A la mañana siguiente y con el fin de asistir a las justas de los caballeros, Konstanze abandonó su paraíso, pero solo de mala gana. De madrugada y junto a Malik, ambos se inclinaron sobre su nueva alfombrilla en dirección a la Meca y rezaron su primera oración matutina.
—Espero que la reina no se enfade cuando no acuda a misa esta mañana —dijo cuando se puso de pie.
—La reina sabe que me perteneces —repuso Malik.
Konstanze pegó un respingo. Sus temores del día anterior se confirmaban. Le habían adjudicado las habitaciones anexas a las del príncipe adrede.
—¿Dices que la reina sabe… qué? ¿Y entonces por quién me toma? ¿Por tu cortesana? Al fin y al cabo aún no hemos… no nos hemos prestado juramento —balbuceó.
—¿No? —dijo Malik sonriendo—. Me parece recordar ciertos juramentos.
—Pero… pero no oficialmente, ¡no ante el círculo de los caballeros!
Malik le acarició el cabello y le dio un suave toquecito en la nariz.
—¿Así que desconfías de tu esposo? —preguntó simulando un reproche—. ¿Necesitas testigos para mis juramentos?
—No, claro que no. Pero… pero ¿es que eso es todo? ¿No celebran bodas en Oriente? ¿No se dan el sí o un beso…?
—Considero que ya has recibido bastantes besos —dijo él, y le dio otro—. Y desde luego que se celebran bodas, pero la celebración no es determinante. Lo determinante es el acuerdo firmado por los esposos.
Konstanze frunció el ceño.
—Y en ese caso, ¿por qué aún no he firmado ninguno?
—¡Porque estabas impaciente por enviar a Mohamed al Yafa al desierto para que reuniera unos cuantos niños esclavizados! Le había pedido que preparara el contrato matrimonial esta misma noche, pero en cambio quizá ya haya embarcado rumbo a Messina —dijo Malik, alzando los brazos.
Konstanze se estrechó contra él.
—Los niños son más importantes, el acuerdo puede esperar. Pero la reina… Me resulta incómodo.
Malik sacudió la cabeza.
—El rey conoce nuestras costumbres y se las habrá explicado a su esposa. Puedes estar segura, Chadidscha mía, que a partir de hoy en esta corte serás tratada como lo que eres: mi reina.
A Rupert le bastó con echar un vistazo a la palestra para comprender que su amigo Tancred no había exagerado. El contingente reunido en la corte real de Palermo no podía compararse con el que acudía a los torneos provincianos en los cuales hasta entonces «Wolfram» se había batido con valor. Los caballeros llevaban valiosas armaduras ornadas con escenas de batallas. Estaban grabadas en el acero y a menudo ostentaban aplicaciones de oro, lo cual encarecía la tarea de los herreros que confeccionaban las armaduras, si bien los adornos no aumentaban la utilidad de las armaduras para la lucha. Al contrario, las lanzas tenían mayor tendencia a deslizarse que las más lisas.
Y con toda seguridad, en esas justas los petimetres con sus atuendos dorados no eran los adversarios más peligrosos. Más bien eran los guerreros serios y muy respetuosos de las virtudes caballerescas, que demostraban su talla llevando armaduras sencillas pero vainas muy decoradas. También las mismas espadas a menudo eran objetos de gran valor. Rupert admiró a un caballero que llevaba una espada cuya empuñadura tenía un resplandeciente rubí engarzado. ¡Ojalá lograra hacerse con semejante espada, aunque solo fuera una única vez! Jamás permitiría que el perdedor la rescatara. Se la dejaría en herencia a sus hijos y estos a sus nietos… o la colgaría en la pared de su sala una vez que hubiese librado sus batallas y obtenido su feudo.
Rupert se permitió soñar con que un día Gisela le contaría las heroicidades de su padre a sus hijos pequeños. También solían ponerle nombre a semejantes espadas. Durante la cruzada, junto a las hogueras, Gisela les había contado a los niños la historia de Excálibur, la espada del rey Arturo. Rupert deambuló por el campo donde se celebraría el torneo pensando en qué nombre le daría a su espada.
Los caballos de los participantes acaudalados también eran magníficos. Sus armaduras eran casi tan lujosas como las de sus dueños, aunque en su mayoría los animales eran tan bellos que no necesitaban ningún adorno. Un caballo manchado conducido por un muchacho llamó la atención de Rupert. El caballo solo estaba cubierto por una sencilla sudadera, como si la hubieran confeccionado con los colores del caballero a toda prisa, pero era un animal selecto y Rupert creyó reconocer al doncel.
Como todavía no se había puesto la armadura y por tanto no podía bajar la visera, Rupert tuvo que acercarse sigilosamente, pero el doncel estaba demasiado ocupado en controlar al nervioso animal como para prestarle atención. Era evidente que hacía poco que se encargaba de caballos de batalla.
Rupert se quedó perplejo al reconocer a Karl, el muchacho sajón que había sido uno de los cabecillas del ejército de Armand. Durante las últimas semanas de la cruzada, Armand no se había separado de él, ¿y ahora el muchacho se encargaba de cuidar caballos de batalla, allí en Palermo?
El primer impulso de Rupert fue esconderse: si Karl se encontraba allí, Armand de Landes no estaría lejos. Lo más sensato era hacer algunas averiguaciones y, en caso de duda, abandonar cuanto antes el escenario de aquel torneo.
Por el momento, debía evitar encontrarse con Armand, tenía que mantenerse alejado del caballero. Rupert suspiró al considerar cuánto le complicaba la vida dicha circunstancia, pero había contado con ello, claro está. Ahora que la cruzada se había disuelto, Armand se había convertido en un caballero andante como él. Él también debía hacerse con un feudo para poder casarse con Gisela. ¡La pregunta era cuál de los dos sería el primero en lograrlo!
Siguió observando a Karl y al semental durante unos momentos pero, como no apareció ningún caballero, se marchó y se dirigió a un caballero que discutía con un herrero por el mal estado de las bisagras de sus grebas. Numerosos artesanos y comerciantes ofrecían sus servicios y sus mercaderías en torno a la palestra.
—Perdonadme, señor —le dijo al caballero en tono amable pero seguro, a pesar de que el joven rubio envuelto en una preciosa sobrevesta pertenecía al grupo de los justadores más acaudalados—. Estaba admirando aquel semental manchado. ¿A quién debo derrotar en la justa para hacerme con él? —preguntó con una sonrisa cómplice.
El otro rio.
—¡En todo caso sabéis mucho de caballos! —lo elogió, como si se dirigiera a alguien de su mismo rango—. Pero para derrotar a ese caballero debéis tener una gran experiencia como justador. El semental proviene de las caballerizas del rey y este solo lo pone a disposición de un huésped muy importante. Creo que se trata de Armand de Landes, un caballero de Tierra Santa que posee grandes propiedades en Outremer.
—¿De Landes? —repitió Rupert, fingiendo no conocerlo—. ¿Es un caballero andante? ¿Un hijo menor?
El rubio asintió.
—Así es. Antaño participó en algunos torneos, pero supongo que su hermano ya habrá muerto. En todo caso es el heredero y el rey lo trata con mucha cortesía; desea mantener relaciones cordiales con Jean de Brienne y los de Landes forman parte de su estado mayor. Así que si lo osáis, desafiadlo y haceos con un caballo del rey como botín. Pero ¡no os resultará fácil!
¡Eso sería la mayor tontería que «Wolfram von Guntheim» podría cometer! Pero las ideas de Rupert se arremolinaron. Le dio las gracias al rubio y dejó que siguiera discutiendo con el armero.
Temblando de furia reprimida contra Armand y el destino que volvía a favorecer al joven caballero, se retiró a su tienda. ¡Se vería obligado a cambiar todos sus planes! Hasta entonces había tenido tiempo, hasta entonces había sido una competición justa entre él y Armand… ¡sobre todo porque este último lo ignoraba por completo! Pero ahora el caballero estaba de camino a Tierra Santa. Podía tomar a Gisela como esposa en cualquier momento, si es que todavía no lo había hecho. Sería lo primero que Rupert debía averiguar. Y si era que sí, no le quedaría opción: si Rupert quería hacerse con la muchacha, Armand debía morir, pero resultaría muy difícil organizar otro «accidente». Al menos no en la ciudad. Quizá durante el combate. Rupert se preparó para la buhurt.
Las competiciones entre los caballeros divertían a Gisela y no solo contagió su entusiasmo al pequeño rey sino también a su madre y sus damas. Le explicó a Enrique en qué debían fijarse tanto los jinetes como el heraldo juez y los directores del torneo durante la justa y le enseñó a dar la señal de inicio, al igual que su padre, sentado más abajo en la tribuna.
—¿Lo veis? Ambos caballeros dirigen la mirada al rey y este les da permiso para lanzarse al galope alzando la mano. Pero solo cuando ambos caballos tienen los cascos apoyados en tierra. Y eso no es fácil, majestad, porque los caballos están nerviosos, quieren lanzarse al ataque. ¡Y al rey le resulta muy difícil decidir correctamente! Pero mirad: los heraldos le ayudan.
—Si he de ser sincera, es la primera vez que lo comprendo correctamente —admitió la reina Constanza. Como princesa de Aragón, había recibido una educación muy esmerada y quizá durante su primer matrimonio con el fallecido rey de Hungría solo había presenciado escasos torneos—. A partir de ahora los veré con mayor interés. Gracias, señorita Gisela.
Entonces Gisela se esforzó por continuar con sus explicaciones, pero a la larga el pequeño rey empezó a aburrirse. Gisela intentó entretenerlo con el nuevo espejo de cristal de Konstanze, que lo había llevado a la tribuna para que también Gisela pudiera admirar su imagen reflejada. Enrico estaba entusiasmado, pero no lo utilizó para contemplarse sino que se dedicó a atrapar el reflejo del sol.
—¡Mira, hago luces mágicas! —le dijo a su madre.
Konstanze se preguntó cuántos milagros podrían explicarse mediante tales trucos. Sin embargo, los torneos la aburrían, al igual que en Rivalta. Las técnicas para derribarse mutuamente del caballo le resultaban indiferentes, así que procuró escuchar algo de la conversación que mantenían Malik y el rey. Ambos hablaban en árabe, pero el esfuerzo casi no merecía la pena: ellos también solo hablaban de caballos.
Alrededor de mediodía las cosas se volvieron más interesantes cuando Armand salió a la palestra por primera vez. Se enfrentaba a un caballero francés muy joven, al que superaba con claridad.
Gisela afirmó que el joven tenía potencial y después también Armand lo felicitó por el buen combate ofrecido y lo invitó a inclinarse ante el rey junto con él. El joven hizo una reverencia, ruborizado hasta las orejas. A pesar de acabar derrotado, estaba muy orgulloso. El segundo adversario de Armand, un fornido caballero del norte de Italia, no se lo puso tan fácil. Armand solo logró derribarlo del caballo en el tercer intento, y en el siguiente combate con espada tuvo que aplicar toda su destreza para desarmarlo.
Una nueva serie de caballeros lucharon entre sí y después el caballero de Gisela salió a la palestra por tercera vez y ella, complacida, comprobó que aún llevaba su divisa colgando de la lanza y que no parecía cansado.
—¡Seguro que trae mala suerte si se le hubiera caído! —dijo.
El tercer adversario de Armand estaba a su altura. Aragis de Montspan aún era joven, pero ya había visto mundo y disfrutaba de la fama de caballero virtuoso y excelente trovador. El día anterior había cantado ante la mesa del rey y las jóvenes damas de la corte compitieron entre ellas para entregarle su divisa. No obstante, hacía tiempo que Aragis había elegido a su dama galante y casi veneraba su divisa. Se correspondía en todos los aspectos con el caballero ideal: era apuesto, íntegro y versado en todas las artes caballerescas.
Y entonces también lo demostró. Aunque el caballo de Aragis era más liviano que el manchado de las caballerizas del rey, derribó a Armand durante la segunda justa, con enorme destreza y mediante una finta quizás aprendida de los sarracenos. En todo caso, Malik demostró su aprobación aplaudiendo, pero luego se puso de pie, preocupado al ver que a Armand le costaba incorporarse.
Aragis desmontó de inmediato y aguardó a que su adversario se situara para el combate con espada. Gisela, nerviosa e inquieta, oyó que le hablaba a Armand con palabras comedidas. Este sacudió la cabeza y entonces el combate prosiguió.
—Por desgracia, cayó sobre el hombro —procuró tranquilizarla Konstanze—. Justo en el que sufrió la contusión en el paso de San Gotardo. Pero no parece afectado. En todo caso, pelea con mucho coraje.
—¡Claro, es un caballero! —replicó Gisela con orgullo—. ¡Mientras pueda, evitará demostrar dolor! Solo averiguaremos cómo se encuentra cuando el combate concluya.
Contra lo que cabía esperar, Armand salió victorioso del combate. Aragis ya había participado en varias justas y quizás estaba cansado. El trovador era muy diestro, pero más bien delgado. Durante el combate con espada se cansó con rapidez y procuró remediarlo mediante fintas, pero Armand era un experto. Tras el tercer o cuarto ataque Aragis perdió la espada.
—¡Un combate excelente! —dijo la reina, gracias a sus nuevos conocimientos en la materia—. ¿Qué opináis, Gisela, deberíamos recompensar a Aragis con un pequeño regalo?
Gisela asintió. Como mínimo, la reina había comprendido el principio de la cuestión. Los caballeros andantes dependían de las donaciones, incluso cuando no ganaban una justa.
Así que la reina le entregó un broche, mientras que Gisela a duras penas logró permanecer sentada. Cuando los siguientes jinetes se dispusieron a competir, se puso de pie.
—¡Perdonad, majestad! —dijo respetuosamente al pequeño rey, pero le guiñó un ojo a su madre—. ¿Permitís que me aleje unos momentos para ocuparme de mi esposo? Ha sufrido una mala caída y…
—¿Vuestro esposo? —preguntó la reina, sorprendida—. ¿Desde cuándo estáis casados?
Gisela le proporcionó una explicación breve y un tanto confusa, que la reina finalmente interrumpió con una sonrisa.
—¡Entonces empieza a ser hora de aclarar las circunstancias! Esta misma noche ambos os prestaréis juramento en la sala del rey. Considero que la coronación de mi hijo es un buen motivo para establecer vuestro vínculo ante el círculo de los caballeros. Y disponemos de suficientes cardenales para bendecirlo.
Señaló los señores vestidos de rojo instalados en la tribuna de honor a la derecha del rey. Puede que allí comentaran el torneo con experiencia no menor que la de los caballeros. Quizás ellos mismos hubieran blandido la espada antes de que sus respectivos padres decidieran que un eclesiástico le resultaría más útil a la familia que un guerrero. No cabía duda de que ninguno de ellos provenía de una parroquia de aldea. Los puestos eclesiásticos importantes recibían el mismo trato que los feudos.
Gisela se sonrojó, le dio las gracias y se alejó con la bendición de la reina. Solo el pequeño rey protestó:
—¡Pero el que quería casarse con ella era yo!
Mientras descendía los peldaños para ir al encuentro de Armand, Gisela soltó una carcajada.
Karl estaba aplicando un ungüento alcanforado al hombro de Armand, preparado por donna Maria en Rivalta.
—¡No es nada, querida! —la tranquilizó Armand—. Duele un poco al blandir la espada, pero no me impide seguir luchando; seguro que solo es una ligera contusión. No te preocupes, ¡llevaré tu divisa con honor!
—¡Procura no cometer errores! —lo instó Gisela en tono cariñoso pero inquieto, y se apresuró a hablarle de la invitación de la reina a prestar juramento esa noche. Y añadió—: ¡No quiero que lleves el brazo en cabestrillo esta noche, cuando me conduzcas ante el círculo de caballeros! Lo mejor sería que también Konstanze lo presenciara, si es que su celoso esposo le permite acercarse a otros hombres. ¡El profeta Mahoma debe de haber creído que el mundo estaba lleno de libertinos!
Konstanze examinó el hombro de Armand en compañía de su príncipe, quien también había seguido el desarrollo del combate con preocupación. Pero ella tampoco descubrió nada grave y le dio permiso para participar en la siguiente justa. Ahora había pasado a formar parte de los cuatro últimos caballeros que aún competían por el premio del torneo y su adversario era un hombre muy fuerte. Otro trovador, un amigo de Aragis de Montspan y el orgullo de la célebre corte galante de Toulouse.
Beauregard de Toulon saludó con cortesía y las damas de la tribuna le auguraron el éxito por anticipado. Y en efecto, derribarlo resultó difícil, pero en esa ocasión Armand estaba en guardia frente a cualquier exótica técnica de combate. El joven caballero aunó todas sus fuerzas con las del semental de las caballerizas del rey y en el tercer intento derribó a su contrincante. El rey aplaudió con entusiasmo, aplausos seguramente también destinados al corcel.
Monsieur Beauregard se puso en pie con rapidez y demostró ser un excelente espadachín. Armand se esforzó a fondo pero, aunque no era intenso, el dolor en el hombro suponía un impedimento. Y encima esa vez lo persiguió la mala suerte: cuando quiso parar un golpe de su adversario, la espada de madera —que en los torneos reemplazaba las armas de acero— se partió.
—¡El vencedor es monsieur Beauregard de Lyon! —proclamó el heraldo, tras lo cual Beauregard protestó con vehemencia.
—¡Hay que repetir el combate! Dadle otra espada a Armand de Landes y proseguiremos. De lo contrario no habré vencido con honor. ¡No quiero que decida la suerte, sino la destreza!
Armand negó con la cabeza.
—No es verdad, monsieur Beauregard, sabéis tan bien como yo que solo una torpeza de quien la empuña puede causar la rotura de la espada de madera. ¡He sido inferior a vos en este combate, la victoria es vuestra!
—Pero ¡no puedo conciliarla con mi honor de caballero! Vos…
El noble debate entre ambos caballeros continuó un rato más y el rey lo permitió, puesto que suponía un bello ejemplo de virtud caballeresca para los donceles y los caballeros más jóvenes.
Por fin, él también proclamó vencedor a Beauregard de Lyon y recompensó a ambos caballeros con un obsequio. Sin embargo, Beauregard insistió en cederle a Armand uno de los privilegios del vencedor.
—¡En señal de mi aprecio, quiero cederos el derecho de conducir a los caballeros durante la buhurt!
Tradicionalmente, los caballeros que luchaban en el último combate del torneo, comandaban los bandos enfrentados en la buhurt.
—¡Me da igual si he vencido en este combate o no, me pondré a vuestras órdenes y lucharé a vuestro lado!
Era imposible que Armand rechazara dicho honor, aunque ya había decidido que no participaría en la buhurt. El dolor en el hombro aumentaba y había luchado con gloria.
—¡Para mí será un honor guiar vuestro grupo a la victoria, monsieur Beauregard! ¡Con vos a mi lado, será casi imposible perder la batalla!
Y ambos abandonaron la palestra vitoreados por el público.
Solo uno, «Wolfram von Guntheim», los observaba con expresión ceñuda. Su plan hubiera resultado muy fácil si Armand hubiera luchado en segunda fila, puesto que la primera oleada del ataque siempre se desarrollaba de manera ordenada, solo más adelante la lucha se volvía caótica y permitía intrusiones. En medio de la batahola y durante el confuso intercambio de golpes, ningún heraldo podía ver si una espada de madera se clavaba en el ojo o la garganta de un guerrero adrede o por azar, o si uno había derribado al rival mediante una finta o un puntapié. Y en un día como ese —alrededor de cien caballeros se habían apuntado a la buhurt— solo descubrirían que uno de los combatientes estaba muerto cuando el combate terminara. Entonces nadie podría saber quién lo había ajusticiado. Si Rupert se alejaba con rapidez del cuerpo de Armand de Landes, nadie sospecharía de él.
Bien, ahora tendría que funcionar así. Rupert decidió unirse al bando contrario al de Armand y mantenerse en un flanco. Tras el primer ataque a caballo, podría perseguir a Armand y a lo mejor golpearlo por la espalda. Lo mejor sería atacarlo una vez que hubiese caído del caballo; Rupert confiaba más en su destreza para la lucha cuerpo a cuerpo que para la competición a caballo.