El profesor Brunelli empieza a rociar los balcones con una invisible sustancia, yendo de un lado a otro, moviendo las manos con movimientos enérgicos, como si estuviera regando un jardín.
PROFESOR BRUNELLI
(Sigue esparciendo chorros de queroseno a diestra y siniestra, discurriendo entre los balcones, que relucen en la noche con una luz azulina, tétrica).
Cumplirá su promesa, sin la menor duda. Ya debe haber alguna postal cruzando el Atlántico, con el Coliseo, el Foro romano o el Castello Sant’Angelo. No sabes lo que te pierdes, hijita querida. Y tú, mi flamante yerno. ¡Un espectáculo fuera de serie! La gran victoria del profesor Aldo Brunelli contra las polillas. Contra las cucarachas. Contra los ratones. Contra los perros vagabundos. Contra los gorriones, los gallinazos y los murciélagos depredadores. Contra los borrachos meones. Contra todos los parásitos que querían medrar en ellos, alimentarse de sus tiernas entrañas o vejarlos y descuartizarlos, degradándolos a la condición de cuevas, nidos, dormideros, urinarios y cagaderos. ¡Un espectáculo comparable al que provocó mi compatriota Nerón en Roma, aquella vez, por amor a la poesía! Ustedes han sido para mí la poesía, pobrecillos. Hijitos míos. Nietecitos míos. No me guardarán rencor, ¿no es verdad? En el cielo de los balcones, serán recibidos como mártires y héroes, después de tanta humillación y sufrimiento. ¡Basta ya! Hay un límite más allá del cual no es posible vivir sin deshonrarse. ¿Estamos de acuerdo, no es cierto? (Ha terminado de esparcir el queroseno. Enciende un fósforo. Se le apaga. Enciende otro. Lo arroja. Con los ojos muy abiertos, ve elevarse a su alrededor un cerco de llamas). No queremos vivir sin dignidad, sin el mínimo respeto a que tenemos derecho, como seres humanos o como obras artísticas. Hemos resistido. Nos han derrotado. Aceptamos la derrota. Pero no la indignidad ni la vejación. ¡Cómo arden los nobles, los dignísimos amigos! Mira, hijita. Qué elegante despedida. Cómo danzan, cómo se abrazan. Mira esos corazones azules, en el centro de sus llamas. Se extinguen sin un reproche, sin un lamento, con sobriedad espartana. ¡Así mueren los héroes! ¡Adiós, buenos hermanos! ¡Adiós, carísimos! ¡Hasta muy pronto! Hice lo que pude. Sé que ustedes prefieren acabar de esta manera. Los peruanos de hoy no están a la altura de aquellos que los construyeron. No los merecen a ustedes. Que se queden con sus casas muertas, con sus edificios sin alma. Esta ciudad ya no es la nuestra. ¡Vámonos con la música a otra parte, pues!
Echa a caminar, encogido, súbitamente abrumado. Va hacia el balcón del Rímac, que ha quedado intacto. Canturrea, a media voz, el estribillo del Himno de los Balcones:
¡Los balcones
son la historia
la memoria
y la gloria
de nuestra ciudad!
Se trepa al balcón.
Bueno, Brunelli. Va siendo hora de terminar con este trámite.
Se oyen los pasos asimétricos del borracho y su voz agitada, de hombre que ha corrido.