—Solía hacerlo para fastidiar a mi hermano —dijo Karl con cierto apuro. Antes del banquete, Gisela se había dirigido a las caballerizas a fin de agradecerle su inesperada intervención con Esmeralda—. Solo mi hermano mayor tenía permiso para montar en el semental de mi padre, puesto que algún día lo armarían caballero, pero Ludwig no era un jinete diestro y tampoco un gran guerrero. Cuando cabalgaba contra esa figura de madera (ya sabéis: esa que te devuelve el golpe si no das en el blanco) lo único que tenía en la cabeza era el blanco y soltaba las riendas. Entonces bastaba con que una yegua asomara la cabeza por encima de la verja para que el caballo cambiara de dirección. Y claro, mis hermanos y yo llevábamos las yeguas a abrevar siempre que Ludwig se entrenaba.
—¡Y esta vez aprovechaste tu experiencia para ayudar a Armand! —dijo Gisela—. Es una pena que aún no hayas recibido el espaldarazo, me hubiese agradado que formaras parte del círculo de caballeros cuando Armand y yo nos prestemos los juramentos. Pero ¡seremos tus testigos cuando escojas una mujer!
Karl sonreía de oreja a oreja cuando Gisela por fin regresó a los aposentos de las mujeres, donde Dimma la esperaba.
Cuando la vieja doncella acabó de vestirla y peinarla, Gisela se miró en el espejo radiante de felicidad. La reina le había enviado un vestido de seda verde mar cuajado de piedras preciosas y en el cabello llevaba su diadema predilecta.
—¿No quieres llevar una nueva diadema? —preguntó Konstanze—. Entre los regalos de Malik había una cinta turquesa muy bonita.
Gisela la abrazó, riendo.
—¡Llévala tú cuando le prestes juramento a Malik! —replicó—. Llevaré mi vieja diadema; tengo la extraña sensación de que me ha dado suerte.
Gisela era la novia más bonita que uno pudiera imaginar y, por su parte, Armand tenía un aspecto muy noble ataviado con una túnica roja, calzones azules y guantes. Llevaba la cadenilla de oro que la reina le había obsequiado. A la luz de las velas, su cabello castaño desprendía brillos dorados y cuando Guillaume de Chartres condujo la novia hasta él, parecía tan feliz como un niño que recibe el regalo más anhelado. El Gran Maestre de los templarios y el rey casi riñeron por ese honor, pero al final De Chartres impuso su voluntad.
Konstanze envidiaba a su amiga. Entre vítores, los caballeros acompañaron a los novios hasta los aposentos dispuestos para los recién casados.
—¿Por qué nosotros no pudimos prestarnos juramentos ante el círculo de los caballeros? —le preguntó a Malik cuando poco después fue a visitarla—. Además del acuerdo, quiero decir. ¡Al fin y al cabo, tú también eres un caballero!
El príncipe rio.
—De acuerdo, si insistes en ello, querida. Ni Alá ni sus profetas se opondrían, pero me temo que después no lograrías evitar que todos esos monjes y cardenales te hicieran reproches por la pérdida de tu alma inmortal. Pero si eso es lo que deseas…
No, no era lo que Konstanze deseaba, pero empezaba a impacientarse por partir rumbo a Alejandría.
Ya al día siguiente, Alá prestó oídos a sus oraciones. Por la mañana temprano, Guillaume de Chartres se reunió con las mujeres que escuchaban las canciones de un trovador en el jardín.
—Sayyida… —dijo el templario, haciendo una profunda reverencia ante Konstanze, que volvió a ruborizarse tras el velo—. Señora Gisela… La Lys du Temple ha llegado a Messina y el capitán querría seguir viaje a Acre lo antes posible. Así que si estáis preparadas… El rey pone un velero a vuestra disposición que os llevará a Messina.
Konstanze estaba más que preparada, pero Gisela se despidió casi con nostalgia de su pequeño rey Enrico y sus nuevos amigos de la corte. Le entregó dos cartas al Gran Maestre de los templarios, que pensaba acompañar al rey a través de los Alpes.
—¿Podríais hacerlas llegar a sus destinatarios? —preguntó en tono respetuoso—. Una es para mi padre y la otra para Jutta von Meissen, de quien fui pupila. Ambos se alegrarán de saber adónde me ha llevado el destino.
Konstanze se mordió el labio.
—Excelencia —dijo en tono tímido—, ¿podríais… podríais llevar una carta mía? Me gustaría que llegue a manos del destinatario… y que nadie la lea.
De Chartres le lanzó una mirada casi ofendida.
—Cuando la Orden del Temple lleva una carta para alguien, esta llega intacta a su destinatario, sayyida. ¡Para nosotros supondría una gran deshonra abrir una carta que nos han confiado!
—No me refería a eso —se disculpó Konstanze, a quien el velo impuesto por el Profeta empezaba a resultarle muy práctico, ya que de lo contrario el Gran Maestre hubiese visto que volvía a sonrojarse—. Jamás hubiera pensado que leyerais mis cartas. Pero… pero… mi carta debe ser entregada a una persona muy especial. No es mi confesor ni mi superiora.
Konstanze y Malik, Armand y Gisela y sus acompañantes emprendieron viaje a Messina ese mismo día. Pero antes Konstanze redactó la carta destinada a la hermana María —a Mariam al Sidon, su auténtico nombre—: quería que su querida maestra del convento de Rupertsberg supiera que, en su caso, el amor había vencido al miedo. Konstanze se enfrentaba al harén sin temor.
Dimma se sentía atemorizada ante la nueva travesía por mar. Al ver las olas que azotaban los arrecifes de Palermo, la vieja doncella pensó seriamente en solicitar un puesto en la corte de la reina.
—¿Hemos de alejarnos aún más de la costa y atravesar todo el mar? ¿Y qué pasa si el barco naufraga?
—De momento solo navegaremos hasta Messina —la tranquilizó Gisela—. Luego embarcaremos en una nave grande y segura, de las que no naufragan nunca. Además… bueno, en rigor aún nos encontramos en una cruzada, así que, en caso de naufragio, ¡tu alma volaría directamente al cielo, Dimma!
Armand soltó una carcajada al ver que la doncella no parecía consolada en absoluto.
—Los templarios poseen los mejores barcos del mundo —le dijo a la aprensiva mujer—, y disponen de eficaces instrumentos de navegación para orientarse incluso cuando llueve y hay tormenta. Así que no chocaremos contra ninguna roca ni arrecife, lo cual supone el mayor peligro. Sin embargo, tendremos que contar con las tormentas, estamos cerca de fin de año y el tiempo puede cambiar con rapidez.
Gisela estaba más preocupada por los caballos que por sí misma y examinó las bodegas con cierto recelo.
—¿Esos miserables de Ferreus y Posqueres metieron aquí dentro a cientos de niños? —preguntó, espantada—. Pero ¡si apenas hay sitio para sentarse!
El capitán asintió.
—Durante la última cruzada transportaron setecientos soldados a Tierra Santa en cada barco. Esos todavía disponían de menos espacio. Se turnaban para dormir, señora; todo es posible si uno está dispuesto a ello.
Gisela se encargó de que instalaran a Esmeralda en un amplio espacio.
—No os preocupéis —dijo el capitán—. Antes ya hemos transportado caballos, los de los reyes. Aquellos animales viajaban más cómodos que los soldados. Vuestra bonita yegua sufrirá algunas sacudidas, pero nada más.
—¡Ella también es importante! —replicó Gisela y se estrechó contra Armand—. Tú también te alegras de que la hayamos llevado con nosotros, ¿verdad?
Claro que Karl le había contado a Armand su treta con la yegua.
—Si alguna vez reconquistamos Jerusalén —dijo Armand fingiendo seriedad—, ¡solo será con la ayuda de Esmeralda!
La travesía de Messina a Acre llevaba unas dos semanas y dependía del estado de la mar, pero la suerte acompañó a los viajeros. Los primeros días fueron frescos pero despejados y lucía el sol. Después el tiempo se volvió lluvioso y nublado y las noches muy oscuras; para el capitán hubiera sido muy difícil mantener el rumbo sin la brújula.
Gisela, fascinada, contempló aquel objeto maravilloso: una aguja flotando en agua que siempre indicaba el sur.
—¿Seguro que no se trata de magia? —preguntó en tono desconfiado, provocando una larga explicación del capitán que ella no comprendió, pero que en todo caso la tranquilizó.
En cambio, Konstanze entendía los comentarios del capitán con mayor facilidad y le hubiera gustado hacer cálculos ella misma.
—¿Dónde creéis que nos encontramos ahora? —quiso saber.
—¿Ahora? Nos acercamos a Creta. Navegamos rumbo suroeste y rodearemos la isla por el sur. Puede que mañana la diviséis en el horizonte si aclara. Pero no lo creo… ¡más bien al contrario! —dijo el capitán, dirigiendo la mirada hacia el oeste, donde se acumulaban oscuros nubarrones.
Konstanze miró en la misma dirección.
—¿Solo me lo parece u hoy oscurece más temprano que de costumbre? —preguntó.
El capitán asintió.
—Sí. Y eso no es buena señal, al igual que esa luz violácea que ilumina el cielo y el viento que amaina. Puede que se trate de la calma que precede a la tormenta, señora. Será mejor que permanezcáis bajo cubierta.
Dimma se retiró en el acto para rezar en su camarote y lamentarse, pero Gisela y Konstanze solo abandonaron la cubierta cuando el pronóstico del capitán se confirmó y los hombres insistieron en ello. El viento ya soplaba con tanta fuerza y las olas eran tan altas que podrían haber arrastrado a ambas muchachas. Al bajar, Gisela estaba completamente empapada; no obstante, se divertía muchísimo y aunque el barco se convirtió en juguete de las olas, tampoco se mareó. Los marineros habían bajado las velas y capeaban la tormenta.
El viento aullaba, la lluvia martillaba la cubierta y cuando el agua penetró en las bodegas, las pequeñas criadas soltaron un grito.
—¡El barco se llenará de agua y todos nos ahogaremos! —chilló Marlein.
—De momento el agua solo nos llega a los tobillos —procuró tranquilizarla Karl, quien una vez más conservaba la serenidad—. Falta mucho para que el barco se llene de agua.
—Y el mayor peligro consiste en ser arrojado una y otra vez contra los tabiques —dijo Armand—. Así que agarraos bien, sentaos y no corráis de un lado a otro. Si queréis rezar, rezad, seguro que ayuda, pero ¡con serenidad y aplomo!
—¡Dios nos castiga! —lloriqueó uno de los jóvenes porteadores—. Y es porque estamos a sueldo del rey de los sarracenos.
Aunque Konstanze no les había dicho nada, era imposible negar su relación con Malik. Entonces otros niños se unieron a los lloros, elevaron sus súplicas al Señor y juraron hacer penitencia. El sensato Karl los consoló diciéndoles que tras remontar la Scala Sancta de rodillas, su tiempo en el purgatorio ya se había reducido en diez años, pero uno de los muchachos no lo había hecho así y ahora lloraba desconsolado.
—Iré a ver cómo se encuentran los caballos —dijo Gisela.
Konstanze se acurrucó en un rincón. Ella misma no sabía si debía rezar y, en ese caso, a quién. Tenía miedo, pero el mar embravecido y el espectáculo de los elementos desatados la fascinaban; hubiera querido permanecer en cubierta, sobre todo porque allí reinaba la disciplina. El capitán daba órdenes breves y concisas a su tripulación, todos sabían qué debían hacer y si alguien sentía temor, no lo demostraba.
En cambio, los pasajeros componían un único caos ruidoso y hediondo. Los niños rezaban, cantaban, lloraban y gritaban. Algunos vomitaban y los más pequeños, a quienes Marlein y Gertrud abrazaban, se orinaban en los pantalones. El hedor era casi insoportable. Encima reinaba la más absoluta oscuridad, solo de vez en cuando un relámpago penetraba por las rendijas y las escotillas no completamente cerradas e iluminaba la escena fantasmagóricamente. Los truenos hacían que los viajeros chillaran y lloraran con desesperación aún mayor.
Armand trataba de calmar a los niños y Dimma procuraba que todos rezaran la misma oración. Konstanze creyó que le estallaría la cabeza, pero Malik la cogió de la mano en medio de la oscuridad y la condujo hasta las bodegas a través de pasillos inundados, con el agua hasta las rodillas.
—¿No corremos peligro aquí? —preguntó ella.
Pese a que se oía algún que otro relincho de Esmeralda, así como la lluvia que golpeteaba la cubierta y el oleaje embravecido, la bodega parecía un sitio seguro. Sin embargo, el barco solo llevaba media carga y debido al oleaje los toneles podían deslizarse y aplastarlos.
—El islam, mi amada Chadidscha, consiste en someterse a la voluntad de Alá —susurró Malik y ella adivinó que sonreía—. Y seguro que Alá no desea que el griterío nos ensordezca o que el hedor de los vómitos nos asfixie. Además, aquí…
En ese momento el golpeteo impaciente de unos cascos se sobrepuso al aullido de la tormenta y oyeron la voz clara de Gisela:
—«Claro es el brillo del sol / pálido el de la luna que ilumina a los caballos. / Pero Esmeralda es la más bella / y su brillo es el más dorado…».
Cuando otro relámpago iluminó la escena, al fondo de la bodega vieron a la joven de pie junto a la yegua, acariciándole la cabeza y cantándole una nana.
Konstanze soltó una carcajada y toda su tensión se disolvió en un acceso de risa. Aunque Malik no comprendió qué le hacía tanta gracia, la abrazó y rio con ella.
Cuando Gisela oyó sus risas, al principio se asustó y después se sonrojó, aunque en medio de la oscuridad no se notó.
—Bueno, en realidad… pues es una bonita canción —se defendió—. Y Esmeralda la conoce… la tranquiliza. Claro que he modificado un poco la letra…
—¡Atrévete a volver a decirme que blasfemo! —soltó Konstanze entre risas—. ¿Es que no tienes miedo a nada?
Aunque la tormenta fue muy violenta, una gran nave como la Lys du Temple solo podía peligrar si el capitán era un diletante o si el viento y las corrientes lo lanzaban contra las rocas o la costa.
De hecho, la tormenta arrastró la nao de los templarios hasta un punto más próximo a Creta de lo calculado, pero no corrió peligro de naufragar y por la mañana el viento y la lluvia amainaron. El mar se calmó aunque la marejada aún era muy fuerte. Sin embargo, Gisela se durmió profundamente junto a Esmeralda. Konstanze y Malik se acurrucaron en el heno estibado en un rincón y en el resto del barco reinó la tranquilidad.
Cuando el último niño se durmió vencido por el agotamiento e incluso Dimma se recuperó de las náuseas, Armand salió en busca de su esposa.
—Sabía dónde encontrarla —le dijo a Malik, contemplando con mirada cariñosa el rostro juvenil de Gisela iluminado por las primeras luces del alba—. Es una mujer tan bella… aunque de vez en cuando aún es una niña. Tras todo lo que le ha ocurrido, ello casi supone un milagro. Dejémosla dormir. Vamos, acompañadme a cubierta. El capitán nos ha pedido que nos reunamos con él. Al parecer, se ha producido una discrepancia de pareceres.