7

Cuando salieron a cubierta tomó una gran bocanada de aire; el viento había amainado bastante y el aire sabía a salitre. Brumas grises cubrían el cielo y en el horizonte se divisaba la línea borrosa de la costa.

—¿Es Creta? —preguntó Konstanze.

Armand se encogió de hombros.

Los tres avanzaron a tientas por la cubierta húmeda; la tormenta había arrastrado objetos como cubos y escaleras, pero no había que lamentar daños graves. Los tripulantes ya estaban ocupados en hacer balance y emprender pequeñas reparaciones; un grupo de hombres desplegaba la vela, supervisados por el capitán.

—Veo que también vosotros habéis superado la tormenta —dijo, saludando a sus pasajeros—. ¿Alguien ha comprobado si el caballo se encuentra bien?

El templario no comprendió qué les hizo tanta gracia a Konstanze y Malik, e hizo caso omiso de su risa.

—Os he mandado llamar para conocer vuestra opinión, y también obtener vuestro permiso, porque si cedo al deseo de mi tripulación, el viaje sufrirá cierto retraso. Hemos encontrado restos de un barco o de varios y mis hombres quieren navegar a lo largo de la costa en busca de posibles supervivientes. Albergo escasas esperanzas, pero si encontramos algún náufrago podremos salvarlo de una muerte nada agradable. La carga que llevamos no es perecedera y da igual que lleguemos a Acre un día después. ¿Qué opináis? ¿Tenéis prisa por llegar?

—No —dijo Armand—. Además, sería imperdonable dejar que alguien muera ahogado solo por alcanzar Acre uno o dos días antes. Si nos hubiese sucedido a nosotros, también desearíamos que unas almas caritativas acudieran a rescatarnos.

Konstanze y Malik mostraron su acuerdo.

—Unas pocas horas no supondrán un inconveniente, sobre todo si ese es el deseo de mi esposa —dijo Malik—, pero ¿de verdad creéis que aún habrá supervivientes?

—La nave debe de haber naufragado más cerca de la costa, príncipe, apostaría que estrellada contra los arrecifes. Bien, ¡ya lo habéis oído, marineros! Izad las velas y poned proa a Creta. Avante lento, y mucho cuidado con las rocas a ras de superficie.

Durante las siguientes horas, Konstanze observó cómo la costa de Creta se acercaba. Algunos tripulantes ayudaron a Dimma y los demás pasajeros a limpiar y ventilar los espacios bajo cubierta. Los mareados seguían vomitando, pero ahora por encima de la borda.

Gisela sacudió la cabeza con aire perplejo.

—Pero si no han comido tanto —comentó—. Mira: ¿qué es eso?

Konstanze dirigió la mirada hacia el oeste: al acercarse a la costa, los restos del naufragio se multiplicaban.

De pronto Gisela soltó un grito.

—¡Mirad! ¡Allí hay una tabla a la que se aferra un joven! —exclamó—. ¡Rápido, id en busca del capitán! ¡Hemos de rescatarlo!

Lo sacaron del agua completamente exhausto y más muerto que vivo, pero se recuperó. Les dijo que era un grumete y luego demostró tener vista de lince. Mientras permanecía sentado en cubierta bebiendo vino tinto caliente para reanimarse, descubrió otros tres náufragos. Todos se aferraban a un trozo de la nave hundida. Después descubrieron a otro marinero y, más allá, un trozo de tela negra flotaba sobre las olas.

—¿Es una parte de la carga? —preguntó Konstanze, observándola atentamente.

—¡No! ¡Es un monje! —dijo el grumete—. Sabía que lo encontraríamos. Es casi un santo, señora, Dios no permitiría que se ahogue. Rezó con nosotros hasta el final… ¡seguro que es la única razón por la que hemos sobrevivido!

Konstanze se preguntó si hubiese sido más sensato arriar las velas a tiempo y virar, pero no dijo nada. Le señaló al capitán el hábito que flotaba en las aguas. El monje parecía estar muerto, pero luego resultó que solo permanecía flotando sobre una especie de cruz: dos tablones unidos en forma de T a los que se aferraba.

—¡Es un milagro! —balbuceó cuando los templarios lo sacaron del agua—. Jesucristo me envió su cruz para salvarme. Pongámonos de rodillas y oremos.

—Primero bebed un trago para recuperar el oremus —gruñó el capitán y le tendió una copa de vino.

El monje la rechazó.

—No quiero beber, señor, me embotaría los sentidos. Y estoy perfectamente… quizás un tanto empapado, pero el Hermano Viento me secará. Y tengo un poco de frío, pero el Hermano Sol me calentará… —dijo el monje con una sonrisa, y era como si el sol resplandeciera en su rostro bondadoso.

Sin embargo, cuando Dimma le tendió una manta la aceptó agradecido. Era un hombre delgado y menudo, con aspecto de asceta. Sus extremidades eran cortas y sus pequeños pies llamaron la atención de Konstanze. Se trataba de un mediterráneo, lo que también indicaba su cabello oscuro y sus ojos negros y brillantes. Hablaba en italiano.

—¿Hacia dónde navegáis? —preguntó al capitán—. El barco que naufragó anoche se dirigía a Tierra Santa… Seguro que antes de elevarse al Cielo, las almas de los ahogados han pasado por los Santos Lugares para elevar sus oraciones. —Y se persignó—. ¡Les habrá resultado muy fácil llegar hasta Jerusalén! Ningún pagano se burlaría de ellos, ninguna espada los detendría.

—Para ello no era necesario que se ahogaran —comentó Malik, que en ese momento subía a cubierta—. Saladino, mi tío, concedió un salvoconducto a todos los peregrinos y mi padre respeta dicha decisión. Los peregrinos solo han de dejar en casa sus armas y sus caballos de batalla.

—¿Vuestro padre, hijo mío? —dijo el monje, clavando la mirada en el joven sarraceno—. ¿Sois el hijo del sultán? ¡Ahora sé que el Señor me aprecia! ¡Ahora sé por qué hemos tenido que pasar por este sufrimiento! El Señor me ha conducido directamente hasta el jefe de los pobres descaminados que se niegan a venerarlo. ¡Loado sea Jesucristo!

Malik dirigió una mirada irritada y atónita a los demás. Konstanze, Gisela y el capitán también parecían tan estupefactos como él. El príncipe decidió empezar por presentarse.

—Mi nombre es Malik al Kamil y mi padre es Abu-Bakr Malik al Adil. En cuanto a lo que decís, me niego a creer que Alá hiciera naufragar este barco solo para que vos y yo nos encontremos. Mi padre le concede audiencia a cuantos la solicitan con amabilidad. Nadie necesita poner en peligro su vida para obtenerla.

El monje no hizo caso de sus palabras.

—¡Os agradezco la invitación, príncipe! —dijo en cambio, y Konstanze reparó en que hablaba con voz melodiosa pero tono perentorio—. Mas ¡debéis reconocer las señales! ¡Contemplad la cruz que me ha salvado! —añadió, señalando las tablas que habían subido a bordo debido a su insistencia.

—Pero si es… —terció Gisela—, ¡si es el mismo signo que aparecía en el hábito de Nikolaus! Sin embargo, no parece un franciscano.

En efecto: el monje no llevaba un hábito pardo sino un tosco atuendo de lana rústica.

El monje le sonrió.

—Sí y no, hija mía. Es verdad que no llevo el hábito de la Orden (es demasiado suave y confortable). En realidad deberíamos transitar por la Tierra desnudos y regalar todas nuestras posesiones a los pobres. Solo eso complacería a Dios, pero el Papa insistió en que cada Orden requiere un hábito y yo insistí en el sencillo color pardo, también en señal de pena porque Jerusalén todavía permanece en manos de los paganos —explicó, lanzándole una mirada de benigno reproche a Malik.

—Entonces vos sois… —susurró Konstanze, que lentamente empezaba a comprender—. ¡Gisela! ¡Ve en busca de Armand! ¡Y de Dimma y los niños! Que este hombre confiese su responsabilidad ante todos. ¡Confesadlo! —le espetó—. ¡Sois Francisco de Asís!

—¿Por qué no habría de admitirlo, hija mía? —preguntó el monje—. Ese es mi nombre, en efecto, y estoy de camino a Tierra Santa para llevar la paz a Jerusalén. Porque resulta que… —añadió, dirigiendo la mirada a Malik, al grumete y al huraño capitán— durante los últimos decenios se han cometido muchos errores. Lleváis toda la razón, príncipe: ¡viajar a Tierra Santa con la espada y el hacha para liberar Jerusalén fue un error! El Señor nos lo demostró dejando que los paganos volvieran a triunfar.

—¡Tu Señor tiene una manera bastante sanguinaria de demostraros algo! —comentó Malik—. Primero masacrasteis a miles de ciudadanos de Jerusalén, después tuvimos que matar a casi la misma cifra de francos para expulsarlos de la ciudad… ¿Acaso no podría haberlo expresado de un modo más normal?

El monje asintió: por lo visto, no había comprendido la ironía de Malik.

—¡Tenéis mucha razón, príncipe! Jesús llora por cada gota de sangre derramada. En ambos bandos. Pero ¡el Señor no os ha abandonado aunque seáis paganos! ¡Os ama tanto como a sus hijos cristianos! Incluso puede que os ame más, tal como indica la parábola del hijo pródigo. Nuestra tarea consiste en convenceros de ello, lo considero mi más honroso deber. Mi Orden solo está dedicada a la prédica y a la conversión de los paganos.

—He de ocuparme de la navegación —dijo el capitán.

Y mientras se alejaba Armand salió a cubierta, seguido de Dimma y los niños.

—¡Y lo hacemos pacíficamente! ¡Lo hacemos sumidos en la pobreza y la humildad! ¡Nuestra meta es devolver Jerusalén a los verdaderos creyentes! —Francisco se embriagaba con sus propias palabras.

—¿También a costa de la mentira? —preguntó Armand en tono cortante. Se acercó a Konstanze, y los demás también se aproximaron. Parecían un tribunal—. ¿También a costa de la corrupción de miles de niños?

—¿Niños corrompidos? —preguntó Francisco y contempló a Armand con mirada atónita y sincera—. ¿De qué estáis hablando?

—¡Hablamos de Nikolaus y de Stephan! —dijo Gisela—. De vuestro pacto con el Papa. ¡De la Cruzada de los Inocentes!

El rostro de Francisco se iluminó.

—¡Sí! ¿Acaso no fue un milagro? Me dijeron que eran treinta o cuarenta mil niños. ¡Todos de corazón puro, dispuestos a liberar Tierra Santa! ¡Debéis aceptar que los milagros existen, príncipe! —El rostro alargado del monje parecía iluminado por una luz interior—. ¡Milagros mediante los cuales se manifiesta Jesús Nuestro Señor!

—¡Pero el milagro no ocurrió! —dijo Konstanze arqueando las cejas—. El mar no se abrió ante Nikolaus ni ante Stephan. ¿Cómo lo explicáis, hermano Francisco?

El monje alzó los brazos como si rezara.

—¡Quizá la fe de esos muchachos no era bastante firme! —dijo.

Konstanze tuvo ganas de gritar y abofetear a aquel hombrecillo obstinado, y apenas logró contenerse.

Las palabras de Malik expresaron lo que ella estaba pensando:

—Tuve el dudoso placer de presenciar el acontecimiento. ¡Tras ese muchacho había siete mil creyentes! ¡Y diez mil más ya habían muerto por su causa! ¿Cuánta fe necesita aún vuestro Dios?

—¡Permitid que os lo demuestre, señor! —suplicó Francisco—. Mi fe es lo bastante firme. Estoy dispuesto a caminar sobre brasas ardientes y a través de las llamas si vos lo deseáis: no me afectará, porque Jesús me protege. ¡Entonces me creeréis!

Konstanze temblaba de ira. Estaba harta de prédicas e intentos de conversión.

—Es obvio que ya tenéis una excelente relación con Jesús —dijo, interrumpiendo al monje en tono cortante—, puesto que baja del Cielo cuando vos se lo ordenáis…

Francisco se persignó.

—No comprendo, señora…

—¡Por favor! No negaréis que, con el fin reclutar cabecillas para la cruzada de los niños, fueron los vuestros quienes se fingieron ángeles e incluso el mismísimo Jesús, ¿verdad? —le espetó Konstanze—. ¿A cuántos os dirigisteis? ¿A diez o veinte pequeños pastores en los prados, hasta que por fin dos mordieron el anzuelo, Nikolaus y Stephan? ¿Unos tontos inútiles que no tuvieron inconveniente en abandonar sus ovejas para conducir otra clase de rebaños a la perdición?

Malik le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarla.

El enjuto monje se enderezó.

—No comprendo, señora… ¿Cómo podría haber instigado a alguien a cometer herejía? —dijo, evidentemente ofendido—. Claro que mis seguidores predicaban… y sí, hicimos… creímos… que solo los inocentes podrían liberar Jerusalén. Esa ha sido y es mi más profunda convicción. Los niños solo podían seguir a un inocente. Así que con la ayuda de Dios fuimos en busca de uno o dos niños que dispusieran de suficiente fuerza y facilidad de palabra… Pero los peregrinos nunca hubieran simulado ser… ¡eso es inaudito! Los niños deben de haber entendido mal algo.

—Sí, malentendieron muchas cosas, según mi opinión —dijo Armand con una sonrisa torcida—. El ángel, la carta celestial que Stephan llevaba consigo… ¿Acaso no sabíais nada de todo eso? ¿Quién la redactó, Francisco? ¿Fuisteis vos? ¿O es que uno de los vuestros se pasó de la raya?

Francisco volvió a persignarse.

—Señor… señor, ¿cómo hubiera podido? Una carta de los ángeles…

—¡Vaya! —se burló Gisela—. ¿Acaso los ángeles no pueden escribir cartas? En cierta ocasión Jutta von Meissen, de quien yo era pupila, recibió una en la que Dios la amenazaba con terribles castigos si seguía escuchando canciones indecentes y colocaba a Venus por encima de Jesucristo. Lo único curioso fue que los ángeles cometían las mismas faltas de ortografía que el capellán ¡para quien la corte galante suponía un gran disgusto!

—¡Y encima la patraña del mar que iba a abrirse! —Pese a la intervención irónica de Gisela, Armand no podía reír: estaba demasiado furioso—. Todos son malentendidos. De acuerdo, lo comprendo. Solo que vuestros monjes siempre rondaban a los muchachos y deberían haberles aclarado el malentendido, ¿no?

Francisco se retorcía bajo la mirada de sus acusadores. Pero entonces una leve sonrisa le cruzó el rostro.

—Quizá… quizá no fueran mis enviados quienes hablaron con esos muchachos. Vos mismo decís que se dirigieron a muchos niños pero que ninguno estaba dispuesto a coger el cayado del Pastor. ¡Entonces puede que interviniera el Cielo y encontrara a esos muchachos! ¡Sí, eso es lo que debe de haber ocurrido! Nosotros solo podemos convocar, pero quien escoge es el Señor. Y sus caminos son insondables —dijo el monje, uniendo las manos—. Así que elevemos nuestras oraciones por todas… por las almas de todos esos niños. ¿Cómo dijisteis que se llamaban? ¿Dominik y Bertran?

—¡Nikolaus y Stephan! —bufó Armand.

Konstanze dio un paso adelante.

—¡Y Magdalena! —dijo—. ¡Y no os atreváis a decir, monje, que su fe era menos firme que la vuestra!

—¡Y María! —añadió Dimma—. ¡Tenía ocho años!

—Y Rupert —musitó Gisela.

—¡Y Trude! —terció Marlein, nombrando a su prima muerta de frío en el San Gotardo.

—¡Y Kaspar! —Uno de los niños al cuidado de Karl, muerto a causa de la fiebre en Roma.

—¡Y Berthold! —dijo Gertrud, alzando la voz por su hermano muerto en las montañas.

Al final incluso los jóvenes cruzados más tímidos se pusieron en pie y pronunciaron los nombres de cuantos habían perdido. Algunos lloraban. La mirada de otros, como la de Karl, ardía de ira.

—¡Todos están con Dios! —trató de consolarlos Francisco, pero parecía abstraído, como ido—. Podéis estar seguros de que están sentados a los pies de Jesús gozando de la belleza del Cielo. Solo podemos rezar por ellos… ¡y procurar continuar con su obra! —Entonces alzó la voz—: ¡Vosotros, todos vosotros que prestasteis el juramento de los cruzados, venid conmigo! ¡Seguidme y orad conmigo! ¡Comprobad a mi lado cómo los paganos aprenden a rezarle a Cristo! ¡Saldremos a su encuentro cantando…!

Konstanze, Gisela y Armand intercambiaron una mirada. Karl apretó los puños. Malik sacudió la cabeza y dijo con calma:

—Si el capitán no tiene inconveniente, atracaremos en algún lugar de la costa de Creta y dejaremos en tierra a este hombre. Antes de que alguien cometa una imprudencia.

—¿Qué decís, señor? —replicó Francisco—. ¿No me llevaréis a Tierra Santa? ¿No me permitiréis que hable con vuestro padre? —Parecía profundamente decepcionado.

—Si lográis llegar a la corte del sultán, seguro que mi padre os recibirá —contestó Malik—. Pero si está en mi mano impedirlo, no alcanzaréis Acre en este barco. En caso contrario, podréis poner a prueba vuestros dones de predicador frente al ejército sarraceno que dispondré entre Acre y Alejandría. Doscientas cincuenta millas a través de un mar de paganos. ¡Ya veremos si se abre para vos!

—Iré a hablar con el capitán —dijo Armand—. Y espero que no se oponga. Hay algo en la mirada de Karl que no me gusta —añadió en voz baja y en árabe—. Lo único que falta es que acabe cometiendo una locura.

Para asombro de Armand, el capitán no tuvo ningún inconveniente, pese a que como miembro del Temple era de suponer que tomaría partido por Francisco y aunque atracar en Creta suponía perder aún más tiempo.

Asomadas a la borda, Gisela y Konstanze contemplaban el puerto de Chania cuando el viejo capitán se acercó para conversar con ellas. Armand y Malik estaban bajo cubierta vigilando al monje y a Karl. Y según dijo Armand en broma, también a Dimma. La vieja doncella parecía aún más indignada que los jóvenes.

—No quiso revelarlo delante de todos —le dijo el capitán a Gisela cuando esta se lo preguntó—, pero ese hombre no me es desconocido. Y ya se sabe que nadie es profeta en su propia tierra.

—¿Conocíais a Francisco? —exclamó Gisela, sorprendida—. Pero…

—Soy oriundo de Perugia. ¡Sí, no os asombréis, a algunos el amor por el mar solo los afecta de mayores! —dijo el marino, guiñándole un ojo a Konstanze, que observaba la maniobra de atraque con gran interés—. Nací cerca de Asís, como hijo de un noble, así que no me crie precisamente junto a Giovanni Bernardone. Y también soy mayor que él, pero conocíamos a la familia. Era rica y célebre: comerciantes desde hace generaciones. Giovanni (o Francisco, como su padre lo llamó más adelante) tuvo un buen comienzo. Se formó como militar, confió en que algún día alguien lo armara caballero y combatió en la guerra entre las ciudades de Asís y Perugia.

Konstanze se mordió el labio: ¡de ahí la idea de organizar una cruzada, de organizar un ejército para el Papa y transportar un número importante de niños a través de los Alpes! ¡Giovanni Bernardone se consideraba capaz de lograrlo!

—Durante la guerra cayó prisionero —continuó el templario—, y entonces Dios supuestamente lo tocó. No pretendo dudar de ello, pero al principio, en Asís, nadie le hizo caso. Corría desnudo por las calles, les predicaba a las aves del campo… todo era un poco…

—… demencial —puntualizó Konstanze sin rodeos.

—Sois vos quien lo ha dicho, sayyida —dijo el capitán con una sonrisa—. Luego, en algún momento recuperó la cordura y fundó su Orden, junto con otros soñadores.

—En el fondo no se trataba de una mala idea —comentó Gisela—. La paz entre los hombres y los animales, vivir pobre y sencillamente, una comunidad de hermanos…

—Pero ¡el mundo no es así! —declaró Konstanze—. ¡Creedme, he vivido en una comunidad de hermanas! En todas partes hay disputas y rivalidades. Si fueras un cordero, no sobrevivirías mucho tiempo entre los lobos.

El capitán rio.

—A menos que el cordero se alíe con el tigre. Y Francisco, nuestro corderito, conquistó al jefe de los Pastores para su causa.

—Solo que hacerse con amigos influyentes no sale gratis —observó Armand, que en ese momento salía a cubierta con el monje y Malik.

Profundamente ofendido, Francisco había dedicado todo el viaje a rezar. Con determinación, había rechazado la comida y también el ofrecimiento de tenderse en un saco de heno o envolverse en una manta mientras sus ropas se secaban. Su hábito todavía estaba mojado y seguro que tenía frío. Su tez había adoptado un tono casi azulado y parecía aún más menudo y flaco que antes. La bondadosa Gisela casi sintió pena por él.

—¡Nunca le he pagado a nadie! —declaró Francisco en tono digno—. Todos los favores que he obtenido se los debo a Dios, que iluminó a mis bienhechores… Estamos obligados a ser pobres… Nosotros…

—¡Ya basta, monje! —lo cortó Malik con dureza—. Ahórrate los sermones. Otros han pagado tu cuenta.