5

Había en Lloegyr dos importantes cabecillas sajones. Los sais tenían, igual que nosotros, caudillos, reyezuelos y, por descontado, tribus; algunos no se consideraban sajones siquiera sino que decían ser anglos o jutos, aunque nosotros a todos llamábamos sajones y sabíamos que entre ellos sólo destacaban dos reyes, los cabecillas Aelle y Cerdic, que se profesaban un odio recíproco.

En aquel entonces, Aelle era sin duda el más famoso. Hacíase llamar Bretwalda, que en su lengua significaba «jefe de Britania», y su territorio ocupaba desde el sur del Támesis hasta la frontera de la lejana Elmet. Cerdic, su rival, dominaba la costa sur de Britania, cuyas únicas fronteras lindaban con las tierras de Aelle y con Dumnonia. De los dos reyes, Aelle era el de más edad, el que mayor territorio poseía y el que contaba con guerreros más poderosos, por lo cual era también nuestro principal enemigo; creíamos que si vencíamos a Aelle, Cerdic caería tras él forzosamente.

El príncipe Meurig de Gwent, envuelto en su toga y con una ridícula corona de laurel forjada en bronce colocada sobre el ralo pelo castaño claro, expuso una estrategia diferente durante el consejo de guerra. Con su habitual retraimiento y su falsa humildad, propuso que nos aliáramos con Cerdic.

—Que luche por nosotros —dijo Meurig—. Que ataque a Aelle por el sur al tiempo que nosotros caemos sobre ellos por el norte. Aun sabiendo que no soy estratega —hizo una pausa y sonrió bobaliconamente como dando tiempo para que contradijéramos sus palabras, pero todos nos mordimos la lengua—, considero evidente, hasta para las más estrechas inteligencias, sin duda, que más vale luchar contra un enemigo que contra dos.

—Pero tenemos dos enemigos —replicó Arturo en tono tajante.

—Cierto; yo mismo me he erigido en portavoz de tal opinión, lord Arturo. Sin embargo, mi propuesta, si alcanzáis a comprenderla, consiste en convertir a uno de esos enemigos en amigo. —Juntó las manos y parpadeó mirando a Arturo—. En aliado —añadió, por si Arturo no hubiera comprendido aún.

—Cerdic no tiene honor —gruñó Sagramor con su espantoso acento—. Romperá su juramento tan fácilmente como una urraca rompe un huevo de gorrión. No quiero la paz con él.

—No lo comprendéis —dijo Meurig.

—No quiero la paz con él —interrumpió Sagramor al príncipe pronunciando las palabras muy despacio, como si se dirigiera a un niño. Meurig se sonrojó y calló. El alto guerrero númida infundía un pánico de muerte al Edling de Gwent, y no era de extrañar puesto que la fama de Sagramor inspiraba tanto pavor como su aspecto. El señor de Las Piedras era alto, muy delgado y rápido como el látigo. Tenía el cabello y el rostro negros como la pez y en su cara alargada, marcada por toda una vida en la guerra, una perpetua expresión hosca ocultaba un carácter no exento de sentido del humor e incluso de generosidad. Sagramor, a pesar de su imperfecto dominio de nuestra lengua, sabía mantener embelesado a todo un campamento durante horas con sus relatos de tierras remotas, pero la mayoría de los hombres sólo lo conocían como el más feroz de los guerreros de Arturo; el implacable Sagramor, el azote de los campos de batalla, huraño por lo demás, mientras que los sajones lo tenían por demonio negro enviado del otro mundo. Yo lo conocía bien, pues no sólo había sido el responsable de mi iniciación en el servicio de Mitra sino que había luchado a mi lado en la larga jornada del valle del Lugg.

—Se ha echado una sajona de buen tamaño —me cuchicheó Culhwch al oído durante el consejo—, alta como un árbol y con más pelo que una bala de paja. No me extraña que esté tan delgado.

—Tus tres mujeres te mantienen en forma —le contesté pinchándole la rellenas costillas.

—Las escojo por su arte en la cocina, Derfel, no por su belleza.

—¿Algo que añadir, lord Culhwch? —preguntó Arturo.

—¡Nada, primo mío! —respondió éste risueñamente.

—Entonces, prosigamos —resumió Arturo. Preguntó a Sagramor qué posibilidades había de que los hombres de Cerdic defendieran la causa de Aelle, y el numidio, que había defendido la frontera sajona todo el invierno, se encogió de hombros y manifestó que cualquier cosa podía esperarse de Cerdic. Añadió que, al parecer, ambos jefes se habían reunido y habían intercambiado presentes, pero nadie había informado de una alianza efectiva entre ellos. Lo más probable, según Sagramor, era que Cerdic se contentara con dejar que Aelle debilitara sus fuerzas luchando contra el ejército de Dumnonia, en tanto él atacaba las costas para apoderarse de Durnovaria.

—Si estuviéramos en paz con Cerdic… —insistió Meurig de nuevo.

—No lo estaremos —lo cortó secamente el rey Cuneglas, y Meurig, superado en rango por el único rey presente, hubo de guardar silencio otra vez.

—Queda un detalle aún —dijo Sagramor en tono de advertencia—. Ahora los sais cuentan con perros. Perros grandes.

Abrió las manos para ilustrar la gran talla de los canes sajones de guerra. Todos habíamos oído hablar de tales fieras y las temíamos. Decían que los sajones los soltaban segundos antes de que las barreras de escudos entrechocaran, y que eran capaces de abrir enormes brechas en la defensa de los contrarios por las que los lanceros enemigos se colaban en tropel.

—Yo me encargaré de los perros —dijo Merlín. Fue su única contribución al consejo, pero el firme aplomo de tal declaración alivió los temores de algunos hombres. La inesperada presencia de Merlín en el ejército era ya contribución suficiente, pues poseía la olla mágica, hecho que lo hacía mucho más poderoso y temible que nunca, incluso a ojos de los cristianos. La mayoría no comprendía la trascendencia de la olla pero a todos satisfizo que el druida manifestara su intención de acompañar al ejército. Con Arturo a la cabeza y Merlín a nuestro lado, ¿cómo podríamos perder?

Arturo dio las órdenes. Dijo que el rey Lancelot, con los lanceros de Siluria y un destacamento de dumnonios, guardaría la frontera sur con Cerdic. Los demás nos reuniríamos en Caer Ambra y marcharíamos hacia el este por el valle del Támesis. Lancelot se mostró exageradamente reacio a ser apartado del ejército principal que habría de enfrentarse con Aelle, pero Culhwch, tras oír las disposiciones, hizo un gesto de admiración.

—Una vez más se libra de la batalla, Derfel —me susurró.

—No, si Cerdic lo ataca —repliqué.

Culhwch miró de reojo a Lancelot, que estaba entre los gemelos Dinas y Lavaine.

—Y continúa cerca de su protectora, ¿verdad? —añadió Culhwch—. No le conviene alejarse de Ginebra, no fuera a ser que tuviera que defenderse solo ante el mundo.

No me importó, al contrario, me alivió que Lancelot y sus hombres no formaran parte del ejército principal; bastante tenía con enfrentarme con los sajones como para tener que preocuparme además por los nietos de Tanaburs o por posibles cuchilladas silurias por la espalda.

Así pues, emprendimos la marcha. Formábamos un ejercito desigual con contingentes de tres reinos britanos, y nuestros más lejanos aliados aún no habían llegado. Nos habían prometido hombres de Elmet e incluso de Kernow, pero nos seguirían por la calzada romana que discurría hacia el sureste desde Corinium y luego a levante hacia Londres.

Londres. Los romanos la llamaban Londinium, y antes de ellos, Londo simplemente, que significaba, según me dijo Merlín en una ocasión, «un lugar salvaje»; era nuestro próximo objetivo, la que fuera gran ciudad durante la dominación romana y que entonces decaía entre las tierras robadas por Aelle. Sagramor había dirigido un renombrado asalto a la antigua ciudad y halló a los habitantes britanos sometidos a sus nuevos amos, pero nosotros acudíamos con la esperanza de liberarlos. Tal esperanza prendió como las llamas en el corazón de los soldados, aunque Arturo la desmintiera repetidamente. Dijo que nuestra misión era atraer al sajón a la batalla, no dejarnos tentar por las ruinas de la ciudad destruida, mas en tal punto, Merlín se opuso a Arturo.

—No voy para ver a un puñado de sajones muertos —me comentó con sorna—. ¿Qué pinto yo matando sajones?

—Todo, señor —contesté—. Vuestra magia asusta al enemigo.

—No seas necio, Derfel. Cualquiera puede ponerse a saltar a la pata coja delante de un ejército haciendo ridículas muecas y maldiciendo. No hacen falta habilidades especiales para espantar sajones. ¡Hasta esos fantoches de druidas que tiene Lancelot sabrían hacerlo! Aunque en verdad no son auténticos druidas.

—¿No lo son?

—¡Claro que no! Para ser un druida de verdad es necesario estudiar, es necesario examinarse. Hay que demostrar a otros druidas que dominas la ciencia, y no me consta que ningún druida haya examinado a Dinas ni a Lavaine. A menos que lo haya hecho Tanaburs, pero ¿qué clase de druida es ése? Ha demostrado su baja categoría dejándote con vida. ¡Cuan deplorable es la ineptitud!

—Pero hacen magia, señor —repliqué.

—¡Hacen magia! —exclamó despectivamente—. ¿Lo dices porque uno de ellos puso un huevo de zorzal? Los zorzales los ponen sin tasa. Ahora bien, si hubiera puesto un huevo de oveja, sería harina de otro costal.

—También hizo una estrella, señor.

—¡Derfel! ¡Qué neciamente crédulo eres! —exclamó—. ¿Una estrella hecha con tijeras y pergamino? No te preocupes, he oído lo de la estrella esa, pero tu preciosa Ceinwyn no corre peligro. Nimue y yo nos ocupamos de ello… enterramos tres calaveras. No hace falta que te cuente los detalles pero ten por seguro que si ese par de impostores se acerca a Ceinwyn más de lo debido, se convertirán en culebras. Así podrán pasarse la vida poniendo huevos. —Se lo agradecí y luego le pregunté por qué acompañaba al ejército si no era para ayudarnos contra Aelle.

—Por el pergamino, naturalmente —me dijo, y se tocó un bolsillo de la sucia túnica negra señalándome dónde lo guardaba a buen recaudo.

—¿El pergamino de Caleddin? —pregunté.

—¿Existe algún otro? —replicó.

Merlín había rescatado el pergamino de Caleddin en Ynys Trebes y, a sus ojos, era tan valioso como todos los tesoros de Britania, pues el antiguo documento contenía el secreto de dichos tesoros. Los druidas tenían prohibido escribir; creían que fijar una fórmula mágica en pergamino destruía el poder del escritor impidiéndole seguir practicando, motivo por el cual toda su ciencia, sus ritos y sus conocimiento se traspasaban exclusivamente por vía oral. Sin embargo, antes de atacar Ynys Mon, los romanos temían tanto la religión britana que sobornaron a un druida llamado Caleddin y lo convencieron de que dictara cuanto sabía a un escribano romano; de ese modo, todo el saber britano de la antigüedad quedó preservado en el pergamino traidor de Caleddin. Merlín me había contado que gran parte de dichos conocimientos se había ido perdiendo con los siglos, pues los romanos persiguieron a los druidas cruelmente y su ciencia se diluyó en el tiempo, pero ahora, gracias al pergamino, estaba en condiciones de recrear el poder antiguo.

—¿Y el pergamino habla de Londres? —me aventuré a preguntar.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué curioso eres! —se burló, pero, tal vez porque hacía buen día y el druida estaba de un humor radiante, transigió—. El último tesoro de Britania se halla en Londres —dijo—. O se hallaba —añadió apresuradamente—. Está enterrado allí. Había pensado darte una pala para que lo desenterraras, pero seguro que lo embarullarías todo. Pero ¡sólo de pensar en los apuros que nos hiciste pasar en Ynys Mon…! Superados en número y completamente rodeados. Inolvidable. Por eso prefiero hacerlo yo. Primero tengo que averiguar dónde está enterrado, claro, y podría ser difícil.

—¿Y por ese motivo, señor, habéis traído perros? —Merlín y Nimue habían reunido una sarnosa jauría de chuchos mordedores que acompañaba al ejército. Merlín suspiró.

—Derfel —dijo—, permíteme un consejo. Sería estúpido comprar perros y seguir ladrando uno mismo. Sé para qué son, Nimue sabe para qué son, pero tú lo ignoras. Así es como lo quieren los dioses. ¿Alguna otra pregunta? ¿O puedo disfrutar ya de este paseo matutino? —Empezó a caminar a zancadas golpeando el sucio con su gran vara negra a cada paso.

El humo de grandes almenaras nos dio la bienvenida nada más pasar Calleva. Eran la señal del enemigo de que nos había avistado, y los sajones tenían orden de arrasar la tierra siempre que divisaran tal humareda. Entonces vaciaban los silos de grano, quemaban las casas y se llevaban los ganados. Aelle siempre se retiraba de esa forma, manteniéndose a un día de distancia de nosotros, tentándonos a adentrarnos en los terrenos desolados. Si el camino atravesaba un bosque, lo bloqueaban con troncos y, algunas veces, mientras nuestros hombres se esforzaban para apartarlos de en medio, una flecha o una lanza caía de entre los árboles y se cobraba una vida, o bien un gran perro sajón con la boca llena de espuma saltaba de pronto desde la maleza, pero eran los únicos ataques y nunca llegamos a ver su barrera de escudos. Él retrocedía y nosotros avanzábamos; todos los días, una flecha o un perro se llevaban la vida de uno o dos hombres.

Era la enfermedad, sin embargo, la que causaba verdaderos estragos. Ya nos había sucedido antes del valle del Lugg; los dioses nos hostigaban con enfermedades siempre que se reunía un ejército numeroso. Los enfermos nos impedían avanzar rápido, pues si no podían caminar, era necesario dejarlos en algún lugar resguardado con un puñado de lanceros que los protegieran de las bandas sajonas que merodeaban a lo largo de nuestros flancos. Durante el día, las bandas de enemigos se dejaban ver en la distancia en grupos dispersos, y durante la noche, sus fogatas iluminaban nuestro horizonte. No obstante, no eran los enfermos los principales responsables de la lenta marcha, sino el fárrago mismo de mover a tantos hombres. Me parecía un misterio que treinta lanceros pudieran cubrir sin prisa veinte millas en una jornada y, sin embargo, un ejército veinte veces más numeroso tenía que darse por satisfecho si, con gran esfuerzo, llegaba a las ocho o nueve. Las piedras romanas colocadas a la vera del camino, que especificaban la distancia que faltaba para llegar a Londres, jalonaban nuestra marcha; al cabo de un rato, me negué a seguir mirándolas, prefería desconocer su deprimente mensaje.

Las carretas de bueyes también contribuían a hacer premiosa la marcha. Cuarenta carros espaciosos con víveres y armas de repuesto se arrastraban a paso de caracol a la retaguardia del ejército. El príncipe Meurig comandaba la retaguardia afanándose entre las carretas, contándolas obsesivamente y quejándose sin cesar del paso ligero de los lanceros de vanguardia.

Los famosos jinetes de Arturo iban a la cabeza. Eran cincuenta ya, a esas alturas, a lomos de hermosos alazanes de largas crines criados en el corazón de Dumnonia. Otros jinetes, que no lucían la armadura de la banda de Arturo, avanzaban delante reconociendo el terreno y, a veces, no regresaban, aunque, un poco más adelante, siempre hallábamos sus cabezas segadas aguardándonos en el camino.

Componían el grueso del ejército quinientos lanceros. Arturo había optado por prescindir de los contingentes de la leva pues tales campesinos raramente contaban con armamento adecuado, de modo que éramos todos soldados comprometidos por juramento, armados de lanzas y escudos; la mayoría tenía también espadas. No todos podían permitirse una espada, pero Arturo había enviado órdenes a lo largo y ancho de Dumnonia de que toda hacienda que estuviera en posesión de una espada no comprometida previamente al servicio del ejército la entregara, y los ochenta aceros así reclutados fueron distribuidos entre los soldados. Algunos hombres, unos pocos, portaban hachas sajonas cobradas en anteriores batallas, aunque otros, entre los cuales me contaba, no éramos partidarios de un arma que tanta agilidad restaba.

¿Y para pagar los pertrechos? ¿Para pagar las espadas y las lanzas nuevas, los nuevos escudos, las carretas y los bueyes, la harina, las botas, los pendones y las correas, las cazuelas, los yelmos, los mantos, las dagas, las herraduras y la carne salada? Arturo se echó a reír cuando se lo pregunté.

—Agradéceselo a los cristianos, Derfel —me dijo.

—¿Han entregado más? —pregunté—. Daba esa ubre por seca.

—Seca ha quedado ahora —replicó con una sonrisa maliciosa—, pero es asombrosa la generosidad de sus templos si a cambio se ofrece el martirio a sus guardianes, y más asombroso es aún lo mucho que hemos prometido devolver.

—¿Llegamos a devolver algo al obispo Sansum? —pregunté. La fortuna empleada en comprar la paz con Aelle durante la campaña de otoño, que terminó en el valle del Lugg, había salido del monasterio de Ynys Wydryn, que el obispo Sansum tenía a su cargo.

Arturo contestó con un gesto negativo de la cabeza.

—Y no deja de recordármelo —añadió.

—El obispo —dije con precaución— ha hecho nuevas amistades, al parecer.

—Es capellán de Lancelot —respondió, riéndose de mi intento de diplomacia—. Nuestro querido obispo no puede permanecer abajo. Sale flotando siempre como una manzana en una barrica de agua.

—Y ha firmado la paz con vuestra esposa —señalé.

—Me gusta que las personas resuelvan sus diferencias —respondió sin gran entusiasmo—, pero es cierto, el obispo Sansum tiene aliados extraños últimamente. Ginebra lo tolera, Lancelot lo distingue y Morgana lo defiende. ¿Qué te parece? ¡Morgana! —Arturo quería a su hermana, y le entristecía que Merlín la hubiera relegado. Gobernaba Ynys Wydryn con eficacia feroz, casi como si quisiera demostrar al druida que tenía mejores aptitudes que Nimue para ser su compañera, pero hacía tiempo que Morgana había perdido la batalla para ser la sacerdotisa principal del druida. Merlín la valoraba, según Arturo, pero ella quería que la amaran, y quién amaría jamás a una mujer tan marcada, consumida y desfigurada por el fuego, me preguntó Arturo con pesar—. Merlín nunca la consideró su amada aunque ella afirmara lo contrario, y nunca le importó que lo dijera puesto que, cuanta más gente le considere extravagante, más le agrada. En realidad, no soporta la presencia de Morgana sin la máscara. Está sola, Derfel.

Así pues, no era de extrañar que Arturo se alegrara de la amistad de su maltrecha hermana con el obispo Sansum, aunque a mí me desconcertaba que el más feroz propagador del cristianismo en Dumnonia tuviera amistad con una sacerdotisa pagana famosa por sus poderes. Me imaginé al señor de los ratones como una araña tejiendo una tela sospechosa. Había intentado hacer caer a Arturo en la anterior, ¿para quién tejía entonces con tanto afán?

Dejamos de tener nuevas de Dumnonia tan pronto como nuestro último aliado se hubo reunido con nosotros. Quedamos aislados, rodeados de sajones, aunque las últimas noticias de casa eran favorables. Cerdic no había hecho movimiento alguno contra las tropas de Lancelot ni se creía que hubiera acudido al este en ayuda de Aelle. Los últimos aliados que se unieron a nosotros eran una banda de guerreros de Kernow al mando de un viejo amigo, que avanzó al galope por la columna hasta dar conmigo, bajó del caballo, tropezó y cayó al suelo a mis pies. Era Tristán, príncipe y Edling de Kernow; se levantó, se sacudió el polvo del manto y me abrazó.

—Respirad a gusto, Derfel —me dijo—, los guerreros de Kernow acaban de llegar. Nada malo os sucederá. —Me reí.

—Tenéis buen aspecto, lord príncipe —y era cierto.

—Me he librado de mi padre —replicó a modo de explicación—. Me ha soltado de la jaula, seguramente con la esperanza de que un sajón me parta la cabeza de un hachazo. —Puso una cara grotesca imitando a un moribundo y yo escupí para ahuyentar el mal.

Tristán era un hombre atractivo y apuesto, de cabello negro, barba bifurcada y largos bigotes. Tenía la piel cetrina y solía parecer triste, pero aquel día irradiaba alegría. Había acudido al valle del Lugg con un puñado de hombres en contra de las órdenes de su padre, acto por el cual fue confinado a una remota fortaleza en la costa septentrional de Kernow durante todo el invierno, según supimos; pero el rey Mark había transigido y liberado a su hijo para aquella campaña.

—Ahora somos familia —añadió Tristán.

—¿Familia?

—Mi estimado padre —dijo con ironía— ha tomado nueva esposa. Ialle de Broceliande. —Broceliande era el único reino britano que quedaba en Armórica, gobernado por Budic ap Camran, casado con Anna la hermana de Arturo; es decir, que Ialle era sobrina de Arturo.

—¿Es vuestra sexta madrastra, ya?

—No, la séptima —me corrigió Tristán—; sólo tienen quince veranos, y mi padre debe de tener cincuenta al menos. ¡Yo ya tengo treinta! —añadió sombríamente.

—¿Y no habéis tomado esposa?

—Aún no. Pero mi padre las toma por los dos. Pobre Ialle. Dentro de cuatro años, Derfel, estará muerta como las anteriores. Pero de momento, él está satisfecho. La está desgastando, como a todas las demás. —Me rodeó los hombros con el brazo—. Me han dicho que vos sí habéis tomado esposa, ¿es cierto?

—No, pero estoy bien atado.

—¡A la legendaria Ceinwyn! —Soltó una carcajada—. ¡Bien por vos, amigo mío, bien por vos! Un día encontraré a mi propia Ceinwyn.

—Pronto, tal vez, lord príncipe.

—¡No queda otro remedio! ¡Me estoy haciendo viejo! El otro día me descubrí una cana, aquí en la barba. —Se tocó el mentón—. ¿La veis? —preguntó con ansiedad.

—¿Ver qué? —pregunté en son de burla—. ¡Pero si parecéis un tejón! —Debían de haber tres o cuatro mechones grises entre la negra barba, nada más.

Tristán se rió y miró hacia el esclavo que corría por un lado del camino con una docena de perros atados.

—¿Raciones de emergencia? —me preguntó.

—Magia de Merlín, pero no quiere contarme el propósito de traerlos. —Los perros del druida eran un estorbo; necesitaban comida de la que no podíamos prescindir, no nos dejaban dormir por la noche con sus aullidos y peleaban como demonios con los otros perros que acompañaban a nuestros hombres.

Al día siguiente de la incorporación de Tristán llegamos a Pontes, donde el camino cruza el Támesis por un extraordinario puente romano de piedra. Esperábamos encontrarlo derruido, pero nuestras avanzadillas informaron de que se mantenía en pie y, para asombro nuestro, seguía en pie cuando llegaron los primeros lanceros.

Fue el día más caluroso de la marcha. Arturo prohibió cruzar el puente hasta que las carretas se unieran al grueso del ejército, de modo que los hombres se desparramaron entre tanto por la ribera. El puente tenía once ojos, dos en cada orilla por donde el camino empezaba a elevarse sobre los siete que cruzaban el río propiamente. Del lado del puente por donde llegaba la corriente había troncos de árbol y otros desechos flotantes, de modo que el río era más ancho y profundo en la parte occidental que en la oriental, y el agua se precipitaba sobre el improvisado dique de detritos haciendo espuma entre los pilares de piedra. En la orilla opuesta se divisaba un asentamiento romano; un puñado de edificaciones de piedra en torno a las ruinas de un embarcadero de tierra; en nuestro lado del puente, una gran torre guardaba la calzada, que discurría bajo su ruinoso arco, y conservaba todavía una inscripción romana. Arturo me la tradujo: el puente había sido construido por orden del emperador Adriano.

Imperator —dije, mirando hacia la placa de piedra—. ¿Eso significa «emperador»?

—En efecto.

—¿Y el emperador está por encima del rey? —pregunté.

—El emperador es el rey de reyes —contestó Arturo. El puente lo entristeció. Pasó bajo los ojos de tierra, luego se dirigió a la torre, la tocó y miró la inscripción.

—Supongamos que tú y yo quisiéramos construir un puente como éste —me dijo—. ¿Cómo lo haríamos?

—Con troncos, señor —dije con un encogimiento de hombros—. Unos buenos pilares de olmo y lo demás, de roble.

—¿Crees tú —replicó con una mueca de desaprobación— que todavía seguiría en pie cuando nacieran los hijos de nuestros nietos?

—Que levanten otros puentes —dije, a modo de solución.

—No tenemos a nadie capaz de trabajar la piedra de esta forma —comentó acariciando la torre—. Nadie que sepa cómo anclar un pilar de piedra en el lecho del río. Nadie que recuerde siquiera cómo se hace. Derfel, es como si tuviéramos un tesoro escondido que día a día se hundiera más porque no supiéramos detenerlo ni aumentarlo. —Miró hacia atrás y vio aparecer en la distancia los primeros carros de Meurig. Nuestros exploradores se habían adentrado en los bosques de ambos lados del camino y habían informado de que no había rastro de sajones, pero Arturo todavía recelaba.

—Si yo fuera el enemigo, dejaría que el ejército cruzara y luego caería sobre las carretas —dijo.

De modo que decidió enviar una avanzadilla al otro lado del puente, hacer pasar luego los carros hasta las ruinosas murallas de tierra del asentamiento y, sólo entonces, cruzar el río con el grueso del ejército.

Mis hombres formaron la avanzadilla. La otra orilla era un terreno menos boscoso y, aunque quedaban algunos grupos de árboles suficientemente tupidos como para esconder un pequeño ejército, nadie salió a recibirnos. La única señal de los sajones fue una cabeza de caballo que nos aguardaba en mitad del puente. Mis hombres se negaron a pasar hasta que Nimue se acercó a deshacer el sortilegio. Se limitó a escupir a la cabeza de equino. Dijo que la magia sajona tenía poco poder y, tan pronto como hubo contrarrestado el encantamiento, Issa y yo arrojamos la testa pretil abajo.

Mis hombres montaron guardia en la muralla de tierra mientras cruzaban los carros y su escolta. Galahad había cruzado con nosotros y me acompañó a registrar las construcciones de intramuros. Por alguna razón, los sajones se mostraban reacios a ocupar los asentamientos romanos y preferían sus casas de troncos y paja, aunque aquellos edificios de piedra habían estado habitados hasta hacía poco, pues hallamos cenizas en los hogares y algunos suelos recién barridos.

—Podrían ser de los nuestros —dijo Galahad, pues muchos britanos vivían entre los sajones, la mayoría como esclavos, pero algunos como hombres libres sometidos al gobierno de los invasores.

Habríase dicho que los edificios hubieran servido de cuartel en algún tiempo, pero también había dos viviendas y otra edificación que tomé por granero pero cuya puerta rota, al abrirse, nos mostró un establo donde alojar el ganado durante la noche para protegerlo de los lobos. El suelo era un lodazal hondo de paja y boñiga tan apestoso que habría salido de allí en aquel mismo momento, pero Galahad descubrió algo al fondo, entre las sombras, y lo seguí hasta allí pisando el suelo viscoso y mojado.

El extremo opuesto no era una pared recta bajo el tejado sino que se rompía en un ábside curvo. Arriba, entre la sucia escayola del ábside y visible apenas bajo la suciedad y el polvo de los años, había un símbolo pintado que parecía una gran «equis» con una «pe» encima. Galahad se quedó mirando el símbolo e hizo la señal de la cruz.

—Esto era una iglesia, Derfel —dijo asombrado.

—Apesta —contesté.

—Aquí había cristianos —comentó Galahad, mirando el símbolo con reverencia.

—Pues ya no. —La espantosa fetidez me hizo estremecer, no podía parar de dar manotazos inútilmente a las moscas que revoloteaban alrededor de mi cabeza.

A Galahad no le importó la fetidez. Removió con la punta de la lanza la compacta masa de boñiga y paja podrida y terminó por descubrir un pequeño trozo de suelo. Lo que encontró le hizo perseverar hasta dejar al descubierto la parte superior de un hombre representado en las pequeñas baldosas. El hombre llevaba túnica de obispo, tenía un halo como un sol alrededor de la cabeza y levantaba una mano con una pequeña bestia de cuerpo delgado y gran cabeza peluda.

—San Marcos y el león —me dijo Galahad.

—Creía que los leones eran fieras enormes —comenté, decepcionado—. Sagramor dice que son más grandes que caballos y más feroces que osos. —Me quedé mirando la bestia manchada de mierda—. Esto no es mayor que un gatito.

—Es un león simbólico —me recriminó. Intentó limpiar otro poco, pero fue en vano, pues la suciedad era muy vieja y estaba muy pegada y amazacotada—. Algún día —dijo— levantaré una gran iglesia como ésta. Un iglesia enorme donde la gente se reúna ante Dios.

—Y cuando te mueras —contesté, empujándolo hacia la salida—, algún desgraciado cobijará aquí a diez rebaños en invierno y te estará muy agradecido.

Insistió en quedarse un minuto más y, mientras le sujetaba la lanza y el escudo, abrió los brazos a los lados y pronunció una nueva oración en un viejo recinto.

—Es una señal divina —dijo exaltado cuando por fin salió otra vez al sol—. Devolveremos el cristianismo a Lloegyr, Derfel. ¡Es una señal de victoria!

Aunque Galahad lo interpretara como una señal de victoria, aquella vieja iglesia estuvo a punto de abocarnos a la derrota. Al día siguiente, mientras avanzábamos en dirección este hacia Londres, tan tentadoramente cerca ya, el príncipe Meurig permaneció en Pontes. Envió las carretas por delante con la mayoría de su escolta pero se quedó con cincuenta hombres para despejar la iglesia de la viscosa suciedad. El descubrimiento de la antigua iglesia conmovió a Meurig tanto como a Galahad y decidió devolver el templo a su dios; mandó a sus hombres dejar las armas a un lado y limpiar el edificio de detritos y paja; los sacerdotes que lo acompañaban rezarían lo que fuera necesario para restituir su santidad al lugar.

Y mientras la retaguardia sacaba mierda con horcas, los sajones que nos seguían llegaron al puente.

Meurig escapó, tenía un caballo, pero casi todos los que estaban limpiando murieron, así como dos sacerdotes; después, los sajones cruzaron el puente y cayeron en tromba sobre las carretas. Lo que quedaba de retaguardia presentó batalla, pero los asaltantes eran más numerosos y los rodearon por los flancos, les dieron alcance y empezaron a matar a los lentos bueyes hasta que, una a una, detuvieron las carretas, que quedaron a merced del enemigo.

Entonces oímos la conmoción. El ejército se detuvo y los jinetes de Arturo volvieron al galope hacia el lugar de donde procedía el fragor de la matanza. Ninguno de los jinetes iba convenientemente pertrechado para luchar pues hacía un calor excesivo y no cabalgaban toda la jornada con la armadura puesta; no obstante, su sola aparición fue suficiente para hacer huir al enemigo en desbandada. Pero el daño ya estaba hecho. Dieciocho de las cuarenta carretas quedaron inmovilizadas y, sin los bueyes, tendrían que ser abandonadas allí. Aquellas dieciocho habían sido saqueadas en su mayoría y los barriles de preciosa harina habían sido arrojados al suelo. Recogimos en nuestras capas cuanta harina pudimos, aunque el pan que con ella se cociera sería de poca calidad y lleno de polvo y ramas. Ya antes del asalto, habíamos recortado las raciones para estirarlas dos semanas, pero después, como la mayor parte de la comida iba en las últimas carretas, tuvimos que considerar la necesidad de reducir la marcha a una semana a partir de aquel día, y ni así habría alimento suficiente para volver sanos y salvos a Calleva o a Caer Ambra.

—En el río abunda la pesca —señaló Meurig.

—¡Dioses! ¡Pescado otra vez no! —gruñó Culhwch, recordando las privaciones de los últimos días en Ynys Trebes.

—No hay peces suficientes para alimentar a un ejército —replicó Arturo con rabia. Le habría gustado gritar a Meurig, haber dejado su estupidez en evidencia, pero Meurig era príncipe y el sentido del respeto no le permitía humillarlo. Si hubiéramos sido Culhwch o yo quienes hubiéramos dividido la retaguardia dejando las carretas a merced del enemigo, Arturo habría perdido los estribos, pero a Meurig lo protegía su alta cuna.

Nos reunimos en consejo al norte del camino, que en aquel punto atravesaba recto una llanura herbosa y oscura salpicada de arboledas: a ambos lados había maraña de aulagas y espinos. Estaban presentes todos los comandantes, los demás cargos menores se agolpaban por docenas para escuchar las discusiones. Naturalmente, Meurig declinó toda responsabilidad alegando que, de haber contado con mayor número de hombres, jamás habría ocurrido tal desastre.

—Por otra parte —añadió—, y disculpad que hable de eso, aunque lo considere algo que no necesita mucha explicación, un ejército que no cuenta con Dios no puede esperar ningún éxito.

—Entonces, ¿por qué Dios no cuenta con nosotros? —replicó Sagramor.

—Lo hecho, hecho está —dijo Arturo para acallar al númida—. Nos hemos reunido aquí para hablar del paso siguiente.

Pero el siguiente paso dependía más de Aelle que de nosotros. Había ganado la primera batalla, aunque tal vez ignorara el alcance de su triunfo. Nos habíamos internado muchas millas en su territorio y corríamos el riesgo de morir de hambre a menos que lográsemos preparar una encerrona a su ejército, destruirlo y llegar así a tierras en las que aún quedaran reservas. Los exploradores nos llevaban venados y, de vez en cuando, encontraban por azar alguna vaca o alguna oveja, pero tales exquisiteces escaseaban y no terminaban de compensar la pérdida de harina y carne en salazón.

—Tendrá que defender Londres, sin duda —dijo Cuneglas.

Sagramor negó con la cabeza.

—Londres está habitada principalmente por britanos —dije— a los sajones no les gusta y nos dejarán tomarla.

—En Londres habrá víveres —prosiguió Cuneglas.

—Pero ¿cuánto durarán, lord rey? —inquinó Arturo—. Y si nos los llevamos, ¿qué haremos? ¿Vagar eternamente con la esperanza de que Aelle decida presentar batalla? —Se quedó mirando al suelo con el rostro tenso, sumido en sus pensamientos. La táctica de Aelle ya estaba clara, los sajones permitirían que siguiéramos avanzando, sus hombres siempre irían por delante de nosotros limpiando el terreno de sustento y, tan pronto como nos debilitáramos física y moralmente, la horda sajona nos rodearía—. Lo que debemos hacer —manifestó Arturo— es atraerlos hacia nosotros. —Meurig parpadeó rápidamente.

—¿Cómo? —preguntó en un tono que pretendía ridiculizar a Arturo.

Los druidas que nos acompañaban, Merlín, Iorweth y dos más de Powys ocupaban un lateral en el consejo, y Merlín, que se había adueñado de un hormiguero y lo empleaba a modo de sitial, llamó la atención de los presentes levantando la vara en alto.

—¿Qué hacéis cuando queréis una cosa de valor? —preguntó con poco entusiasmo.

—Tomarla —replicó Agravain, que comandaba a los jinetes de Arturo para que éste pudiera hacerse cargo del ejército.

—Si queréis algo valioso de los dioses —concretó Merlín—, ¿qué hacéis?

Agravain se encogió de hombros y ninguno de los presentes supo responder.

Merlín se levantó y dominó el consejo con su elevada estatura.

—Si deseáis algo —dijo con sencillez, como si fuera el maestro y nosotros los discípulos—, tenéis que dar algo a cambio. Debéis hacer una ofrenda, un sacrificio. Lo que más deseaba yo por encima de todas las cosas de este mundo era la olla mágica, de modo que ofrecí mi vida por ella y mi deseo fue escuchado; de no haber ofrecido mi espíritu a cambio, el don no habría llegado a mí. Tenemos que ofrecer un sacrificio.

Meurig, como cristiano, se sintió ofendido y no pudo resistir el deseo de mofarse del druida.

—¿Vuestra vida, quizá, lord Merlín? La última vez os salió bien. —Estalló en carcajadas y, con una mirada, conminó a los sacerdotes supervivientes a que lo secundaran.

Las risas cesaron tan pronto como Merlín apuntó al príncipe con la vara. La mantuvo con pulso inmejorable a escasas pulgadas de la cara de Meurig y no la movió ni mucho después de que se acallaran las carcajadas ni cuando el silencio se hizo insoportable. Agrícola carraspeó respondiendo al deber de acudir en ayuda de su príncipe, pero una leve oscilación del negro báculo acalló cualquier protesta que Agrícola tuviera en mente. Meurig se revolvió incómodo, pero parecía hipnotizado. Se ruborizó, parpadeó y se le pusieron los pelos de punta. Arturo frunció el ceño pero nada dijo. Nimue sonrió ante las expectativas del sino del príncipe y los demás mirábamos en silencio, algunos estremecidos de miedo, pero Merlín siguió firme hasta que, por fin, Meurig no pudo soportar la tensión por más tiempo.

—Lo he dicho en broma —gritó al borde de la desesperación—, no pretendía ofender.

—¿Has dicho algo, lord príncipe? —inquirió Merlín sobresaltado, fingiendo que las aterrorizadas palabras de Meurig lo habían sacado bruscamente de su ensoñación. Bajó la vara—. Creo que soñaba despierto. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! De un sacrificio. ¿Qué es lo más precioso que poseemos, lord Arturo?

—Tenemos oro —respondió éste tras pensarlo unos momentos—, plata, mi armadura.

—Chucherías —replicó Merlín despectivamente.

De nuevo se hizo el silencio; después, los hombres que habían quedado fuera del consejo empezaron a manifestarse. Algunos se quitaron las torques que llevaban al cuello y las blandieron en el aire. Otros propusieron ofrecer armas, un hombre llegó a reclamar la espada de Arturo por su nombre, Excalibur. Los cristianos se abstuvieron, pues se trataba de una ceremonia pagana y ellos no ofrecerían sino plegarias; un hombre de Powys propuso sacrificar a un cristiano, idea que despertó entusiasmos e hizo ruborizarse a Meurig nuevamente.

—A veces tengo la impresión —dijo Merlín cuando las ideas se agotaron— de que estoy condenado a vivir entre idiotas. ¿Acaso está loco todo el mundo excepto yo? ¿No hay entre todos vosotros un solo pobre necio y corto de entendederas que vea lo que, evidentemente, es nuestro más preciado bien? ¿Ni uno solo?

—Comida —dije.

—¡Ah! —exclamó Merlín con deleite—. ¡Bien dicho, pobre necio y corto de entendederas! Comida, idiotas —escupió el insulto a todo el consejo—. Los planes de Aelle se fundamentan en la creencia de que andamos escasos de víveres, de modo que debemos demostrarle lo contrario. Mostrémonos pródigos en víveres como los cristianos en oraciones, echémosla al vacío de los cielos, despilfarrémosla, arrojémosla por el suelo, tenemos que —hizo una pausa para recalcar la siguiente palabra— «sacrificarla». —Aguardó para comprobar si alguien se oponía pero nadie habló—. Busca un lugar cerca de aquí —ordenó a Arturo— que te parezca oportuno para presentar batalla a Aelle. No hagas alarde de grandes fuerzas pues no conviene que rehúse el combate. Recuerda que es preciso tentarlo, hacerle creer en la victoria. ¿Cuánto tardará en aprestar sus fuerzas para la batalla?

—Tres días —replicó Arturo. Sospechaba que los hombres de Aelle estaban muy dispersos formando un amplio círculo que nos escoltaba y que tardarían al menos dos días en reunirse y formar un ejército compacto, más otro día entero para situarse en orden de batalla.

—Necesito dos días —dijo Merlín—, así que cuece pan para mantenernos vivos cinco días —ordenó—. Nada de raciones generosas, Arturo, pues el sacrificio ha de ser real. Luego, busca el campo de batalla y aguarda. Deja lo demás en mis manos pero dame a Derfel y a doce de sus hombres para hacer otros trabajos. ¿Hay alguien entre nosotros —prosiguió, levantando la voz para que le oyera la multitud que se apiñaba fuera del consejo— ducho en la talla de la madera?

Escogió a seis, dos de Powys, uno que llevaba el halcón de Kernow en el escudo y los demás, dumnonios. Les entregó hachas y cuchillos pero ninguna herramienta para tallar hasta que Arturo encontrara el campo de batalla.

Arturo escogió un extenso brezal que ascendía suavemente hasta una cima coronada por un bosquecillo de tejos y serbales blancos. La pendiente apenas se empinaba pero aun así dominaríamos desde cierta altura; Arturo plantó los pendones y, alrededor de las enseñas, surgió un campamento de refugios de ramas cortadas en la arboleda. Los lanceros se situarían en torno a las enseñas y, según nuestras esperanzas, allí se enfrentarían con Aelle. El pan que nos mantendría con vida mientras aguardábamos fue cocido en hornos de tierra.

Merlín se situó al norte del brezal, donde había una pradera con raquíticos alisos invadidos por la maleza a la orilla de un arroyo que serpenteaba hacia el Támesis. Mis hombres recibieron la orden de talar tres robles, cortar las ramas, descortezar el tronco y, luego, cavar tres hoyas para ponerlos de pie en tierra a modo de columnas, aunque primero, los artesanos de la madera tuvieron que convertirlos en ídolos macabros. Iorweth ayudó a Merlín y a Nimue; los tres se zambulleron gustosamente en una tarea que les daba ocasión de crear las imágenes más macabras y temibles, aunque no guardaran ni remota semejanza con ninguna imagen de dioses que hubiera visto en mi vida; mas a Merlín no le importaba. Dijo que los ídolos no eran para nosotros sino para los sajones y, por eso, los talladores y él convirtieron los troncos en horribles caras de animal con pecho de mujer y genitales de hombre; terminadas las columnas, mis hombres dejaron sus tareas y colocaron las tres figuras en los agujeros del suelo; Merlín y los artesanos rellenaron las hoyas con tierra y finalmente las columnas quedaron erguidas.

—¡El padre —exclamó Merlín brincando alegremente delante de los ídolos—, el hijo y el espíritu santo! —dijo riendo.

Mientras tanto, mis hombres levantaron una gran pila de leña delante de las hoyas donde colocaron las provisiones que nos quedaban. Matamos los bueyes restantes e izamos sus pesados cuerpos sobre los leños, que fueron impregnándose de sangre fresca hasta las capas inferiores; encima de los bueyes depositamos todo lo que habían acarreado; carne seca, pescado seco, queso, manzanas, cereal y legumbres y, sobre los preciosos víveres, el cadáver de un par de venados recién cazados y un carnero acabado de sacrificar. Cortamos la cabeza del carnero y la clavamos, con su par de cuernos iguales, en el pilar central.

Los sajones observaban nuestro trabajo. Se encontraban en la otra orilla del río y una o dos veces, durante el primer día, arrojaron las lanzas por encima del agua pero, tras los inútiles intentos de estorbar nuestra actividad, se conformaron con mirarnos y seguir con atención el desarrollo de nuestras actividades. Tenía la sensación de que cada vez eran más. Durante el primer día sólo avistamos unos doce entre los árboles, pero al caer la tarde del segundo, vimos al menos una veintena de fogatas humeantes tras la cortina vegetal.

—Ahora —dijo Merlín aquella misma tarde— vamos a darles un buen espectáculo.

Llevamos cazuelas con fuego desde la pequeña cima del brezal hasta la gran pila de madera y las arrojamos al fondo de la maraña de leña. La madera estaba verde, pero en el centro habíamos dispuesto montones de hierba seca y ramas rotas y, al caer la noche, la pira ardía intensamente. Las llamas proyectaban un resplandor espeluznante sobre nuestros toscos ídolos, el humo se elevaba en una gran columna que se extendía en dirección a Londres y el olor a carne asada inundaba el campamento y nos hacía la boca agua. La hoguera crujió y se derrumbó en un torrente de pavesas que se perdieron en el aire; en el tremendo calor, las reses sacrificadas se sacudían y se retorcían cuando las llamas alcanzaban los tendones y hacían estallar los cráneos. La grasa deshecha chisporroteaba en el fuego y prendía con brillos blancos y deslumbrantes que proyectaban sombras negras sobre los horrendos ídolos. El fuego ardió toda la noche quemando nuestras últimas esperanzas de salir de Lloegyr si no era como victoriosos; al amanecer, los sajones se acercaron con sigilo a observar los humeantes restos.

Y permanecimos a la espera, aunque no completamente inactivos. Nuestros jinetes partieron hacia levante a vigilar el camino de Londres y volvieron para informar de que había bandas de sajones en marcha. Otros cortamos más leña y empezamos a levantar una fortificación junto al mermado bosquecillo de la cima del brezal. Para nada la necesitábamos, pero Arturo quería dar la impresión de que estábamos montando una base en el corazón de Lloegyr desde la cual hostigaríamos a Aelle. Tal planteamiento, si lograba convencer a Aelle, seguramente lo incitaría a la batalla. Hicimos los preparativos para levantar una muralla de tierra; la falta de herramientas apropiadas nos impidió dar una impresión de grandiosidad pero, no obstante, la muralla debió de contribuir al engaño.

A pesar de lo mucho que teníamos que hacer, en el seno del ejército las disensiones y hostilidades seguían manifestándose. Algunos, como Meurig, creían que habíamos adoptado una táctica errónea desde el principio. Meurig decía que habría sido preferible enviar dos o tres ejércitos pequeños a tomar la fortaleza sajona de la frontera. Teníamos que haber hostigado y provocado y, sin embargo, sólo habíamos conseguido pasar más hambre cada día en nuestra propia trampa en plena Lloegyr.

—Tal vez esté en lo cierto —me confesó Arturo durante la tercera mañana.

—No, señor —insistí y, para reforzar mi opinión, señalé hacia el norte en dirección a la humareda, cada vez más gruesa, que revelaba el incremento de la horda sajona del otro lado del río.

—Sí, es cierto que el ejército de Aelle está ahí —dijo—, pero no significa que se disponga a atacar. Nos vigila, pero si tiene dos dedos de frente, nos dejará aquí plantados hasta que nos pudramos.

—Podríamos atacar nosotros —dije.

—Hacer que un ejército cruce un bosque y un río es la receta del desastre. Es nuestro último recurso, Derfel. Recemos para que venga hoy.

Pero no fue así y hacía cinco días que los sajones habían atacado las carretas de los víveres. Al día siguiente comeríamos migas y al otro, estaríamos muriéndonos de hambre. Tres días más y miraríamos la espantosa derrota a los ojos. Arturo no mostraba preocupación, aunque los gruñones del ejército vieran las perspectivas tan negras y, aquella tarde, cuando el sol se ponía por la lejana Dumnonia, Arturo me hizo seña de que subiera con él a la muralla de nuestra primitiva fortaleza en construcción. Trepé por los maderos hasta arriba.

—Mira —me dijo señalando hacia levante. A lo lejos, en el horizonte, divisé otra gruesa columna de humo gris y, bajo el humo, con los edificios iluminados por los rayos bajos del sol, la ciudad más grande que había visto en mi vida. Mayor que Glevum y Corinium, mayor incluso que Aquae Sulis—. Londres —dijo Arturo, admirado—. ¿Habías pensado en verla alguna vez?

—Sí, señor.

—Mi confiado Derfel Cadarn —replicó sonriendo. Estaba en lo más alto de la muralla, sujetándose a un pilar sin remate y mirando fijamente a la ciudad. A nuestra espalda, en el rectángulo que formaban los troncos, se encontraban recogidos los caballos del ejército. Los pobres animales estaban hambrientos pues escaseaba la hierba en aquella tierra seca y no habíamos cargado forraje para ellos—. Resulta extraño, ¿verdad? —prosiguió Arturo, sin dejar de mirar a Londres—. Tal vez a estas alturas, Lancelot y Cerdic se hayan enfrentado ya en combate, y nosotros sin saberlo.

—Roguemos que haya ganado Lancelot —dije.

—Ya ruego, Derfel; ya ruego. —Golpeó con el talón la muralla a medio construir—. ¡Qué oportunidad se le presenta a Aelle! —exclamó de pronto—. Podría terminar con los mejores guerreros de Britania aquí. A finales de año, Derfel, sus hombres podrían estar en posesión de nuestras plazas fuertes. Podrían acercarse paseando al mar Severn. Todo habría desaparecido. ¡Britania entera desaparecería! —La idea debió de parecerle divertida; se dio media vuelta y miró a los caballos—. Aún podríamos comérnoslos —dijo—. Su carne nos sustentaría una o dos semanas más.

—¡Señor! —le recriminé su pesimismo.

—No te preocupes, Derfel —rió—. He enviado un mensaje a nuestro viejo amigo Aelle.

—¿Es cierto, señor?

—La mujer de Sagramor. Se llama Malla. ¡Qué nombres tan extraños tienen los sajones! ¿La conoces?

—La he visto, señor. —Malla era una muchacha alta de largas y fuertes piernas, con los hombros anchos como un tonel. Sagramor la había hecho cautiva en una de sus incursiones a finales del año anterior y ella había aceptado su destino con una pasividad que se reflejaba en su rostro inexpresivo, casi ausente, adornado por una generosa mata de pelo dorado. El cabello era el único rasgo especialmente llamativo de Malla, aunque de todos modos poseía un extraño atractivo; era una criatura grande, fuerte, lenta y robusta, dotada de una serenidad y una presencia tan taciturna como la de su amante numidio.

—Fingirá que ha escapado de nosotros —le explicó Arturo— y en estos mismos momentos debe de estar contando a Aelle que planeamos pasar aquí el próximo invierno y que Lancelot vendrá con otras trescientas espadas porque lo necesitamos, ya que muchos de los nuestros están débiles y enfermos, aunque contamos con unas despensas llenas de víveres. —Sonrió—. En fin, que le está llenando la cabeza de tonterías, o eso espero, al menos.

—Tal vez le cuente la verdad —dije sombríamente.

—Tal vez —dijo sin asomo de preocupación. Miraba a una hilera de hombres que transportaban pellejos de agua desde un manantial que brotaba al pie de la ladera sur—, pero Sagramor confía en ella —añadió— y yo aprendí a confiar en Sagramor hace mucho tiempo.

—Yo no permitiría que mi mujer fuera al campo enemigo —dije, e hice un signo contra el mal.

—Se ofreció voluntaria —repuso Arturo—. Asegura que los sajones no le harán daño alguno. Al parecer, es hija de uno de los caudillos.

—Esperemos que ame menos a su padre que a Sagramor.

Arturo se encogió de hombros. La suerte ya estaba echada y hablar de riesgos no mejoraría la situación. Cambió de tema.

—Quiero que estés en Dumnonia cuando todo esto termine.

—Con mucho gusto, señor, si me aseguráis que Ceinwyn estará a salvo —respondí y, cuando quiso disipar mis temores con un gesto de la mano, insistí nuevamente—. He oído que han matado a un perro y que han envuelto a una perra en el pellejo ensangrentado del animal.

Arturo se giró, colgó las piernas por encima del muro y saltó a los establos improvisados. Apartó a un caballo y me indicó que lo acompañara a un lugar donde nadie nos oyera ni nos viera. Yo tenía hambre.

—Cuéntame otra vez lo que te han dicho —me ordenó.

—Que mataron a un perro —dije después de saltar abajo— y con su pellejo ensangrentado envolvieron a un perra coja.

—¿Y quién lo ha hecho? —preguntó.

—Alguien cercano a Lancelot —respondí, pues no quería nombrar a su esposa.

Golpeó el muro de leños con la mano y asustó a los caballos de al lado.

—Mi esposa —dijo— es amiga del rey Lancelot. —No dije nada—. Y yo también —añadió en tono desafiante, pero de nuevo callé—. Es un hombre orgulloso, Derfel, y perdió el reino de su padre porque yo no cumplí mi palabra. Se lo debo. —Pronunció las últimas palabras fríamente.

—Me han dicho —repliqué con igual frialdad— que a la perra coja le dieron el nombre de Ceinwyn.

—¡Basta! —Volvió a golpear el muro—. ¡Cuentos! ¡No son más que cuentos! Nadie niega que haya resentimiento por lo que Ceinwyn y tú hicisteis, Derfel, no soy tan necio, pero no consiento que me digas semejantes sandeces. Ginebra se atrae tal clase de rumores. Le guardan rencor porque cualquier mujer bella, inteligente, con opiniones firmes y capaz de expresarlas sin temor inspira rencor, pero ¿insinúas que se prestaría a un sucio conjuro contra Ceinwyn? ¿Que mataría y despellejaría a un perro? ¿Acaso lo crees?

—Preferiría no creerlo, señor —respondí.

—Ginebra es mi esposa. —Bajó la voz pero su tono seguía siendo amargo—. No tengo ninguna otra, no me llevo esclavas al lecho, pertenezco a Ginebra y ella me pertenece a mí, Derfel, y a nadie permito hablar mal de ella. ¡Ni una palabra! —gritó. Me pregunté si se acordaría de los sucios insultos que Gorfyddyd le había dedicado en el valle del Lugg. Gorfyddyd había dicho que había yacido con Ginebra, y más aún, que toda una legión de hombres había hecho lo mismo. Me acordé del anillo de compromiso de Valerin, con una cruz en medio y el emblema de Ginebra, pero aparté el recuerdo de la cabeza.

—Señor —dije en voz baja—, yo no he pronunciado el nombre de vuestra esposa.

Se quedó mirándome y, por un segundo, creí que iba a golpearme; pero sacudió la cabeza con pesar.

—A veces, mi esposa es difícil, Derfel. En algunas ocasiones desearía que no fuera tan proclive al desdén, pero no me imagino la vida sin sus consejos. —Hizo una pausa y me dedicó una sonrisa espléndida—. No me imagino la vida sin ella. Derfel, te aseguro que no ha matado a perro alguno. Créeme. Su diosa Isis no exige sacrificios, al menos de seres vivos. De oro sí. —Sonrió, de buen humor repentinamente—. Isis devora oro.

—Os creo, señor —dije—, pero aun así, Ceinwyn corre peligro. Dinas y Lavaine la han amenazado.

—Ofendiste a Lancelot, Derfel —replicó—. No te lo reprocho porque conozco los motivos que te impulsaron, pero tú tampoco puedes reprocharle que esté resentido contigo. Dinas y Lavaine sirven a Lancelot, es justo que los hombres compartan los rencores de su señor. —Hizo una pausa—. Cuando termine esta guerra, Derfel —prosiguió—, lograremos la reconciliación. ¡Todos! Cuando convierta en hermanos a mis guerreros estableceremos la paz entre nosotros. Entre Lancelot y tú y todos los demás. Hasta ese momento, juro por mi vida proteger a Ceinwyn, si insistes. Impón tú el juramento, Derfel. Pide el precio que desees, incluso la vida de mi hijo, porque te necesito. Dumnonia te necesita. Culhwch es un buen hombre pero no sabe dominar a Mordred.

—¿Y yo sí? —pregunté.

—Mordred es caprichoso —continuó Arturo haciendo caso omiso de mi pregunta—, pero ¿qué otra cosa podía esperarse? Es nieto de Uther, de sangre real, y no queremos que sea un gallina, pero necesita disciplina. Necesita orientación. Culhwch cree que es suficiente con golpearle, pero solamente consigue que se empecine más. Quiero que lo eduquéis Ceinwyn y tú.

—Señor —dije estremecido—, me hacéis cada vez más atractiva la vuelta a casa.

—No olvides, Derfel —replicó con el ceño fruncido por mi frivolidad— que hemos jurado entregar el trono a Mordred. Por tal motivo volví a Britania. Es mi deber principal en Britania, y todo aquel que me preste juramento se compromete con esa misión. Nadie ha dicho que sería fácil, pero se cumplirá. Dentro de nueve años coronaremos a Mordred en Caer Cadarn. Ese mismo día, Derfel, quedaremos todos libres del juramento y ruego a todos los dioses que quieran escucharme que ese mismo día pueda yo colgar a Excalibur para siempre y no volver a luchar jamás. Pero, hasta que llegue tan esperada fecha, mantendremos nuestra palabra por encima de todo. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor —respondí humildemente.

—Bien. —Arturo apartó a un caballo—. Mañana viene Aelle —dijo con confianza mientras nos alejábamos—, así pues, que descanses.

El sol se puso por Dumnonia y la bañó de rojo intenso. Hacia el norte, el enemigo cantaba canciones de guerra y nosotros entonamos baladas de nuestra tierra alrededor de las hogueras. Los centinelas escrutaban la oscuridad, los caballos piafaban, los perros de Merlín aullaban y algunos logramos dormir.

Al amanecer vimos que las tres columnas de Merlín habían sido abatidas durante la noche. Un mago sajón, con los pelos untados de heces y peinados en punta y el cuerpo desnudo, cubierto apenas por unos jirones de piel de lobo colgados de una cinta que llevaba al cuello, bailoteaba en el lugar que antes ocuparan los ídolos. Al ver al mago, Arturo se convenció de que Aelle se disponía a atacar.

Deliberadamente, no hicimos el menor movimiento de preparativo. Nuestros centinelas montaban guardia y los demás lanceros haraganeaban por la ladera como si esperaran una jornada más sin contratiempos, pero tras ellos, entre las sombras de los refugios, bajo los restos de tejos y serbales blancos y entre los muros de la fortificación a medio construir, el grueso del ejército se pertrechaba debidamente.

Tensamos las correas de los escudos, afilamos las espadas y hojas, aunque sus filos eran ya como cuchillas, y fijamos las puntas de las lanzas a martillazos. Tocamos nuestros amuletos, nos abrazamos unos a otros y, tras comer el poco pan que quedaba, rezamos, cada cual al dios del que esperaba recibir protección aquel día. Merlín, Iorweth y Nimue recorrieron los refugios tocando espadas y distribuyendo ramas secas de verbena a modo de protección.

Me puse el equipo de batalla. Calcé las pesadas botas hasta la rodilla con ataduras metálicas que me protegían las pantorrillas de los lanzazos que llegan por debajo del escudo. Me puse la camisa de tosca lana, tejida e hilada por Ceinwyn, bajo una coraza de cuero, en la que había prendido el pequeño broche de oro de Ceinwyn, mi talismán protector durante tantos años. Sobre la coraza, una cota de malla, un lujo cobrado a un cacique de Powys que cayó en el valle del Lugg. Era un antiguo pertrecho romano forjado con una perfección que nadie poseía ya y, a veces, me preguntaba qué otros hombres habrían usado aquella túnica hasta la rodillas hecha con aros de hierro entrelazados. El guerrero de Powys había muerto con la cota puesta y el cráneo partido en dos por un golpe de Hywelbane, pero tenía la sospecha de que algún otro propietario anterior había muerto con ella puesta también, pues se apreciaba un rasgón profundo en los aros de la parte derecha del pecho, que habían sido toscamente reparados con eslabones de una cadena de hierro.

En la mano izquierda llevaba anillos de guerrero, pues me protegían los dedos en la batalla, pero en la derecha no llevaba ninguno porque me impedían asir con fuerza la espada y la lanza. Atéme a los brazos unos protectores de cuero. El yelmo era de hierro, en forma de casco simple y forrado de cuero acolchado con tela; en la parte de la nuca tenía una gruesa visera de cuero de cerdo que me tapaba el cuello; durante la primavera anterior, había pagado a un herrero de Caer Sws para que me pusiera unos protectores de mejillas a los lados. Del pomo de hierro de la parte superior pendía la cola de lobo cobrada en el corazón del bosque de Benoic. Me até a Hywelbane a la cintura, agarré el escudo con la izquierda y levanté la lanza. Era una pica más alta que un hombre, con el asta más gruesa que la muñeca de Ceinwyn y la punta, larga y pesada, en forma de hoja de árbol. Estaba afilada como una cuchilla, pero con los bordes redondeados para evitar que se atascara en las tripas o en la armadura del enemigo. No llevaba manto porque hacía mucho calor.

Cavan, vestido ya para la batalla, se acercó a mí y se arrodilló.

—Si lucho bien, señor —me dijo—, ¿puedo pintar la quinta punta en la estrella de mi escudo?

—Espero que todos los hombres luchen bien —respondí—, o sea que, ¿por qué habría de recompensarlos por cumplir su deber?

—¿Y si os traigo un trofeo, señor, como el hacha de un caudillo u oro?

—Tráeme a un caudillo sajón, Cavan, y podrás pintar cien puntas a tu estrella.

—Con cinco basta, señor.

La mañana transcurría lentamente. Los que llevábamos armadura metálica sudábamos al calor del día. Desde más allá del río del norte, donde los sajones se escondían tras los árboles, debía de dar la impresión de que nuestro campamento durmiera o no hubiera sino enfermos, hombres inmovilizados, pero tal ilusión no los hizo salir de entre los árboles. El sol siguió ascendiendo. Nuestros exploradores, los jinetes ligeramente armados que no llevaban más que un carcaj de lanzas arrojadizas, salieron del campamento al trote. No habría lugar para ellos en un enfrentamiento entre barreras de escudos, de modo que se llevaron a los inquietos caballos al sur del Támesis; de todas formas, podían volver enseguida y, si el desastre cayera sobre nosotros, tenían órdenes de cabalgar hacia poniente para dar aviso de la derrota en la distante Dumnonia. Los hombres de Arturo se pusieron sus pesadas armaduras de hierro y cuero y después, con ataduras que colocaron alrededor de la cruz de sus monturas, colgaron los pesados escudos de cuero que protegían los flancos a las bestias.

Arturo, oculto con sus jinetes en el interior de la improvisada fortificación, llevaba la famosa cota maclada de factura romana, formada por miles de pequeñas placas de hierro cosidas a un jubón de cuero, superpuestas unas a otras como las escamas de un pez. Entre las placas de hierro había algunas de plata y parecía que la cota temblara cada vez que se movía. Llevaba manto y a Excalibur colgada del costado izquierdo, enfundada en su vaina mágica de la cruz bordada que protegía a su portador de todo mal, mientras su escudero Hygwydd sujetaba la larga lanza, el yelmo plateado con copete de plumas de ganso y el escudo redondo con chapa de plata que semejaba un espejo. En tiempos de paz, a Arturo le gustaba vestir modestamente, pero para la guerra se ataviaba con todo esplendor. Aunque pensara que su reputación se basaba en la honradez de gobierno, la refulgente armadura y el pulido escudo lo contradecían y demostraban que sabía de dónde provenía realmente su fama.

Culhwch había cabalgado en una ocasión con la caballería pesada de Arturo, pero aquel día se situó al frente de un destacamento de lanceros, igual que yo y, hacia el mediodía, me buscó y se sentó a mi lado en la pequeña sombra de mi refugio. Llevaba coraza de hierro, jubón de cuero y grebas romanas de bronce sobre las pantorrillas desnudas.

—Ese rufián no viene —gruñó.

—Mañana, tal vez —dije.

Sorbió malhumorado por la nariz y me miró fijamente.

—Sé lo que vas a responder, Derfel, pero te pregunto de todos modos; sin embargo, antes de contestar quiero que tengas en cuenta una cosa. ¿Quién luchó a tu lado en Benoic? ¿Quién estuvo contigo en Ynys Trebes, escudo con escudo? ¿Quién compartió la cerveza contigo y a pesar de todo te dejó seducir a la muchacha marinera? ¿Quién te dio la mano en el valle del Lugg? Yo. Tenlo presente cuando me contestes. Bien, ¿qué comida tienes escondida?

—Nada —repliqué con una sonrisa.

—Eres un gran saco sajón de tripas inútiles —dijo—, ni más ni menos. —Miró a Galahad, que descansaba entre mis hombres—. ¿Tenéis algo de comer, lord príncipe? —le preguntó.

—Di el último mendrugo a Tristán —respondió Galahad.

—Un acto cristiano, supongo —comentó Culhwch en son de burla.

—Así me gustaría interpretarlo —replicó Galahad.

—Prefiero ser pagano —añadió Culhwch—. Necesito comer algo. No puedo matar sajones con las tripas vacías. —Miró con el ceño fruncido a mis hombres, pero no hubo quien le ofreciera nada pues nadie tenía nada que ofrecer—. ¿O sea que me vas a quitar al bellaco de Mordred de las manos? —me preguntó, perdidas las esperanzas de obtener un bocado.

—Así lo quiere Arturo.

—Así lo quiero yo —replicó con viveza—. Si tuviera algo de comer, Derfel, te daría hasta la última miga a cambio de ese favor. Que te aproveche el cachorro llorica y mal nacido. Que te haga un desgraciado a ti, en vez de a mí, pero te lo advierto, gastarás el cinturón sobre su piel podrida.

—Tal vez no sea lo mejor —repliqué con cautela— azotar a mi futuro rey.

—Tal vez no sea lo mejor, pero es lo más satisfactorio. No es más que un sapejo feo. —Se giró a mirar fuera del refugio—. ¿Qué les pasa a los sajones? ¿No quieren pelear?

La respuesta llegó casi inmediatamente. De pronto sonó un cuerno profundo y triste, luego un mazazo de uno de los grandes tambores que los sajones llevaban a la guerra, y nos pusimos todos en movimiento a tiempo de ver salir al ejército de Aelle de entre los árboles del otro lado del río. Un momento antes, era un paisaje vacío, de hojas y sol primaveral y, de súbito, allí apareció el enemigo.

Había cientos; cientos de hombres envueltos en pieles y hierro, con hachas, perros, lanzas y escudos. Sus enseñas eran calaveras de toro izadas en palos, con trapos colgando al aire; a la cabeza, bailoteando ante la barrera de escudos y lanzándonos maldiciones, avanzaba una tropa de magos con el pelo en punta untado de heces.

Merlín y los demás druidas bajaron la colina al encuentro de los hechiceros. No caminaban sino que, como todos los druidas antes de la batalla, saltaban a la pata coja y mantenían el equilibrio apoyándose en las varas, al tiempo que agitaban una mano en el aire. Se detuvieron a unos cien pasos de los magos y les devolvieron las maldiciones; los sacerdotes cristianos del ejército permanecieron en lo alto de la loma con las manos y la mirada tendidas hacia el cielo rogando la ayuda de su dios.

Los demás íbamos alineándonos. Agrícola a la izquierda, con sus tropas uniformadas al estilo romano, el resto en el centro, y los jinetes de Arturo, que por el momento permanecían ocultos en la fortificación, se situarían más tarde en el ala izquierda. Arturo se colocó el yelmo, subió a lomos de Llamrei, extendió el manto blanco sobre la grupa de la yegua y tomó la pesada lanza y el resplandeciente escudo de manos de Hygwydd.

La infantería iba al mando de Sagramor, Cuneglas y Agrícola. Hasta el momento en que aparecieran los hombres de Arturo, mis soldados ocupaban el extremo derecho del frente, y me pareció que los sajones nos rodearían pronto porque su barrera de escudos era mucho más numerosa que la nuestra. Nos superaban en número. Los bardos cantarán que había miles de gusanos en la batalla, pero sospecho que Aelle no contaba con más de seiscientos hombres. El rey sajón poseía, naturalmente, muchos más lanceros que los que veíamos frente a nosotros, pero él, igual que nosotros, se había visto obligado a dejar nutridas guarniciones en las fortalezas fronterizas; de todos modos, un ejército de seiscientos hombres era suficientemente grande. Detrás de la barrera de escudos había otros tantos seguidores, mujeres y niños en su mayoría que no tomarían parte en la batalla pero que, sin duda, correrían a limpiar nuestros cadáveres tan pronto como terminara la batalla.

Nuestros druidas volvieron a subir la loma saltando esforzadamente sobre un pie. A Merlín le corría el sudor por la cara y le caía hasta las trenzas de la larga barba.

—Nada de magia —nos dijo—, esos hechiceros no conocen la verdadera magia. Estáis a salvo.

Se abrió paso entre los escudos y se alejó en busca de Nimue. Los sajones avanzaban despacio hacia nosotros. Sus magos escupían y chillaban; los hombres gritaban a los que los seguían para mantener la alineación mientras que otros nos insultaban a voces.

Sonó el aviso de nuestros cuernos de guerra y empezamos a cantar. En nuestro extremo de la barrera de escudos cantábamos la Gran Canción Guerrera de Beli Mawr, un grito triunfante de matanza que hace arder las entrañas de los hombres. Dos de mis soldados bailaban delante de la barrera de escudos brincando y saltando por encima de sus espadas y lanzas, colocadas en el suelo en forma de cruz. Los llamé para que se reintegraran, pues pensé que los sajones seguirían avanzando loma arriba y precipitarían un choque sangriento y rápido; sin embargo, se detuvieron a cien pasos de nosotros y rehicieron la alienación de los escudos hasta formar una muralla compacta de maderos reforzados con cuero. Guardaron silencio cuando sus magos lanzaron sus orines hacia nosotros. Los grandes perros ladraban y tiraban de las correas, los tambores de guerra seguían retumbando y, de vez en cuando, sonaba un cuerno tristemente, pero los sajones continuaban en silencio, golpeando las lanzas contra los escudos al ritmo del golpe fuerte del tambor.

—Los primeros sajones que veo —dijo Tristán, que se había situado a mi lado y miraba fijamente al ejército enemigo con sus armaduras de pieles, sus hachas de doble filo, sus perros y sus lanzas.

—Caen como moscas —le dije.

—No me gustan las hachas —confesó tocando el borde metálico de su escudo para que le diera buena suerte.

—Son armas poco ágiles —dije como para quitarle importancia—. Quedan inutilizadas al primer golpe. Hay que pararlas con el centro del escudo e hincar la espada por debajo. Siempre resulta; o casi siempre.

Los tambores sajones cesaron súbitamente, la línea enemiga se abrió por el centro y apareció Aelle en persona. Se detuvo, nos miró fijamente unos segundos y escupió; con gesto ostentoso, arrojó la lanza y el escudo al suelo en señal de que deseaba parlamentar. Avanzó hacia nosotros erguido en toda su estatura, corpulento y de pelo oscuro, envuelto en una gruesa piel negra de oso. Lo acompañaban dos magos y un hombre calvo y delgado que tomé por el intérprete.

Cuneglas, Meurig, Agrícola, Merlín y Sagramor se acercaron a hablar con él. Arturo prefirió quedarse con sus jinetes y, puesto que Cuneglas era el único rey de nuestro bando, era justo que él hablara, pero invitó a los demás a que lo acompañaran y me hizo seña de que me adelantara para actuar de intérprete. Así fue como me encontré con Aelle por segunda vez. Era alto, de ancho pecho, cara achatada y dura y ojos oscuros. Tenía la barba poblada, crecida y negra, las mejillas cosidas de cicatrices y la nariz rota; le faltaban dos dedos de la mano derecha. Llevaba cota de malla, botas de cuero y un yelmo con dos cuernos de toro incrustados. Lucía oro britano alrededor del cuello y en las muñecas. La piel de oso que le tapaba la armadura debía de resultar incómoda por lo asfixiante, aquel día caluroso, pero tan grueso pellejo detendría un mandoble con la misma eficacia que una armadura de hierro. Se quedó mirándome.

—Te conozco, gusano —dijo—, un sajón de quita y pon.

—Saludos, lord rey —dije con una leve inclinación de cabeza.

—¿Crees —dijo después de escupir— que por jactarte de buenos modales tu muerte será menos cruel?

—Mi muerte en nada os concierne, lord rey. Pero espero contar la vuestra a mis nietos.

Se echó a reír y luego miro desdeñosamente a los cinco jefes.

—¡Vosotros sois cinco y yo uno sólo! ¿Dónde está Arturo? ¿Vaciándose las tripas de miedo?

Dije a Aelle el nombre de nuestros jefes y, después, Cuneglas se sumó al diálogo que yo iba traduciendo. Empezó, según la costumbre, exigiendo a Aelle la rendición inmediata. Dijo que seríamos compasivos. Pediríamos la vida de Aelle y todos sus tesoros, armas, mujeres y esclavos, pero los lanceros podrían marchar libremente sin la mano derecha.

Aelle, siguiendo el protocolo, se burló de las exigencias y mostró una dentadura descarnada y descolorida.

—¿Acaso Arturo piensa —preguntó en tono imperioso— que escondiéndose no sabemos que está aquí con sus caballos? Dile, gusano, que esta noche su cadáver será mi almohada. Dile que su esposa será mi ramera y que cuando la haya exprimido, se la entregaré a mis esclavos. Y di a ese bufón bigotudo —señaló a Cuneglas— que a la caída del sol, este lugar se llamará la tumba de los britanos. Dile —prosiguió— que le arrancaré las patillas y se las daré a los gatos de mi hija para que jueguen. Dile que haré una copa con su cráneo y echaré sus entrañas a los perros. Y di a ese demonio —apuntó con la barba hacia Sagramor— que hoy su alma negra irá a parar a los horrores de Thor y que se retorcerá en el círculo de serpientes para siempre. Y en cuanto a ése —miró a Agrícola—, hace mucho que deseo su muerte; el recuerdo de su último suspiro endulzará las largas noches que están por venir. Y di a esa basura —escupió dirigiéndose a Meurig— que voy a rebanarle las pelotas y a convertirlo en mi copero personal. Diles cuanto te he dicho, gusano.

—Dice que no —informé a Cuneglas.

—Ha dicho más cosas —insistió Meurig con tono arrogante; era el único que estaba allí sólo porque el rango lo exigía.

—No os gustaría oírlas —replicó Sagramor cansinamente.

—Todo conocimiento es importante —protestó Meurig.

—¿Qué dicen, gusano? —me preguntó Aelle sin recurrir a su propio intérprete.

—Discuten por saber cuál de ellos tendrá el gusto de daros muerte, lord rey —dije. Aelle escupió.

—Di a Merlín —añadió el rey sajón mirando al druida— que a él no lo he insultado.

—Ya lo sabe, lord rey, pues habla vuestra lengua. —Los sajones temían a Merlín y ni siquiera en aquel momento querían enfrentarse con él. Los dos magos sajones le lanzaban maldiciones sin cesar, pero se limitaban a cumplir con su obligación y Merlín no se lo tuvo en cuenta. Tampoco parecía interesado en el parlamento, sencillamente, miraba altivamente a lo lejos, aunque concedió una sonrisa a Aelle tras el cumplido de éste.

Aelle me clavó la mirada unos segundos y, finalmente, me preguntó:

—¿De qué tribu eres?

—De Dumnonia, lord rey.

—¡Antes, idiota! ¡De nacimiento!

—De vuestro pueblo, señor —dije—, del pueblo de Aelle.

—¿Tu padre?

—No lo conocí, señor. Uther hizo cautiva a mi madre cuando me llevaba en el vientre.

—¿Su nombre?

Hube de pensarlo un par de segundos.

—Erce, lord rey —logré recordar al fin. Aelle sonrió al oírlo.

—¡Un buen nombre sajón! Erce, la diosa de la Tierra y la madre de todos nosotros. ¿Cómo está tu Erce?

—No la he vuelto a ver, lord rey, desde que era un niño, pero tengo entendido que vive.

Me miró gravemente. Meurig protestaba con impaciencia y exigía saber de qué estábamos hablando, pero se calmó cuando vio que los demás hacían caso omiso de él.

—No es bueno que el hombre olvide a su madre —dijo Aelle por fin—. ¿Cómo te llamas?

—Derfel, lord rey. —Me escupió en la cota de malla.

—Pues avergüénzate, Derfel, porque has olvidado a tu madre. ¿Lucharás hoy a nuestro lado? ¿A favor del pueblo de tu madre?

—No, lord rey —sonreí—, pero me honráis.

—Que sea dulce tu agonía, Derfel. Pero di a ese montón de basura —señaló con la cabeza a los cuatro jefes armados— que vengo a comerles el corazón. —Escupió por última vez, dio media vuelta y volvió con sus hombres.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Meurig.

—Me ha hablado a mí, lord príncipe —dije—, de mi madre. Y me ha recordado mis pecados. —Que Dios me asista, pero aquel día, Aelle me gustó.

Ganamos la batalla.

Ygraine querrá que cuente más cosas. Le gustan los grandes héroes, y los hubo, pero también hubo cobardes y hombres que se ensuciaron los calzones de terror y sin embargo se mantuvieron firmes en la barrera de escudos. Hubo quien no mató a nadie pero se defendió desesperadamente y hubo quien proporcionó nuevos motivos a los poetas para buscar palabras con que expresar sus proezas. En resumen, fue una batalla. Murieron amigos, como Cavan, otros fueron heridos, como Culhwch, y otros salieron indemnes, como Galahad, Tristán y Arturo. Yo recibí un hachazo en el hombro izquierdo y, aunque la cota de malla se llevó la mayor parte del impacto, la herida tardó semanas en sanar y, actualmente, la roja cicatriz me duele cuando hace frío.

Lo importante no fue la batalla sino lo que sucedió después; pero antes, y porque mi querida reina Ygraine insistirá en que describa las grandes gestas del abuelo de su esposo, el rey Cuneglas, relataré la batalla brevemente.

Los sajones nos atacaron. Aelle tardó más de una hora en persuadir a sus hombres de que asaltaran nuestra barrera de escudos y, durante todo ese tiempo, los hechiceros cubiertos de boñiga nos gritaban, los tambores redoblaban y los pellejos de cerveza corrían entre las filas sajonas. Muchos de los nuestros bebían hidromiel pues, aunque nos hubiéramos quedado sin víveres, las provisiones de hidromiel no parecían faltar jamás en los ejércitos britanos. Al menos la mitad de los nuestros estaban embotados por la bebida, pero tales hombres no faltaban nunca en las batallas, pues pocas cosas más logran imbuir a los guerreros del valor suficiente para lanzarse a la más terrible maniobra bélica, el asalto directo a un muro de escudos que aguarda. Yo permanecía sobrio porque tal era mi costumbre, pero la tentación de beber era fuerte. Unos cuantos sajones trataron de incitarnos a lanzar una carga a destiempo, se acercaron exhibiéndose sin escudos ni yelmos, pero lo único que recibieron por las molestias fueron unas cuantas lanzas arrojadas con mala intención. Nos respondieron otras lanzas, que rebotaron en nuestros escudos sin resultado. Dos hombres desnudos, enloquecidos por la bebida o por la magia, nos atacaron; Culhwch atajó al primero y Tristán al segundo. Vitoreamos a nuestros dos jefes, y los sajones, desatada la lengua bajo los efectos de la cerveza, replicaron con insultos.

El ataque de Aelle, cuando por fin se produjo, fue desastroso. Los sajones confiaban en que sus perros de guerra nos romperían la defensa, pero Merlín y Nimue tenían preparados sus propios canes, sólo que nuestros ejemplares no eran machos sino hembras, y muchas en celo, suficientes para volver locas a las alimañas de los sajones. En vez de abalanzarse sobre nosotros, los grandes canes se dirigieron directamente a las hembras y se produjo una gran barahúnda de gruñidos, peleas, ladridos y aullidos; de pronto, había animales fornicando por todas partes, acosados por los menos afortunados que trataban de ocupar su lugar, pero ni uno se acordó de los britanos. Los sajones, que estaban preparados para comenzar la matanza sin más preámbulos, se desorientaron a causa de la reacción de los perros. Vacilaron y Aelle, temiendo un ataque por nuestra parte, los arrojó al asalto y así se nos echaron encima. Pero lo hicieron desigualmente, en vez de mantener la formación unida.

Los perros que se apareaban fueron pisoteados y, después, los escudos entrechocaron con ese estrépito sordo y terrible que resuena durante años. Es el rugido de la batalla, el sonido de los cuernos de guerra, los hombres gritan y luego los escudos golpean unos contra otros secamente; después del choque comienzan los gemidos, cuando las lanzas encuentran resquicios entre los escudos y las hachas caen en picado desde arriba. Aquel día, los sajones se llevaron la peor parte. Los perros sueltos entre las dos alineaciones les hicieron romper su cuidadosa formación y en todos los puntos donde tal cosa sucedió al ejército que avanzaba, los nuestros encontraron huecos por donde embestir, mientras las filas de atrás entraban a embudo por las brechas formando cuñas de escudos y armas que ahondaban en las filas enemigas. Cuneglas iba al frente de una de las cuñas y a punto estuvo de alcanzar al mismísimo Aelle. No lo vi en combate aunque, más tarde, los bardos cantaron sus hazañas y él me aseguró modestamente que no habían exagerado mucho.

Me hirieron temprano. El escudo contuvo la mayor parte del impacto pero de todas formas, la hoja me alcanzó el hombro y me entumeció el brazo izquierdo; no obstante, la herida no me impidió rebanar la garganta al autor del hachazo. Después, cuando la presión de los hombres hizo inútiles las lanzas, saqué a Hywelbane, hundí la hoja y rajé cuanto pude entre la masa humana que gruñía, oscilaba y empujaba. La batalla se convirtió en una pelea a empujones, como ocurre siempre, hasta que una de las partes se quiebra. Simples peleas a empujones, sudorosas, calurosas y sucias.

La nuestra tuvo la dificultad añadida de que la defensa sajona, de a cinco en fondo a lo largo de toda su extensión, rodeaba nuestra barrera de escudos. Para defendernos del sitio, arqueamos la formación por los extremos y presentamos dos frentes de escudos a los atacantes; durante un rato, las dos alas sajonas vacilaron con la esperanza, tal vez, de que los del centro fueran los primeros en rompernos la formación. Entonces, un jefe sajón llegó al extremo de mi barrera y lanzó a sus hombres al ataque avergonzándolos. Echó a correr en solitario, se abrió paso entre dos lanzas con el escudo y se arrojó al centro de la corta línea de nuestro flanco. Cavan murió allí atravesado por la espada del jefe sajón, y a la vista de ese valiente que por sí sólo abría una brecha en nuestra ala, sus hombres se arrojaron en tromba de forma salvaje y delirante.

En aquel momento, Arturo cargó desde la fortificación inacabada. No lo vi pero lo oí. Los bardos dicen que el mundo se conmovió bajo los cascos de su montura y, en realidad, habríase dicho que la tierra temblaba, aunque tal vez fuera sólo el estrépito de los nobles brutos envueltos en placas de hierro fuertemente sujetas a los cascos. Los caballos cayeron sobre el ala desprotegida de las líneas enemigas y, verdaderamente, el terrible impacto de esa acción marcó el final de la batalla. Aelle había contado con que sus perros abrieran brecha y que la retaguardia contuviera la embestida de los jinetes con escudos y lanzas, pues sabía perfectamente que no hay caballo capaz de embestir contra una muralla de lanzas bien defendida y, sin duda, se habría enterado de que los lanceros de Gorfyddyd habían mantenido a Arturo a raya de tal guisa en el valle del Lugg. Pero el ala débil de los sajones cargó desordenamente y Arturo supo medir el momento de su intervención con exactitud. No esperó a que sus jinetes se reorganizaran, simplemente salió disparado de entre las sombras, gritó a sus hombres que lo siguieran y obligó a Llamrei a entrar decididamente en la brecha de las filas sajonas.

Cuando Arturo cargó, yo escupía a un sajón barbudo y desdentado que maldecía por encima del borde de los escudos. El manto blanco flotaba tras él, las plumas blancas se alzaban altaneramente y, al arremeter con la lanza, su escudo resplandeciente abatió la enseña del jefe sajón, que era un cráneo de toro pintado de sangre. Abandonó la lanza en las entrañas de un enemigo, desenvainó a Excalibur y fue penetrando en las filas enemigas pinchando a diestra y siniestra. Después cargó Agravain espantando sajones aterrorizados; luego, Lanval y los demás arremetieron a golpes de espada y lanza contra la rota defensa enemiga.

Las fuerzas sajonas se dispersaron como huevos bajo un martillo. Simplemente, echaron a correr. Dudo que la batalla durara más de diez minutos desde el punto de partida marcado por los perros hasta el momento final señalado por los caballos, aunque nuestros hombres tardaron una hora o más en completar la matanza. Nuestra caballería ligera galopaba por el brezal lanza en ristre persiguiendo con gran griterío al enemigo que huía, mientras que los caballos más pesados de Arturo se movían entre la desbandada humana matando sin tino, seguidos por los lanceros que se abalanzaban a por los despojos.

Los sajones corrían como corzos. Dejaban por el camino capas, armaduras y armas en su prisa por huir. Aelle trató de detenerlos unos momentos, pero comprendió que era inútil y, tirando su capa de piel de oso al suelo, huyó con sus hombres. Escapó entre los árboles unos momentos antes de que nuestra caballería ligera se lanzara en su persecución.

Yo permanecí entre los muertos y heridos. Los perros heridos aullaban lastimeramente. Culhwch se arrastraba sangrando por un muslo pero sobreviviría, de modo que no le presté atención y me acuclillé junto a Cavan. Nunca lo había visto llorar hasta aquel momento, pero el dolor debía de ser terrible porque la espada del jefe sajón le había atravesado el vientre. Le tomé la mano, le enjugué las lágrimas y le dije que había acabado con su enemigo al contraatacar. No importaba que fuera cierto o no, sólo pretendía hacérselo creer, y le aseguré que cruzaría el puente de espadas con la quinta punta de la estrella en su escudo.

—Serás el primero de nosotros en llegar al otro mundo —le dije—, así que vete preparándonos un sitio.

—Sí, señor.

—Y nos reuniremos contigo.

Apretó los dientes y arqueó la espalda para contenerse un grito; lo sujeté por el cuello con la derecha y acerqué la cara a su mejilla. Se me escaparon las lágrimas.

—Diles a los del otro mundo —le susurré al oído— que Derfel Cadarn te reconoce como un valiente.

—La olla mágica —dijo—. Tendría que haberme…

—No —le interrumpí—, no —y, con un leve gemido, expiró.

Me quedé sentado a su lado, meciéndome adelante y atrás por el dolor del hombro y la pesadumbre de mi espíritu. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Issa estaba a mi lado sin saber qué decir, y por lo tanto no dijo nada.

—Siempre quiso morir en casa —dije—, en Irlanda. Y pensé que, después de aquella batalla, habría podido hacerlo con todos los honores y todas las riquezas.

—Señor —me dijo Issa.

Creí que quería consolarme pero yo no deseaba consuelo alguno. La muerte de un valiente merece lágrimas, de modo que no presté atención a Issa y seguí abrazado al cuerpo de Cavan mientras su espíritu emprendía el último viaje hacia el puente de espadas que se abre más allá de la gruta de Cruachan.

—¡Señor! —insistió Issa, y su tono de voz me hizo levantar la mirada. Señaló hacia el este, en dirección a Londres, pero al volverme hacia allí no vi nada porque las lágrimas me nublaban la vista. Rabioso, me las limpié con el puño.

Entonces descubrí que había acudido otro ejército al campo de batalla. Otro ejército enfundado en pieles, tras enseñas de calaveras y cuernos de toro. Otro ejército con perros y hachas. Otra horda sajona.

Cerdic había llegado.