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Konstanze había escuchado las palabras del Gran Maestre en silencio. Se alegraba por Armand y Gisela, cuyo sueño se convertía en realidad: un castillo, una gran corte… Gisela haría aquello para lo cual había sido educada y seguramente sus subordinados la tendrían en alta estima. Pero ella misma, Konstanze, solo podía pensar en las palabras del Papa, en la conspiración de los monjes, en Magdalena, en la pequeña María, en todos los niños muertos víctimas de ese plan urdido con cruel frialdad.

Cuando Armand y Gisela se dirigieron al Panteón, tan embriagados por su nuevo rango que casi habían olvidado la cruzada, no los acompañó. Guillaume de Chartres, que había regresado al Laterano, les aconsejó que visitaran la iglesia. Normalmente, Konstanze hubiese sentido interés por ver el antiguo templo romano, pero ese día ya no quería ver más iglesias.

Se dirigió a su albergue, necesitaba estar sola y pensar. Pero entonces decidió que primero visitaría una casa de baños. Ayer había sido demasiado tarde para acudir y ahora… Se sentía sucia, ofendida y maltratada. Le urgía lavarse; confusa e insegura, deambuló por el Trastevere y acabó por preguntarle a una niña pequeña por la casa de baños más próxima.

—¿La mikwe, la casa de baños judía? —dijo la pequeña, una niña bonita de suaves rizos castaños que le recordó a María—. Allí enfrente.

La mikwe se encontraba en un edificio discreto. Konstanze entró y una muchacha muy joven salió a recibirla. En realidad, todavía era casi una chiquilla.

—Bienvenida. ¿Sois nueva en el barrio? —preguntó la jovencita y observó los cabellos sueltos de Konstanze—. Oh, pero si sois… ¿Estáis segura de que queréis entrar aquí?

Konstanze frunció el entrecejo.

—Me gustaría tomar un baño —dijo en su italiano un tanto torpe. No podía haber malentendido con la casa de baños. Aunque en tierras alemanas a veces también se denominaba así a los burdeles, ese establecimiento no parecía un prostíbulo.

La muchachita se mordió el labio.

—Supongo que no hay inconveniente… Además, en este momento no hay nadie —dijo la pequeña, aún indecisa—. Pero no sé qué dirá vuestro párroco si visitáis una casa de baños judía.

—No tengo ningún párroco —repuso Konstanze en tono cansino.

La pequeña se frotó la nariz; su indecisión resultaba graciosa.

—Oh. Pero ¿estáis casada? —preguntó.

Konstanze negó con la cabeza.

—Entonces no necesitáis… —Su rostro se iluminó—. ¿Sois una novia? —preguntó.

—Ajá —susurró Konstanze sonriendo—. Soy una novia.

Mientras la niña la preparaba para el baño, le dijo que la mikwe siempre debía contener agua pura y limpia, y que aquella estaba construida encima de una fuente. Las mujeres casadas la visitaban una vez al mes para higienizarse tras la menstruación; además, sumergirse en la mikwe precedía a la celebración del matrimonio. La pequeña Rachel solo estaba ocupando el puesto de su madre.

—Después de la luna llena no acude casi nadie —contó—. La luna llena afecta el ciclo de la mujer: la mayoría sangra cuando hay luna nueva.

Konstanze pensó que la madre de la pequeña no estaría precisamente encantada de que Rachel le abriera la casa de baños a una cristiana, pero ello no le impidió disfrutar de la inmersión completa en las aguas claras de la gran alberca. Después se sintió limpia y purificada. Cuando le preguntó a Rachel, esta negó entre risas que la casa dispusiera de un baño turco y de un lugar para lavarse el pelo.

—No; tendréis que dirigiros a otra casa de baños. ¡Nosotros los judíos somos muy limpios! ¿Queréis que os indique el camino?

Konstanze contestó que no, se daba por conforme con lo obtenido y recompensó a la graciosa chiquilla con una moneda.

Entonces se dirigió al albergue, se puso su vestido más bonito y se cubrió el cabello con un velo de seda que donna Grimaldi le había regalado para asistir a misa.

Cuando Armand y Gisela regresaron, estaba preparada.

—¡Venid aquí! —los saludó a ambos—. Sentaos a mi lado, por favor: necesito dos testigos.

Armand, que se disponía a relatar su visita al Panteón con entusiasmo, frunció el ceño.

—¡Eso suena muy importante! —bromeó.

—¡Lo es! —dijo Konstanze y se arrodilló sobre una manta que había tendido en el suelo.

—Bien, ahora escuchad: Aschhadu an la ilaha illa ‘llahu wa-aschhada anna Muhammadan rasulu ‘llahi… —Konstanze pronunció las palabras con fluidez. Había dedicado media tarde a memorizar la fórmula.

Pero entonces Armand la interrumpió, horrorizado.

—¡Detente, Konstanze, por amor de Dios! ¡Pones en peligro tu alma inmortal!

Konstanze sacudió la cabeza con aire obstinado.

—Eso solo me incumbe a mí —afirmó decidida—, puesto que se trata de mi alma. Aschhadu an la ilaha illa ‘llahu

—¡Konstanze! —gritó Armand—. ¡No podemos y no queremos ser testigos de esto!

—¿De qué se trata? —preguntó Gisela, alegre—. ¿Qué estás diciendo?

—Es el credo islámico —contestó Konstanze, suspirando—. Debo pronunciarlo en voz alta ante dos testigos. Entonces podré casarme con Malik.

—¡Oh, Konstanze! ¿Quieres casarte con él? ¿Te lo ha pedido? —exclamó Gisela y abrazó a su amiga—. ¡Oh, Konstanze, es un caballero tan apuesto…!

Konstanze sonrió. Había esperado que su amiga protestara, pero el fervor de Gisela por los asuntos del amor y las historias caballerescas superaba cualquier consideración religiosa. En cambio, Armand le echó un severo rapapolvo.

—¿Acaso tienes claro a lo que te expones? —preguntó en tono horrorizado—. Aparte del castigo divino si abjuras de Cristo, tendrás que vivir en un harén, sin contacto con el mundo exterior y la madre del sultán mandará sobre ti.

Konstanze se encogió de hombros.

—Viví seis años en un convento —le recordó—. No será peor que eso. Malik me describió el harén como un lugar acogedor y amable. Hay libros, música… Y tampoco está tan apartado del mundo. Malik dijo que incluso hoy en día, su madre aconseja a su padre sobre muchos asuntos cotidianos.

—¡Justamente! —dijo Armand—. ¡Puede que su madre sea una arpía! Y si vives en el harén, ella tendrá el poder de disponer sobre ti.

Konstanze hizo un ademán despectivo con la mano.

—Si la madre de Malik fuera tan gruñona como la superiora del convento de Rupertsberg, hace tiempo que su padre la habría repudiado.

Gisela soltó una risita. Al parecer, su extraordinaria tolerancia aumentaba gracias al vino consumido.

—¡Pero los sarracenos son polígamos! —recordó entonces—. ¡Además de casarse contigo, Malik puede casarse con tres mujeres más! ¿O eran cinco, Armand? ¡Aparte de todas las esclavas que alguien podría regalarle!

Konstanze contempló a su amiga con expresión bondadosa.

—Fui una novia de Cristo, Gisela. ¡En el convento lo compartí con cien monjas!

—¡Blasfemas, Konstanze! —dijo Armand, escandalizado.

Gisela se persignó, pero era incapaz de tomarse aquello muy en serio. Ese día, la corte galante triunfaba sobre su educación cristiana.

Konstanze arqueó las cejas.

—En todo caso, ya no se trata de eso. Me convertiré al islam, Armand, y si el Papa tiene razón, significa que iré al infierno de todos modos, pero tras lo que hoy he descubierto acerca del Papa y de ese Francisco, y tras lo que ya sabía sobre el hermano Bernhard…, ¡creo que no tengo ganas de ir al Cielo de ellos, Armand! ¿Me permites proseguir con mi juramento, por favor?

Él negó con la cabeza.

—No, no ante mí, y ante Gisela no tiene valor: has de prestarlo ante dos testigos masculinos. Quizá también han de ser musulmanes. Así que ahórrate tus palabras, Dios aún te concede tiempo para reflexionar sobre tu decisión.

Konstanze se encogió de hombros.

—Ya la he tomado. Espero poder encontrarme con Malik en Sicilia. Ojalá supiera cómo llegar hasta allí —dijo, y empezó a empacar sus cosas.

—Tómate tu tiempo, Konstanze, no has de huir en medio de la noche. De todas maneras, no podrás ocultarte de la mirada del Señor. Nosotros tampoco somos tus jueces. Puedes venir con nosotros; mañana cabalgaremos hasta Ostia y buscaremos un barco. He acabado con el encargo del Temple; desde Ostia navegaremos hasta Pisa: allí los señores nos trataron con mucha amabilidad y creo que se merecen una explicación. Además, hemos de resolver el problema de Dimma; estamos en deuda con ella y debemos ocuparnos de que la acompañen a Meissen sana y salva.

—¡Se niega a acompañarnos! —lo interrumpió Gisela—. ¡Oh, Konstanze! A que es excitante, ¿verdad? ¡Al final, acabaré viviendo en un castillo, pero eso no es nada en comparación con lo que te espera a ti! ¡Te casarás con un príncipe y vivirás en un palacio de cuento! Y seguro que podremos visitarnos, ¿verdad, Armand?

—¡Entre Acre y Alejandría hay cientos de millas, querida! —dijo Armand, lanzando un suspiro.

Ello no preocupó a Gisela.

—Bueno, tampoco hemos de visitarnos todos los días, pero ¡acudiré a tu boda! ¡Sí, Armand, eso es indispensable! Yo también quiero ver el interior de un harén.

—Desde Pisa cogeremos un barco hasta Acre. Malik podrá reunirse con nosotros en Messina —acabó por ceder Armand.

—¡Si es que aún está allí! —dijo Konstanze con inquietud—. ¡Espero que no haya partido sin mí!

Armand parecía luchar consigo mismo, pero entonces optó por no interponerse entre su amigo y la felicidad.

—Puedes escribirle. Los templarios le enviarán la carta, llegará con bastante rapidez.

—Y si te ama de verdad —dijo Gisela con el rostro radiante de felicidad—, te esperará. ¡Porque entonces sabrá que te reunirás con él!

Konstanze no tardó en escribir la carta para Malik, pero organizar la partida de Roma llevó más tiempo. Los problemas empezaron cuando Karl y varios jóvenes cruzados se dirigieron a Armand presas de la desesperación.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —preguntó el muchacho—. Nos dijisteis que nos dirigiéramos al Papa, pero él…

Karl no le puso palabras a sus pensamientos, pero no era ningún tonto y, al igual que Armand, había sacado sus propias conclusiones. Las palabras estaban escritas en su rostro: «Él nos traicionó y vendió».

—¿Qué pasa con las familias romanas que debían acogeros? —preguntó Armand—. ¿Se presentó alguna?

—Sí, desde luego. Unas pocas querían aprendices; la mayoría, criados. No merece la pena enseñarnos un oficio puesto que hemos de estar a la que salta si el Papa nos llama. Además, siempre hay alguna cruzada.

Al parecer, el llamado de Inocencio a unirse a las diversas cruzadas también había llegado hasta la aldea sajona de Karl.

—Solo jurasteis liberar Jerusalén —le recordó Armand—. No puede enviaros a luchar contra los cátaros u otros.

—¿Que no? Yo no estaría tan seguro de ello —dijo Karl—. A esos ya se les ocurrirá algo. Además, la mayoría de nosotros no habla italiano, y ¿qué maestro quiere un aprendiz con el que no puede entenderse? Resulta más sencillo darle órdenes a un criado. Tendremos que trabajar para los romanos y después nos darán una espada, nos impartirán muchas bendiciones y nos enviarán a luchar contra los sarracenos, que acabarán con nosotros en el primer combate. ¡Yo estaba en aquel torneo celebrado en Piacenza y he visto combatir al príncipe Malik!

—¿Presenciaste el torneo? —lo interrumpió Gisela—. ¿Acaso te interesan las justas entre caballeros?

Karl asintió.

—Mi nombre completo es Karl von Frohne —dijo—. No, no me llaméis caballero, más bien éramos campesinos armados. Una finca un poco más grande, algunas armas y un caballo… Mi hermano y yo no aprendimos mucho, solo a leer y escribir, y un poco de latín. Teníamos que trabajar, el mayor servía al señor feudal como doncel. Y yo siempre tuve pajaritos en la cabeza. Los demás se hubieran reído de mí si ahora regresara a casa tras la cruzada —añadió, procurando contener las lágrimas—. Pero ¡no me importaría! Estaría encantado de volver a limpiar establos y cultivar los campos. Incluso preferiría ser el tonto del pueblo que un mozo de cuadra en el extranjero.

Cuando se enteró del rango de Karl, el rostro de Armand se iluminó.

—¡No he oído tus últimas palabras! —dijo simulando severidad, pero con mirada divertida—. Un doncel debe estar dispuesto a partir al extranjero y un caballero va en busca de aventuras. ¿Quieres convertirte en mi doncel, Karl von Frohne? No puedo prometerte que jamás deberás emprender una cruzada, pero si te formo, al menos aprenderás a blandir la espada correctamente. Y el Papa no se opondrá, porque al fin y al cabo te llevaré a Tierra Santa.

—¿No podríamos llevarnos también a los demás? —preguntó Gisela—. Necesitaremos gente en el castillo y…

—El personal del castillo está completo… —repuso Armand, pero notó la expresión desilusionada de Gisela y Karl—. De acuerdo… Escoge cinco muchachos dispuestos a servir de mozos en Acre. Y dos muchachas como doncellas para Gisela y Konstanze… Sí, ya sé lo que dirás, Karl: quieres que sean Jupp y Marlein, Manz y Gertrud. Y también nos llevaremos a los niños. Pero eso es todo, Gisela, ¡y vosotros debéis tenerlo claro!

Tanto Jupp y Marlein como Manz y Gertrud se habían conocido en la cruzada. Marlein había salvado a dos niños pequeños durante el cruce del San Gotardo y ahora que todos vivían juntos como una familia, la decisión del Papa los separaría.

—¿Qué sucederá con las muchachas? —preguntó Konstanze—. Respecto a las cruzadas.

Karl se encogió de hombros.

—No te preocupes por ellas, su juramento carece de valor. Es verdad que Nikolaus les tomó juramento, pero el hermano Bernhard se lo preguntó al Santo Padre y este dijo que las muchachas le resultaban inútiles.

«Más víctimas», pensó Konstanze; seguro que las chicas cruzadas no lograrían regresar a través de los Alpes solas. Al menos intactas, si es que aún lo estaban. La única salida para docenas de muchachas de la Cruzada de los Inocentes era la prostitución.

Konstanze inspiró hondo.

—¡Creo que necesitaré dos doncellas! —dijo—. Como mínimo. En realidad, tres. Y mi futuro esposo no tolerará que viaje a Ostia y todo el mundo vea mi rostro. Necesito una litera. Con seis porteadores. ¡Te ruego que te encargues de ello, Karl!

Armand contempló a la antigua monja de costumbres tan modestas, pero no osó decir nada al ver su expresión decidida.

—En ese caso, será mejor que confiemos en que la encomienda de los templarios y el círculo de comerciantes de Pisa le conceda un crédito al sultán de Alejandría.

Una vez que Karl se hubo marchado, Gisela casi no pudo controlar su alegría.

—¡Tu adivina tenía razón! —le dijo a Konstanze en tono burlón—. ¡Has nacido para yacer en los brazos de un rey!