3

El caballero «Wolfram von Guntheim» no había sido invitado a la mesa del rey, aunque él y los demás caballeros no tenían motivos de queja. En la palestra emplazada ante las murallas de la ciudad, donde los caballeros montaron sus tiendas, servían platos tan exquisitos como en la sala del palacio. Cientos de pollos y cisnes se cocían en el asador y en grandes hogueras asaban bueyes enteros. Preparaban sopas en inmensas perolas, los cocineros revolvían diversas salsas y los escanciadores transportaban toneles del mejor vino hasta las cantinas.

Tras montar su sencilla tienda cerca de la palestra, Rupert tomó asiento junto a los otros caballeros; estaba hambriento. La tienda no podía compararse con las de los demás caballeros, que eran de seda multicolor e imitaban pequeños castillos con torres y estandartes. Aunque era más decorativa que las tiendas de la corte de Gisela, era bastante modesta. Rupert la había comprado con el dinero obtenido tras ganar su primer torneo como caballero, no muy abundante.

De momento, «Wolfram» había actuado con discreción y solo se medía con otros caballeros en las buhurt —una suerte de competiciones multitudinarias—, no en auténticas justas. En las buhurt se enfrentaban dos así llamados «ejércitos». En general, la batalla comenzaba cuando ambos ejércitos entrechocaban a caballo, pero luego podían acabar en una considerable trifulca. En dichas competiciones Rupert se sentía más seguro que en los duelos ante los baldaquines de honor, ocupados por los jueces de rancia nobleza a quienes no solía escapársele ningún error de forma. Pero cuanto más se alejaba de Pisa el autoproclamado «caballero Wolfram», en cuantos más torneos participaba y cuanto mayor era el respeto que se granjeaba entre los caballeros, tanto más aumentaba su coraje.

Por fin se atrevió a participar en una justa, y tras ganar los dos primeros combates fortaleció su autoestima. Durante el pequeño torneo celebrado en Maremma se retiró cuando solo quedaban diez participantes, y la castellana recompensó al joven y gallardo caballero con una cadenilla de plata. A esta se sumaron las armaduras y los caballos de sus adversarios que, como mandaba la tradición, pasaban a manos de los vencedores y si luego querían recuperarlos debían pagar un rescate por ellos. ¡Rupert se consideraba un hombre rico!

Le agradaba la vida como caballero andante; se sentía cómodo en compañía de aquellos que, al igual que él, a menudo eran individuos audaces y corajudos. Claro que también había caballeros bien educados, trovadores expertos que además eran buenos espadachines y diestros en tocar el laúd y componer poesías. Caballeros errantes que no obstante se atenían a la etiqueta de la corte y contemplaban a Rupert con mirada bastante desdeñosa; estos solían recibir invitaciones a la mesa de duques y reyes, pero en la cortes pequeñas Rupert y sus amigos también encontraban acogida en las salas de los castellanos.

Con bastante frecuencia, Rupert dormía la borrachera bajo magníficos techos artesonados, entre paredes decoradas con tapices y escudos, aunque pronto cayó en la cuenta de que antes de una competición era mejor controlarse con la comida y la bebida. En las competiciones menos importantes estar sobrio suponía media victoria, así que en el transcurso de pocas semanas el «caballero Wolfram» logró adquirir renombre como justador.

¡Y ahora se hallaba en Palermo! Sentía cierto temor, pero en realidad se encontró con los mismos compinches de borracheras que en los demás torneos.

—¡No, no, amigo mío, solo lo parece!

Tancred de Bajou, un fornido guerrero y gran bebedor, rio cuando Rupert manifestó su temor.

—¡Los señores elegantes no empinan el codo junto con nosotros, aquí al aire libre! Están sentados en palacio ante la mesa del rey y, créeme, entre ellos hay caballeros con los que no desearía enfrentarme en la palestra. Tú y yo, amigo mío, podemos saciar nuestro apetito y con mucha suerte destacaremos en la lucha y un príncipe posará la mirada en nosotros y nos invitará a su castillo. Pero ¡aquí no saldrás victorioso, Wolfram!

La mayoría de los caballeros andantes solo se habían apuntado a las competiciones, no a las justas, porque no querían perder sus caballos y armaduras tras el primer combate singular; muchos apenas disponían de las reservas suficientes para pagar el rescate de dicho equipo fundamental para su vida. Y los caballeros a quienes querían impresionar tampoco presenciarían los combates de los de tercera clase, sino que se prepararían para su propia salida a la palestra. Uno también podía alistarse en el grupo más prometedor. En general, un caballero merecedor actuaba como comandante y si este realmente se alegraba tras obtener una victoria, solía acoger en su séquito a la mitad de cuantos habían cabalgado con él.

De momento, Rupert estaba indeciso. Había ahorrado suficiente dinero como para permitirse una o dos derrotas, pero los argumentos de Tancred eran de peso. Sabía que el caballero francés era un auténtico bruto, así que si se negaba a participar en una lucha tendría sus buenos motivos.

Lo mejor sería volver a considerarlo al día siguiente, ¡y ahora disfrutar de la excelente comida! Rupert se hizo servir otra tajada de buey en el gran trozo de pan que le hacía las veces de plato. Se lamió la salsa de los dedos, pero mezcló el vino con agua porque, quién sabe, ¡a lo mejor el día siguiente se presentaría su gran oportunidad! Si lograba impresionar al rey Federico, tal vez se lo llevara a Roma o a otra parte. O quizá le concediera un feudo allí mismo. Al fin y al cabo, el joven rey Enrique —el niño cuya coronación se celebraba— necesitaba caballeros fieles. A la larga, seguro que el caballero Wolfram obtendría un feudo… y entonces insistiría en que se cumpliera el acuerdo que guardaba cuidadosamente en su alforja: el contrato de esponsales acordado entre Von Bärbach y Von Guntheim. El documento que le prometía la mano de Gisela…

—Pero bueno, ¿y tú quién eres?

Gisela atajó al pequeño que en ese momento corría de una columna a otra tratando de esconderse. En el patio interior del palacio continuaba el ajetreo y para alcanzar la sala del rey, Gisela y Konstanze tenían que abrirse paso entre el equipaje y los nerviosos criados. Pero ya llegaban con retraso, puesto que incluso Dimma era incapaz de obrar milagros; tardó un buen rato en ayudar a Konstanze a enfundarse en un ceñido vestido azul marino y se enfadó cuando la muchacha insistió en ocultar el precioso atuendo bajo un velo. Sin embargo, encontró uno de encaje veneciano que, más que ocultar la belleza de Konstanze, la realzaba. Y ahora que por fin se dirigían a la sala, Gisela volvía a tropezar con un niño perdido.

—Soy Enrico y estoy jugando al escondite —dijo el pequeño en tono serio.

Gisela contempló la delicada figurita vestida con un caro traje de brocado: no cabía duda de que pertenecía a la nobleza y quizá ya lo estuvieran buscando.

—¿De quién te escondes? —quiso saber.

—¡De don Guillermo! Y de mi madre. Quería que besara a un viejo repugnante cubierto de arrugas y que huele mal. ¡Y su traje está todo manchado de sangre! —dijo el niño, estremeciéndose de asco.

Konstanze le acomodó la diadema de oro que coronaba sus largos rizos castaños. Gisela frunció el entrecejo y se acuclilló junto al niño.

—No puede ser, Enrico, debes de haber entendido mal.

Enrico negó con la cabeza con expresión obstinada y, para consolarlo, Gisela lo abrazó.

—Mira —dijo—, esta noche todos visten ropas elegantes y limpias. Seguro que nadie aparecerá con el traje manchado de sangre.

—¡Sí! ¡Mira: allí hay uno! —exclamó Enrico, indicando un hombre pequeño y rechoncho envuelto en una sotana rojo sangre que entraba en el patio interior acompañado de sacerdotes vestidos de negro. Enrico buscó refugio tras las faldas de Gisela.

Esta y Konstanze reprimieron la risa.

—¡A mí tampoco me agradaría darle un beso a ese! —le confió Gisela al pequeño—, pero por desgracia no nos preguntan si nos apetece hacerlo. ¿Sabes una cosa? ¡En cierta ocasión tuve que besar a uno que parecía una rana gorda y babosa!

Enrico la miró con respeto renovado.

—¿De veras? En mi caso, los demás suelen besarme a mí. Solo en la mano, pero a veces babean.

Tras reflexionar un momento, Konstanze consideró sensato interrumpir esa conversación.

—Hemos de llevar al pequeño con su madre, Gisela. Los cardenales no se dejan besar por cualquier niño y tampoco suelen devolverle el beso. Este de aquí…

—¡Me gustaría besarte a ti! —afirmó Enrico, embelesado por el bonito rostro de Gisela y su rizada melena—. Pronto tendré que casarme. ¿Me esperarías…?

Gisela se dispuso a explicarle por qué era imposible, pero Konstanze volvió a insistir.

—Piensa quién ha formulado esa petición que tú acabas de rechazar, Gisela —siseó su amiga—. Enrico es la versión italiana de «Enrique»…

—¡Vaya! —exclamó Gisela poniéndose seria pero procurando no asustar al pequeño—. Escúchame, Enrico, luego hablaremos de ello, pero me parece que ahora tendrás que besar a un par de ranas. ¿Has oído la historia de la niña que besó a una rana y después…?

—Gisela te la contará esta noche —se apresuró a prometerle Konstanze—, si tu madre lo permite. Pero solo lo hará si ahora te comportas como un niño bueno y regresas junto a don Guillermo o quien sea. ¿Dónde te escapaste de él, Enrico?

Finalmente, el pequeño se dejó convencer de cruzar el patio interior cogido de la mano de Gisela. Se dirigió a una sala, un atrio a través del que se accedía a los aposentos privados del rey, donde una mujer esbelta de cabello oscuro envuelta en un atuendo bordado con hilo de oro saludaba a una delegación del Papa: dos cardenales y diversos prelados. La dama besó los anillos de los señores con gesto cortés, pero parecía bastante nerviosa.

Gisela le dedicó una sonrisa, hizo una reverencia ante su pequeño amigo y lo empujó hacia su madre.

—Bien, majestad —le dijo al niño—, ejerced vuestro cargo. ¡Un rey no se escaquea ante sus deberes!

El pequeño Enrico soltó un suspiro; luego se acercó al primero de los cardenales.

Gisela y Konstanze se inclinaron respetuosamente ante la reina. Konstanze reconoció a Bernhardt, el monje franciscano, entre la comitiva de los cardenales.

—¿Has visto a los minoritas? —le preguntó a su amiga cuando ambas abandonaron la sala de audiencias—. Para esos la cruzada de los niños se ha acabado definitivamente. Y el hermano Bernhard asciende en la jerarquía del Laterano. Me pregunto si seguirá predicando en favor de la paz y los pobres.

Las muchachas dieron por finalizada su pequeña aventura y echaron a correr hacia la gran sala, donde una dama de la corte las recibió y condujo hasta las mesas reservadas para las damas de la reina. Gisela encontró compañía de inmediato, entre las señoritas de la nobleza de su misma edad no llamaba la atención, y Konstanze también fue acogida con afecto. Pero ella solo buscaba a Malik con la mirada, presa de los nervios: ya no creía que asistir a ese banquete fuera una buena idea. Seguro que él la tomaría por una veleidosa si por un lado prometía convertirse al islam y por el otro se daba a las costumbres occidentales.

No obstante, Malik no se lo tomó a mal. Al contrario, su mirada volvió a iluminarse cuando entró en la sala en compañía de la pareja real y vio a Konstanze sentada entre las muchachas. Konstanze le lanzó una sonrisa desde detrás del velo. No debía preocuparse, el Corán no prohibía nada de lo que estaba haciendo, y el harén era un invento persa al servicio del bienestar de las mujeres, no de su cautiverio. Konstanze volvió a recordar la larga travesía por mar junto a Mohamed al Yafa: no había nada que temer.

Lanzando un suspiro de alivio, permitió que le sirvieran carne de ave. Los primeros platos consistían en pavos reales y faisanes fastuosamente presentados, además de pescados cocidos y asados cubiertos de una fina capa dorada y plateada, con el fin de proporcionarle brillo a los platos.

Ante la mesa dispuesta sobre un podio ocupada por la realeza no parecían saber apreciarlo de igual manera. Aunque se suponía que debía presidir el banquete, Enrico, el pequeño rey, no se comportaba como un soberano. Lo habían coronado esa mañana; Gisela y Konstanze se habían perdido la ceremonia por los pelos.

Por fin la reina llamó a un paje, le dijo unas palabras y lo envió a la mesa de las muchachas. El chaval se inclinó ante Gisela.

—Señora… su dignísima majestad el rey Enrique ignora vuestro nombre, pero os ruega que os reunáis con él para compartir mesa y mantel.

Gisela dirigió una mirada desconcertada al podio y notó que la reina la observaba casi como disculpándose e indicaba al pequeño a su lado, que estaba de morros.

Sonrojándose, Gisela se puso de pie… y entonces sonrió al recordar que hacía meses su padre la había invitado a compartir mesa y mantel con Odwin von Guntheim. ¿Es que alguna vez lograría presidir un banquete con un caballero de su misma edad?

La reina le sonrió cuando, una vez más con expresión seria, hizo una reverencia ante el pequeño rey y le agradeció la invitación. Enrique rechazó el agradecimiento con un ademán majestuosamente encantador de sus manitas y se deslizó a un lado para hacerle lugar en su banco cubierto de cojines.

—Puedes comer de mi plato —dijo en tono digno—. Pero después has de contarme una historia.

—¡Habéis conquistado el corazón de mi hijo! —exclamó la reina con una sonrisa cuando Enrique empezó a comer con aire complacido, al tiempo que su esposo mantenía una ingeniosa conversación con Malik—. Os estoy muy agradecida por haberlo llevado de vuelta; su maestro ya lo buscaba por toda la casa; jugar al escondite no se le da muy bien. Y yo tenía que saludar a los cardenales y a toda una serie de dignatarios. Sabéis manejar a los niños. ¿Quién sois? Estoy segura de haberos invitado, pero…

—¡Mañana nos han reservado asientos en el baldaquín de honor del torneo! —declaró Gisela radiante de felicidad cuando tras la cena ella y Konstanze se dirigían a los aposentos de las mujeres—. Claro, tú estarás allí de todos modos, pero yo acompañaré oficialmente al rey Enrique. ¡Como su dama de honor! Es encantador, Konstanze, pero también bastante desobediente. ¡Hace un rato mordió a uno de los franciscanos, a ese horrendo hermano Bernhard!

La mera mención del minorita despertó recuerdos desagradables en Konstanze y sobre todo la idea de que le permitieran tocar a un niño. Es verdad que el pequeño Enrique era capaz de defenderse, pero ¿qué pasaría si un día el monje era escogido para educar a un niño de la nobleza?

El recuerdo del hombre que había maltratado a Magdalena ensombreció el reencuentro con Malik, quien, tal como había prometido, la visitó poco después en sus aposentos. La visita carecía del secretismo de su último encuentro en Florencia, pues Malik llegó acompañado de Mohamed al Yafa.

Una vez más, este empezó por hacer una reverencia.

—Perdonad, sayyida, no quisiera suponer un incordio durante el encuentro con vuestro señor, pero vos misma me rogasteis que sea vuestro testigo y me he permitido indicarle a mi señor que… que…

Para regocijo de Malik, el viejo comerciante se ruborizó.

—… que quizá suponga una deshonra para ti si esta noche consumamos nuestro matrimonio sin que este haya sido correctamente celebrado. No resulta complicado, pero primero has de realizar esa ceremonia. Debes convertirte al islam, Konstanze. ¿Aún deseas hacerlo?

Konstanze asintió con la cabeza. De todas maneras, al ver a Malik ante sí, tan apuesto y tan amable, con el bello rostro iluminado de amor por ella, solo lo quería a él. Pero no debía olvidar lo que dejaba atrás; quizás aún podía hacer algo por todos los niños perdidos.

—He vuelto a ver a uno de esos minoritas en el palacio, Malik —dijo, cambiando de tema—, y eso me trajo a la memoria los niños que se encuentran en Tierra Santa. ¿Sabéis algo acerca de dos barcos llenos de adolescentes que querían navegar a Acre, Mohamed al Yafa?

El hombre de confianza del sultán asintió, pero su expresión no presagiaba nada bueno.

—Por desgracia sí, sayyida. Uno de los barcos naufragó frente a las costas de Chipre y la mayoría de los niños se ahogó. Unos pocos alcanzaron Acre. Debéis preguntarles a los cristianos lo sucedido allí; no comprendo por qué no retuvieron a los niños, pero estos se dirigieron directamente a Jerusalén. En cuanto cruzaron la frontera, se toparon con las tropas de Al Adil. Lo siento, sayyida, pero el ejército de niños prácticamente fue aniquilado. Mi señor ha ordenado investigar el asunto, pero es de suponer que los nuestros sufrieron una provocación. Quizás había exaltados en ambos bandos. Los sobrevivientes fueron vendidos como esclavos.

Konstanze ocultó el rostro entre las manos, pero luego pareció tomar una decisión.

—¡Has de comprarlos, Malik! ¡Dices que Alá es misericordioso, pero permites que quienes te sirven esclavicen niños inocentes!

Malik arqueó las cejas.

—¿Acaso me he perdido algo? —preguntó—. ¿Es que el Papa ha prohibido la trata de esclavos?

Konstanze negó con la cabeza.

—No, no lo ha hecho, y no tardarás en echarme en cara lo de los malos cristianos que engañaron a Stephan y los suyos para que se embarcaran en sus galeras. Pero no tratarás de convencerme de que entre vosotros las cosas son mejores, ¿verdad? ¡Así que demuestra tu buena voluntad, conviértete en el instrumento de Alá y salva a esos niños!

Malik se volvió hacia Mohamed al Yafa con aire indeciso.

—¿Cuántos son? —preguntó.

El comerciante se encogió de hombros.

—Unos doscientos —barruntó.

—Bien. Doscientos o trescientos… En mi tierra tus deseos son órdenes, Konstanze. Para mí y para todos los demás. Te ruego que te ocupes del encargo de la sayyida, Mohamed. Embárcate en la próxima nave que zarpe a Alejandría y compra los esclavos que cayeron prisioneros tras esa batalla. Si ya han sido vendidos, búscalos y recómpraselos a su dueño.

Konstanze suspiró aliviada.

Mohamed al Yafa hizo una reverencia, pero esta vez de mala gana.

—¿Y entonces… entonces qué haremos con ellos, príncipe? No podemos dejarlos en libertad sin más. Morirían de hambre o caerían víctimas de las espadas del siguiente ejército.

Malik le lanzó una mirada inquisitiva a Konstanze, que se mordió el labio.

—A lo mejor… ¡podríamos entregárselos a ese tal Francisco! Dicen que está a punto de llegar a Tierra Santa. Que él se encargue de volver a trasladarlos a Pisa o adonde sea. Y hasta entonces… hasta entonces tendremos que hacernos cargo de ellos. ¿O es que no hay dinero suficiente en las arcas del estado?

Mohamed al Yafa suspiró.

—Creo que tendré que revisar mi declaración —gruñó—. A veces una esposa sale más cara que tres… Pero de acuerdo, sayyida, antes de que añadáis nuevas condiciones: ¿queréis que atestigüemos vuestro credo?

Malik había hecho trasladar una preciosa alfombrilla para oraciones a la habitación de Konstanze y ella se arrodilló para pronunciar las palabras rituales. Las dijo en tono firme y claro. Pensar en los niños salvados le proporcionó aún mayor seguridad. ¡Dios no la condenaría!

—Si lo deseáis, ahora podéis escoger un nombre musulmán —comentó Mohamed al Yafa tras la breve ceremonia—. Muchas conversas lo hacen para simbolizar que emprenden una nueva vida. ¿Qué os parece Aisha? Era la esposa predilecta del Profeta.

Konstanze negó con la cabeza.

—Me gusta mi propio nombre, pero dadas las circunstancias, elijo el nombre de Chadidscha.

—La primera mujer del Profeta —asintió Malik, complacido.

Konstanze le dirigió una mirada seria.

—Hasta su muerte, fue la única mujer del Profeta.

El príncipe rio y la estrechó entre sus brazos.

—Konstanze… Chadidscha… ¡mientras ambos sigamos con vida, tú serás mi única esposa!