Rupertsberg, cerca de Bingen

Verano de 1206

—¿Sigues siendo mi amigo? —preguntó Gisela en voz baja.

Rupert acababa de ensillarle su yegua y ella sabía que había llegado la hora de despedirse. Era mejor decirle adiós antes de que apareciera su padre y montara en su pesado caballo negro, incluso antes de reunirse con la escolta de dos caballeros que los acompañarían hasta Meissen.

—Desde luego —murmuró el mozo de cuadra y soltó un bufido, aunque no parecía que fuese a echarla de menos.

—Estarás aquí cuando regrese, ¿verdad? —preguntó Gisela con voz trémula.

—¿Adónde quieres que vaya? —murmuró él, soltando otro bufido.

Parecía enfadado, o más bien desanimado. Ella se preguntó si quizá su amigo la envidiaba. Rupert tenía once años, pero ya sabía que tal vez nunca abandonaría la corte del padre de ella. En cambio aquel día Gisela emprendía su primer viaje: su padre la llevaba a la corte de Jutta von Meissen, donde sería educada, una corte célebre que le abría todas las puertas a sus pupilos. A lo mejor resultaba que un buen día casarían a Gisela y marcharía a Sicilia o a Francia. La chiquilla pertenecía a la rancia nobleza y aún estaba por verse el vínculo que dentro de unos años le resultaría más provechoso a su padre.

Pero para eso faltaba mucho tiempo. Gisela solo tenía ocho años: era muy joven para convertirse en pupila, pero en el hogar de Friedrich von Bärbach no vivía ninguna mujer. La madre de Gisela había muerto al dar a luz a su hermano mellizo y las únicas mujeres del castillo de Herl eran las criadas y una nodriza: la madre de Rupert. Gisela siempre consideró que la anciana Margreth la detestaba, y ello era muy probable. Rupert, su primogénito, era alto y fuerte; en cambio Hans, el hermano de leche de Gisela, era tonto y también bastante enclenque. Puede que la nodriza lo atribuyera a que Gisela le había quitado la fuerza… en todo caso, jamás les proporcionó cariño maternal a los hijos de su señor y tampoco era de esperar que les diera una educación cortesana, así que Friedrich von Bärbach había decidido que Gisela debía marcharse.

Los sentimientos de la propia Gisela oscilaban entre el espíritu de aventura y el miedo ante lo nuevo; sobre todo echaría de menos a Rupert, quien era como un hermano para ella; cuando era una niña pequeña lo seguía por todas partes como un cachorro, en especial cuando Rupert abandonaba los establos y se colaba en la cocina para saborear a hurtadillas un poco de la papilla de miel que su madre preparaba para los hijos del conde. Gisela adoraba su aroma a caballo y heno, y también que la llevara consigo al bosque que rodeaba el castillo, donde cazaban renacuajos y arrojaban piedras a las ardillas. Seguramente Rupert, más que sentir aprecio por ella, solo la toleraba, pero él también carecía de compañeros de juego y disfrutaba de la admiración de la pequeña hija del conde.

—Cuando regreses ni siquiera me reconocerás —gruñó, ajustando la cincha de la yegua—. Además, quién sabe si regresas algún día, quizá te casen muy pronto.

Gisela suspiró. Era posible, pero bastante improbable.

—Pero no me olvidarás, ¿verdad? —insistió.

Rupert negó con la cabeza.

Esa promesa a medias fue lo único a lo que Gisela pudo aferrarse cuando por fin cabalgó a través de la puerta del castillo y cruzó el puente levadizo, acompañada por su padre y los dos caballeros. Ese día cabalgarían a lo largo del Rin hasta Colonia, donde von Bärbach esperaba unirse a una caravana de comerciantes, ya que viajar acompañado a través de los espesos bosques de Sajonia resultaba menos peligroso. En total, el viaje duraría unos veinte días.

Al principio Gisela, triste, cabalgaba en silencio junto a su padre, pero a medida que se alejaban del castillo fue despertando su espíritu aventurero. Una vez llegados a Colonia, se quedó boquiabierta al contemplar las enormes iglesias, las ferias de la plaza de la catedral y los numerosos comerciantes y peregrinos llegados de todas partes.

Arno Dompfaff, el líder de los comerciantes a cuyo grupo se unieron, se mostró locuaz y cordial. Él mismo era padre de diez hijos vivarachos y consideró que la pequeña señorita —que no dejaba de hacerle preguntas— era encantadora. Arno prefería cabalgar junto a la alegre Gisela que junto a los otros comerciantes, todos muy serios, en su mayoría judíos que daban la impresión de preferir su propia compañía.

Gisela disfrutaba de su amabilidad y de la atención que le prestaba. La larga cabalgada no la afectaba, puesto que su caballo avanzaba a paso firme y ella se sentía cómoda en la silla. Incluso se las hubiera arreglado sin un cojín, pues a menudo había cabalgado a pelo junto con Rupert a lomos del enorme corcel de batalla de su padre camino del abrevadero. Claro que Friedrich von Bärbach lo ignoraba. A veces incluso la pequeña conducía algún caballo de batalla hasta el palenque donde los caballeros se entrenaban para participar en un torneo. En esos casos, los caballos siempre se comportaban con mansedumbre de corderos. Gisela era muy diestra en el trato con los animales y le gustaba participar en los concursos de cetrería.

Las semanas de viaje transcurrieron con rapidez, sobre todo porque los temores de su padre no se confirmaron. Los bandidos y los bribones que solían acechar a los viajeros no se atrevieron a atacar una caravana tan grande como esa, a la que no dejaban de unirse mercaderes que comerciaban con el extranjero, acompañados de sus carros entoldados y también algunos tenderos y un par de peregrinos que regresaban de su peregrinación a la sagrada Colonia. Los comerciantes no viajaban sin escolta, desde luego: el grupo llevaba treinta jinetes bien armados.

Cuando finalmente alcanzaron Meissen, Gisela se despidió de sus compañeros de viaje de mala gana y Friedrich von Bärbach enfiló el camino a los castillos situados en el monte Albrecht, mientras que Arno Dompfaff y los demás comerciantes siguieron viaje a la ciudad. La chiquilla se consoló con la diadema esmaltada, el regalo de despedida de Dompfaff.

—El color verde hace juego con vuestros ojos, señorita. ¡Volveréis locos a todos los caballeros del castillo! —exclamó el comerciante con una sonrisa y la saludó con la mano: él también parecía lamentar tener que despedirse de ella.

En cambio, Friedrich von Bärbach pareció alegrarse de separarse de los tenderos y peregrinos.

—Hato de judíos —murmuró mientras galopaban cuesta arriba hacia el castillo—. Y bribones cristianos engreídos porque en sus ciudades pueden llamarse ciudadanos. Todos se han escapado de sus terratenientes…

Gisela guardó silencio. Su padre tenía en poca consideración a los magistrados de Colonia y Maguncia, pero ella ignoraba el motivo y además le daba igual. Sentía una gran excitación ante el encuentro con su nueva mentora. ¿Sería severa y malvada con ella, como su nodriza? ¿Debería llevar la nueva diadema o la considerarían una presumida?

Pero sus temores resultaron infundados. Mientras el mayordomo del castellano daba la bienvenida a su padre y sus caballeros y les ofrecía una copa del mejor vino, aparecieron dos muchachas alegres —casi vestidas de fiesta, según la opinión de Gisela— para recibir a la pequeña.

—¡Qué bonita es! —gorjeó una—. ¡La señora se alegrará!

—Pero debiéramos proporcionarle ropas nuevas y tal vez quiera tomar un baño tras el largo viaje —sugirió la otra.

Antes de que Gisela comprendiera lo que estaba ocurriendo, ambas la condujeron a un aposento bien caldeado donde ya la aguardaba una tina de agua caliente. La enjabonaron entre risas y no dejaron de lisonjearla por sus largos y sedosos cabellos y sus grandes ojos verdes.

—¡Te aplicaremos yema de huevo en el pelo para que brille aún más! —dijo Hultrud, la más joven, mientras Luitgard, la mayor, sacaba un ligero vestido de lino y una túnica de seda verde de un arcón.

Ninguna de las dos hizo ademán de desempacar las ropas de Gisela. Luego lo harían las criadas, así que empezaron por echar mano de los al parecer inagotables atuendos con que contaba el castillo.

—¡Ahora estás muy bonita! —dijo Hiltrud, cuando por fin Gisela se irguió ante ella con el cabello suelto y brillante adornado con la diadema esmaltada y ataviada con el nuevo vestido—. Solo hemos de acortar el dobladillo para que no tropieces.

Provisionalmente, las muchachas lo fijaron con alfileres y luego bajaron las escaleras con Gisela, orgullosa como una muñeca recién vestida. Primero atravesaron un huerto y después entraron en el amplio jardín del castillo, que albergaba canteros de flores y árboles enormes que proporcionaban sombra y donde por todas partes resonaban las voces alegres y las risas de las muchachas y los jóvenes caballeros que se divertían.

Jutta von Meissen aguardaba a su nueva pupila en el rosedal. Estaba sentada en un cenador rodeada de un mar de flores y un círculo de muchachas y mujeres jóvenes y otras mayores. Un trovador las entretenía tocando el laúd y entonando canciones.

—Esta es Gisela von Bärbach, señora Jutta —la presentó Luitgard y empujó a Gisela hacia su nueva mentora.

Jutta von Meissen vestía un atavío de fino paño, formado por una túnica rojo oscuro bajo la cual asomaba un vestido verde oscuro y un cinto dorado. Una toca de lino finísimo le cubría el cabello ocultando su color, pero la mirada de sus ojos color avellana era cordial.

—¡Sé bienvenida, pequeña mía! —dijo en tono afectuoso—. Acércate y dame un beso. Supondrá una alegría para mí ocuparme de una niña tan pequeña, casi como una hija… ¡Serás una compañera de juegos para mi hijo!

Entonces Gisela notó que Jutta von Meissen estaba embarazada y le dirigió una sonrisa. Al besarle la mejilla, notó su ligero aroma a rosas, pero la dama la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca.

—¡Y cuán bonita eres! A que es una belleza, señor Walther, ¿verdad? —dijo dirigiéndose al músico, un hombre rechoncho de rostro enrojecido y dedos largos y fuertes, al parecer inútiles para tocar el laúd con destreza.

—Este es el señor Walther von der Vogelweide, Gisela. Tiene la amabilidad de distraernos.

—¡Para mí es un honor, señora! —dijo el hombre—. Y me encantará dedicarle unos versos a este nuevo adorno de vuestra corte —añadió, y le hizo una reverencia a Gisela.

Jutta rio y lo amenazó con el dedo.

—Pero ¡que no sean demasiado obscenos, señor Walther! Conocemos vuestra tendencia a la rudeza. No asustéis a esta florecilla, que aún ha de convertirse en una rosa.

Gisela escuchó con atención, aunque pronto tanta palabrería y halagos empezó a abrumarla. No cabía duda de que formaban parte de la conducta cortesana, pero ella anhelaba algo diferente. No obstante, ¿por qué habría de desconfiar? Al fin y al cabo, la condesa parecía muy amable. Gisela inspiró profundamente.

—¿Dónde están los halcones? —preguntó.