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No resultó fácil encontrar un barco que los trasladara a Pisa, sobre todo porque Gisela se negó a separarse de los animales. Aunque comprendió que tenía poco sentido llevar a Floite, Comes y Briciola a Tierra Santa, prefería dejarlos al cuidado de los mercaderes de Pisa que venderlos en Roma, así que el viaje se retrasó un par de días.

Y cuando por fin alcanzaron Pisa, tampoco encontraron un barco que los trasladara directamente a Acre. Empezaba a hacer bastante frío y el tráfico por el Mediterráneo se reducía de manera considerable; durante los meses de invierno había que contar con numerosas tormentas, así que quienes viajaban lo hacían en verano. Pero al menos Armand no tuvo que encontrar alguien que acompañara a Dimma: las nuevas criadas de su ama supusieron motivo suficiente para que la vieja doncella decidiera acompañar a Gisela a Outremer.

—Puede que una señora burguesa de Pisa se dé por satisfecha —gruñó, contemplando el estado desastroso del peinado de Gisela, obra de la entusiasta pero torpe Marlein—, pero no una aristócrata. Y ahora, muchachas, prestad atención, os mostraré cómo habéis de ocuparos de la ropa de una princesa.

Marlein y Gertrud se apresuraron a atender y Gisela sonrió.

—Me parece que a la vieja signora también le inquietaba el viaje a través de los Alpes —comentó donna Scacchi en tono indulgente. Había vuelto a albergar a Gisela y Konstanze en su hogar—. Aunque en esta ocasión el viaje hubiera sido a través del Brennero y con un guía, no dejaría de ser fatigoso. Seguro que un viaje en barco le convendría mucho más a vuestra Dimma. ¡Lamento que os marchéis, Gisela! Hubierais supuesto un enriquecimiento para la ciudadanía de Pisa. ¡Por vuestro bien, confiemos en que los castillos de Ultramar dispongan de cuartos de baños adecuados!

Donna Scacchi le guiñó un ojo: a la patricia no se le había escapado el entusiasmo de Gisela por el confort ofrecido por su palacio.

A Armand la postergación de la partida le resultaba indiferente y se entretuvo redactando un detallado informe sobre el viaje, en parte para que la madre Ubaldina pudiera participar de este. Además ayudó a los comerciantes en la traducción de algunos documentos. Tenía mala conciencia por don Scacchi, aunque todos comprendían que prefiriera tomar posesión de su herencia en Acre antes que establecerse en Pisa.

Entretanto, Konstanze había averiguado que Malik la aguardaba en Sicilia. En ese sentido, ella tampoco tenía prisa y se dedicó a disfrutar de la hospitalidad de los patricios de Pisa. Cuanto más se aproximaba el momento de reunirse con su príncipe, tanto mayor era el temor que le causaba su propio valor. En Roma aún se había sentido muy segura… ¡y echado mucho de menos los abrazos de Malik! Pero ahora que solía acompañar a los Scacchi a misa, que el Papa y los monjes franciscanos estaban lejos y el recuerdo de la cruzada empezaba a desvanecerse, pronunciar las palabras que la convertirían en musulmana volvía a parecerle irreal y herético. Y la corte siciliana era cristiana, claro está. ¿Como qué se presentaría allí: como la esposa de Malik? ¿Cómo la recibirían una vez convertida en una cristiana renegada? De momento, Konstanze no dijo nada sobre sus planes de matrimonio. Gisela y Armand eran lo bastante diplomáticos como para no mencionarlos y cuando donna Scacchi le hacía preguntas, contestaba con vaguedades.

—Suponen que una vez llegada a Tierra Santa ingresarás en un convento —le dijo Gisela—. Entre otras cosas porque últimamente siempre te cubres el rostro con un velo. Lo único que sigue desconcertando a los pisanos es la litera.

A diferencia de Armand, que seguía tratándola con frialdad, Gisela se mostraba muy afectuosa; comprendía el amor de su amiga por Malik y su conversión al islam le parecía un sacrificio necesario. Como pupila de una corte galante, consideraba que el amor era un regalo divino y que su amiga fuera condenada eternamente por ello le resultaba impensable.

—Pero deberías haber subido la escalinata de rodillas —dijo, suspirando y un tanto preocupada al ver que Konstanze leía el Corán—. ¡Equivale a diez años menos en el purgatorio!

Konstanze rio, pero se sentía un poco incómoda; en todo caso, estaba muy lejos de anhelar que llegara el momento de embarcarse a Messina. La que tenía prisa por emprender el viaje era Gisela, debido a una vaga inquietud. Ya la había sentido en Roma, pero allí en Pisa se había intensificado a pesar de sentirse segura en la ciudad. Era obvio que Pisa sería el último lugar al que Rupert regresaría, pero la ciudad no dejaba de traerle a la memoria el último encuentro con el siervo y la amenaza que suponía su existencia, no tanto para el ciudadano Armand de Landes, pero sí para el caballero. Gisela sabía que el peligro era mínimo, pero deseaba que el mar se interpusiera entre Armand y Rupert lo antes posible. Messina suponía un peligro menor que la Toscana, pero si por ella fuera se hubieran embarcado a Acre al día siguiente.

Así que soltó un suspiro de alivio cuando por fin un barco zarpó rumbo a Sicilia, tras haberse despedido de Floite entre lágrimas. La mula permanecería en las caballerizas de los Scacchi y el cónsul le aseguró a la muchacha que cuidaría de ella personalmente, pero durante la travesía Gisela no dejó de sentir tristeza recordando su último y aflautado rebuzno. Esmeralda viajaba con su dueña a Tierra Santa; Armand lo aprobó: la noble yegua íbera supondría un excelente complemento para su establo. En cambio, ya había suficientes mulas en Ultramar.

—¡Tampoco hubiera partido sin Esmeralda! —afirmó Gisela, contemplando la desembocadura del Arno y la ciudad de Pisa que se desvanecía entre las brumas del atardecer mientras el pequeño barco de vela enfilaba mar abierto.

—¡Por fin hemos emprendido viaje, Konstanze! Nunca regresaremos a este lugar y tú volverás a ver a Malik. ¿Estás nerviosa? ¡Debes de estarlo!

—Todavía estás a tiempo de pensártelo mejor —gruñó Armand—. Esto no es un juego, Konstanze. ¡Puede que no nos guste la política de Su representante aquí en la Tierra, pero eso no es motivo para abjurar de Jesucristo!

Armand se persignó y Gisela lo imitó con un gesto rápido. Konstanze ya había alzado la mano, pero se contuvo. Estaba presa de la indecisión, pero Gisela tenía razón. Seguro que volver a encontrarse con Malik sería agradable; en sus brazos las dudas desaparecerían.

Messina era una ciudad pequeña de aspecto casi árabe cuya importancia no solo aumentaba debido a su proximidad a Italia, sino también a su puerto natural. Hacía siglos que navegantes de todas las naciones se habían asentado allí: griegos y cátaros, árabes y normandos, y solo hacía ciento cincuenta años que la ciudad se había vuelto definitivamente cristiana. Al fin y al cabo, los conquistadores cristianos le habían impuesto su sello mediante la construcción de su magnífica catedral.

Al tiempo que contemplaba la ciudad, el pulso de Konstanze se aceleró cuando la pequeña embarcación entró en el puerto. Gisela confiaba en que la estadía sería breve. En el puerto había fondeados varios barcos capaces de atravesar el mar, en su mayoría veleros comerciales, las naos.

—Seguro que Malik ya ha llegado a un acuerdo con un capitán acerca de la travesía —le dijo Gisela a Dimma—. Armand confiaba en poder embarcarse en un carguero de los templarios, pero no insistirá en ello. ¡Seguro que hay otros capitanes dignos de confianza!

—Seguro —refunfuñó Dimma. Sufría de mareos desde la partida y la idea de la larga travesía a Tierra Santa no le resultaba agradable—. Tal vez como esos señores Ferreus y Posqueres. ¡Menos mal que por fin estás casada! Con lo confiada que eres, podrías acabar en cualquier mercado de esclavos.

Pero Malik no los aguardaba en el puerto de Messina, tal como habían esperado, sino un señor mayor y de porte muy digno que llevaba el precioso atuendo de los mercaderes más acaudalados.

—¿Sois Armand de Landes? —preguntó en tono cortés cuando aquel bajó a tierra. Hizo una profunda reverencia ante Gisela y una todavía más profunda y respetuosa (y también llena de curiosidad) ante Konstanze, oculta tras su velo—. Sayyida…

Era la primera vez que alguien que no fuera Malik pronunciaba el título y aguzó el oído.

—¡Permitid que un indigno os dé la bienvenida en nombre de vuestro futuro esposo! —dijo el hombre en árabe y bajó la vista, aunque sin dejar de guiñarle el ojo con disimulo. Sin duda le hubiera gustado echar un vistazo al rostro de la muchacha, pero quizá Malik lo hubiera descuartizado por ello. La idea provocó la sonrisa de Konstanze; estaba muy nerviosa.

—Quién… quién… —La joven ignoraba si dirigirle la palabra era lo adecuado, pero las mujeres árabes no fingían ser mudas.

El enviado del príncipe prosiguió, ahora en italiano.

—Mi nombre es Martin de Kent —se presentó—, y he venido por orden del príncipe Malik al Kamil. De momento, unas circunstancias extraordinarias lo obligan a permanecer en Palermo, en la corte del rey Federico. Su majestad partirá hacia su nuevo reino en tierras alemanas, pero antes desea coronar a su hijo Enrique como rey de Sicilia. El rey Federico celebrará dicho solemne acontecimiento con una gran fiesta a la que estáis invitados. Por deseo del príncipe, recibiréis una invitación personal, pero primero me ha pedido que os acompañe a Palermo. Por cierto, veo que la sayyida Konstanze ya se ha encargado de obtener la escolta correspondiente. —El hombre sonrió e hizo otra reverencia.

Konstanze se alegró de que el velo ocultara su rubor. Le había confesado a Malik por carta que había rescatado a varios niños del ejército de Armand y afortunadamente no parecía habérselo tomado a mal. Al contrario. Puede que Martin de Kent considerara que había sido previsora al hacerse con una litera y porteadores.

—Nosotros quisiéramos seguir de inmediato —dijo Armand, confuso—. Claro que el rey nos concede un gran honor, y también el príncipe, pero yo… he de aceptar una herencia.

De Kent volvió a hacer una reverencia. Dado que era un rico mercader, lo hacía con excesiva frecuencia.

—El Gran Maestre de los templarios desea que os informe de que vuestra herencia se encuentra perfectamente y también vuestro padre, monsieur Armand. Él también os aconseja que aceptéis la invitación, aunque más no sea que para conservar las buenas relaciones entre Acre y el reino de Sicilia. Para el próximo tramo del viaje dispondréis de un barco de los templarios. De momento navega de Génova a Messina, así que de todos modos tendríais que esperar.

Armand se encogió de hombros.

—Bien, de acuerdo. Cabalgaremos a Palermo y celebraremos la coronación junto al rey —dijo—. Pero no dispongo de un caballo. La única que dispone de uno es mi… mi esposa.

Gisela le lanzó una desconcertada mirada de soslayo. En Pisa siempre se había referido a ella como su esposa, pero allí también habían firmado documentos. Gisela suponía que entre el círculo de caballeros ello no tendría mucho valor; tal vez tuvieran que repetir sus juramentos. Dudó si enfadarse, pero entonces la alegría de celebrar la clase de boda con que siempre había soñado inclinó la balanza. Su amado la conduciría al círculo de los caballeros, caballeros ilustres, al parecer. Al fin y al cabo, nada impedía que celebraran la ceremonia en Palermo, en el marco de las festividades.

Martin de Kent hizo ademán de volver a inclinarse, pero se contuvo y miró a Armand. Konstanze tenía la extraña sensación de que ella era la destinataria de su sumisión. ¿Acaso un mercader cristiano podía estar al servicio de un soberano árabe?

—El príncipe lo tuvo en cuenta y escogió un corcel para vos, uno de las caballerizas del rey, pero cabalgar hasta Palermo resultaría poco práctico. Yo mismo viajé en una nave del rey, así que si os dais por satisfechos con ello…

—¡Otro viaje en barco! —suspiró Dimma, pero comprendió que una breve travesía marítima era preferible a una cabalgada de varios días: aquel extraño comerciante habría insistido en que Konstanze viajara en la litera y hubiesen tardado más de una semana en llegar.

La nave del rey era un velero elegante, pilotado por una reducida tripulación a lo largo de las espectaculares costas sicilianas. Lucía el sol y soplaba el viento. Gisela disfrutó de cabalgar por encima de las olas mientras Konstanze se encargaba de cuidar a la mareada Dimma. Konstanze solo subió a cubierta por la noche, cuando el viento amainó y Armand y Gisela se retiraron. Necesitaba aire fresco. Saludó a Karl y los otros niños instalados en cubierta.

Martin de Kent también notó la presencia de los mozos y las criadas en cubierta cuando se acercó a Konstanze y volvió a inclinarse ante ella.

—Confío en que no consideréis que mi proximidad suponga una ofensa, sayyida. Si deseáis estar a solas me retiraré en el acto, pero creo que no os comprometo, puesto que hay otras personas presentes —dijo el hombre, una vez más en lengua árabe.

Konstanze lo saludó con la cabeza. Esperaba averiguar algo más acerca de él: por ser un comerciante cristiano, era un hombre muy extraño, pero ¿por qué no decírselo y punto?

—No, si sois sincero conmigo, Martin de Kent… —dijo en italiano—. Porque no creo que hasta ahora lo hayáis sido.

El hombre hizo otra reverencia casi servil.

—Enfadaros no era mi intención, sayyida. El príncipe jamás me lo perdonaría. Pero ¡haberos inquietado ya supone un sacrilegio! Pero aquí en Sicilia he de conservar mi identidad de comerciante cristiano… y en lo posible, también ante vuestros amigos. Así que me haríais un gran favor, sayyida, y demostraríais una gran sagacidad política si no me delatarais.

El velo de Konstanze ocultó su sonrisa.

—En ese caso —dijo—, no deberíais hacer tantas reverencias.

—Soy Mohamed al Yafa ibn Peter de Kent —se apresuró a presentarse el hombre, y volvió a inclinar la cabeza. Ambos se echaron a reír—. Por así decir, soy los ojos y oídos del sultán Al Adil en las ciudades comerciales cristianas. Ser el escolta de una sayyida del harén del príncipe es un deber poco frecuente, ¡así que perdonad mi torpeza!

Konstanze volvió a reír.

—¡Os perdono! —dijo—. ¿Así que sois… un musulmán?

Al Yafa asintió.

—Por supuesto, sayyida. Aunque rece mis oraciones en secreto y de vez en cuando visite las iglesias de los cristianos. Que Alá me perdone, puesto que lo hago en Su nombre y para preservar a Sus creyentes.

Konstanze dirigió la vista al mar; la luna brillaba en el cielo, un tanto velada por las nubes. Su resplandor no era plateado sino lechoso.

—Pero antaño fuisteis cristiano —dijo Konstanze—, el nombre de vuestro padre…

—Mis padres eran cristianos, pero mi madre ingresó en el harén del sultán antes de que yo naciera. He sido criado como musulmán —explicó Mohamed.

—Pero… ¿acaso a ella no le importa? A vuestra madre, quiero decir. ¿Ella también se convirtió?

—No, mi madre nunca se convirtió al islam. Pero era una buena mujer y estoy seguro de que Alá le abrió las puertas del paraíso.

—Eso de los diversos paraísos resulta bastante confuso, y también lo del harén. Amo a Malik, pero temo que…

Al Yafa sonrió.

—He vivido seis años en el harén, sayyida —respondió con calma—. Y fui absolutamente feliz. Un niño querido y mimado por todos, aunque no era un hijo legítimo. En una corte cristiana mi crianza no hubiera sido tan apacible. Y mi madre también estaba satisfecha; ignoro si amaba a mi verdadero padre, tal vez sus familias arreglaron la boda… ella nunca me habló al respecto.

—Pero… pero una debe compartir al esposo con otras… ¡Hasta con cuatro esposas!

Al Yafa soltó una carcajada.

—Eso solo ocurre rara vez, sayyida. Por ejemplo, yo solo tengo una. El sultán tiene dos. En las familias de la nobleza no suele haber más… aunque solo sea por motivos económicos. Un musulmán creyente puede tener cuatro esposas, pero debe tratarlas a todas por igual. ¡Y vos no tenéis ni idea del lujo de que se rodea una reina en el harén! ¡Si una segunda desea lo mismo y encima ambas rivalizan entre sí, puede suponer la ruina de un reino! Y las cosas empeoran si ambas tienen hijos varones, porque entonces las dos luchan por la sucesión del trono… y con tácticas bastante desagradables. En el harén ya hubo unos cuantos escándalos por asesinatos por envenenamiento. No, un soberano sabio procura evitar dichas circunstancias. Y si su madre es una mujer inteligente, elegirá su primera esposa a gusto de su hijo: en su mayoría, los primeros matrimonios orientales están arreglados, al igual que los de la nobleza occidental. Si el príncipe se enamora de ella y el matrimonio tiene hijos, no suele tomar una segunda esposa. Al menos no de inmediato. Como máximo, desposa a una favorita cuando se ve afectado por el sentimentalismo propio de la edad avanzada.

—Pero… pero ¡eso ha de ser horrendo para la esposa! —exclamó Konstanze—. ¡Apartada por mor de una más joven!

Mohamed se encogió de hombros.

—¿Acaso los nobles francos no tienen amantes? Y la esposa, ¿acaso no se da cuenta? Si ello ocurriera en el harén, sayyida, aún seríais la respetada primera esposa y primera dama de la casa. En vuestro castillo de Occidente seréis la engañada a cuyas espaldas murmuran y la amante de vuestro esposo se reirá de vos en vuestra cara. ¿Qué es mejor, sayyida? Veréis: Alá ha creado a los hombres como hombres y a las mujeres como mujeres, tanto en Occidente como en Oriente. Ni vos ni yo lo cambiaremos, pero a vos Alá os ha bendecido. Os habéis granjeado el amor de un príncipe y si Dios quiere, daréis a luz a su heredero y quizá vuestro hijo tienda un puente entre cristianos y musulmanes. ¿Es que eso podría ser un error?

Konstanze inspiró profundamente.

Aschhadu an la ilaha illa ’llahu wa-aschhada anna Muhammadan rasulu ’illahi —dijo en tono firme—. Pero sé que necesito dos testigos. ¿Seréis mi testigo mañana, Mohamed al Yafa, junto con Malik?

Cuando el barco entró en el puerto de Palermo y Konstanze vio que Malik la estaba esperando, sus últimas dudas se desvanecieron. El joven sarraceno montaba, erguido y sereno, en un vivaz corcel manchado y el viento otoñal agitaba su abundante cabellera negra, que en los meses pasados se había dejado crecer al estilo de los caballeros francos. Al ver a Konstanze apoyada en la borda fue como si unas partículas doradas resplandecieran en sus ojos castaños. Ella creyó que la estrecharía entre sus brazos riendo, tal como Armand hubiese hecho con Gisela, pero en público el príncipe se mostró más recatado: desmontó con aire digno y primero saludó a Mohamed al Yafa. Después abrazó a Armand.

—¡Me he enterado de que te has convertido en heredero, amigo mío! Y aunque lamento la muerte de tu hermano, me alegro de que no te hayas convertido en un mercader de Pisa.

Armand rio.

—Puede que en ese caso nos hubiéramos tratado a menudo, ahora que habéis firmado el tratado comercial con los pisanos. A lo mejor mi esposa lo lamentaría, porque se muere de ganas de ver tu harén.

Malik hizo una reverencia.

—Mi esposa y yo siempre le daremos la bienvenida.

Pero solo le echó un breve vistazo a Gisela. Malik se había contenido durante un buen rato, pero ahora no lograba apartar la vista de la figura erguida de Konstanze y de su clara mirada azul.

—Sayyida… —dijo con suavidad.

Konstanze anhelaba arrojarse a sus brazos, pero también ella guardó las formas. En realidad quería hacer una reverencia pero al final optó por tenderle la mano. Malik se inclinó y se la besó respetuosamente.

—Te visitaré en tus aposentos —susurró al enderezarse.

Konstanze sonrió detrás del velo.

—¡Tienes un bonito corcel! —dijo Armand a Malik mientras Konstanze aguardaba que descargaran su litera y Gisela vigilaba el desembarco de Esmeralda, a la que Karl conducía del cabestro.

—Me alegro de que te guste —contestó el príncipe y le tendió las riendas—. Se llama Cantor y te pertenece mientras estamos aquí. Lo he escogido para ti —añadió con una sonrisa y acarició la piel manchada de Cantor—. En todo caso, es un animal imposible de confundir.

Armand sonrió, pero con el ceño fruncido: aún no se había perdonado a sí mismo que fuera Gisela quien reconoció al caballo pardo.

—¿Un caballo de batalla, Malik?

El sarraceno hizo un gesto afirmativo.

—Sí, un semental. Se celebrarán justas y supongo que querrás participar, pero no hay peligro de que volvamos a enfrentarnos: ya he manifestado que estoy dispuesto a presidir el torneo junto al rey, a fin de que no haya otra cruzada causada porque un caballero cristiano considere que ha sido ofendido por un pagano.

—El futuro emperador del Sacro Imperio Romano parece un hombre sensato. —Armand estaba impresionado.

Malik asintió.

—¡Es un hombre extraordinario! —dijo—. Aún es muy joven, pero es muy inteligente; habla varias lenguas, tiene conocimientos de estrategia y de filosofía, recibió una vasta educación y he de reconocer que es positivo que el Papa lo apoye.

—Aunque puede que Su Santidad esté pensando en enviarlo a una nueva cruzada —gruñó Armand—. Pero vosotros parecéis entenderos muy bien, así que quizás ambos pronto jugaréis una partida de ajedrez.

Según la leyenda, antaño la batalla por Jerusalén se había decidido durante una partida de ajedrez entre Ricardo Corazón de León y Saladino, el tío de Malik.

Mientras ambos amigos charlaban, Malik condujo al pequeño contingente a través de la ciudad, cuya arquitectura era muy distinta de la de las anteriores ciudades italianas.

En su mayoría, las iglesias más antiguas estaban coronadas de cúpulas rojas y admiraron las delicadas arcadas, las bonitas columnas que se convertían en arcadas y también las fuentes y los mosaicos.

El exterior del palacio real tenía un aspecto severo, pero accedieron a un patio interior de ensueño.

—Los normandos edificaron el palacio, pero sus constructores deben de haber sido esclavos árabes —sonrió Malik—. Es como si me encontrara en mi propia tierra.

En los patios interiores del palacio reinaba un gran ajetreo. Llegaban huéspedes que eran recibidos por el mayordomo y criados que les indicaban sus aposentos.

Tres sirvientes de Malik al Kamil no tardaron en acompañar a Konstanze y Gisela a unos aposentos magníficos con vistas a los jardines y Dimma consideró que su ama por fin estaba alojada como correspondía a su rango. Marlein y Gertrud corrían de un lado a otro presas de la excitación.

—¡Mira lo que hay aquí! —exclamó Marlein, señalando un arcón abierto que parecía contener toda clase de tesoros.

—Os los envía el príncipe desde Alejandría —dijo el criado que había acompañado a las muchachas hasta sus aposentos—. Dijo que confiaba en que os gustasen y que sirvieran para que no lo olvidarais hasta que pueda reunirse con vos.

Konstanze le dio las gracias, al tiempo que su pequeña doncella empezaba a desempacar el arcón presa de la curiosidad. Contenía joyas y telas de la más fina seda, además de un espejo y una alfombrilla para oraciones bordada con hilo de oro.

—¡Es mágico! —susurró Gertrud mientras se contemplaba en el pequeño espejo—. Refleja mi imagen con tanta claridad como si dentro hubiera una segunda Gertrud.

—No; solo hay una Gertrud —dijo Konstanze, riendo—. Pero ¡esto es un verdadero milagro! He leído que en la Antigüedad existía algo semejante, pero no lograba imaginármelo.

Era la primera vez que las muchachas se contemplaban en un espejo de cristal. Reflejaba su imagen con nitidez mucho mayor que un espejo de cobre o plata, que en sí ya suponían algo precioso. Hasta entonces, Marlein y Gertrud solo habían contemplado su reflejo en los lagos de las montañas.

Pero a pesar del placer causado por examinar los regalos de Malik, Konstanze temblaba de excitación al pensar en la noche: los caballeros cenarían con el rey y después Malik iría a verla…

Tendió la alfombrilla para oraciones ante la ventana orientada hacia el este. Había comprendido lo que significaba y estaba preparada.

—¿Qué estás haciendo, Konstanze? —exclamó Gisela, nerviosa y maravillosamente vestida y peinada por Dimma, al entrar en el aposento de Konstanze.

Sin embargo, la vieja doncella parecía compartir el punto de vista de Armand: quien no hubiera prestado juramento ante el círculo de los caballeros tampoco tenía motivos para vestirse como si fuera una mujer casada.

Así que Gisela volvía a llevar los cabellos sueltos y una estupenda diadema con adornos florales sostenía sus rizos centelleantes. El vestido de terciopelo verde manzana de mangas largas y amplias verde oscuro era adecuado para el frío otoñal.

—¿Aún no te has vestido? ¡Dios mío, Konstanze, esta es una corte galante! ¡Nosotras las mujeres hemos sido invitadas al banquete, actuarán célebres cantantes y seguro que los platos serán exquisitos! Nos ha invitado la mismísima reina Constanza. Estaremos sentadas cerca de su mesa, claro que con las muchachas; hemos de ocuparnos del asunto de la segunda boda con rapidez.

Tras visitar los baños, Konstanze permanecía sentada y relajada junto a la ventana mientras Gertrud le cepillaba el cabello y ella soñaba con su príncipe.

Entonces sacudió la cabeza con expresión dubitativa.

—No sé cómo se lo tomará mi futuro esposo. En Oriente las mujeres no participan en semejantes festividades y…

—Pero ¡todavía no es tu esposo y aún no estás en Oriente! —dijo Gisela en tono resuelto—. Te sentarás en la misma mesa que las damas solteras de la reina, ¡y ella ya se encargará de proteger tu virtud, no temas! Protege la mía con mucho celo: estoy albergada en los aposentos de las mujeres, donde Armand no tiene acceso. ¡Tú tienes mucha suerte!

Konstanze alzó la vista, confusa. Era verdad: los aposentos de Gisela estaban bastante alejados de los suyos, que lindaban con los privados del rey, los cuales en esos días sin duda también albergaban al príncipe de Alejandría. Konstanze se ruborizó. ¡Así que esa era la discreción al estilo sarraceno!

—Iré contigo —dijo decidida—. Pero me cubriré con un velo.

—Si lo consideras necesario… —repuso Gisela sonriendo—. Pero date prisa. O aún mejor: te enviaré a Dimma: ¡mientras Gertrud descubre cómo se desprende un vestido a la moda el banquete ya habrá terminado!