INGENIERO CÁNEPA
¡Profesor Brunelli! ¡Profesor Brunelli! ¿Está usted bien? Vaya, gracias a Dios, menos mal que lo encuentro sano y salvo. Está usted sano y salvo, ¿no? (Acompañado por el invisible profesor, recorre a trancos, con expresión de espanto, lo que queda del cementerio de los balcones). Caramba, cómo quedó todo esto. Y el olor… Se mete hasta las entrañas y parece, no sé qué parece. El olor del infierno, la pestilencia de los condenados. Apenas puedo respirar. ¿De veras se encuentra bien? Quiero decir, físicamente. Me imagino lo que significa para usted. Y lo siento mucho. Ya sé que discrepamos sobre cómo remodelar el centro de Lima; pero que no tengamos las mismas ideas sobre arquitectura y urbanismo nunca ha impedido que lo aprecie y respete. Más ahora, que somos consuegros. Quién lo hubiera dicho, ese día que cayó por mi oficina a protestar por los dos balcones de Espaderos. El hijo del atila de Lima casado con la hija del loco de los balcones. Vaya sorpresas que tiene la vida. ¿No le maravillan las cosas inesperadas, las casualidades, las coincidencias, los imponderables que deciden los destinos? Estaba terminando de afeitarme cuando oí la radio… ¡Me pegué un susto! Salí a la carrera, temiendo que usted… Bueno, menos mal que no le pasó nada, profesor. Vine apretando el acelerador; casi choco, en la avenida Arequipa. Y aquí, al salir del Puente de Piedra. «Si al profesor le sucedió algo, qué les digo a los recién casados, cómo interrumpo su luna de miel, apenas llegaditos a Roma». Qué alivio no tener que pasar por ese mal rato. Me alegra encontrarlo entero, profesor. Y, además, tan sereno. Sabía que era un hombre de carácter, capaz de enfrentarse a la adversidad. Lo importante es que a usted no le haya pasado nada. Lo de los balcones no es tan grave. Bueno, bueno, ya sé que le importa mucho. Desde su punto de vista, este incendio es una tragedia nacional, ¿no? Quiero decir, todavía hay balcones viejos, por ahí, en los conventillos, en las tapias ruinosas de tantas callejuelas del centro. Puede usted recomenzar su tarea, rescatarlos y, en un par de añitos, esto volverá a ser el gran cementerio… bueno, lo que era. ¿Se sabe cómo ocurrió? Un cigarrillo mal apagado, me imagino, el fósforo de algún incauto. ¿No habrá sido un sabotaje? Imposible, usted es tan buena persona, quién querría hacerle daño. Uno de esos malvados que andan sueltos, tal vez. Un loquito que quería divertirse viendo el fuego. Aunque, cuesta imaginar que haya alguien tan retorcido como para ensañarse, porque sí, con unos balcones inservibles. No lo tome a mal, lo decía por decir algo. La verdad, estoy incómodo, no sé por qué. Incómodo y apenado. Como lo oye. Sé muy bien lo que siente. Así me sentiría yo si un edificio construido por mí, en el que se ha invertido trabajo, dinero y desvelos, de pronto, se hace humo. ¿Se lo va a contar a Diego e Ileana de inmediato? Todavía no, mejor. Bien pensado, consuegro. Para qué estropearles la luna de miel a los tortolitos. Son jóvenes, que se diviertan mientras puedan. Éste será el mejor momento de su vida, tal vez. El que recordarán más tarde con nostalgia, al que volverán los ojos cuando sean viejos como nosotros. Espero que nos den pronto un nietecito. O una nietecita.
Mi mujer preferiría una niña; yo, un varón. ¿Y usted, profesor? Ileana es una espléndida chica y ella y Diego se llevan como el manjarblanco y el almíbar. ¿No lo cree? Aunque, su hija es una mujercita de carácter ¿no? Diego, en cambio, un poco blando. Le voy a confesar un secreto. Yo estaba celoso de usted. Por ese verdadero lavado de cerebro que le hizo a Diego, mi querido consuegro. Se lo ganó para su causa, pues. Tuvimos tremendas discusiones, él y yo, por los benditos balcones. «Este Brunelli me ha quitado a mi hijo, no hay derecho». Si Diego hasta llegó a manifestar con ustedes ante una de mis obras. ¿Se ha visto cosa igual? Mi hijo manifestando con esas señoras y esos niños ante la empresa de la que es subgerente. ¿No es de locos? «Diego, Diego, no te reconozco. Todo joven debe tener sus rebeldías, hacer unas cuantas locuras. Eso es sano. Tú has sido demasiado serio y me alegra que, por fin, te dé alguna ventolera. ¡Pero ya está bien, hijito! No puedes ir contra tus intereses, contra los de tu padre, contra los de tu propia compañía, en nombre de una quimera». Bueno, bueno, perdóneme, profesor, ya sé que no es el momento. No he dicho nada y usted no ha oído nada. Venga, deme el brazo, acompáñeme hasta mi auto, que dejé estacionado a la diabla. (Toma del brazo al fantasma del profesor Brunelli y camina con él). Usted y yo de consuegros, qué cosas. Le voy a decir algo que le va a sorprender. Creo que, a Diego, el capricho de los balcones y las casas viejas se le está pasando. Y espero que, cuando regresen de Italia, se dedique a lo que debe dedicarse un constructor. A construir. No a frenar el desarrollo de la ciudad sino a impulsarlo. A dar la batalla del futuro, no la del pasado. Un joven debe mirar adelante, a alguien que se volvió a mirar atrás ¿no cuenta la Biblia que Dios lo convirtió en estatua? ¿Fue así? Usted sabe más que yo de esas cosas. ¿Por qué creo que a Diego se le está yendo la ventolera de los balcones? Tápese los oídos, consuegro. ¡Por Ileana! Sí, por ella. Está muy bien parada sobre la tierra, pese a ser la hija de un soñador. Me di cuenta apenas la conocí, por mil detalles. Soy buen observador ¿sabe? En fin, mejor me callo, no quiero causarle otra contrariedad, y menos en este momento. Eso sí: Ileana es la mejor esposa que podía haber elegido Diego. Mi mujer piensa lo mismo. ¿Le gusta oírlo, consuegro? Bueno, ahora me marcho. Cuenta con mi solidaridad y mi afecto. ¿Ha decidido qué va a hacer? No puede seguir viviendo en esta mugre, entre tiznes y tablas chamuscadas. ¿Tiene adonde ir? Puede quedarse en mi casa hasta que encuentre otra vivienda, desde luego. Tenemos un cuarto de huéspedes y mi mujer estará encantada de alojarlo. También puedo facilitarle algún dinero, si le hace falta. Un préstamo sin intereses, por supuesto. En fin, a sus órdenes para lo que le haga falta. A cualquier hora del día o de la noche, consuegro.
Se va, despidiéndose de la sombra con la que ha dialogado. Desde su balcón, el profesor Brunelli, quien lo ha observado y escuchado con una cara contrita, lo ve alejarse y desaparecer. Mientras monologa, con gran pesadez y dificultad, como si hubiera perdido la fuerza vital, inicia el descenso hacia el pasado. Ahí está el cementerio de los balcones, antes del fuego que lo destruyó.