5

Durante la pausa entre el torneo y la buhurt, Armand tomó un masaje y después se encontró mucho mejor.

Dimma, la vieja doncella, presenció la fiesta en compañía de las damas de la reina, lo cual suponía un gran honor, y las damas, que ya habían bebido más de la cuenta, durante la pausa se ocuparon de disfrutar de los platos servidos en una tienda, a fin de recuperar fuerzas. Dimma tuvo tiempo de echar un vistazo al peinado de Gisela y al estado de su atuendo. Gisela le informó de la planeada ceremonia nupcial, para gran satisfacción de la vieja doncella. Era lo que le correspondía a su protegida e informaría de ello a Jutta von Meissen en una carta, pero ahora quería contarle a su pupila lo que había descubierto en la palestra.

—A lo mejor tienes ganas de reavivar un antiguo amor —dijo en tono pícaro—. Guido de Valverde, quien fue tu primer caballero, se encuentra entre los participantes de la buhurt. Se ha convertido en un joven gallardo; los meses como caballero andante le han sentado bien. Si se dieran las circunstancias idóneas, podrías interceder en su favor ante la reina.

En la risa de Gisela se mezclaron la alegría y la nostalgia.

—¡Oh, Dimma! ¡Guido de Valverde! ¡Cuán niña era en aquel entonces! ¡Realmente creí que lo amaba! ¿Crees que encontrarme con él sería correcto? No quiero comprometerlo, ni que él me comprometa a mí.

Dimma negó con la cabeza.

—Tonterías, niña, en medio de la palestra y entre cientos de caballeros… Claro que no puedes darle un beso ni abrazarlo, ni nada por el estilo. Pero saludar a un amigo de la juventud no tiene nada de malo. Llévate a Konstanze o alguna otra, entonces todos sabrán que te comportas correctamente.

Guido de Valverde era un caballero tan apuesto que tres de las muchachas educadas en la corte de la reina aceptaron acompañarla en el acto. Y Guido demostró ser digno del honor, desde luego. Saludó a las muchachas con suma cortesía y manifestó su alegría de volver a encontrarse con Gisela con absoluta corrección. Fascinado, prestó oídos a su relato acerca de las nupcias aún no celebradas y se mostró encantado cuando ella lo invitó a sentarse a la mesa del rey durante su boda.

—¡Me gustaría mucho que fuerais testigo de nuestra unión, Guido! Entonces también podréis contárselo a la señora Jutta cuando regreséis a Meissen.

Eso le permitiría al joven caballero aproximarse al futuro emperador del Sacro Imperio Romano y al rey coronado de Sicilia. Guido apenas daba crédito a su buena suerte.

—¿Permitís, señora, que durante la siguiente buhurt combata bajo vuestra divisa? Claro que vuestro futuro esposo ya lo hace, pero para mí sería un honor especial.

Gisela asintió con aire digno, pero también con la mirada pícara de una niña que juega a la dama galante.

—Sí, siempre y cuando vayáis en el bando de mi esposo —dijo, y desprendió una cinta de su vestido—, ¡puesto que no podré alentar a ambos si sois rivales!

Cuando Gisela atravesó el campo de batalla al tiempo que los caballeros formaban para la buhurt, estaba de un humor excelente. El reencuentro con Guido de Valverde la había animado sobremanera: eso era precisamente lo que siempre había deseado. Dirigir una corte y administrar un castillo, promocionar a jóvenes caballeros y casar a muchachas con los esposos más idóneos. ¡Emularía a Jutta von Meissen y se convertiría en una importante castellana de una corte galante! Gisela ya veía a cientos de nobles caballeros luchando bajo la divisa de su muy admirada señora Gisela de Landes. Y a todos ellos les enseñaría las virtudes caballerescas… ¡ninguno de sus caballeros se comportaría como Wolfram von Guntheim!

Gisela dirigió la mirada hacia los caballos que aguardaban a sus jinetes. Le hubiese gustado acercarse a Armand y enviarlo al combate con un beso, pero ante ella se estaban formando ambos bandos. El vencedor del torneo —un caballero danés de aspecto fornido— intentaba imponer cierto orden, aunque apenas hablaba francés o italiano y por tanto ninguno de los participantes le entendía.

Y allí, atado a la sombra de una palmera, había un semental negro. Gisela se mordió el labio: conocía muy bien a ese animal; era un poco flaco para ser un caballo de batalla, pero tras transportar a Wolfram von Guntheim a través de los Alpes había desarrollado una buena musculatura. ¡El caballo de Wolfram… el caballo de Rupert!

Gisela procuró tranquilizarse. La presencia del semental no significaba nada, dado que los caballeros jóvenes a menudo cambiaban de cabalgadura. Puede que Rupert hubiera perdido su corcel en el primer torneo y sin duda no había reunido el dinero para rescatarlo. O tal vez lo había cambiado por un caballo mejor. Había motivos suficientes: el semental tenía algunos defectos debido a que Wolfram nunca lo había montado y entrenado de manera consecuente, y seguro que Rupert no había dispuesto del tiempo necesario para hacerlo.

Gisela contempló al semental negro como hechizada. No podía marcharse antes de ver quién era su jinete. ¿Y si… y si contra lo esperado era Rupert? ¿Entonces qué debía hacer, por amor de Dios? ¿Y por qué este no había puesto pies en polvorosa en cuanto vio justar a Armand?

Los peores temores de Gisela se confirmaron cuando vio salir de las caballerizas al caballero que llevaba los colores de los Guntheim. Un doncel del rey le había ayudado a ponerse la armadura y lo acompañaba hasta su caballo. Rupert era uno de los últimos en montar mediante la ayuda del aparato elevador. Los bandos estaban preparados y la buhurt empezaría enseguida.

Gisela dirigió una rápida mirada al baldaquín de honor. El rey aguardaba en su palco, ya no había marcha atrás.

¡Y Rupert se unió al bando que lucharía contra Armand!

Cuando Gisela vio que cabalgaba en dirección al flanco, de pronto comprendió qué se proponía. ¡Se trataba de un cálculo ladino! Rupert contra Armand: otro intento más de matar al caballero amado por Gisela. Rupert no podía saber que su matrimonio ya estaba consumado… ¡o bien le daba igual: se conformaría con la viuda de Armand!

Miró en torno con desesperación: debía impedir ese combate, incluso si ello significaba romper su promesa y delatar a Rupert. Pero ¿cómo hacerlo? Se encontraba al borde del campo de batalla, le era imposible alcanzar la tribuna de honor antes de que el rey diera la señal del inicio. ¡Y tampoco podía sujetar el brazo de Federico!

¿Y si ella misma se arrojaba entre los combatientes? Suponía un riesgo enorme, desde la tribuna el rey no podía ver que ella se acercaba: si daba la señal mientras se encontraba en el campo de batalla, los caballos la arrollarían.

Mientras vacilaba sobre qué hacer, divisó a Malik de pie al borde de la palestra, junto a un tenderete en el que había una diana contra la que se podía disparar con arco y flecha. Tres disparos costaban un grosso y si dabas en el blanco podías duplicar la apuesta. Pero casi nadie lo lograba. La mayoría de los muchachos de la ciudad que presenciaban el torneo nunca habían manejado un arco, y los caballeros tampoco eran más diestros: el tiro con arco no se encontraba entre las artes aprendidas por los caballeros de Occidente. Al parecer, Malik se divertía observando la ineptitud de los autoproclamados espadachines para tensar el arco.

Gisela echó a correr hacia él.

—¡Malik! ¡Malik… Armand… hay que detener la buhurt! ¡Él lo matará! Wolfram… Wolfram von Guntheim se encuentra entre los combatientes…

Malik escuchó sus atropelladas palabras arqueando las cejas.

—Wolfram es aquel lamentable caballero que viajaba con Nikolaus, ¿verdad? —preguntó—. No creo que Armand deba temerle. ¿Y por qué querría matarlo? ¿Es que mantenían una querella?

Gisela sacudió la cabeza.

—¡Escúchame, Malik! Wolfram no es Wolfram… ¡es Rupert! Rupert mató a Wolfram y… —Debido a la excitación, ni siquiera notó que lo trataba con tanta naturalidad como a Armand. Ese no era momento para andarse con cortesías.

Entonces Malik frunció el entrecejo. Aunque no entendía del todo las palabras de Gisela, el nombre Rupert lo puso en guardia. La repentina desaparición del siervo siempre lo había inquietado: ¡tras dos intentos de asesinato, uno no abandonaba así sin más!

—Haz algo, Malik, no podemos llegar hasta el rey y si…

Cuando los caballeros lanzaran sus caballos al galope ya sería demasiado tarde: nadie podría detener aquella justa colectiva… aunque solo fuera un juego.

Malik echó un vistazo al campo de batalla y llegó a la misma conclusión que Gisela: interponerse supondría un suicidio. Pero entonces tuvo una idea… Cogió el arco más grande que vio en un tenderete, comprobó su tensión y escogió una flecha.

—¡Rápido, dame tu divisa! —le gritó a Gisela, y envolvió la cinta en torno a la flecha.

—Señor, no podéis hacer eso…

El joven del tenderete protestó, pero Malik ya había apuntado y la flecha salió disparada, voló por encima del primer grupo y se clavó a los pies del heraldo que se encontraba entre ambos bandos para explicarles las reglas de la contienda. El hombre retrocedió asustado y los combatientes se quedaron estupefactos.

Mientras el heraldo se acercaba a la flecha temblando, la recogía y observaba la cinta, Malik arrastró a Gisela ante al rey.

Federico los recibió con expresión airada.

—¿Qué significa esto, príncipe? ¿Una demostración de la superioridad sarracena en el arte del combate? Me parece muy inoportuno. ¿O por qué, en nombre del Señor, queréis matar a mi heraldo?

Malik hizo un ademán negativo con la mano, pero inclinó la cabeza respetuosamente.

—Majestad, si hubiese querido matar a vuestro heraldo, la flecha estaría clavada en su pecho y no en la tierra —dijo en tono casi divertido—. Pero si observáis, veréis que la flecha lleva la divisa de una dama. Le he prestado mi arco a la señora Gisela von Bärbach. Tiene una petición importante con respecto a este combate y no se nos ocurrió otra manera de detenerlo.

El rey frunció el entrecejo.

—¿Una dama que quiere detener la buhurt? —exclamó, pero su rostro se suavizó cuando Gisela dio un paso adelante—. Más bien una señorita… Bien, hablad, noble Von Bärbach. ¿Por qué estos caballeros no deberían enfrentarse?

Gisela inspiró hondo.

—¡Porque temo que se produzcan conductas poco caballerescas! —declaró—. Uno de los participantes, Wolfram von Guntheim, no es ningún caballero. Tampoco se llama Von Guntheim. Y le guarda rencor a Armand de Landes…

—¿Un caballero que no es caballero? Habláis con acertijos, señorita mía. Pero de acuerdo: ¡ordeno a los caballeros Wolfram von Guntheim y Armand de Landes que se acerquen!

Armand, que había encabezado su bando, obedeció en el acto. En cambio, el heraldo tuvo que ir en busca de «Wolfram»; después, el semental manchado y el caballo negro se presentaron ante el rey. Armand se levantó la visera.

—Armand de Landes, ¿conocéis a este caballero?

Armand examinó los colores de la sobrevesta y quizá también reconoció al semental.

—Es Wolfram von Guntheim, ¿no? —dijo.

—¡No, Armand! —se inmiscuyó Gisela—. ¡Muestra tu cara, Rupert! ¡El juego se ha acabado!

Rupert debía de saber que había perdido, pero no quiso darse por vencido. Desenvainó la espada y, demasiado tarde, se percató de que solo era de madera. Sin embargo, se dirigió al rey en tono firme.

—Llevo las armas de los Von Guntheim como caballero, y también llevo los colores de mi familia. ¡Si alguien me acusa de no ser quien digo ser, que me rete en duelo! En lo que a mí respecta, ¡reto en duelo a Armand de Landes! El padre de la señorita Gisela von Bärbach me prometió la mano de su hija, puedo mostraros el contrato de esponsales. Pero Armand de Landes raptó y sedujo a la muchacha. ¡Y ahora la reclamo para mí! —dijo Rupert, y le lanzó el guante a Armand.

Atónito, Armand miró la visera cerrada del otro.

—¡Mientes, Rupert! ¡Aquí hay una docena de personas que pueden atestiguar quién eres! —exclamó Gisela—. ¿Acaso pretendes retarlos en duelo a todos?

—Permitidme que acepte el reto, majestad —terció Armand—, y también vos, señora. Batirme en duelo con un siervo o un caballero me resulta indiferente.

—¡Te batirás con un asesino! —gritó Gisela.

Armand se encogió de hombros.

—En ese caso, no solo salgo a la palestra para defender el honor de Gisela von Bärbach, sino también en nombre de la o las víctimas. ¡Me enfrentaré a vos, «Wolfram von Guntheim», y Dios conducirá mi arma!

Rupert vio su oportunidad.

—¿Con armas verdaderas?

Gisela soltó un gemido. Armand no debería haber apelado a Dios. Los juicios de Dios —condenados por la Iglesia y mal vistos en la mayoría de las cortes— se libraban con espadas auténticas y lanzas afiladas.

—¡Con armas verdaderas si os place, «señor Wolfram»! —dijo Armand, lanzándole una mirada furibunda.

El rey parecía indeciso, pero entonces quizá comprendió que esos hombres lucharían ya fuera en un duelo caballeresco o con nocturnidad y alevosía.

—Bien, señores. Después de la buhurt, de la cual excluyo a Wolfram, o como se llame. La idea de que un posible asesino alevoso se encuentre entre mis caballeros me resulta intolerable. También os eximo de participar a vos, Armand de Landes, en caso de que os queráis preparar para el duelo.

Gisela confió en que Armand aceptara, pero el caballero negó con la cabeza con gesto orgulloso.

—Disfruto del privilegio de combatir como un caballero. ¡Lo que está en duda es el honor del «señor Wolfram», no el mío!

—Una declaración caballeresca, pero no muy sagaz —comentó Malik cuando Armand hizo girar su corcel para dirigirse al campo de batalla. El príncipe acompañó a Gisela hasta las tribunas, donde todos habían observado la disputa con sumo interés.

—Si Armand no se hubiese lesionado, habría dado por buena su decisión, pero ya perdió la última justa porque el brazo con que maneja la espada está debilitado. Y ahora pretende luchar con unos cuantos brutos que solo conocen las virtudes caballerescas de oídas.

Sin embargo, Armand dispuso de brazos fuertes que combatieron a su lado: Beauregard de Lyon, Aragis de Montspan y Guido de Valverde se alinearon junto a él y evitaron que los combatientes demasiado agresivos se le acercaran. Y también los caballeros del otro bando lo protegían. Todos sabían lo que significaba un duelo con armas verdaderas tras un largo día de justa, sobre todo cuando el contrincante estaba descansado. Armand tendría que recurrir a todas sus fuerzas.

Él también se mantuvo en segundo plano, pero no pudo permanecer completamente pasivo, porque incluso los mandobles poco decididos debían ser parados. Cuando la buhurt llegaba a su fin —Beauregard y Aragis habían llevado su bando a la victoria y recibieron sendos premios— volvía a sentir dolor en el hombro y el cansancio empezaba a superarlo. El rey pareció advertirlo y ordenó una pausa durante la cual se sirvieron refrescos tanto a los combatientes como a los espectadores. Pero la pausa sería breve, ya que el último combate no podía desarrollarse a oscuras.

—¿De verdad crees que Rupert podría derrotarlo? —le dijo Konstanze a Gisela, quien con gesto nervioso jugueteaba con el espejo que sostenía en la mano—. Tranquilízate y bebe una copa de vino, estás muy pálida. Todo irá bien. Armand es un caballero y Rupert solo un mozo de cuadra.

Gisela les había contado a sus amigos la historia de Rupert y Wolfram.

Dimma se limitó a sacudir la cabeza.

—¡Es que no puedo dejarte sola ni un momento! —rezongó—. ¿Cómo se te ocurrió ir a buscar a Wolfram en las caballerizas? ¿Y luego encubrir a Rupert? Da igual lo mucho que crees estar en deuda con él, has ido demasiado lejos.

Malik se expresó con mayor cautela, pero opinaba lo mismo. La única que comprendía la actitud de Gisela era Konstanze: sabía lo que significaba la libertad y entendía el agradecimiento de su amiga.

—Armand está cansado —dijo Malik en respuesta a la pregunta de Konstanze—. Y Rupert carece de escrúpulos.

—Cuando aún era un niño, siempre se divertía jugando con los artilugios que los caballeros utilizaban en sus prácticas —explicó Gisela—. Se encargaba de los caballos de batalla y mi padre no hacía vigilar el picadero. Rupert y yo a menudo nos escabullimos hasta allí y salíamos a cabalgar.

—¿Tú? —preguntó Malik, perplejo—. ¿Tú montabas en un caballo de batalla?

—¿Acaso crees que las muchachas somos incapaces de hacerlo? —repuso Gisela en tono retador, y Konstanze comprendió de dónde procedían los conocimientos sobre las técnicas de combate de la joven aristócrata—. Solo se requiere valor y un poco de práctica. Y Rupert los tiene. Si no me equivoco, desde que abandonó Pisa ha luchado en todos los torneos con el nombre de Wolfram, ha conservado su caballo y, por lo visto, también se ha granjeado cierta fama. Claro que eso no suele bastar para derrotar a un caballero experimentado. Pero hoy… ¡Armand solo tendría que haber obligado a Rupert a alzar la visera y darse a conocer!

Malik se encogió de hombros.

—Armand es un hombre de honor.

—A veces se exagera en eso de las virtudes caballerescas —dijo Konstanze—. Mirad: el rey regresa a la tribuna. Ha llegado el momento. Esperemos que Dios esté de parte de Armand.

—Alá suele estar de parte de los mejores combatientes —dijo Malik con una sonrisa, pero él también estaba preocupado.

Armand se negó a cambiar el semental manchado por otro ejemplar de las caballerizas del rey, pese a que el semental también estaba cansado, algo que resultó evidente en cuanto lo condujo a la palestra. El corcel negro de Rupert piafaba nervioso, mientras que el manchado permanecía tranquilo.

—¿No hubiese sido mejor cambiar de caballo? —preguntó Konstanze, inquieta.

—Por una parte sí —dijo Malik—, por la otra, Armand y el manchado ya se han acostumbrado el uno al otro. Eso tiene ventajas y desventajas. Hemos de aguardar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos.

Sin embargo, las desventajas superaron a las ventajas. Aunque Armand enarboló la lanza con destreza para no sobrecargar el hombro derecho, el galope del semental no era potente. A ello se sumaba que Rupert ya había estudiado los puntos débiles de su adversario, así que apuntó la lanza contra el hombro lesionado de Armand… y dio en el blanco. Armand se tambaleó, pero no cayó.

—¿Por qué ha hecho eso? —dijo Gisela, que, presa de la inquietud, se había situado detrás del rey y Malik. Ambos comentaban el duelo con mayor conocimiento que las mujeres y Gisela dejó a un lado la etiqueta—. ¡Así nunca logrará derribarlo!

—Quiere causarle dolor y luego procurará hacerle perder el equilibrio —observó Federico.

—No —dijo Malik—, lo está ablandando, trata de debilitar el brazo con el que maneja la espada. No quiere derribarlo del caballo, quizá solo lo intente en la tercera justa. De momento sus maniobras están destinadas a cansar a Armand.

Por lo visto, Malik tenía razón. Como en la primera justa ninguno de los dos caballeros fue derribado, ambos volvieron a lanzarse el uno contra el otro y aunque Armand trató de esquivar la lanza de Rupert agachándose, el muchacho volvió a darle. Armand parecía inseguro, como si no tuviera ninguna posibilidad de derribar a Rupert.

Pero entonces, cuando los contrarios se posicionaban por tercera vez, algo ocurrió en el picadero. Un muchacho rubio apareció montado en una yegua alazana.

—¡Karl! —exclamó Gisela al reconocerlo—. ¿Cómo diablos se atreve? ¡Ésa es mi Esmeralda! —Pero entonces su rostro se iluminó—. ¡Eso es… es… jamás creí que osaría hacer semejante cosa!

En efecto, la yegua se acercó pavoneándose muy ufana a la palestra; Karl había dispuesto del picadero para él solo, puesto que hacía rato que los demás animales ya estaban en las caballerizas, mientras que los caballeros observaban concentrados el duelo singular.

Armand y Rupert no prestaron atención al solitario jinete… pero ¡sí el semental de Wolfram! Rupert acababa de lanzarlo al galope para librar la última justa cuando el semental vio a Esmeralda y soltó un relincho. Y justo en el instante en que Rupert se inclinaba hacia la izquierda para asestar un lanzazo, el semental viró a la derecha para galopar hacia la yegua. El repentino movimiento derribó a Rupert sin la intervención de Armand. Un caballero enfundado en su armadura no es nada ágil y aquel inesperado bandazo del caballo hubiera sacado de la silla incluso a un jinete sin armadura.

Gisela aplaudió entusiasmada; el rey y Malik rieron.

—¡Ahora mantente en la silla! —murmuró Gisela, aunque su amado no podía oírla.

El vencedor de la justa podía desmontar y medirse con el derrotado a espada o seguir montado a caballo. En los torneos, esto último era considerado poco caballeresco, aunque en caso de necesidad era normal. Y no cabía duda de que se trataba de un caso de necesidad. No obstante, Armand desmontó.

—Es un error —comentó el rey.

Rupert empezó a asestarle mandobles desesperados: no quería darle la oportunidad de ser el primero en atacar, pues entonces estaría perdido. Armand, bloqueado en la posición defensiva, alzó la espada y el escudo una y otra vez y se vio obligado a forzar los movimientos del hombro debilitado.

Gisela se mordió el labio. Las cosas empezarían a torcerse con rapidez. ¡Ojalá pudiera ayudar a su amado! Distraer a Rupert de algún modo, tal como acababa de hacer Karl. Pero Rupert solo prestaba atención a su rival, y tampoco cabía la posibilidad de que el sol lo deslumbrara: sus rayos aún caían sobre las mujeres de la tribuna, pero no sobre la palestra.

«Mira, hago luces mágicas…».

Entonces Gisela recordó el juego del pequeño rey. Ella aún sostenía el espejo entre los dedos crispados, así que lo movió hasta que el cristal fenicio atrapó los últimos rayos del sol, y luego lo dirigió hacia la palestra.

Armand no notó el resplandor que deslumbró a Rupert, pero no desaprovechó la oportunidad que se le brindaba. Mientras Rupert parpadeaba con irritación y por un momento dejaba de golpear el escudo de Armand, este le asestó un mandoble desde abajo y, con gran habilidad, la clavó en el talón de Aquiles de las armaduras: el sitio entre el peto, el yelmo y la cota de malla. La espada penetró a través de la cota y atravesó la garganta de Rupert.

Cuando su adversario cayó como fulminado por un rayo, el joven caballero retrocedió con paso tambaleante. Rupert no tardó en morir; por cierto, una muerte mucho más rápida que la que él le había concedido al verdadero Wolfram.

Gisela se apresuró a ocultar el espejo entre los pliegues de su vestido.

—¿Por qué habrá vacilado? —preguntó el rey cuando Armand se acercó lentamente al baldaquín de honor.

Malik sonrió.

—Tal vez Alá se dignó deslumbrarlo —dijo.

Gisela se sonrojó, pero la reina sonrió.

—¡Creo que nuestra señorita Gisela desea besar al caballero! —dijo, y le tendió una pesada cadenilla de oro—. Tomad: dádsela a vuestro futuro esposo en señal de nuestro aprecio.

Armand se había levantado la visera; tenía el rostro sucio y empapado de sudor. Sin embargo, Gisela apretó su mejilla contra la suya.

—Se acabó… —musitó Armand—. Tened la bondad de hacerlo enterrar como «Wolfram von Guntheim», majestad.

La casa de baños aún permanecía abierta para los combatientes, después todos compartirían mesa y mantel con el rey.

Cuando por fin todos abandonaron la palestra, Malik se reunió con Gisela.

—No fue un combate muy honroso —comentó y le lanzó una mirada de reprobación—. Lo de la yegua aún podía pasar (pues si un caballero no logra dominar su caballo, nadie puede ayudarle), pero lo del espejo…

Gisela volvió a sonrojarse.

—¡Te ruego que no se lo digas a Armand! Se pasaría toda la vida pensando que no derrotó a su adversario en justa lid. ¿Sabes si alguien más lo advirtió?

Malik negó con la cabeza.

—No lo creo. Y no le diré nada a Armand. Gracias a Alá, tu esposo y yo no somos enemigos y espero que jamás lo seamos. ¡Contigo del lado de los cristianos, Gisela, Jerusalén no tardaría en caer!

Gisela y Dimma estaban de pie junto al féretro de Rupert. Acababan de asistir a una de las numerosas misas que el rey —pero también Armand— hicieron celebrar por el apócrifo Wolfram. El caballero caído recibió todos los honores. Habían expuesto el féretro en la catedral y colocado sus armas a su lado.

—¡Habría sido un gran caballero si hubiera tenido un poco de suerte en la vida! —Aunque Gisela había colaborado en la derrota de Rupert, no dejaba de lamentar su muerte.

Dimma sacudió la cabeza.

—Al final logró convertirse en caballero, niña —dijo—, pero carecía de la humildad y la modestia que distinguen a la auténtica nobleza. Podría haber seguido participando en torneos, hacerse con un feudo presentándose como Wolfram von Guntheim y hacerle la corte a una muchacha de buena posición. Pero no: quiso alcanzar las estrellas. No logró aceptar que su gran deseo no se cumpliría.

Gisela se encogió de hombros.

—Supongo que a eso lo llaman amor, ¿verdad? —dijo en voz baja.