Esa misma noche, el Lys du Temple abandonó Creta con rumbo a Acre, el mayor baluarte cristiano en Tierra Santa. El tiempo no estaba muy apacible, pero no hubo más tormentas y cuando la nave se acercaba a Palestina, el día incluso se aclaró y Armand vio cómo su ciudad natal resplandecía al sol, al igual que cuando la abandonara muchos meses atrás. Las inmensas murallas despertaron el asombro de Gisela. En tono malicioso, Malik comentó que su tío Saladino las había tomado por asalto sin ningún esfuerzo.
—Mientras que a los caballeros francos la reconquista les resultó bastante difícil —añadió sonriendo—. Su ataque casi fracasó ante sus propias murallas.
—Pero solo casi —precisó Armand en tono burlón—. ¿Cómo pensáis llegar hasta Alejandría, Malik? ¿Necesitáis que el barrio de los templarios os ofrezca asilo durante una noche?
—¡Eres realmente generoso! —dijo Malik, riendo—. Si todo se desarrolla tal como lo he planeado, podremos seguir viaje enseguida. Martin de Kent nos aguarda con una chalupa.
—Martin de Kent es muy diligente… —bromeó Armand— para ser un comerciante cristiano.
Konstanze y Gisela se despidieron con los ojos llorosos. Era bastante improbable que volvieran a verse: la distancia entre Acre y Alejandría era demasiada como para visitarse.
—Pero nos escribiremos, ¿verdad? —dijo Gisela—. Supongo que Martin de Kent no tendrá inconveniente en hacerte llegar mis cartas.
—Al igual que los templarios —procuró consolarlas el capitán—. Y quién sabe: a lo mejor se organiza otra cruzada y conquistamos la tierra de los paganos…
—¡Dios no lo quiera! —exclamó Gisela.
—¡Alá no lo quiera! —saltó Konstanze. Era la primera vez que mencionaba a Alá instintivamente y más adelante no olvidaría recordárselo a Malik con orgullo.
—En realidad da igual —fue el comentario del príncipe—. Porque en última instancia todos creemos en el mismo Dios, lo llamemos como lo llamemos.
Mohamed al Yafa saludó a Malik y Konstanze con la reverencia habitual y les proporcionó un refrigerio y nuevas ropas a bordo de un pequeño y elegante velero. Suspirando de alivio, Malik no tardó en ponerse su atavío oriental, amplio y más cómodo. Luego esperó a Konstanze en cubierta vistiendo pantalones abullonados y una cómoda túnica de seda. Al principio Konstanze no se las arreglaba con los amplios pantalones, el largo vestido y el velo, pero había una esclava para ayudarla. Marlein y Gertrud, sus doncellas, prefirieron quedarse en la corte cristiana de Gisela. Kalim, un muchacha delicada de cabello negro, cara redonda y suaves ojos castaños, procedía del harén del sultán y sabía muy bien cómo embellecer a una sayyida.
De momento, Konstanze se sentía inhibida ante la chica, pues nunca había tratado con una esclava. Sin embargo, Kalim no parecía sumisa e intimidada sino excitada por el viaje y entusiasmada por la belleza de su nueva ama. Le agradaba ayudar a Konstanze a ataviarse con aquellas ligeras prendas de seda rojas y azules.
—¡Nos dijeron que teníais ojos azules, cabello oscuro y tez clara! —gorjeó—. El primer eunuco escogió los vestidos rigiéndose por esa información. Tiene un gusto exquisito y estoy muy orgullosa de que me haya escogido para ser vuestra doncella. Aguardad, despacio: el velo es de una tela muy delicada… Lo fijaremos con ristras de perlas, un regalo de la madre del príncipe.
El diminuto camarote que hacía las veces de vestidor estaba repleto de arcones ricamente ornados y Konstanze se quedó muda ante los tesoros que la muchacha sacaba de su interior. Kalim le colgó cadenillas del cuello, le puso anillos en los dedos, le trenzó ristras de perlas en los cabellos… e insistió en untarla con ungüentos perfumados y en maquillarla.
—Pero yo no puedo… —Konstanze se resistía, sonrojándose—. En Occidente… solo se maquillan las…
Cuando comprendió a qué se refería, Kalim se mostró incrédula; después rio con voz cantarina.
—¡No, señora! ¡Aquí todas nos maquillamos! ¡Mirad!
Solo entonces, Konstanze notó que los ojos de la pequeña esclava estaban contorneados con trazos de kajal y en las manos se había pintado bonitas flores con henna. A continuación empezó a decorar las manos de Konstanze, lo que al principio le resultó desagradable. Pero cuando se miró en su nuevo espejo casi no se reconoció.
—¿Esa… esa soy yo?
—No ha quedado perfecto —se disculpó la muchacha—. Solemos hacerlo entre dos y antes deberíamos haberos bañado y lavado el pelo. Pero os ruego que os conforméis, dadas las circunstancias. El sayyid Mohamed me rogó que me diera prisa. Además, aquí hay tan poco espacio…
—No logro imaginar que alguien pueda embellecerme mejor —la alabó Konstanze.
Kalim rio.
—¡Oh sí, sayyida, ya lo veréis! Pero ahora cubríos con el velo, los señores os aguardan en cubierta.
Atónita, Konstanze dejó que la muchacha la cubriera con un velo de una exquisita tela azul oscura que la ocultaba completamente.
—¿Tanto trabajo para esto? —se lamentó. El velo la ocultaba aún más que el hábito de monja.
Kalim volvía a reír.
—¡Aún lo ignoráis todo, señora! La madre del príncipe ya se deshizo en lamentos porque tendría que enseñaros todo. Pero ¡no lo decía en serio, estará encantada de hacerlo! Solo vuestro amo y las mujeres del harén os verán con vuestros vestidos ligeros. Debéis cubriros ante las miradas de los demás hombres.
Cuando Konstanze subió a cubierta, el velo la protegió del frescor nocturno. Malik y Al Yafa la estaban esperando.
—¿Todo ha resultado a vuestra satisfacción, sayyida? —preguntó Al Yafa.
—No podría ser mejor. Os lo agradezco de todo corazón, Mohamed, pero…
El comerciante y espía rio.
—Pero queréis saber si he cumplido con vuestro encargo, ¿no? Pues he hecho todo lo posible, sayyida… —dijo, volviendo a hacer una reverencia—. De los alrededor de seiscientos jóvenes que partieron de Pisa, unos cuatrocientos cincuenta sobrevivieron, según he logrado averiguar.
—¿Solo cuatrocientos cincuenta? —dijo Konstanze en voz baja.
Al Yafa negó con la cabeza.
—Como ya sabéis, esos niños se enfrentaron a un grupo de guardias fronterizos. Primero cantando y rezando, pero luego blandieron sus armas cuando los guardias se negaron a tomarlos en serio. Debéis creerlo, sayyida, he hablado con el comandante, y gracias a que es un hombre sensato no todos esos pequeños tontos fueron abatidos. Según el informe del comandante, trescientos treinta y ocho fueron hechos prisioneros y vendidos en el mercado de Alejandría. De momento, he recomprado a doscientos cuarenta ocho de ellos. En parte, los demás no fueron encontrados y en parte ya habían sido recomprados por las órdenes cristianas. De estos últimos he dejado de ocuparme, con vuestro permiso, porque preferían quedarse con sus nuevos amos. Sobre todo las muchachas. Algunas fueron vendidas a un harén y allí (según ellas mismas declararon) se sentían como en el paraíso. Insistieron en convertirse al islam y en la segunda o tercera esposa cuanto antes.
Malik soltó una carcajada.
Konstanze se mordió el labio.
—Bueno, muchas eran niñas de la calle que siempre pasaban hambre —dijo, en un intento de explicar la rápida «conversión» de las jóvenes cruzadas.
Al Yafa se encogió de hombros.
—Niñas de la calle, mendigas… En todo caso, la riqueza y la abundancia las deslumbraron y por eso olvidaron su alma inmortal con rapidez. Otras fueron compradas por hombres sencillos, pero ya se habían encariñado con ellos; incluso dos ayudantes de cocina insistieron en quedarse. Lo he documentado todo, podéis creerme.
—Jamás dudaría de vuestra palabra, Mohamed al Yafa —declaró Konstanze e inclinó la cabeza—. ¿Y dónde se encuentran ahora? —preguntó—. Yo no he dejado de preguntarme qué haríamos con ellos, pero no se me ocurrió ninguna idea.
—Al respecto también he tomado una decisión, con vuestro permiso —respondió Al Yafa—. O mejor dicho, el sultán tomó una decisión, y he de mencionar que nadie lo supera en sabiduría. Vuestros doscientos cuarenta y ocho esclavos, sayyida, ya están de camino a Génova. A bordo de una nao de los templarios. La Orden se comprometió a evitar que caigan en manos de bellacos o tratantes de esclavos. En Génova los dejarán en libertad y les entregarán una pequeña suma de dinero a cada uno. A partir de entonces solo podemos confiar y rezar que nunca más volvamos a saber de ellos.
A Konstanze la asustaba la idea de lo que les esperaba a los niños cuando regresaran a Occidente, pero se prohibió pensar en ello. Nadie podría haberlo hecho mejor que el sultán. Ahora el destino de Hannes y sus últimos seguidores estaba en manos de Dios.
Siguió haciendo buen tiempo, también durante los siguientes días, y el pequeño velero no se alejó de la costa. Konstanze y Malik pasaron junto a Jaffa y Haifa: ambas ciudades eran puntos de apoyo de los cruzados y tenían sólidos castillos.
—Algún día también caerán los últimos bastiones cristianos —comentó Malik—. Espero no ser aquel cuya espada deba alzarse contra ellos, pero si se produce otra provocación, expulsaremos definitivamente a los francos de nuestras tierras. Nosotros no alzaremos las armas, pero si el Papa vuelve a promover una cruzada, será la última vez que pisen nuestra tierra.
—¿Y dónde está Jerusalén? —preguntó Konstanze oteando la costa—. ¿La… la veremos?
—Jerusalén se encuentra por allí —dijo Malik, señalando tierra firme—. Al suroeste de Jaffa. Ahora nos encontramos a la altura de la ciudad, pero no la veremos: está a unas millas tierra adentro. Para visitarla deberíamos haber desembarcado en Jaffa. ¿Deseas que mande virar?
Konstanze reflexionó un momento, pero no tenía un deseo urgente de ver la ciudad. Estaba cansada, harta de viajar. Anhelaba encontrarse en su nuevo hogar.
—Sigamos viaje —dijo sonriendo—. Solo es una ciudad.
Gisela tomó posesión de su castillo. Disfrutaba de los cumplidos que le hacían el padre de Armand y sus caballeros, dio el visto bueno a sus confortables aposentos, en parte amueblados al estilo oriental, y saludó a los menestrales y criados. Una vez más, su joven esposa despertó el asombro de Armand. La niña que le cantaba una nana a su yegua en medio de la tormenta se convertía en la señora bien preparada que para todos tenía palabras amables, un pequeño regalo o sencillamente una sonrisa.
Por fin ambos subieron a la torre más alta del castillo y Gisela contempló la primera puesta de sol en su nueva patria. Los últimos rayos bañaban el desierto rojizo y las casas blancas de Acre; las iglesias y los palacios de cúpulas doradas parecían reflejar la luz. Desde las almenas del castillo, Acre parecía una ciudad de juguete. Nadie hubiera sospechado cuántos hombres se habían desangrado por su fe ante sus murallas.
—¡Es hermoso! —dijo Gisela en tono reverente y paseó la mirada por las murallas defensivas tras las cuales se ocultaban las filigranas de los minaretes y los misteriosos laberintos de los barrios de los templarios y los hospitalarios—. Un hermoso país y una ciudad muy bella. ¿Se parece… se parece un poco a Jerusalén?
Armand negó con la cabeza.
—Nada se parece a Jerusalén. Nada es tan hermoso… ni tan peligroso. A veces creo que lo mejor sería reducirla a cenizas.
—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó Gisela, asustada—. ¡Sabes que Jerusalén es una ciudad santa para nosotros!
—Tal vez demasiado santa. Muchos peregrinos que creen en cosas muy diferentes. Por eso nunca la destruirán, pero volverán a luchar por ella eternamente.
—¿La visitaremos alguna vez? Me encantaría conocerla. Después de haber recorrido un camino tan largo… Magdalena no dejaba de preguntar si habíamos llegado tras cada curva del camino.
Armand suspiró. Estaba más que harto de viajar.
—Se encuentra a mucha distancia, querida mía —dijo por fin—. Tal vez no tanto en millas, pero el camino atraviesa territorio enemigo. Claro que el sultán otorga salvoconductos a los peregrinos, pero nosotros no somos peregrinos cualesquiera y hay tribus nómadas que estarían encantadas de secuestrar al heredero de los De Landes. Pero claro, si para ti es importante…
—Tú eres lo importante para mí —contestó ella con ternura.
Ninguno de los niños que emprendieron camino desde el Rin y el Loira, desde Colonia, Basilea y Vendôme, con el propósito de liberar Tierra Santa llegó a ver Jerusalén.
Nota de la autora
Las cruzadas de los niños del año 1212 son parte de los acontecimientos menos investigados de la Edad Media. Ello se debe sobre todo a las pobres fuentes de que se dispone. De hecho, algunos historiadores —sobre todo los próximos a la Iglesia católica— incluso niegan que realmente hayan tenido lugar. Sin embargo, los informes de los cronistas son detallados y las coincidencias, precisas.
Si a pesar de ello solo escasos historiadores se interesaron por el fenómeno y su trasfondo, es probable que se deba a que aquellas iniciativas, ya eran consideradas necias por muchos de sus coetáneos, no modificaron ningún aspecto de su propio mundo. Porque quienes fracasaron no fueron los caballeros y los reyes, sino los pobres, los jóvenes, los desesperados y los corrompidos.
Las cruzadas de los niños fueron —y son— más un tema para los contadores de historias que para los historiadores académicos, y existen indicios de que sirvieron de modelo a narraciones como El flautista de Hamelín.
La hipótesis en que se basa mi historia —que estas cruzadas, a sabiendas de Francisco de Asís o no, fueron promovidas por miembros de la orden de los minoritas— radica en Thomas Ritter, el controvertido historiador. Ritter afirma que su teoría es cierta tras haber investigado numerosas fuentes, pero es imposible darla por demostrada. Lo que sí es pura ficción es la suposición de que Francisco de Asís hubiera comprado el reconocimiento de su Orden mediante la organización de las cruzadas de los niños. Si bien en la descripción de los acontecimientos procuré ceñirme a los hechos —incluso con respecto a la célebre cita papal: «Estos niños nos avergüenzan»—, las conclusiones a que arriban mis protagonistas a partir de dicha cita no están probadas históricamente.
Sin embargo, hubo un encuentro entre Francisco de Asís y el príncipe egipcio Malik al Kamil. Está demostrado que el fundador de la Orden viajó a Tierra Santa en 1212 o 1213, pero que el viaje se interrumpió tras un naufragio. Seis años después volvió a emprender viaje y alcanzó Alejandría, donde Malik al Kamil —entretanto convertido en sultán— lo recibió con todos los honores. No obstante, el sarraceno no se dejó convertir y también rechazó la oferta de Francisco de demostrar la superioridad del cristianismo mediante la prueba del fuego. Envió al monje a casa sin haber cumplido su cometido, pero con abundantes regalos.
El heredero del trono de Egipto no tuvo nada que ver con las cruzadas de los niños. Armand, Gisela y Konstanze también son personajes de ficción.
En cuanto a la ruta recorrida por las cruzadas de los niños, sus orígenes y las reacciones de los concejales y clérigos, me he ceñido en gran medida a los datos de los cronistas. En este punto, lo que está en discusión es si el contingente principal de los cruzados alemanes atravesó los Alpes por el paso de San Gotardo o por el del Mont Cenis. En la Edad Media, ambos eran considerados muy peligrosos.
Personalidades tan conocidas como Aníbal y sus elefantes atravesaron el Mont Cenis, y también Enrique IV de camino a Canossa. Pese a ello, y por motivos de técnica novelística, opté por enviar a mi Nikolaus a través del paso de San Gotardo. De todos modos, en relación al desarrollo de la acción resulta indiferente que los mal equipados cruzados se despeñaran, murieran de hambre y de frío a lo largo de una u otra ruta.
Por desgracia, el nombre del valiente muchacho que condujo a una parte de la cruzada a través del paso de Brennero —logrando salvar así algunas vidas— no se conoce, y tampoco se sabe si fue el mismo que en Pisa organizó la travesía para unos cientos de cruzados. Así que mi Hannes también es un personaje ficticio, aunque existen modelos históricos para él.
La canción que Nikolaus y sus seguidores entonan durante el viaje puede suponer un anacronismo. Schönster Herr Jesu (Jesús Nuestro Señor, el más bello de todos) siempre ha supuesto para mí un símbolo de la cruzada de los niños. Cada vez que leía algo al respecto —en publicaciones no científicas— o que veía películas sobre las cruzadas, sonaba dicha canción. Pero no existen datos que demuestren que en 1212 la canción ya fuera conocida en las tierras de habla alemana. Proviene del ambiente anglosajón y la primera traducción manuscrita es de 1677.
No obstante, es seguro que la cruzada de los niños —como prácticamente todo movimiento de masas en tiempos históricos— disponía de alguna clase de himno. Se trata de melodías pegadizas que animan a cantar en coro y Schönster Herr Jesu cumple esa exigencia. Así que resulta lógico que haya proporcionado semejante canción a mis protagonistas. Schönster Herr Jesu es tan adecuada como cualquier otra.
Me he tomado ciertas libertades poéticas con el pequeño Enrique. Lo he presentado un poco mayor —de hecho, cuando fue coronado aún no había cumplido dos años y por consiguiente aún no hablaba—. Además, he situado su coronación en otoño de 1212, mientras que los historiadores lo hacen en primavera.
Aquel año, el rey Federico y su esposa viajaron a Alemania en verano, y su presencia generó una gran excitación. Puede que ello también sea un motivo para que los cronistas prestaran escasa atención a las cruzadas de los niños. El valor informativo de la coronación del rey era mucho mayor.
Un aparente error en el texto no es el resultado de una falsificación histórica ni supone un error por mi parte: las agujas de las primeras brújulas utilizadas en la navegación (llamadas brújulas mojadas o brújulas flotantes) efectivamente indicaban el sur y no el norte, como más adelante impuso la costumbre.