PROFESOR BRUNELLI
Lima, Lima ¿has sido también ingrata conmigo? Sí, pues me voy de tus calles más pobre de lo que llegué. Se terminó el noviazgo, putanilla. Cuarenta y pico de años. Quedas libre de ir a corromperte por ahí con gentes como el doctor-doctor Asdrúbal Quijano o el ingeniero Cánepa. Te comprarán abrigos de concreto armado, joyas de plexiglás, vestidos de acero y sombreros de vidrio esmerilado. ¡Pobre de ti! ¡La ciudad de los reyes! Así te llamaban cuando el joven Brunelli desembarcó en el puerto del Callao, hambriento de exotismo. ¡Lima, la morisca! ¡Lima, la sevillana! ¡Lima, la sensual! ¡Lima, la andaluza! ¡Lima, la mística! Coqueterías de putanilla para seducir al joven florentino enamorado del arte y de la historia. Eras la capital de una república, pero la vida colonial seguía viva. Cómo te deslumbraba ese pasado que era aquí presente, Aldo Brunelli. Cuando iba a dar mis clases a las niñas de sociedad, todo me maravillaba de ti. ¡Qué espectáculo! Las calles trazadas a cordel, por los conquistadores. Los adoquines pulidos por las herraduras de las bestias. Los aguateros y afiladores pregonando sus servicios y los párrocos llevando la extremaunción, entre campanillas y zahumerios, a los moribundos del barrio. ¡Adónde viniste a parar, Aldo Brunelli! Era octubre. Allí pasaban los negros y mulatos, vestidos de morado, en la procesión del Señor de los Milagros, o bebiendo y zapateando como en una saturnal. Fue un amor a primera vista, putanilla. A pesar de lo maltratada que estás, todavía te amo. Aún pienso en ti como en mi novia. «A lo único que le tengo celos es a Lima», decía mi pobre mujer, que en paz descanse. Ni a ti ni a Ileana les di la vida que se merecían, esposa, es verdad. ¡Ileana, hijita querida! Ahora recibirás tu recompensa por tantas privaciones. ¿Te alegra que nuestra hija se haya casado con ese muchacho, esposa? Claro que te alegra. A mí también, te lo juro. «Pero, Aldo, ¿me quieres explicar qué le ves a Lima?». «Le veo el alma, amor mío». Anticuada, pintoresca, multicolor, promiscua, excéntrica, miserable, suntuosa, pestilente. Así eres, putanilla. Mi mujer no podía entender que tú y yo fuéramos novios. Ileana tampoco, por lo visto. Pero a ti y a mí nos daba lo mismo que ellas no lo entendieran ¿cierto? Nos hemos llevado bien. Pronto hubiéramos cumplido nuestras bodas de oro. Te están matando a poquitos y yo ya no estaré aquí para entonar los responsos. Hasta ha contribuido a tu desaparición, buena amiga. Hice lo que tenía que hacer. Tú lo apruebas, lo sé. ¡Adiós, iglesias barrocas cargadas de exvotos! ¡Adiós conventos de osarios macabros y huertos fragantes! Parecías haber escapado a la usura del tiempo, por una distracción divina. Pero ya llegaron los ingenieros Cánepas con sus escuadras y sus plomadas a incrustarte en la cronología. Tú no fuiste ingrata conmigo, putanilla. Me has dado lo mejor que tenías. Tu garúa, la lluvia que no es lluvia. Tu neblina, la niebla que no es niebla. Tus teatinas, ni techos ni ventanas sino techos-ventanas. Tus zaguanes donde retumba la historia. Y tus balcones, tan amados. No me guardas rencor ¿verdad, putanilla? Hubiera sido peor que cayeran en manos de los ingenieros Cánepas de este mundo, ¿no es cierto? Ah, los ingenieros Cánepas…
En su recuerdo se materializa una escena no lejana, de incalculables consecuencias. A los pies del balcón se ilumina el despacho, lleno de planos y maquetas, del ingeniero Cánepa. Y allí está, también, Diego. Padre e hijo miran asombrados al inesperado y resuelto visitante que tienen al frente.