El Rímac, en la Lima de los años cincuenta.
El barrio, corazón de la vida virreynal en el siglo XVIII, es ahora un distrito popular, de viejas casas convertidas en tugurios y conventillos que parecen hormigueros. Hay cantinas violentas, llenas de borrachos y gentes de mal vivir, y placitas recoletas y desmoronadas donde cuchichean las beatas y dormitan mendigos que huelen a pis. Las esquinas hierven de vagos y los faroles han sido pulverizados por pedradas de palomillas. Entre el presente de muros leprosos y fachadas descoloridas, aceras rotas y techos a medio encofrar, asoman, aquí y allá, huellas del extinto explendor[2]: iglesitas cuarteadas por los temblores, de altares churriguerescos; ventanas de hierro forjado; balcones con celosías; torrecillas moriscas; calles de piedras sin desbastar y esqueletos de mansiones convertidas en mercados, pensiones o comisarías cuyos huertos han degenerado en descampado y muladar.
El Rímac es un barrio forajido, ruinoso, mosquiento, promiscuo, muy vital. En sus arrabales se confinaron los esclavos libertos en el siglo XIX y fue, entonces, famoso —como, antes, por sus palacios, carrozas, alamedas y conventos— por sus fiestas de ritmos africanos, sus brujerías y supersticiones, sus hábitos morados, sus procesiones, sus orgías, sus duelos a cuchillo, sus serenatas y sus lenocinios. Aquí nació el criollismo y la mitología pasadista de Lima. Y, también, el vals criollo de guitarra, palmas y cajón; la replana, esotérica jerga local, la variante zamba de la marinera y la lisura, en sus dos acepciones de palabra malsonante y gracia de mujer.
Al Rímac vienen todavía, huyendo de la respetabilidad, los burgueses de la otra orilla del río hablador, a pasarse una noche de rompe y raja con morenos y mulatas. Cantan valses de la guardia vieja, bailan marineras, beben mulitas de pisco, pulsan la guitarra y tocan el cajón. En octubre, durante la feria, los domingos y otros días de corrida, no sólo la plaza de Acho, todo el barrio recobra por unas horas su protagonismo y tradición.
Ahora es el amanecer y el Rímac duerme, en una oscuridad tranquila, interrumpida por maullidos de gatos rijosos. Humedece el aire esa lluviecita invisible de Lima, la garúa.
Mal alumbrado por el farol de la esquina, dando prestancia a un muro encanallado de inscripciones, hay un balcón. En él, entregado a extrañas manipulaciones, se divisa a un viejecillo enteco y ágil, vestido a la manera de otros tiempos.
Al fondo de la calle, andando despacio para no perder el equilibrio, aparece la silueta de un borracho.
Se acerca, canturreando.