10

—¿Era bella Isolda? —me preguntó Ygraine.

Me quedé pensando en la pregunta unos momentos.

—Era joven —respondí al fin— y, tal como dijo su padre…

—He leído lo que dijo su padre —me interrumpió secamente.

Cuando Ygraine viene a Dinnewarc, siempre se sienta a leer todos los pergaminos terminados en el antepecho de la ventana, y habla conmigo. Hoy, de la ventana cuelga una cortina de cuero para que no entre tanto frío en la estancia, pero nos hemos quedado a media luz, con sólo unas palmatorias de juncos en el pupitre donde escribo, y ahogados en humo, pues sopla viento del norte y el humo de la chimenea no encuentra la salida por el agujero del tejado.

—Ha pasado mucho tiempo —dije cansado—, y tan sólo la vi un día y dos noches. La recuerdo muy bonita, pero supongo que siempre se nos antojan bellos los que mueren jóvenes.

—Todas las canciones dicen que era muy bella —comentó Ygraine con voz soñadora.

—Pagué a los bardos para que las compusieran —dije. De la misma forma que pagué a unos hombres para que llevaran sus cenizas a Kernow. Me pareció que era lo justo, que Tristán debía volver a su tierra una vez muerto, y mezclé sus huesos con los de Isolda y las cenizas de ambos, junto con cenizas de vulgar madera, sin duda; y lo sellé todo en un frasco que encontramos en el salón donde habían compartido un sueño de amor imposible. Yo era rico entonces, un gran lord, señor de esclavos, sirvientes y lanceros, suficientemente rico como para comprar una docena de canciones sobre Tristán e Isolda que todavía hoy se cantan en los salones de festejos. También procuré que esas canciones culparan de las muertes a Arturo.

—¿Pero por qué lo hizo Arturo? —preguntó Ygraine.

Me froté la cara con mi única mano.

—Arturo adoraba el orden —dije—. En mi opinión, nunca creyó de verdad en los dioses. Bien, sí creía en su existencia, no era tan insensato. Recuerdo que en una ocasión se rió porque le parecía muy arrogante por nuestra parte pensar que los dioses no tenían nada mejor que hacer que preocuparse de nosotros. «¿Acaso los ratones del tejado nos hacen perder el sueño?», me preguntó. «Entonces, ¿por qué habrían de preocuparse los dioses por nosotros?». Es decir, lo único que le quedaba, habiendo renunciado a los dioses, era el orden, y lo único que mantenía el orden era la ley, y lo único que obligaba a los poderosos a obedecer la ley eran los juramentos. Sencillo, en realidad. —Me encogí de hombros—. Tenía razón, claro, como casi siempre.

—Tenía que haberlos dejado con vida —insistió Ygraine.

—Obedecía la ley —repliqué sin entusiasmo. Muchas veces me he arrepentido de permitir que los bardos culparan a Arturo, pero él me perdonó.

—¿Isolda fue quemada viva —dijo Ygraine con un estremecimiento— y Arturo lo consintió?

—A veces era de granito —dije—, y no podía evitarlo, pues los demás, bien lo sabe Dios, a veces éramos de mantequilla.

—Tenía que haberlos perdonado —repitió.

—Entonces, las canciones y los relatos no habrían existido —repliqué—. Ellos habrían envejecido, engordado, peleado y muerto. O Tristán habría regresado a Kernow a la muerte de su padre y habría tomado otras esposas. ¿Quién sabe?

—¿Cuántos años vivió Mark?

—Un año más. Murió de estranguria.

—¿De qué?

Sonreí.

—De una enfermedad indecente, señora. Creo que las mujeres no la padecen. Entonces, un sobrino se hizo con el trono, pero ni siquiera recuerdo su nombre. —Ygraine sonrió.

—Sin embargo, sí que os acordáis de Isolda corriendo desde el mar —me reprochó— porque su vestido estaba mojado.

—Como si fuera ayer, señora —contesté con una sonrisa.

—El mar de Galilea —dijo Ygraine con vivacidad, pues el santo Tudwal acaba de irrumpir en la habitación. Tudwal tiene ahora diez u once años, es un niño delgado de cabello negro, y su cara me recuerda a Cerdic. Es como una rata. Comparte con Sansum la celda y la autoridad. ¡Cuan afortunados somos por contar con dos santos en nuestra pequeña comunidad!

—El santo desea que descifres estos dos pergaminos —dijo el niño—. Cree que son salmos pero dice que tiene los ojos muy apagados y no puede leer.

—Naturalmente —respondí. La verdad, claro, es que Sansum no sabe leer y Tudwal no se aplica a aprender, aunque todos hemos intentado enseñarle y todos fingimos que sabe. Desenrollé con cuidado el viejo, crujiente y frágil pergamino. Estaba en latín, una lengua que apenas entiendo, pero distinguí la palabra Cristus—. No son salmos —dije—, pero son escritos cristianos, fragmentos del evangelio, sospecho.

—El mercader pide cuatro monedas de oro.

—Dos —le dije, aunque en realidad no me importaba si los comprábamos o no. Solté el pergamino, que se enrolló solo—. ¿Ha dicho ese hombre de dónde los ha sacado? —pregunté.

—De los sajones —respondió Tudwal con un encogimiento de hombros.

—Deberíamos preservarlos, ciertamente —comenté con aplicación, y se los devolví—. Deberían estar en el almacén de tesoros —junto a Hywelbane y todos los demás pequeños tesoros que traje de mi antigua vida, pensé. Todo, excepto el pequeño broche de oro de Ceinwyn que conservo oculto a los ojos del otro santo más viejo. Di las gracias humildemente al joven santo por consultarme e incliné la cabeza mientras él salía.

—¡Sapejo lleno de granos! —exclamó Ygraine en cuando Tudwal desapareció. Escupió al fuego—. ¿Sois cristiano, Derfel?

—¡Cómo podéis dudarlo, señora! —protesté—. ¡Hay que ver qué pregunta!

—Lo pregunto —dijo, mirándome intrigada, con el ceño fruncido— porque tengo la impresión de que sois menos cristiano ahora que cuando comenzasteis a escribir esta historia.

Pensé que la observación demostraba agudeza, y además no iba errada, pero no me atreví a confesarlo abiertamente porque Sansum se agarraría de mil amores a la menor excusa para acusarme de hereje y hacerme quemar en la hoguera. Pensé que la madera así empleada no le dolería, aunque mucho nos racionaba la destinada a las chimeneas. Sonreí.

—Me hacéis recordar viejas cosas, señora, nada más. —Pero sí había más. Cuanto más recuerdo aquellos años, más cosas del pasado recupero. Toqué un clavo de hierro del escritorio de madera para alejar el mal del odio de Sansum—. Hace mucho que abandoné el paganismo.

—Ojalá yo fuera pagana —dijo Ygraine soñadoramente, arropándose en la capa de castor. Aún le brillan los ojos y su rostro rebosa de vida, tanto que estoy seguro de que está encinta—. No digáis a los santos lo que acabo de deciros —añadió precipitadamente—. Y Mordred, ¿era cristiano?

—No, pero sabía que así encontraría apoyo en Dumnonia, de modo que hizo lo que le pareció para tenerlos contentos. Dio permiso a Sansum para erigir su iglesia.

—¿Dónde?

—En Caer Cadarn —sonreí al recordar—. Nunca llegó a terminarse, pero tenía que haber sido un gran templo en forma de cruz. Decía que acogería la segunda venida de Cristo en el año 500, y derribó la mayor parte del salón de festejos; utilizó las mismas vigas para levantar los muros y las piedras del círculo para los cimientos. Conservó la piedra de los reyes, naturalmente. Luego se apoderó de la mitad de las tierras pertenecientes al palacio de Lindinis y con esas rentas pagó a los monjes de Caer Cadarn.

—¿Vuestra tierra?

—Jamás fue mía esa tierra, sino de Mordred. Y, por descontado, Mordred quería desalojarnos de Lindinis.

—¿Para vivir él en el palacio?

—Para que viviera Sansum. Mordred se trasladó al palacio de invierno de Uther porque le gustaba.

—¿Y vos, adónde fuisteis?

—Buscamos una casa. La vieja fortaleza de Ermid, al sur del lago Issa. El lago no se llamaba así por mi Issa, claro, sino por un antiguo caudillo; Ermid era otro cacique que había vivido en la orilla sur. Cuando murió, compré sus tierras y, cuando Sansum y Morgana se trasladaron a Lindinis, nosotros nos fuimos allí. Las niñas echaban de menos los amplios corredores y las sonoras habitaciones de Lindinis, pero a mí me gustaba la fortaleza de Ermid. Era vieja, con la techumbre de paja, a la sombra de unos árboles y llena de arañas que hacían gritar a Morwenna; por el bien de mi hija mayor tuve que convertirme en lord Derfel Cadarn, el exterminador de arañas.

—¿Habríais matado a Culhwch? —me preguntó Ygraine.

—¡Por descontado que no!

—Odio a Mordred —dijo.

—En eso no sois única, señora.

—¿En realidad tenía que convertirse en rey? —preguntó con la mirada en el fuego.

—Como dependía de Arturo, sí, pero si hubiera estado en mis manos, lo habría matado con Hywelbane, aunque con ello hubiera roto mi juramento. Era una pena de chico.

—Todo parece muy penoso.

—No escaseó la felicidad en aquellos años —contesté—, e incluso después, algunas veces. Fuimos bastante dichosos entonces.

Todavía recuerdo las voces de las niñas resonando en Lindinis, el ruido de pasos y la emoción que sentían con cualquier juego nuevo o cualquier descubrimiento extraño. Ceinwyn siempre estaba alegre, tenía ese don, y quienes la rodeaban se contagiaban de su alegría y la comunicaban a otros. Supongo que también Dumnonia era feliz. Ciertamente prosperaba, los que se esforzaban se enriquecían. Los cristianos hervían de descontento, pero a pesar de todo, fueron tiempos de gloria y de paz, la era de Arturo.

Ygraine pasó las hojas de pergamino hasta encontrar un párrafo concreto.

—De la Mesa Redonda —empezó.

—Por favor —dije levantando una mano para que no formulara la protesta que sabía que iba a formular.

—¡Derfel! —se quejó severamente—. Todo el mundo sabe que fue un asunto muy serio. ¡Muy importante! Los mejores guerreros de Britania comprometidos con Arturo por un juramento, y todos amigos entre sí. ¡Lo sabe todo el mundo!

—La mesa redonda de piedra estaba rota y, al final del día, estaba más rota aún y cubierta de vómitos. Todo el mundo se emborrachó mucho.

—Supongo que, sencillamente, habréis olvidado la verdad —dijo con un suspiro, y dejó de lado el asunto con tanta facilidad que me hizo sospechar que Dafydd, el escribano que traduce mi palabra a la lengua britana, lo arreglará todo al gusto de Ygraine. No hace mucho, oí un relato según el cual la mesa era un enorme círculo de madera en torno al cual se sentaba solemnemente la hermandad, pero jamás existió tal mesa ni habría podido existir a menos que hubiésemos cortado la mitad de los árboles de Dumnonia para construirla.

—La Hermandad de Britania —dije pacientemente— fue una idea de Arturo que no llegó a cuajar nunca, en realidad. ¡No era posible! El juramento real estaba por encima del juramento de la Mesa Redonda, y además, nadie sino Arturo y Galahad creyó nunca en ello. Y al final, creedme, hasta él se avergonzaba cuando alguien hablaba de ello.

—Seguro que tenéis razón —dijo, cuando en verdad quería decir que tenía la certeza absoluta de que yo estaba en un error—. Y quiero saber —prosiguió— qué sucedió con Merlín.

—Os lo contaré, lo prometo.

—¡Ahora! —insistió—. Contádmelo ahora. ¿Acaso se desvaneció en el aire, sin más?

—No —dije—. Llegó su hora, al fin. Nimue tenía razón, ¿comprendéis? Simplemente, esperaba su hora en Lindinis. No olvidéis lo mucho que le gustaba engañar y, durante aquel tiempo, se fingió anciano, agonizante, pero por dentro, donde nadie lo veía, su poder seguía intacto. Pero era viejo y ciertamente tenía que reservar sus fuerzas. Comprended que aguardaba el momento en que la olla se revelara. Sabía que precisaría de todo su poder para tal acontecimiento, pero mientras tanto, dejaba que Nimue conservara la llama.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Ygraine con voz emocionada.

Me enrollé la manga del hábito sobre el muñón.

—Si Dios me conserva la vida, señora, os lo contaré —dije, sin intención de añadir una palabra más. Estaba al borde de las lágrimas al recordar la última y bestial exhibición de poder de Merlín en Britania, pero ese momento todavía queda muy lejano en esta historia, mucho después del cumplimiento de la profecía de Nimue sobre el encuentro de los reyes en Caer Cadarn.

—Si no me lo contáis —me amenazó—, no os contaré yo mis noticias.

—Estáis encinta —dije—, y me alegro muchísimo por vos.

—¡Qué bestia sois, Derfel! —protestó—. Quería daros una sorpresa.

—Habéis rezado mucho, señora, y yo he rogado por vos, ¿cómo no había de escuchar Dios nuestras plegarias?

—Dios envió viruelas a Nwylle —dijo con una sonrisa—, eso es lo que hizo. Toda ella era un puro grano, con heridas y pus por todas partes, así que el rey la despidió.

—Me alegro.

—Sólo espero que viva para ser rey —comentó, acariciándose el vientre.

—¿Varón? —pregunté.

—Varón —replicó con firmeza.

—Entonces, uniré mis plegarias a las vuestras —dije en tono piadoso, aunque no sé si rezaré al dios de Sansum o a los indómitos dioses de Britania. He rezado tantas veces en mi vida, tantas, pero ¿qué provecho he obtenido? Acabar en este refugio húmedo de las montañas, mientras nuestros antiguos enemigos cantan en nuestras antiguas fortalezas. Pero tal final se halla muy lejos todavía en el relato, y la historia de Arturo está aún muy incompleta. Apenas ha dado comienzo, en ciertos aspectos, pues en aquel momento, cuando Arturo se despojó de su gloria y pasó su poder a Mordred, llegaron los tiempos de pruebas, los tiempos de poner a prueba los juicios de Arturo, mi señor de los juramentos, mi señor terrible, pero mi amigo hasta la muerte.

Al principio nada sucedió. Todos contuvimos el aliento esperando lo peor pero nada sucedió.

Segamos y secamos el heno, cortamos el lino y colocamos los fibrosos tallos en las cubas de enriado, de modo que nuestros pueblos pasaron semanas respirando un aire pestilente. Segamos los campos de centeno, cebada y trigo, luego escuchamos a los esclavos cantar canciones en la era y el incesante rodar de las muelas del molino. Recogimos todas las manzanas, cortamos leña para el invierno y almacenamos cañas de sauce para los canasteros. Comimos moras y avellanas; con humo, hicimos salir a las abejas de las colmenas y pusimos a gotear la miel en bolsas que colgábamos frente al fuego del hogar, donde dejábamos alimentos para los muertos la víspera de Samain.

Los sajones se quedaron en Lloegyr, en nuestros tribunales se hacía justicia, se desposaban las doncellas, nacían niños, y también morían. El final del año trajo la niebla y la helada. Llegó la matanza de ganado y el hedor de las cubas de enriado dio paso a la pestilencia nauseabunda de los curtidos. El lino recién tejido se guardaba en cubas llenas de cenizas de leña, agua de lluvia y orines recogidos durante todo el año, se pagaron los tributos de verano y, el día del solsticio, los que servíamos a Mitra matamos un toro durante nuestra fiesta anual en honor del sol, mientras que ese mismo día, los cristianos celebraban el nacimiento de su dios. En Imbloc, la gran festividad de la estación fría, invitamos a comer a doscientas personas en nuestra casa, dejamos tres cuchillos en la mesa para uso de los dioses invisibles y ofrecimos sacrificios por la cosecha del año venidero. La primera señal del año nuevo fue el nacimiento de los corderos, luego llegó el momento de arar la tierra, la siembra después, y enseguida empezaron a despuntar yemas verdes en los árboles desnudos. Fue el primer año nuevo del reinado de Mordred.

Este reinado supuso algunos cambios. Mordred pidió el palacio de invierno de su abuelo, cosa que a nadie sorprendió; lo sorprendente fue que Sansum solicitara el palacio de Lindinis para sí. Hizo la petición en el consejo aduciendo que necesitaba el espacio del palacio para su escuela y para la comunidad de mujeres santas de Morgana, y porque deseaba hallarse cerca de la iglesia que estaba construyendo en la cima de Caer Cadarn. Mordred asintió con un gesto y Ceinwyn y yo quedamos despojados sin apelación, pero la fortaleza de Ermid estaba vacía y nos trasladamos al conjunto de construcciones junto al neblinoso lago. Arturo se opuso a la entrada de Sansum en Lindinis, de la misma forma que se opuso a que el tesoro real se hiciera cargo de las reparaciones de los daños causados en el palacio por, según dijo Sansum, la sobreabundancia de niños indisciplinados, pero Mordred estaba por encima de Arturo. Tales fueron las únicas decisiones de Mordred pues, por lo demás, prefería dejar los asuntos de Estado en manos de Arturo. Éste, aunque ya no era protector de Mordred, era el consejero principal y el rey apenas acudía a las sesiones del consejo porque prefería ir de cacería. No siempre perseguía corzos o lobos, y Arturo y yo tuvimos que acostumbrarnos a llevar oro a la choza de algunos campesinos para compensar al padre por la perdida doncellez de su hija o por el honor de su esposa. No era tarea agradable, pero raro y afortunado era el reino donde tal trámite no se hiciera necesario.

Dian, nuestra hija menor, enfermó aquel verano. Sufría de una fiebre que no desaparecía, o mejor dicho, que subía y bajaba con tal virulencia que por tres veces creímos que había muerto, y por tres veces las pócimas de Merlín la revivieron, aunque nada de lo que hiciera el anciano parecía limpiarla por completo de la enfermedad. Dian prometía ser la más alegre y animada de nuestra hijas. Morwenna, la mayor, era una niña sensata que amaba a su madre y a sus hermanas menores y que gustaba de las tareas de la casa; siempre sentía curiosidad por las cocinas, por las cubas de enriado o los barriles de lino. Seren, la estrella, era nuestra belleza, una niña que había heredado toda la hermosura y delicadeza de su madre, a lo que había añadido un carácter nostálgico y encantador de su propia cosecha. Pasaba horas en compañía de los bardos aprendiendo sus canciones y tañendo sus arpas, pero Dian, como siempre decía Ceinwyn, era mía. Dian no tenía miedo. Disparaba el arco y la flecha, sentía gran placer montando a caballo, a los seis años era capaz de manejar una barca de mimbre y cuero con la misma facilidad que un pescador del lago. La fiebre la alcanzó a los seis años y, de no haber sido por esas fiebres, seguramente habríamos viajado todos juntos a Powys, pues poco antes de un mes del primer aniversario de la ascensión de Mordred al trono, el rey pidió súbitamente que Arturo y yo nos trasladáramos a la corte de Cuneglas.

Mordred dictó la orden en una de sus raras comparecencias en el consejo real. Tan imprevisto deseo nos tomó a todos por sorpresa, y también la misión misma que nos iba a encomendar, pero el rey había tomado la firme determinación. Naturalmente, existía un motivo ulterior, aunque ni Arturo ni yo supimos verlo en aquel momento, ni nadie en el consejo, excepto Sansum, pues fue el impulsor de la idea, y tardamos mucho en deducir los verdaderos motivos del señor de los ratones. Tampoco había razones para recelar del mandato del rey, pues parecía razonable, aunque ni Arturo ni yo entendimos por qué teníamos que acudir los dos a Powys.

El asunto surgió a raíz de un acontecimiento sucedido en tiempos lejanos. Norwenna, la madre de Mordred, había muerto asesinada por Gundleus, el rey de Siluria y, aunque Gundleus había recibido su castigo, el hombre que había traicionado a Norwenna continuaba con vida. Se llamaba Ligessac y había sido jefe de la guardia de Mordred cuando el rey era un niño de pecho. Pero Ligessac aceptó el soborno de Gundleus y abrió las puertas del Tor de Merlín al rey silurio, que llegaba con intenciones asesinas. Mordred se salvó gracias a Morgana, pero su madre murió. Ligessac, por cuya traición murió Norwenna, sobrevivió a la guerra que siguió al asesinato y también a la batalla del valle del Lugg.

Mordred, naturalmente, tuvo noticia de lo sucedido y, como era de esperar, se interesó por el destino de Ligessac; pero fue el obispo Sansum quien convirtió tal interés en una obsesión. Sansum descubrió de alguna manera que Ligessac se había refugiado con un grupo de ermitaños cristianos en una remota región montañosa del norte de Siluria perteneciente a la corona de Cuneglas.

—Me duele traicionar a un hermano cristiano —anunció inapelablemente el señor de los ratones en la sesión del consejo—, pero asimismo me duele que un cristiano sea culpable de tan baja traición. Ligessac continúa con vida, lord rey —le dijo a Mordred—, y debería comparecer ante vos.

Arturo propuso solicitar a Cuneglas el arresto del fugitivo y su deportación a Dumnonia. Sansum hizo un gesto negativo con la cabeza y adujo que sin duda sería una descortesía pedir a otro rey que diera inicio a una venganza que tan de cerca atañía al honor de Mordred.

—Este asunto concierne a Dumnonia —insistió Sansum—, y los dumnonios deben ser los agentes de su éxito, lord rey.

Mordred asintió y después repitió que tanto Arturo como yo debíamos partir en busca del traidor. Arturo, sorprendido como siempre que Mordred imponía su voluntad en el consejo, tuvo algo que oponer. Preguntó por qué debían de ir dos lores a cumplir un encargo que podía encomendarse fácilmente a una docena de lanceros. Mordred sonrió ante la pregunta.

—¿Creéis, lord Arturo, que Dumnonia se hundirá sin Derfel y sin vos?

—No, lord rey; pero Ligessac será un anciano ya y no habrá necesidad de reunir a dos bandas de guerreros para capturarlo.

El rey golpeó la mesa con el puño.

—Tras el asesinato de mi madre —acusó a Arturo—, dejasteis escapar a Ligessac. En el valle del Lugg, lord Arturo, lo dejasteis huir de nuevo. Me debéis la vida de Ligessac.

Arturo se puso tenso un momento al escuchar tal acusación, pero inclinó la cabeza en reconocimiento de su obligación.

—Sin embargo, Derfel no es responsable —señaló.

Mordred me miró fijamente. Todavía me guardaba rencor por las azotainas que le había dado de niño, pero yo esperaba que los golpes que me había propinado en el día de su proclamación y el pequeño triunfo de habernos expulsado de Lindinis hubieran aplacado un poco la sed de venganza.

—Lord Derfel —dijo, pronunciando el título de forma que sonara ridículo—, como siempre conoce al traidor. ¿Quién más podría reconocerlo? Insisto en que vayáis los dos. Y no es necesario que llevéis dos bandas enteras de guerreros —dijo, retomando la objeción de Arturo—. Bastará con unos cuantos hombres. —Debía de sentirse un poco cohibido al dar semejantes consejos militares a Arturo, porque la voz se le quebró y tuvo que mirar inquieto a los demás consejeros antes de recobrar la poca presencia de ánimo que poseía—. Quiero a Ligessac aquí antes de Samain —repitió—, y lo quiero vivo.

Cuando un rey insiste, los hombres obedecen, de modo que Arturo y yo partimos a caballo hacia el norte con treinta hombres cada uno. Ninguno de nosotros creía necesarios tantos soldados, pero era la ocasión de proporcionar a unos cuantos hombres mal empleados el ejercicio de una marcha larga. Los otros treinta lanceros míos se quedaron protegiendo a Ceinwyn, mientras que el resto de los de Arturo permanecieron en Durnovaria o partieron en apoyo de Sagramor, apostado como siempre en las defensas de la frontera norte con los sajones. En aquella frontera, los grupos sajones no cesaban de hostigar, sin intención de invadirnos pero robando ganado y esclavos durante todos los años de paz. Nosotros hacíamos incursiones parecidas, pero ambas partes evitábamos cuidadosamente transformarlas en una guerra declarada. La paz provisional que habíamos pactado en Londres había durado mucho, aunque entre Aelle y Cerdic el caso no era el mismo. Habían peleado uno contra otro hasta inmovilizarse y nos habían dejado al margen de sus disputas. Ciertamente, llegamos a acostumbrarnos a la paz.

Mis hombres emprendieron la marcha a pie hacia el norte, mientras que los de Arturo cabalgaron, o al menos condujeron sus caballos, por las buenas calzadas romanas que nos llevaron primero a Gwent, el reino de Meurig. El rey nos ofreció una mezquina fiesta en la que sus sacerdotes superaban en número a nuestros soldados; después, dimos un rodeo hasta el valle del Wye para visitar al anciano Tewdric, a quien encontramos viviendo en una humilde choza de paja la mitad de grande que la construcción donde guardaba su colección de pergaminos cristianos. Su esposa, la reina Enid, maldecía el destino que la había alejado de los palacios de Gwent para confinarla en los bosques, entre ratones, pero el viejo rey era feliz. Había tomado las órdenes cristianas y pasaba por alto alegremente las recriminaciones de Enid. Nos ofreció un plato de alubias, pan y agua y se alegró de la noticia de que el cristianismo se expandía en Dumnonia. Le preguntamos sobre las profecías que anunciaban el advenimiento de Cristo para cuatro años más tarde y nos dijo que él rogaba porque fueran ciertas, sospechaba que era mucho más probable que Cristo aguardara mil años más antes de regresar en toda su gloria.

—Pero ¿quién sabe? —dijo—. Es posible que vuelva dentro de cuatro años. ¡Qué pensamiento tan glorioso!

—Sólo deseo que vuestros hermanos cristianos se conformen con esperar en paz —comentó Arturo.

—Tienen el deber de preparar la tierra para el advenimiento —replicó Tewdric en tono muy serio—. Deben convertir a otros, lord Arturo, y limpiar la tierra de pecado.

—Pues si no tienen cuidado, sólo conseguirán la guerra entre ellos y los demás —gruñó Arturo.

Contó a Tewdric las revueltas que se producían en todas las ciudades de Dumnonia porque los cristianos querían derribar o profanar templos paganos. Las escenas que habíamos contemplado en Isca no fueron sino el comienzo de los problemas, la desazón se extendía rápidamente; uno de los síntomas del creciente malestar era el símbolo del pez, un simple garabato de dos líneas curvas, que los cristianos pintaban en las paredes paganas o grababan en la corteza de los árboles en los sotos de los druidas. Culhwch tenía razón: el pez era un símbolo cristiano.

—Es porque pez en griego se dice ichtus —nos explicó Tewdric—, que escrito en letras griegas sería el nombre de Cristo, Iesous Christos, Theou Uios, Soter. Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Muy sencillo, muy sencillo en realidad. —Chasqueó la lengua, satisfecho de su explicación, y comprendí sin dificultad de dónde había heredado Tewdric su irritante pedantería—. Claro que si yo estuviera gobernando ahora —prosiguió Tewdric—, me preocuparía tanto tumulto, pero como cristiano, me alegro. Los santos padres nos dicen que habrá muchas señales y se verán grandes portentos en los últimos días, lord Arturo, y los conflictos civiles no son más que una parte, de modo que tal vez el fin esté cerca.

Arturo desmigajó un trozo de pan en el plato.

—¿De verdad os congratulan las revueltas? —le preguntó—. ¿Os parece bien que ataquen a los paganos? ¿Que se incendien y se pintarrajeen los templos?

Tewdric miró por la puerta abierta hacia los verdes bosques que se apelmazaban alrededor de su pequeño monasterio.

—Supongo que ha de ser difícil de entender para los demás —dijo, evitando responder directamente a la pregunta de Arturo—. Los disturbios deben ser interpretados como síntomas de excitación, lord Arturo, no como señales de la gracia divina. —Se santiguó y nos sonrió—. Nuestra fe —dijo con convicción— es la fe del amor. El hijo de Dios se humilló para salvarnos de nuestros pecados, y nos invita a imitarlo en todos nuestros actos y pensamientos. Nos dice que amemos a nuestros enemigos y que hagamos el bien a los que nos odian, aunque son mandamientos difíciles de cumplir, excesivamente difíciles para la mayoría de la gente. Y no debemos olvidar qué rogamos en nuestras más fervientes oraciones, rogamos por el regreso de Nuestro Señor Jesucristo. —Se santiguó nuevamente—. La gente reza y desea el segundo advenimiento del Señor, y temen que si en el mundo impera el paganismo todavía, tal vez no regrese, y por eso sienten el impulso de acabar con los infieles.

—La destrucción del paganismo —puntualizó Arturo con aspereza— no me parece un fin propio de una religión que predica el amor.

—Acabar con el paganismo es un acto lleno de amor —insistió Tewdric—. Si vosotros los paganos os negáis a aceptar a Cristo, seguro que iréis al infierno. Aunque hayáis sido virtuosos arderéis eternamente. Los cristianos tenemos el deber de salvaros de tan horrendo destino, ¿acaso tal deber no es un acto de amor?

—No, si no deseo ser salvado —replicó Arturo.

—Entonces, debéis soportar la enemistad de los que os aman —replicó Tewdric—, al menos hasta que la excitación se aplaque, porque se aplacará. Estos entusiasmos nunca duran mucho tiempo, y si nuestro Señor Jesucristo no vuelve dentro de cuatro años, seguro que la exaltación se desvanecerá hasta la celebración del primer milenio. —Se quedó mirando de nuevo los profundos bosques—. ¡Qué gloria sería —exclamó como transido— si yo viviera para ver a mi Salvador en Britania! —Se volvió otra vez hacia Arturo—. Los portentos que precederán su regreso serán inquietantes, me temo. Sin duda, los sajones serán una molestia. ¿Son motivo de graves problemas últimamente?

—No —replicó Arturo—, pero su número aumenta de año en año. Creo que no permanecerán tranquilos mucho tiempo.

—Rezaré para que Cristo venga antes de que ellos se agiten —dijo Tewdric—. No creo que pueda soportar que los sajones se apoderen de nuestras tierras. Aunque a mí ya no me concierne, claro —añadió apresuradamente—; ahora he dejado esa clase de asuntos en manos de Meurig. —Se levantó al oír un cuerno cerca de la capilla—. ¡Es la hora de la oración! —exclamó contento—. ¿Deseáis uniros a mí, por ventura?

Nos excusamos y, a la mañana siguiente, nos alejamos del monasterio del viejo rey y subimos las colinas hasta llegar a Powys. Dos noches más tarde entramos en Caer Sws, donde nos reunimos con Culhwch, que prosperaba en su nuevo reino. Aquella noche bebimos todos hidromiel en exceso y a la mañana siguiente, cuando Cuneglas y yo cabalgamos hasta Cwm Isaf, me dolía la cabeza. El rey había mantenido intacta nuestra antigua casa.

—Nunca se sabe cuándo podrás necesitarla otra vez, Derfel —me dijo.

—Pronto, tal vez —admití con tristeza.

—¿Pronto? Eso espero.

—En realidad, no somos queridos en Dumnonia. Mordred me guarda rencor.

—Pues pide que te liberen de tu juramento.

—Lo pedí, y se negó a dármelo. —Lo había solicitado después de la ceremonia de proclamación, cuando la vergüenza de los dos azotes todavía me quemaba la cara; seis meses más tarde, insistí y una vez más me lo negó. Así demostró inteligencia, pues sabía que la forma más efectiva de castigarme era obligarme a servirle.

—¿Necesita a tus lanceros? —me preguntó Cuneglas, sentado en un banco bajo un manzano, a la puerta de su casa.

—Sólo mi lealtad a regañadientes —repliqué con amargura—. No parece que quiera librar batalla alguna.

—Entonces no es tan insensato —comentó secamente. Después hablamos de Ceinwyn y de las niñas; Cuneglas se ofreció a mandar a Malaine, su nuevo druida mayor, junto a Dian—. Malaine domina admirablemente la hierbas —dijo—. Mejor que el viejo Iorweth. ¿Sabías que ha muerto?

—Lo sabía. Y si podéis prescindir de Malaine, lord rey, os lo agradecería.

—Partirá mañana. No puedo soportar que mis sobrinas estén enfermas. ¿Nimue no os ayuda?

—Ni más ni menos que Merlín —dije, rozando la punta de la hoja de una vieja hoz incrustada en la corteza del manzano. Toqué el hierro para evitar el mal que amenazaba a Dian—. Los viejos dioses —dije con amargura— han abandonado a Dumnonia.

—Derfel —dijo Cuneglas con una sonrisa—, subestimar a los dioses nunca da buen resultado. Volverán a florecer en Dumnonia. —Hizo una pausa—. A los cristianos les gusta llamarse ovejas a sí mismos, ¿no es así? Bueno, pues oiremos sus balidos cuando vengan los lobos.

—¿Qué lobos?

—Los sajones —replicó, descontento—. Nos han dejado en paz diez años pero no cesan de arribar naves a las costas orientales y noto que su poder crece. Si comienzan a luchar de nuevo contra nosotros, esos cristianos que tanto te preocupan agradecerán las espadas paganas. —Se levantó y me puso la mano en el hombro—. El asunto de los sajones no ha concluido, Derfel, no ha concluido.

Aquella noche nos ofreció una fiesta y a la mañana siguiente, con un guía que nos proporcionó el propio Cuneglas, viajamos hacia el sur, hacia las grises montañas que formaban la antigua frontera de Siluria.

Nos dirigíamos a una remota comunidad cristiana. Aún escaseaban los cristianos en Powys, pues Cuneglas expulsaba de su reino, sin miramientos, a los misioneros de Sansum siempre que descubría su presencia; pero había algunos en el reino, y abundaban en las antiguas tierras de Siluria. El grupo que buscábamos era famoso entre los cristianos de Britania por su santidad, la cual demostraban viviendo en la extrema pobreza en un lugar salvaje y hostil. Ligessac había encontrado refugio entre aquellos cristianos fanáticos que, como nos había contado Tewdric, mortificaban su cuerpo, es decir, que competían unos con otros por ver quién era capaz de vivir más miserablemente. Algunos moraban en cavernas, otros sobrevivían a la intemperie, otros sólo comían cosas verdes, otros rechazaban cualquier prenda de vestir, otros se cubrían con camisas de pelo en las que entretejían zarzas, otros llevaban coronas de espinas y otros se azotaban a sí mismos hasta sangrar, día tras día como los que habíamos visto flagelándose en Isca. En mi opinión, el mejor castigo para Ligessac era dejarlo allí, pero teníamos órdenes de prenderlo y llevarlo a Dumnonia, es decir, que tendríamos que enfrentarnos con el jefe de la comunidad, un obispo feroz llamado Cadoc, renombrado por su beligerancia.

Tal reputación nos persuadió de acudir armados al escuálido refugio de Cadoc, situado en los altos montes. No utilizamos nuestras mejores armaduras, al menos los que teníamos donde escoger, pues tanto lujo habría sido inútil con un grupo de santos fanáticos y medio locos, pero todos llevábamos yelmo, cota de malla o de cuero y escudo. Pensamos que al menos los avíos de guerrero intimidarían a los discípulos de Cadoc, que, según nuestro guía, no eran más de veinte.

—Y todos están locos —nos dijo el guía—. ¡Uno estuvo quieto como un muerto durante un año entero! Dicen que no movía ni un músculo…, tieso como un palo, y le metían comida por un lado y, por el otro, le retiraban la mierda. ¡Qué exigencias tan raras, las de ese dios!

El camino que llevaba al refugio de Cadoc, hecho por pies de peregrinos, subía retorciéndose por las laderas de montes anchos y desnudos donde los únicos seres vivos que se veían eran ovejas y cabras. No avistamos pastores, aunque seguro que ellos a nosotros sí.

—Si Ligessac tiene algo de sentido común —dijo Arturo— se habrá marchado. Seguro que a estas alturas ya nos han visto.

—¿Y qué vamos a decirle a Mordred?

—La verdad, naturalmente —replicó Arturo sin entusiasmo. Su armadura consistía en un sencillo casco de lancero y una coraza de cuero, pero hasta tan humildes aperos parecían limpios y correctos en él. Nunca tuvo la ostentosa vanidad de Lancelot pero le enorgullecía la buena presencia, y la expedición a aquellas áridas tierras altas ofendía de alguna manera su sentido del aseo y la corrección. El tiempo no ayudó mucho, pues hacía un día plomizo y gris de verano y un viento helado traía llovizna del oeste.

A pesar del triste ánimo de Arturo, nuestros hombres estaban alegres. Bromeaban sobre asaltar la fortaleza del poderoso rey Cadoc y se jactaban del oro, los aros de guerrero y los esclavos que capturarían, y tales extravagancias los hacían reír, hasta que por fin salvamos el último repecho de los montes y contemplamos desde lo alto el valle donde Ligessac se había refugiado. Era verdaderamente un lugar inhóspito, un mar de lodo donde se levantaban una docena de cabañas redondas de piedra en torno a una pequeña iglesia cuadrada, de piedra también. Había algunos huertos míseros, una charca oscura y unos corrales de piedra para las cabras de la comunidad, pero no había empalizada.

La única defensa de que presumía el valle era una gran cruz de piedra con intrincados dibujos grabados y una imagen del dios cristiano gloriosamente entronizado. La cruz, una maravillosa obra de arte, marcaba el collado donde comenzaba la tierra de Cadoc y, al lado de la cruz, a la vista del diminuto asentamiento que se levantaba a unos escasos doce tiros de lanza, Arturo detuvo a la compañía.

—No invadiremos el terreno —nos dijo suavemente— hasta que hayamos hablado con ellos. —Apoyó la lanza en el suelo junto a los cascos delanteros de su montura y aguardó.

Vimos a unas cuantas personas en el poblado y, tan pronto como nos avistaron, corrieron a refugiarse en la iglesia de donde, un momento después, salió un hombre muy corpulento que se dirigió a nosotros a grandes zancadas. Era un verdadero gigante, alto como Merlín, de ancho pecho y grandes manos. También estaba muy sucio, no se había lavado la cara y llevaba un sayo marrón lleno de barro y porquería, mientras que su pelo gris, sucio como la ropa, no parecía haber recibido un lavado en su vida. La barba le crecía al descuido hasta más abajo de la cintura y, por detrás de la tonsura, le salían los enmarañados mechones disparados como si fuera un enorme vellocino gris recién esquilado. Tenía la cara muy morena y su boca era ancha, la frente prominente y los ojos iracundos. Era un rostro impresionante. En la mano derecha llevaba un báculo y, de la cadera izquierda, colgaba, sin vaina, una gran espada oxidada. Parecía haber sido un buen lancero en algún tiempo, y no dudé que fuera capaz de asestar todavía dos o tres estocadas mortales.

—No sois bienvenidos aquí —gritó, mientras se acercaba a nosotros—, a menos que queráis ofrecer a Dios vuestra alma miserable.

—Ya se la hemos ofrecido a nuestros dioses —replicó Arturo en tono risueño.

—¡Infieles! —El hombretón, al que tomé por el famoso Cadoc nos escupió—. ¿Osáis venir con hierro y acero a un lugar donde los discípulos de Cristo juegan con el Cordero de Dios?

—Venimos en son de paz —insistió Arturo.

El obispo escupió un esputo enorme y amarillento en dirección al caballo de Arturo.

—Eres Arturo ap Uther ap Satán —dijo— y tu alma es un trapo sucio.

—Y vos sois el obispo Cadoc, supongo —replicó Arturo amablemente.

El obispo se plantó junto a la cruz y marcó una línea en el suelo con el báculo.

—Sólo los fieles y los penitentes pueden cruzar esta raya —declaró—, porque esto es tierra sagrada.

Arturo miró unos segundos la extensión fangosa y mísera que tenía delante y sonrió gravemente al osado Cadoc.

—No deseo entrar en vuestra tierra sagrada, obispo, pero os pido pacíficamente que nos entreguéis a un hombre llamado Ligessac.

—Ligessac —tronó Cadoc, como si se dirigiera a una multitud de miles— es hijo de Dios, bendito y santo. Aquí está acogido a sagrado y ni vosotros ni ninguno de los que llamáis lord podéis violar el santuario.

—Aquí gobierna un rey, obispo, no vuestro dios —replicó Arturo con una sonrisa—. Sólo Cuneglas puede ofrecer refugio, y no lo ha hecho.

—Mi rey, Arturo —replicó Cadoc con orgullo—, es el rey de los reyes, y Él me ordena que os niegue la entrada.

—¿Os resistís? —preguntó Arturo con un tono de amable sorpresa.

—¡A muerte! —gritó Cadoc.

—Obispo —contestó Arturo sin alterarse—, yo no soy cristiano, pero ¿no predicáis acaso que vuestro más allá es un lugar de delicias sin fin? —Cadoc no respondió y Arturo se encogió de hombros—. Así pues, os haría un favor, ¿no es cierto?, acelerando vuestra llegada a tal destino —dijo, y desenvainó a Excalibur.

El obispo ahondó la línea del suelo con el báculo.

—Te prohíbo que cruces esta raya —gritó—, ¡te lo prohíbo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! —Alzó el báculo y señaló a Arturo con él; lo mantuvo así un instante y después movió la punta señalándonos a todos; confieso que en aquel momento me estremecí. Cadoc no era como Merlín y pensé que su dios no tenía el mismo poder que los dioses de Merlín, y sin embargo me estremecí al ver el báculo apuntándome, y el temor me hizo tocar la cota de hierro y escupir en el camino—. Ahora me retiro a mis oraciones, Arturo —añadió Cadoc—, y si deseas vivir, da media vuelta y aléjate de este lugar, pues si cruzas esta santa cruz, te juro, por la dulce sangre de nuestro Señor Jesucristo, que vuestras almas arderán en el tormento. Conoceréis el fuego eterno, seréis malditos desde el principio de los tiempos hasta el final y desde la bóvedas celestiales hasta las simas más profundas del infierno. —Y tras tan terrible maldición, escupió una vez más, dio medio vuelta y se alejó.

Arturo limpió las gotas de llovizna de la espada con una punta del manto y la envainó.

—Parece que aquí no nos quieren —dijo de buen humor; luego hizo una seña a Balin, que era el jinete más veterano de los presentes—. Idos con los caballos hasta detrás del pueblo y cubrid la salida, que no escape nadie. En cuanto hayáis tomado posiciones, Derfel y sus hombres registrarán las casas. ¡Y escuchad! —exclamó, levantando la voz para que los sesenta hombres le oyeran—: Estas gentes presentarán oposición. Nos provocarán y lucharán contra nosotros, pero no tenemos pendencia alguna con ellos. Sólo queremos a Ligessac. No robéis nada y no hagáis daño a nadie sin necesidad. Recordad que sois soldados y ellos no. Tratadlos respetuosamente y responded a sus insultos con el silencio. —Habló con severidad y luego, cuando creyó que todos nuestros hombres le habían entendido, sonrió a Balin y le hizo seña de que partiera.

Los treinta hombres a caballo se lanzaron al galope abandonando el camino y dando un rodeo por el margen del valle para llegar a la colina más lejana, que se levantaba al otro lado del asentamiento. Cadoc, que todavía estaba de camino a la iglesia, los miró pero no dio señales de alarma.

—Me pregunto —comentó Arturo— cómo sabía quién soy.

—Sois famoso, señor —dije. Seguía llamándolo señor, y así lo haría siempre.

—Es posible que haya oído mi nombre, pero no habrá visto mi cara. Aquí no, desde luego. —Se encogió de hombros—. ¿Ligessac siempre fue cristiano?

—Desde que lo conocí por primera vez, pero nunca fue un buen cristiano.

—Es más fácil ser virtuoso cuando se es mayor —comentó Arturo con una sonrisa—. Al menos eso me parece. —Observó el avance de los caballos, que ya habían pasado la aldea de largo levantando agua del suelo empapado con sus cascos, después alzó la lanza y miró a mis hombres—. ¡No lo olvidéis! ¡Nada de robar! —Me pregunté qué botín podía haber en un lugar tan miserable, pero Arturo sabía que los lanceros siempre encuentran algo que llevarse de recuerdo—. No quiero complicaciones —insistió Arturo—. Buscaremos a nuestro hombre y nos marcharemos. —Tocó a Llamrei en el flanco y la yegua negra se puso en marcha obedientemente. Los soldados de a pie le seguimos y nuestras botas borraron la línea que Cadoc había marcado en la tierra junto a la cruz de intrincados adornos. No cayó fuego del cielo.

El obispo ya había llegado a la iglesia y se detuvo en la puerta, se volvió, nos vio llegar y entró en el templo.

—Sabían que veníamos —dijo Arturo— de modo que no creo que encontremos a Ligessac aquí. Mucho me temo que estemos perdiendo el tiempo, Derfel. —Una mansa oveja se cruzó cojeando en el camino y Arturo detuvo al caballo para cederle el paso. Le vi estremecerse y supe que le ofendía la suciedad del poblado, que prácticamente rivalizaba con la miseria del Tor de Nimue.

Cadoc reapareció a la puerta de la iglesia cuando nos encontrábamos a unos cien pasos. Nuestros jinetes ya esperaban detrás de las casas, pero el obispo no se preocupó de mirar dónde estaban. Se llevó un gran cuerno de carnero a la boca y arrancó una nota que resonó hueca en las desnudas paredes del cuenco que formaban los montes. Volvió a soplar, se detuvo a tomar aliento y tocó por tercera vez.

Súbitamente, se nos presentó la batalla.

Sabían sin duda que habíamos de llegar, y nos esperaban convenientemente preparados. Debían de haber convocado hasta al último cristiano de Powys y Siluria en defensa de Cadoc; aquellos hombres aparecieron en aquel momento en las cimas que rodeaban el valle, mientras otros corrían a cerrarnos el camino a nuestra espalda. Unos llevaban lanzas, otros escudos y otros, simples garfios u horcas de recoger heno, pero parecían muy seguros de lo que hacían. Comprendí que muchos habrían sido lanceros y que habrían luchado en la guerra como soldados de leva, pues lo que tanta confianza infundía a aquellos cristianos, aparte de la fe en su dios, era el hecho de haberse reunido al menos doscientos.

—¡Locos! —gritó Arturo enfadado. Odiaba la violencia innecesaria y sabía que con tal respuesta, sería inevitable derramar sangre. También sabía que ganaríamos, pues sólo unos fanáticos que creyeran que su dios lucharía por ellos se atreverían a enfrentarse a sesenta de los más aguerridos soldados de Dumnonia—. ¡Locos! —De nuevo escupió; echó una ojeada a la aldea y vio que de las cabañas salían más hombres armados—. Quédate aquí, Derfel —dijo—. Sólo resiste la embestida, nosotros los haremos dispersarse. —Picó espuelas y se dirigió al galope, él solo, al otro extremo de la aldea para reunirse con sus hombres.

—Círculo de escudos —dije en voz baja.

Éramos sólo treinta hombres; nuestro corro de dos filas era tan pequeño que a los entusiasmados cristianos que bajaban gritando de los montes y salían de las cabañas con la intención de aniquilarnos debió de parecerles un blanco fácil. La formación en círculo nunca ha sido la preferida de los soldados porque la separación entre las lanzas que salen fuera del círculo hace que las puntas queden también muy separadas entre sí, y cuanto menor sea el círculo más amplios son los huecos, pero mis hombres estaban bien entrenados. Los del primer anillo se arrodillaron uniendo los escudos, con las lanzas firmemente clavadas en el suelo detrás del escudo. Los del segundo anillo colocamos los escudos sobre los anteriores, de pie en el suelo, de forma que los oponentes tendrían que habérselas con un grueso muro doble de madera cubierta de cuero. Después, nos colocamos de pie, cada uno detrás de uno de los que estaban arrodillados, y levantamos las lanzas por encima de sus cabezas. Nuestra labor consistía en proteger el anillo exterior, que a su vez había de aguantar la embestida. Sería un trabajo duro y sangriento, pero mientras los soldados arrodillados mantuvieran los escudos en alto y sujetaran firmemente las lanzas y nosotros los protegiéramos, el círculo de escudos sería suficiente. Recordé maniobras de instrucción a los del exterior, les dije que su función era actuar de simple obstáculo y que dejaran la matanza para nosotros.

—Bel nos acompaña —les dije—. Y Arturo también —añadió Issa con entusiasmo.

Pues sería Arturo quien en realidad llevara a cabo la matanza aquel día. Nosotros éramos el anzuelo y él, el brazo ejecutor, y los hombres de Cadoc mordieron el anzuelo como un salmón hambriento se abalanza sobre una cachipolla. El propio Cadoc iba a la cabeza de los que salían de la aldea, con su oxidada espada y un gran escudo redondo pintado con una cruz negra, bajo la cual vi el contorno semiborrado del zorro de Siluria, es decir, que el obispo había servido en las filas de Gundleus. La horda cristiana no avanzaba en formación de barrera de escudos. Tal vez de esa forma habrían logrado la victoria, pero atacaron al estilo antiguo, el que dio la victoria a los romanos en su día. Antiguamente, cuando los romanos estaban en Britania, las tribus cargaban contra ellos todos a una, en avalancha, gloriosamente impelidos por el hidromiel. Tales ataques intimidaban a la vista pero eran fáciles de superar por un ejército de hombres disciplinados, y mis lanceros estaban muy bien disciplinados.

Sin duda sintieron miedo. Yo también, pues la carga de hombres vociferantes es terrible de ver. Da buenos resultados contra bandas sin disciplina por el terror que infunde, y aquélla fue la primera ocasión en que vi el antiguo estilo guerrero de Britania. Los cristianos de Cadoc se abalanzaron frenéticamente sobre nosotros, compitiendo por ver quién sería el primero en caer ante nuestras lanzas. Gritaban y nos maldecían, habríase dicho que todos querían ser mártires o héroes. Incluso había mujeres entre ellos, que gritaban blandiendo bastones de madera o afilados cuchillos. Hasta niños vimos entre la horda vociferante.

—¡Bel! —grité, cuando el primer hombre trató de saltar sobre un soldado arrodillado del anillo exterior, y murió en la punta de mi lanza. Lo ensarté limpiamente como a una liebre en un asador, y luego lo arrojé, con lanza y todo, fuera del círculo para que su cadáver sirviera de obstáculo a sus camaradas. Hywelbane mató al siguiente, y oí a mis lanceros entonar su temible canto de guerra mientras pinchaban, rajaban, acuchillaban y clavaban. Todos éramos rápidos y buenos y estábamos perfectamente entrenados. Horas de aburridas maniobras salieron a la luz en aquel anillo de escudos y, aunque hacía años que muchos de nosotros no combatíamos, descubrimos que nuestros viejos instintos continuaban tan despiertos como siempre, y aquel día, sólo el instinto y la experiencia nos mantuvieron con vida. El enemigo era una prensa chirriante de fanáticos que se apelotonaban alrededor del círculo y hendían el aire con las espadas, pero nuestros soldados del primer anillo aguantaron firmes como rocas y la montaña de cadáveres y moribundos crecía tan deprisa frente a nuestros escudos que entorpecía mucho a los demás atacantes. Durante los dos primeros minutos, cuando el campo situado frente al círculo de escudos todavía estaba despejado y los más valientes enemigos podían acercarse mucho aún, la pelea fue tremenda, pero tan pronto como el montón de muertos y agonizantes empezó a protegernos, sólo los más osados trataban de acercarse a nosotros, y entonces, los quince que formábamos el anillo interior escogíamos nuestro blanco y lo aprovechábamos para practicar la esgrima, o el dominio de la lanza. Luchamos deprisa, nos animábamos unos a otros y matábamos sin compasión.

Cadoc acudió pronto al combate. Llegó blandiendo la enorme espada oxidada tan rápidamente que el aire silbaba. Sabía perfectamente lo que hacía e intentó abatir a un soldado de la primera fila, pues si rompía el anillo exterior, los demás caeríamos rápidamente. Detuve su primer mandoble con Hywelbane, contraataqué con un giro rápido que se perdió en su sucia mata de pelo y entonces, Eachern, el pequeño y corpulento irlandés que aún estaba a mi servicio a pesar de las amenazas de Mordred, asestó un golpe con la vara de la lanza al obispo en plena cara. El tajo de una espada le había segado la punta del arma, pero clavó el extremo de hierro de la vara a Cadoc en la frente. El obispo bizqueó un instante, abrió la boca llena de dientes podridos y se hundió en el barro.

El último que intentó romper el círculo de escudos fue una mujer muy despeinada que trepó por el montón de muertos y me maldijo a voz en grito, al tiempo que trataba de saltar sobre los hombres arrodillados del primer anillo. La agarré por el cabello, dejé que despuntara su cuchillo de carnicero dando golpes contra mi cota de malla, luego la metí en el círculo arrastrándola e Issa le pisó la cabeza con fuerza. En aquel momento, Arturo entró en acción.

Treinta jinetes con largas picas cayeron como látigos sobre la muchedumbre. Supongo que nosotros habíamos estado defendiéndonos unos tres minutos, pero en cuanto intervino Arturo, la pelea concluyó en un abrir y cerrar de ojos. Los jinetes llegaron con las lanzas en ristre, al galope, y una terrible lluvia de sangre saltó al aire cuando una de las lanzas dio en el blanco; súbitamente, nuestros atacantes huyeron a la desbandada, presos del pánico. Arturo, perdida la lanza y con Excalibur refulgente en la mano, gritaba a sus hombres que dejaran de matar.

—¡Dispersadlos sólo! —decía a grandes voces—. ¡Dispersadlos!

Los jinetes se dividieron en pequeños grupos que dispersaron a los aterrorizados supervivientes y luego fueron tras ellos y les cerraron la huida obligándolos a volver a la cruz guardiana.

Mis hombres se tranquilizaron. Issa todavía estaba sentado encima de la mujer despeinada y Eachern buscaba la punta de su lanza. Dos hombres del círculo de escudos sufrían heridas de consideración y uno del segundo anillo tenía la mandíbula rota y le sangraba, pero por lo demás, estábamos sanos y salvos; sin embargo, veintitrés cadáveres yacían a nuestro alrededor, además de otros tantos heridos graves. Cadoc, que se había desvanecido a causa del golpe de Eachern, vivía todavía; lo atamos de pies y manos y después, a pesar de las instrucciones de Arturo sobre el respeto hacia el enemigo, lo humillamos cortándole el pelo y la barba. Él escupía y maldecía, pero le llenamos la boca con los mechones de su grasienta barba y luego lo llevamos de vuelta a la aldea.

Y allí encontramos a Ligessac. No había huido, al fin y al cabo, sino que sencillamente, esperaba al pie del pequeño altar de la iglesia. Era ya un anciano de pelo escaso y canoso, y se entregó mansamente, ni siquiera opuso resistencia cuando le cortamos la barba y tejimos una basta cuerda con ella para atársela alrededor del cuello, la señal del condenado por traición. Incluso pareció alegrarse de volver a verme al cabo de tantos años.

—Ya les dije que no podrían contigo —dijo—, con Derfel Cadarn, no.

—¿Sabían que estábamos en camino? —le pregunté.

—Desde hace una semana —respondió tendiendo las manos discretamente para que Issa se las atara con una cuerda—. Hasta os esperábamos con ilusión. Pensamos que era nuestra oportunidad para librar a Britania de Arturo.

—¿Y por qué deseáis tal cosa?

—Porque Arturo es enemigo de los cristianos, ni más ni menos —contestó Ligessac.

—No es cierto —dije burlonamente.

—¿Y tú qué sabes, Derfel? —me preguntó Ligessac—. ¡Estamos preparando Britania para la venida de Cristo y tenemos que limpiar esta tierra de infieles! —declaró a voces, en tono desafiante, y luego se encogió de hombros y sonrió—. Pero les advertí que así no podrían matar a Arturo y a Derfel. Advertí a Cadoc que erais excelentes guerreros. —Se levantó y salió de la iglesia detrás de Issa, pero de pronto, en la puerta, se volvió hacia mí—. Supongo que ahora voy a morir, ¿no? —preguntó.

—En Dumnonia —le dije.

—Veré la cara de Dios —comentó con un encogimiento de hombros—, así que no tengo nada que temer.

Salí del templo detrás de ellos. Arturo había vaciado la boca al obispo, el cual nos maldecía con un verdadero chorro de sucio lenguaje. Rocé la barbilla recién afeitada del obispo con la punta de Hywelbane.

—Sabían que veníamos —le dije a Arturo—, y pretendían darnos muerte aquí mismo.

—Han fallado —replicó Arturo, y apartó la cabeza para evitar un escupitajo del obispo—. Guarda la espada —me ordenó.

—¿No lo queréis muerto? —pregunté.

—Su castigo es vivir aquí —declaró Arturo—, y no en el cielo.

Nos alejamos con Ligessac, pero ninguno de nosotros reflexionó seriamente sobre las palabras que el prisionero había dicho en la iglesia. Según él, hacía una semana que estaban enterados de nuestra llegada, pero una semana antes aún estábamos en Dumnonia, no en Powys, lo cual significaba que desde Dumnonia habían enviado a alguien para prevenirlos. Pero en ningún momento se nos ocurrió relacionar a nadie de Dumnonia con aquella masacre en medio del lodo, en unos montes pelados; adjudicamos la matanza al fanatismo cristiano, y no a la traición, pero todo había sido una emboscada premeditada.

Hoy en día, naturalmente, hay cristianos que cuentan la historia de modo diverso. Dicen que Arturo sorprendió a Cadoc en su refugio, violó a las mujeres, mató a los hombres y robó los tesoros de Cadoc, pero yo no vi violación alguna, matamos sólo a los que querían matarnos a nosotros y no hallamos tesoros que robar… y aunque los hubiera habido, Arturo no habría consentido que los tocáramos. Llegaría el día, no muy lejano, en que vería a Arturo matar sin ningún miramiento, pero esos muertos serían todos paganos; y sin embargo, los cristianos seguían insistiendo en que Arturo era su enemigo, y la historia de la derrota de Cadoc sólo aumentó el odio que le profesaban. Cadoc fue elevado a la categoría de santo en vida y, por esa misma época, los cristianos comenzaron a insultar a Arturo con el nombre de Enemigo de Dios. No llegó a deshacerse de tan virulento apelativo en el resto de sus días.

Su pecado, naturalmente, no fue cortar unas pocas cabezas cristianas en el valle de Cadoc, sino haber tolerado el paganismo durante el tiempo en que gobernó Dumnonia. Ni al más furibundo cristiano se le ocurrió jamás pensar que el propio Arturo era pagano y, por tanto, había tolerado el cristianismo; lo condenaron sencillamente porque, teniendo el poder de abolir a los infieles, no lo hizo, y tal falta lo convirtió en el Enemigo de Dios. Tampoco olvidaron, claro está, que había rescindido la exención de préstamos forzosos que Uther concediera previamente a la Iglesia.

No todos los cristianos lo odiaban. Entre los lanceros que lucharon con nosotros en el valle de Cadoc había unos cuantos cristianos. Galahad lo amaba, igual que muchos otros, como el obispo Emrys, que eran los que lo apoyaban en silencio, pero la iglesia, en aquellos días inciertos de finales del año quinientos de la era de Cristo sobre la tierra, no escuchaba a los hombres honrados y discretos sino a los fanáticos que decían que había que limpiar el mundo de paganos, si Cristo había de volver. Ahora sé, claro está, que la fe de nuestro Señor Jesucristo es la única verdadera y que no puede existir ninguna otra a la gloriosa luz de su verdad, pero aun así, se me antojaba extraño, y se me antoja hoy, que Arturo, el gobernante más justo y ceñido a la ley, recibiera el nombre de Enemigo de Dios.

En fin… A Cadoc le proporcionamos un buen dolor de cabeza, a Ligessac lo atamos con la cuerda hecha con su barba y nos marchamos de allí.

Arturo y yo nos separamos al pie de la cruz de piedra, a la boca del valle de Cadoc. Se llevaría a Ligessac hacia el norte y luego se desviaría hacia levante, hacia las buenas calzadas que llevaban a Dumnonia, pero yo preferí adentrarme en Siluria para buscar a mi madre. Llevé conmigo a Issa y a cuatro lanceros más, y el resto partió con Arturo.

Mi grupo rodeó el valle de Cadoc; un puñado de cristianos acongojados, heridos y cubiertos de sangre se había reunido a cantar oraciones por los muertos; después cruzamos a pie los altos montes pelados y bajamos a los hondos valles verdes que conducían al mar Severn. No tenía idea de dónde vivía Erce, pero sospechaba que no sería difícil localizarla, pues Tanaburs, el druida al que di muerte en el valle del Lugg, la había buscado para lanzarle una maldición terrible, y seguro que una esclava sajona tan horriblemente sancionada por un druida sería harto conocida. Y no me equivoqué.

La encontré viviendo a orillas del mar, en una aldea donde las mujeres extraían sal y los hombres pescaban. Los aldeanos se ocultaron temerosos a la vista de los escudos desconocidos de mis hombres, pero me asomé al interior de una de las casuchas donde un niño amedrentado me señaló la vivienda de una sajona, una choza encaramada en un risco escarpado que se alzaba sobre la playa. No era una choza siquiera, sino un tosco refugio construido con maderos que traía el mar, con una techumbre de algas marinas y paja. En el reducido espacio de la entrada del refugio ardía una pequeña fogata donde se asaban una docena de peces y, del pie del risco, donde unos recipientes para obtener sal hervían lentamente sobre las brasas del carbón, provenía un humo asfixiante. Dejé la lanza y el escudo al pie del risco y subí por el empinado sendero. Un gato me enseñó los dientes y bufó cuando me agaché para atisbar en el interior de la oscura choza.

—¡Erce! —llamé—. ¡Erce!

Noté movimiento en la oscuridad. Una monstruosa forma negra que arrastraba andrajosas capas de pieles y paño me miraba.

—¡Erce! —repetí—. ¿Eres Erce?

¿Qué esperaba yo aquel día? Hacía más de veinticinco años que no veía a mi madre, desde el día en que los lanceros de Gundleus me arrancaron de sus brazos y me entregaron a Tanaburs para que me sacrificara en el pozo de la muerte. Erce gritó cuando le arrebataron a su hijo, y luego se la llevaron a continuar su vida de esclavitud en Siluria, y me habría tenido por muerto hasta que Tanaburs le revelara que yo seguía con vida. Durante el trayecto hacia el sur, cruzando los profundos valles de Siluria, mi enfebrecida imaginación había previsto un abrazo, lágrimas, el perdón y la felicidad.

Sin embargo, una mujer descomunal, con su pelo rubio transformado en un sucio amasijo gris, salió a rastras de entre el lío de pieles y mantas y me miró con suspicacia, parpadeando. Era una criatura de inmensas proporciones, una montaña de carne en putrefacción, con la cara redonda como un escudo y la piel llena de pústulas y cicatrices; tenía los ojos pequeños, duros e inyectados en sangre.

—Hubo un tiempo en que me llamaba Erce —dijo con voz ronca.

Salí de la choza repelido por el hedor de orina y podredumbre. Ella me siguió arrastrándose pesadamente a cuatro patas, parpadeando al sol de la mañana, cubierta de harapos.

—¿Eres Erce? —le pregunté.

—Lo fui —dijo, y bostezó enseñándome una boca descarnada y sin dientes—. Hace mucho tiempo. Ahora me llaman Enna. —Hizo una pausa—. Enna la Loca —añadió con tristeza, y fijó la vista en mi refinada vestimenta, el cinturón de la espada y la altas botas—. ¿Quién sois vos, señor?

—Me llamo Derfel Cadarn —dijo—, soy un señor de Dumnonia. —El nombre no le decía nada—. Soy tu hijo —añadí.

No reaccionó, simplemente se sentó apoyando la espalda contra la pared de madera de la choza, que se alabeó peligrosamente bajo su peso. Se metió la mano entre los andrajos y se rascó el pecho.

—Todos mis hijos han muerto —dijo.

—Tanaburs me cogió —le recordé— y me arrojó al pozo de la muerte.

No parecía que la historia le sonara. Permanecía recostada en la pared, respirando con un esfuerzo enorme cada vez. Acarició al gato y miró a lo lejos, al mar Severn, hacia la lejana raya oscura que era la costa de Dumnonia, cubierta de una hilera de negras nubes de tormenta.

—Una vez tuve un hijo —dijo al fin— que fue entregado a los dioses en el pozo de la muerte. Se llamaba Wygga. Wygga, sí, un buen muchacho.

¿Wygga? ¡Wygga! El nombre, crudo y feo, me detuvo el corazón varios segundos.

—Yo soy Wygga —logré decir, repudiando el nombre—. Me pusieron otro nombre después, cuando me rescataron del pozo de la muerte —le dije. Hablábamos en sajón, una lengua que en aquel momento dominaba yo mejor que mi madre, pues hacía muchos años que ella no la hablaba.

—¡Oh, no! —dijo con el ceño fruncido. Un piojo corría por encima de su pelo—. ¡No! —repitió—. Wygga no era más que un niño pequeño, un niño de pecho. Fue el primero que tuve, y me lo quitaron.

—Estoy vivo, madre —dije. Me asqueaba mi madre, me fascinaba y me hacía lamentar no haber ido a buscarla antes—. Sobreviví al pozo —le dije—, y no me olvidé de ti. —Y era cierto, pero en mi recuerdo, ella era esbelta como Ceinwyn.

—Un niñito pequeño —repitió Erce soñadoramente. Cerró los ojos y creí que se había dormido, pero al parecer, estaba orinando porque de pronto vi un reguerillo que salía por debajo de sus faldas y fue cayendo hacia la hoguera.

—Háblame de Wygga —le dije.

—Estaba yo encinta de él cuando Uther me tomó cautiva. Era un hombre grande, Uther, con un gran dragón en el escudo. —Se rascó el piojo, el cual desapareció entre el pelo—. Me entregó a Madog —prosiguió—, y Wygga nació en la casa de Madog. Con Madog estábamos bien. Era un buen lord, amable con los esclavos, pero entonces llegó Gundleus y mataron a Wygga.

—No lo mataron —insistí—. ¿No te lo contó Tanaburs?

Al oír el nombre del druida se estremeció y se arropó los inmensos hombros con el andrajoso manto. No dijo nada, pero al cabo de unos momentos se le llenaron los ojos de lágrimas.

Una mujer subía hacia nosotros por el camino. Se acercaba despacio, recelosa, mirándome con desconfianza y avanzando por un lado de la plataforma rocosa. Cuando por fin creyó que no había peligro, pasó de largo a mi lado y se acuclilló junto a Erce.

—Me llamo —le dije a la recién llegada— Derfel Cadarn, pero de pequeño me llamaba Wygga.

—Yo me llamo Linna —dijo la mujer en lengua britana. Era más joven que yo, pero la dureza de la vida en la costa le había llenado la cara de profundas arrugas, le había inclinado los hombros y le había oxidado las articulaciones, las emanaciones del carbón del duro trabajo de atender los recipientes de extracción de sal le había ennegrecido la piel.

—¿Eres hija de Erce? —pregunté.

—Soy hija de Enna —me corrigió.

—Entonces, soy medio hermano tuyo —dije.

Tuve la impresión de que no me creía, ¿por qué había de creerme? Nadie salía vivo del pozo de la muerte, pero yo sí, y por tanto, había sido tocado por los dioses y me habían confiado a Merlín, pero ¿qué significado podía tener semejante historia para aquellas dos mujeres cansadas y vencidas?

—¡Tanaburs! —dijo Erce de pronto, y levantó ambas manos para librarse del mal—. ¡Se llevó al padre de Wygga! —Gimió y se balanceó de adelante atrás—. Entró en mí y se llevó al padre de Wygga. Me maldijo y maldijo a Wygga y maldijo mis entrañas. —La mujer lloraba y Linna la consolaba acariciándole la cabeza y mirándome con expresión de reproche.

—Tanaburs —le dije— no tiene poder sobre Wygga. Wygga lo mató porque tenía poder sobre Tanaburs. Tanaburs no pudo llevarse al padre de Wygga.

Aunque mi madre me escuchara, no me creyó. Se dejaba acunar en brazos de su hija mientras las lágrimas corrían por sus mejillas sucias y marcadas de viruelas, recordando la maldición de Tanaburs, entendida a medias.

—Wygga mataría a su padre —me dijo—, eso decía la maldición, que el hijo mataría al padre.

—Pero Wygga vive —insistí.

Detuvo su movimiento en seco y me miró fijamente. Sacudió la cabeza.

—Los muertos vuelven para matar. ¡Niños muertos! Los veo, señor, ahí fuera —hablaba con vehemencia, señalando el mar—, todos los niños muertos van a vengarse. —Volvió a balancearse entre los brazos de su hija—. Y Wygga matará a su padre. —Lloraba a raudales—. ¡El padre de Wygga era un hombre muy bueno! Un héroe. Era alto y fuerte. Y Tanaburs lo maldijo. —Sorbió y luego cantó una nana entre suspiros un momento, antes de seguir hablando de mi padre, diciendo que su pueblo había navegado por el mar hasta Britania y que se había construido una buena casa con su propia espada. Supuse que Erce había servido en aquella casa, que el señor sajón la había llevado a su cama y así me había dado el ser, de la misma forma que Tanaburs no consiguió robármelo en el pozo de la muerte—. Era un hombre magnífico —dijo Erce refiriéndose a mi padre—, bondadoso y apuesto. Todos lo temían pero conmigo era bueno. Nos reíamos juntos.

—¿Cómo se llamaba? —pregunté, y creo que sabía la respuesta antes de escucharla.

—Aelle —dijo en un susurro—, apuesto y bondadoso Aelle.

Aelle. El humo me daba vueltas en la cabeza y, por un momento, me sentí tan confuso como mi madre. ¿Aelle? ¿Yo era hijo de Aelle?

—Aelle —repitió Erce soñadoramente— apuesto y bondadoso Aelle.

No tenía más preguntas que hacerle de modo que me obligué a arrodillarme ante mi madre y la abracé. La besé en ambas mejillas y luego la estreché fuertemente entre los brazos como si pudiera devolverle un poco de la vida que ella me había dado a mí y, aunque ella aceptó el abrazo, no quiso reconocerme como hijo suyo. Me contagió unos cuantos piojos.

Me llevé a Linna escalones abajo y descubrí que estaba casada y que tenía seis hijos vivos. Le di oro, más, creo, del que hubiera esperado ver en su vida, más del que pudiera suponer que existía. Se quedó mirando los pequeños lingotes con incredulidad.

—¿Nuestra madre es esclava todavía? —le pregunté.

—Todos lo somos —dijo, refiriéndose a la miserable aldea.

—Con eso puedes comprar la libertad, si lo deseas —dije, señalando el oro.

Se encogió de hombros; dudé que la libertad pudiera suponer una gran diferencia en sus vidas. Podría haber ido a buscar a su señor y comprarles la libertad directamente, pero seguramente viviría lejos de allí y el oro, convenientemente administrado, les facilitaría la vida tanto si eran esclavas como si no. Me prometí volver algún día y hacer algo más.

—Cuida de nuestra madre —le dije a Linna.

—Sí, señor —dijo obedientemente, aunque me pareció que seguía sin creerme.

—No llames señor a tu propio hermano —le pedí, pero no logré convencerla.

La dejé y me fui caminando por la playa donde aguardaban mis hombres y la impedimenta.

—Nos vamos a casa —dije. No había terminado la mañana y nos aguardaba una larga jornada hasta casa.

Hasta casa, con Ceinwyn, con mis hijas, nacidas de una estirpe de reyes britanos y de la sangre real de sus enemigos sajones. Pues yo era hijo de Aelle. Me detuve en lo alto de un monte verde que dominaba el mar y me maravillé del giro extraordinario que había tomado la vida, pero no le encontré sentido alguno. Era hijo de Aelle pero ¿qué importancia tenía? Nada explicaba ni nada implicaba. El destino es inexorable. Volvería a casa.