancelot haya tenido tan pronto noticia de su muerte?
—No ha tenido noticia —respondió Merlín serenamente—. Sólo lo desea.
—Son Sansum y Lancelot —dije, escupiendo al suelo—. Seguramente, Lancelot preparó la muerte de Mordred y Sansum la nuestra. Ahora, Sansum tiene un rey cristiano y Lancelot tiene el trono de Dumnonia.
—Pero tú estás vivo —añadió Ceinwyn en voz baja.
—Y Arturo también —dije— y, si Mordred está muerto, el trono pasa a Arturo.
—Sólo si derrota a Lancelot —apostilló Merlín tajantemente.
—¡Pues claro que lo derrotará! —contesté con sarcasmo.
—Arturo se ha debilitado —me recordó Merlín suavemente—. Muchos de sus hombres han muerto. Toda la guardia de Mordred ha muerto, y también los lanceros de Caer Cadarn. Cei y sus hombres han caído en Isca, y si no, han huido. Los cristianos se han levantado, Derfel. Me han contado que pintaron en sus puertas el símbolo del pez, que entraron en las casas que no lo tenían y mataron a todos sus habitantes. —Siguió caminando en silencio, apesadumbrado—. Están limpiando Britania para el advenimiento de su dios.
—Pero Lancelot no ha matado a Sagramor —dije, con la esperanza de no equivocarme—, y Sagramor tiene un ejército.
—Sagramor vive —me aseguró Merlín, pero en seguida me dio las peores noticias de aquella noche nefasta—; ha sido atacado por Cerdic. Tengo la impresión —prosiguió— de que Lancelot y Cerdic han acordado repartirse Dumnonia entre ambos. Cerdic se quedará con las tierras fronterizas y Lancelot gobernará el resto del territorio.
Me quedé sin palabras. Me parecía incomprensible. ¿Cerdic campaba a sus anchas por Dumnonia? ¿Y los cristianos se habían levantado para entronizar a Lancelot? Había sucedido todo tan súbitamente, en pocos días… Antes de salir de Dumnonia no habíamos percibido señal alguna de lo que se fraguaba.
—Señales hubo —comentó Merlín como si me hubiera leído el pensamiento—. Señales hubo, pero ninguno de nosotros las tomó en serio. ¿A quién le importaba que un puñado de cristianos pintara un pez en la puerta de su casa? ¿A quién le importaba su fanatismo? Nos acostumbramos tanto a los raptos de sus sacerdotes que ni escuchábamos ya sus palabras. ¿Quién de nosotros cree que su dios vendrá a Britania dentro de cuatro años? Señales hubo, Derfel, mas no las vimos. No obstante, la causa del horror no es ésa.
—Sansum y Lancelot son la causa —dije.
—La olla es la causa —me corrigió Merlín—. La han utilizado, Derfel, y su poder se ha desatado en la tierra. Sospecho que la poseen Dinas y Lavaine, aunque ignoran cómo controlarla, y así el horror se extiende sin tino.
Seguí avanzando en silencio. Ya se divisaba el mar Severn como una marea reptante de negro plateado a la luz de la luna. Ceinwyn lloraba en silencio y le tomé la mano.
—He descubierto —le dije, procurando distraerla del dolor— quién es mi padre. Ayer mismo lo averigüé.
—Tu padre es Aelle —intervino Merlín plácidamente, y me quede mirándolo.
—¿Cómo lo sabéis?
—Lo llevas escrito en la cara, Derfel, en la cara. Esta noche, cuando irrumpiste por la puerta, sólo te faltaba la piel de oso para ser él. —Me sonrió—. Te recuerdo como un niño muy serio, siempre preguntando y frunciendo el ceño, pero esta noche te presentaste como un guerrero de los dioses, un ser terrorífico de hierro y acero, escudo y penacho.
—¿Es cierto eso? —me preguntó Ceinwyn.
—Sí —dije, temiendo su reacción. Pero no tenía motivos para temer.
—En tal caso, Aelle ha de ser un gran hombre —concluyó con firmeza, y me sonrió tristemente—, lord príncipe.
Llegamos al mar y viramos hacia el norte. No teníamos adónde ir, salvo hacia Gwent o Powys, donde la locura no se había extendido todavía, pero nuestro camino terminó en el punto en que la marea que subía rompía en blanca espuma sobre una gran extensión de barro. El mar nos quedaba a la izquierda y, a la derecha, las marismas de Avalon, y tuve la sensación de que estábamos atrapados; pero Merlín dijo que no había por qué preocuparse.
—Descansad —nos aconsejó—, porque enseguida recibiremos ayuda. —Miró hacia levante, donde una raya de luz despuntaba sobre las colinas que rodeaban las marismas—. Al alba —anunció—, cuando el sol haya salido del todo, llegará nuestra ayuda. —Se sentó a jugar con Seren y sus gatitos mientras los demás nos acostábamos en la arena, con los paquetes al lado, y Pyrlig, nuestro bardo, cantaba la canción de amor de Rhiannon, que siempre había sido la preferida de Dian. Ceinwyn lloraba rodeando a Morwenna con un brazo, y yo miraba fijamente el inquieto mar gris soñando con la venganza.
El sol salió anunciando otro agradable día de verano en Dumnonia, aunque aquel día los soldados de Dumnonia se desparramarían por el país buscándonos. Finalmente habían usado la olla, los cristianos se habían apiñado alrededor de la enseña de Lancelot, el horror se extendía por toda la tierra y los esfuerzos de Arturo estaban en peligro.
Aquella mañana, los hombres de Lancelot no eran los únicos que nos buscaban. La noticia del incendio en la fortaleza de Ermid había llegado a las aldeas de los pantanos, y también que la macabra ceremonia celebrada en Ynys Wydryn había sido una boda cristiana, y todo enemigo de los cristianos era amigo del pueblo marismeño, de modo que los barqueros, los rastreadores y los cazadores organizaron partidas por todos los pantanos para dar con nosotros.
Nos encontraron dos horas después de la salida del sol y nos llevaron hacia el norte siguiendo los senderos pantanosos donde el enemigo no osaría adentrarse. A la caída de la noche y fuera ya de las marismas, nos hallábamos cerca de la ciudad de Abona de donde partían barcos hacia las costas de Siluria cargados de cereales, alfarería, estaño y plomo. Un grupo de hombres de Lancelot montaba guardia en los embarcaderos situados en el puerto fluvial, pero el ejército estaba muy repartido y no había más de veinte lanceros vigilando los barcos, ebrios en su mayoría porque habían saqueado un cargamento de hidromiel. Acabamos con todos. La muerte había llegado ya a Abona, pues doce cuerpos de paganos yacían en el lodo sobre la línea, seca ya, de la marea. Los cristianos fanáticos que habían asesinado a los paganos habían partido ya a unirse al ejército de Lancelot, y las gentes que quedaban en la ciudad lloraban. Nos contaron lo sucedido y juraron ser inocentes de la matanza; luego cerraron con trancas las puertas de sus casas, pintadas todas con el símbolo del pez. A la mañana siguiente, con la marea alta navegamos rumbo a Isca, en Siluria, la plaza fuerte de Usk donde Lancelot había construido su palacio cuando recibió de mala gana el poco propicio trono de Siluria.
Ceinwyn estaba sentada a mi lado, junto a los imbornales de la nave.
—¡Es curioso cómo vienen y van las guerras con los reyes! —exclamó.
—¿Qué? —pregunté.
—Uther murió —dijo—, y no hubo sino guerras hasta que llegó Arturo y mató a mi padre, luego tuvimos paz, y ahora, cuando Mordred sube al trono, volvemos a tener guerra. Es como las estaciones del año, Derfel. La guerra viene y va. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. ¿Qué pasará ahora?
—Las niñas y tú iréis al norte, a Caer Sws —dije—, y yo me quedaré luchando.
—¿Arturo también luchará?
—Si han matado a Ginebra —dije—, luchará hasta que no quede un enemigo con vida. —Nada sabíamos de Ginebra, pero si los cristianos extendían el terror por toda Dumnonia, no parecía posible que la hubieran dejado al margen.
—Pobre Ginebra —dijo Ceinwyn—, y pobre Gwydre —apreciaba mucho al hijo de Arturo.
Tocamos tierra en el río Usk, a salvo por fin en territorio gobernado por Meurig, y desde allí caminamos hacia el norte, a Burrium, la capital de Gwent. Gwent era un país cristiano, pero la demencia que barría Dumnonia no se había extendido aún hasta su territorio. El rey de Gwent era cristiano, y tal vez dicha circunstancia hubiera bastado para que su pueblo mantuviera la calma.
—Arturo tenía que haber abolido el paganismo —comentó Meurig en tono de reproche.
—¿Por qué, lord rey? —pregunté—. Él mismo es pagano.
—Yo diría que la verdad de Cristo es cegadoramente cierta —dijo Meurig—. Si un hombre no es capaz de leer las mareas de la historia, sólo él tiene la culpa. El cristianismo es el futuro, lord Derfel, y el paganismo es el pasado.
—Un futuro que por lo visto será breve —comenté sarcásticamente—, si el fin de la historia se va a producir dentro de cuatro años.
—¡No será el fin, sino el principio! —exclamó Meurig—. ¡Cuando Cristo vuelva a la tierra, lord Derfel, llegarán días de gloria! Todos seremos reyes, todos seremos dichosos y todos seremos benditos.
—Excepto los paganos.
—Naturalmente, hay que alimentar el infierno. Pero aún estáis a tiempo de aceptar la verdadera fe.
Tanto Ceinwyn como yo rechazamos la invitación al bautismo y, a la mañana siguiente, Ceinwyn partió hacia Powys con Morwenna y Seren, acompañadas por otras mujeres con sus hijos. Los lanceros abrazamos a nuestras familias y las vimos alejarse hacia el norte. Meurig les proporcionó una escolta y yo envié a seis de los míos con orden de volver tan pronto como las mujeres quedaran a salvo en los dominios de Cuneglas. Malaine, druida de Powys, fue con ellas, pero Merlín y Nimue, que habían reemprendido la búsqueda de la olla con el mismo ardor con que lo habían hecho en la época del Sendero Tenebroso, permanecieron con nosotros.
El rey Meurig nos acompañó a Glevum; tratábase de una ciudad dumnonia situada en la frontera con Gwent, y sus murallas de tierra y madera guardaban el dominio de Meurig, de modo que éste, previsoramente, había enviado allí una guarnición de lanceros con el fin de asegurarse de que los tumultos de Dumnonia no se extendieran por el norte hasta Gwent. Tardamos medio día en llegar a Glevum y allí, en el espacioso salón romano donde había tenido lugar el último gran consejo de Uther, encontré al resto de mis hombres, a los hombres de Arturo y al propio Arturo.
Me vio entrar en la fortaleza y su expresión de alivio fue tan sincera que se me llenaron los ojos de lágrimas. Mis lanceros, los que se habían quedado con Arturo cuando me dirigí al sur en busca de mi madre, lanzaron vítores y luego se produjo un gran revuelo de reencuentros e intercambio de noticias. Les conté lo sucedido en la fortaleza de Ermid, les dije los nombres de los que habían muerto, los tranquilicé porque sus esposas seguían con vida y luego me dirigí a Arturo.
—Pero mataron a Dian —dije.
—¿A Dian? —Me dio la impresión de que no me creía.
—A Dian —repetí, y las malditas lágrimas me cegaron nuevamente.
Arturo me acompañó fuera del recinto, me pasó la mano por los hombros y recorrimos las murallas de Glevum; los hombres de Meurig con sus mantos rojos dominaban en aquel momento todas las almenas. Me obligó a repetir el relato completo, desde el mismo momento en que nos separamos hasta el instante en que tomamos la nave desde Abona.
—Dinas y Lavaine —pronunció los nombres con amargura, luego desenvainó a Excalibur y besó la hoja gris—. Hago mía tu venganza —anunció con solemnidad, y volvió a enfundar la espada.
Estuvimos un rato sin hablar, apoyados en lo alto de la muralla contemplando el ancho valle del sur de Glevum. Todo parecía en paz. El heno estaba a punto para la siega y entre el maíz destacaban las amapolas.
—¿Sabes algo de Ginebra? —preguntó Arturo rompiendo el silencio, y me pareció percibir un matiz de desesperación en su voz.
—No, señor.
Se estremeció pero en seguida se sobrepuso.
—Los cristianos la odian —dijo con un hilo de voz y, cosa extraña en él, tocó la empuñadura de hierro de Excalibur para ahuyentar el mal.
—Señor —dije, tratando de calmarlo—, tiene guardias a su servicio y el palacio está a la orilla del mar. De haberse encontrado en peligro, habría huido.
—¿A dónde? ¿A Broceliande? ¿Y si Cerdic ha enviado naves? —Cerró los ojos unos segundos y sacudió la cabeza—. Sólo nos cabe esperar noticias.
Le pregunté por Mordred pero no sabía más que el resto de nosotros.
—Sospecho que ha muerto —dijo sombríamente— pues si hubiera escapado, tendría que haber llegado ya aquí.
De quien sí tenía nuevas frescas era de Sagramor, pero eran poco halagüeñas.
—Cerdic le ha asestado un duro golpe. Caer Ambra ha caído, Calleva se ha ido y Corinium está asediada. Supongo que resistirá unos cuantos días más, porque Sagramor consiguió añadir doscientas lanzas a la guarnición, pero se quedarán sin víveres a finales de mes. Al parecer, volvemos a estar en guerra. —Soltó una breve y ronca risotada—. No erraste en cuanto a Lancelot ¿verdad?, y yo estaba ciego. Creí que era amigo. —No dije nada, sólo lo miré y, para mi sorpresa, descubrí que le habían salido canas en las sienes. A mí seguía pareciéndome joven, pero supuse que cualquiera que lo viera en aquellos momentos por primera vez pensaría que era ya un hombre maduro—. ¿Cómo habrá sido Lancelot capaz de introducir a Cerdic en Dumnonia? —preguntó con furia—. ¿Y de arrastrar a los cristianos en su locura?
—Porque quiere ser rey de Dumnonia —dije— y necesita sus lanzas. Y Sansum quiere ser su consejero principal, su tesorero real y todo lo demás.
—¿Crees de verdad —preguntó con un estremecimiento— que Sansum había planeado nuestra muerte en el templo de Cadoc?
—¿Quién, si no? —pregunté a mi vez. Estaba convencido de que había sido Sansum el primero en relacionar el pez de la enseña de Lancelot con el nombre de Cristo, y quien había espoleado el fervor de la exaltada comunidad cristiana en favor de Lancelot con la intención de alzarlo al trono de Dumnonia. No creía que Sansum confiara a pies juntillas en la inminente llegada de Cristo, pero sí deseaba concentrar todo el poder que le fuera posible y Lancelot era su candidato para el reino de Dumnonia. Si Lancelot lograba hacerse con el trono, todas las riendas del poder reverterían en el señor de los ratones—. Es un canalla peligroso —dije rencorosamente—. Teníamos que haberlo matado hace diez años.
—¡Pobre Morgana! —suspiró Arturo, y luego sonrió de modo extraño—. ¿Qué hicimos de malo? —me preguntó.
—¿Nosotros? —pregunté indignado—. No hemos hecho nada malo.
—No hemos llegado a comprender lo que querían los cristianos —dijo—, pero ¿de qué nos habría servido comprenderlo? No habrían aceptado jamás nada que no fuera la más aplastante victoria.
—No es por lo que nosotros hayamos hecho, sino el efecto que ejerce el calendario sobre ellos. El año quinientos los trastoca.
—Tenía la esperanza —replicó en voz baja— de haber eliminado la locura de Dumnonia.
—Les disteis paz, señor, y la paz les dio la oportunidad de engordar su locura. Si hubiéramos seguido en lucha con los sajones durante todos estos años, habrían abocado sus energías en la batalla y en la supervivencia; pero les dimos tiempo para fomentar la imbecilidad.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó encogiéndose de hombros.
—¿Ahora? ¡Luchar!
—¿Con qué? —preguntó amargamente—. Sagramor tiene suficiente con Cerdic. Cuneglas nos prestará algunas lanzas, no lo dudo, pero Meurig no luchará.
—¿No? —pregunté alarmado—. ¡Pero se comprometió con el juramento de la Mesa Redonda!
—¡Esos juramentos, Derfel! —replicó Arturo con una sonrisa triste—. ¡Cómo nos persiguen! Y al parecer, los hombres los toman a la ligera en estos malos tiempos. También Lancelot hizo el juramento, ¿no es cierto? Sin embargo, Meurig dice que habiendo muerto Mordred, no hay casus belli. —Lo dijo en latín con rabia, y me acordé del día en que Meurig había usado esas mismas palabras antes de la batalla del valle del Lugg, y Culhwch se había reído de la erudición del rey repitiendo el latinajo a gritos.
—Culhwch nos apoyará —dije.
—¿A luchar por la tierra de Mordred? Lo dudo.
—A luchar por vos, señor —repliqué—, pues si Mordred ha muerto, vos sois el rey.
—¿Rey de qué? —dijo con una amarga sonrisa—. ¿De Glevum? —Se rió—. Cuento contigo, con Sagramor, con lo que Cuneglas tenga a bien enviarnos, pero Lancelot cuenta con Dumnonia y con Cerdic. —Siguió caminando en silencio un momento y de pronto esbozó una sonrisa malévola—. Contamos con otro aliado al que no puedo llamar amigo. Aelle ha aprovechado la ausencia de Cerdic para volver a tomar Londres. Tal vez Cerdic y él se maten uno a otro.
—Aelle —dije— morirá a manos de su hijo, no a manos de Cerdic.
—¿Qué hijo? —preguntó mirándome intrigado.
—Se trata de una maldición —dije—, y yo soy el hijo de Aelle.
Se detuvo y me miró fijamente como si estuviera tomándole el pelo.
—¿Tú? —preguntó.
—Yo, señor.
—¿De verdad?
—Por mi honor, señor, soy el hijo de vuestro enemigo.
Me miró un rato más y súbitamente rompió a reír con unas carcajadas sinceras y extravagantes que terminaron en lágrimas, lágrimas que tuvo que secarse al tiempo que sacudía la cabeza con expresión risueña.
—¡Querido Derfel! ¡Si Uther y Aelle lo supieran!
Uther y Aelle, enemigos irreconciliables, y sus hijos convertidos en amigos. El destino es inexorable.
—Es posible que Aelle lo sepa —dije, al acordarme de la suavidad con que me había recriminado el haber dejado a Erce en el olvido.
—Ahora es aliado nuestro —comentó Arturo—, lo queramos o no. A menos que renunciemos a la lucha.
—¿Renunciar? —pregunté escandalizado.
—En algunos momentos —contestó Arturo hablando en un susurro—, sólo deseo estar junto a Ginebra y Gwydre en una casa pequeña y vivir en paz. Siento la tentación de hacer un juramento, Derfel; si los dioses me devuelven a mi familia, los dejaría en paz para siempre. Me iría a una casa como la que tenías en Powys, ¿recuerdas?
—Cwm Isaf —dije, y me pregunté cómo podía Arturo imaginarse que Ginebra viviría feliz en un lugar así.
—Exactamente como Cwm Isaf —dijo deseándolo de verdad—. Un arado, unos campos, un hijo que criar, un rey al que respetar y canciones por la noche al amor de la lumbre. —Se volvió mirando hacia el sur otra vez. Por levante se divisaban grandes montes verdes y escarpados, los hombres de Cerdic no se hallaban lejos de aquellas cimas—. Estoy harto de todo —dijo. Pareció que fuera a llorar—. Piensa en cuanto hemos construido, Derfel, caminos, tribunales, puentes…, y en las numerosas disputas que hemos arreglado, en la prosperidad que hemos hecho posible, y todo ha quedado reducido a nada por causa de la religión. ¡La religión! —Escupió por encima de la muralla—. ¿Crees que vale la pena luchar por Dumnonia, siquiera?
—Vale la pena luchar por el espíritu de Dian —repliqué—, y mientras Dinas y Lavaine sigan con vida yo no estaré en paz. Y ruego, señor, porque no hayáis de vengaros de muertes semejantes, pero aún así, tenéis que luchar. Si Mordred está muerto, sois rey, y si vive, todavía nos debemos a un juramento.
—Un juramento —repitió con resentimiento, y, estoy seguro de que pensaba en las palabras que habíamos pronunciado junto al mar donde había de morir Isolda—. Un juramento —repitió.
Pero, en aquel instante, tan sólo contábamos con juramentos, pues ellos guiaban nuestros pasos en tiempos de caos, y el caos se extendía imparable por Dumnonia. Habían desatado el poder de la olla y el horror amenazaba con devorarnos a todos.