8

El viaje a Roma supuso un esfuerzo inesperado, mayor que todo el viaje anterior a través de Italia. De camino pasaron por ciudades grandes y ricas, pero después de que los monjes intentaran reclutar más niños para la cruzada en Siena, todas les cerraron las puertas a pesar del aspecto hambriento de los jóvenes cruzados.

—Con Nikolaus las cosas funcionaban mejor —suspiró Gisela, al tiempo que ayudaba a Armand y los demás a montar unas tiendas que el joven caballero había comprado en Siena.

Ya no había palacios dispuestos a albergarlos y a finales de otoño también en Italia hacía demasiado frío para pernoctar al aire libre. Además, los mosquitos hacían un último intento por multiplicarse antes de la llegada del invierno. Se abalanzaban sobre los cuerpos de los exhaustos cruzados cuando el terreno se volvió más llano y pantanoso, lo que era muy peligroso porque los insectos transmitían la malaria. Una vez más, los niños más débiles se vieron afectados por las fiebres y los hambrientos y exhaustos viajeros volvían a devorar todo lo que les parecía comestible, y lo pagaban con dolores de estómago y diarreas.

—La gente creía en Nikolaus —suspiró Konstanze mientras pasaba revista a sus provisiones de remedios.

Tuvo que reabrir su hospital ambulante y ver impotente cómo los niños se le morían entre las manos: niños mendigos, niños de la calle, siervos fugados y aprendices de Florencia y Siena.

—No olvides que él prometió que el mar se abriría —prosiguió—. Y cuando no lo logró, la causa estaba condenada al fracaso. ¿Y qué se supone que es este nuevo plan? Primero nos dirigimos a Roma para que el Santo Padre nos bendiga o nos proporcione barcos o qué sé yo. Y después a Brindisi, porque es la ciudad más próxima a Tierra Santa; tal como los monjes describen la distancia, ¡podríamos atravesarla a nado! Pero ya sean cuatro semanas de travesía entre Pisa y Acre o tres entre Acre y Brindisi, en el fondo no supone mayor diferencia.

—Pero los niños lo creen —dijo Armand, procurando consolarla—. Mira, Konstanze, la tienda puede albergar diez o veinte sacos de heno. Puedes acoger a los enfermos, pero has de encontrar unas muchachas que te ayuden a cuidarlos. Si lo haces tú sola, te agotarás.

Armand había comprado tiendas de seda, como las utilizadas en los torneos. No eran completamente impermeables, pero sí más livianas que las de lona que en las montañas los habían protegido de las inclemencias climáticas.

Konstanze recorrió el campamento en busca de ayudantes. Era casi como durante los primeros días de la cruzada a través de Renania: por todas partes ardían hogueras en torno a las que se apiñaban grupos de jóvenes y resplandecían los rostros felices de cuantos escuchaban viejas y también nuevas historias de hadas.

—¡Y habrá jamón! Cuando los ángeles los ahúmen será incluso mejor que el de Parma. En la dorada Jerusalén preparan papillas por doquier, papillas acompañadas de salsas especiadas. Y no necesitaréis cuchillos para cortar las salchichas y tampoco tendréis que acompañarlas con pan. Claro que habrá pan del mejor trigo, pero podréis pegarle un buen mordisco a las salchichas. ¡Nos daremos un banquete en la dorada Jerusalén y los ángeles danzarán y cantarán!

Cuando por fin alcanzaron Roma, de los veinte mil cruzados originales que habían partido de tierras alemanas solo quedaban unos cientos.

Armand temía que la Ciudad Eterna les cerrara las puertas al igual que Viterbo, la última gran ciudad por la cual pasaron. En esas semanas no habían encontrado acogida en ninguna parte, salvo en algún que otro convento. Incluso a él, que era un caballero, le resultó difícil conseguir alimentos: todos cuantos estaban relacionados con el ejército eran contemplados con desconfianza. Finalmente, las muchachas recurrieron a la estrategia anterior y ordenaron a Karl y Lorenz que se adelantaran para comprar pan y queso para la reinaugurada corte de Gisela. En cierta ocasión, Lorenz no regresó.

—¡Ha escapado con el dinero! —exclamó Karl, indignado; hablaba en su característico dialecto sajón—. Dijo que estaba harto y que quería irse a casa.

Al menos había renunciado a llevarse la mula. Floite transportaba a cuatro niños debilitados a Roma a través del puente del Tíber, al igual que la yegua Esmeralda, el resistente Comes y la mula que Dimma había cambiado por el caballo en Göschenen. Gisela le había puesto el nombre de Briciola, migaja.

—¿Así que esta es la santa Roma? —preguntó Konstanze; no parecía muy impresionada de contemplar las aguas sucias y fangosas del Tíber y el puente medio en ruinas.

El aspecto de la ciudad también era bastante lamentable, en su mayoría formada por casas bajas y pobres; utilizaban las reliquias de la Antigüedad para reforzar nuevas construcciones. Algunos viejos templos habían sobrevivido convertidos en iglesias, otros estaban en ruinas. Desde un punto de vista arquitectónico, nada podía compararse ni por asomo con los magníficos edificios de Florencia, Pisa, Génova y Siena.

—Pues resulta que el dinero se encuentra allí —dijo Armand—. Los comerciantes son desprendidos y se sienten vinculados con sus ciudades, puesto que ellos mismos las gobiernan. En todo caso, el mayor poder reside en Roma y también se pelean por este. Cuando el Papa corone emperador a Federico II, quizás obtenga otras concesiones por ello, pero seguro que ningún dinero para adecentar sus iglesias.

—¡Me hubiese gustado ver la ciudad cuando la gobernaba César! —comentó Konstanze.

Ante ellos se elevaban las ruinas del Foro Romano; unos artesanos trabajaban en una columna para dividirla en trozos. Era muy bella… Konstanze sintió pena por las maravillas de la Antigüedad.

Gisela se persignó.

—¡Todos esos dioses paganos, madre mía! Y dicen que echaban a los cristianos a los leones para alimentarlos, en el… ¿cómo se llamaba ese lugar, Armand? ¿Coliseo?

—Julio César vivió antes de Jesucristo —le informó Konstanze—. Así que no hubiera podido echarte a los leones…

—Y el Coliseo fue construido varios decenios después de su muerte —añadió Armand, riendo—. No os peleéis; de todos modos, no podéis hacer retroceder el tiempo. Será mejor que busquemos el albergue que me recomendaron los mercaderes de Pisa: acoge a algunos peregrinos y muchos comerciantes, y es limpio y decente, de modo que también las damas pueden albergarse allí. Pero solo si no está repleto, así que procuremos llegar antes de que oscurezca.

—¿No acamparemos junto con los cruzados? —preguntó Gisela, sorprendida—. ¡Quiero estar allí durante la audiencia papal!

—Yo también, créeme —dijo Armand—. Pero Inocencio no recibirá a los niños antes de mañana. Y me atrevo a dudar de que les permita acampar en el Laterano. —Desde la época de Constantino I, el Laterano albergaba el palacio papal y la basílica de San Giovanni—. Así que montarán el campamento a orillas del Tíber o aquí, entre las ruinas de la antigua Roma, y me niego a que me ataquen los mosquitos o las almas que merodean entre las ruinas.

Konstanze rio.

—Vaya, eso depende de quién aparezca —dijo en tono burlón—. Pues yo no tendría nada en contra de Marco Aurelio o de Séneca… ¿y tú? ¿A quién prefieres: a Cicerón o a san Pedro?

Gisela volvió a persignarse.

—¡Eso es una blasfemia, Konstanze! —la regañó con severidad—. San Pedro está sentado a la derecha de Dios en el Cielo. ¿Cómo se te ocurre que su alma podría trasguear por Roma?

Konstanze sonrió, pero también se persignó con ademán bondadoso.

—¡Le pido perdón! —dijo—. Mañana podemos visitar su tumba y rezar. Por lo demás, solo hemos de temer a los fantasmas de los leones romanos.

El albergue resultó limpio y decente, pero, para espanto de Gisela, estaba lleno de judíos. Se encontraba al borde del barrio de Trastevere, habitado por la mayoría de los judíos romanos y acogía tanto a mercaderes judíos como cristianos. Claro que los primeros solían permanecer en el patio y no se mezclaban con los demás, pero Gisela no estaba dispuesta a compartir el albergue con ellos.

—¡Son unos bribones! —protestó, recordando a los prestamistas que la habían estafado durante el viaje.

Armand se encogió de hombros.

—Si prefieres la presencia de piojos y pulgas a la de los hebreos, podemos buscar otro albergue. Como caballero, uno puede mantenerse alejado de ellos y solo se los encuentra rara vez, pero como mercader debe relacionarse con ellos. Por lo demás, los comerciantes de Pisa me aseguraron que entre los judíos el número de usureros y bribones no es mayor que entre los cristianos.

—Pero ¡se aprovecharon de mí! —insistió Gisela—. No me dieron ni la mitad de lo que valían mis joyas.

Konstanze se encogió de hombros.

—Y Ferreus y Posqueres, esos dos cristianos temerosos de Dios, te hubieran vendido como esclava sin pestañear. En todas partes hay personas buenas y personas malvadas, y solo se separan en el paraíso.

«Así que si Malik tiene razón, compartiremos ciertos suburbios del paraíso, sobre todo con los judíos», pensó Konstanze, pero no lo dijo. Desde que Malik la pusiera ante la decisión de optar por convertirse al islam, o no, apenas pensaba en otra cosa que no fuera el reparto del paraíso. Mahoma toleraba a cristianos y judíos; aunque les prohibía entrar en el Jardín del Edén, no los condenaba directamente al infierno. En cambio, para los cristianos, tanto judíos como musulmanes estaban condenados, quizá los primeros aún más que los segundos, porque habían matado a Jesús. ¡Aunque en realidad habían sido los romanos!

Poco a poco, todo aquello empezó a superarla; no obstante, los hebreos sentados en el patio del albergue rezando extrañas oraciones despertaron su interés. Se mostraron amables y discretos, y al final incluso lograron el reconocimiento de Gisela proporcionándole avena para Esmeralda, Floite, Comes y Briciola, avena que había que comprar fuera del albergue en un mercado de cereales ya cerrado. De lo contrario, los animales hubiesen tenido que conformarse con heno.

—Son muy listos —sonrió Armand, refiriéndose a los judíos—. Por otra parte, el filósofo judío Maimónides afirma que los animales tienen alma.

—¡Vaya! —dijo Gisela, cuyo resentimiento contra los hebreos menguaba a ojos vista.

—Y los musulmanes están convencidos de que los cuadrúpedos adoran a Alá —añadió Armand.

—Francisco de Asís también dirigía sus prédicas a las aves —recordó Gisela para que la cristiandad no desmereciera.

Konstanze puso los ojos en blanco.

—Eso confirma la tesis sobre la inteligencia del mundo animal —dijo en tono mordaz—: al menos las aves no lo siguieron a través del paso de San Gotardo.

Esa noche, Konstanze y Gisela compartieron una habitación limpia con heno recién esparcido en el suelo, pero no se fiaron del saco de heno puesto sobre la cama y dispusieron sus mantas en el suelo, como habían hecho a menudo durante el viaje.

—¡He perdido la costumbre de dormir en camas blandas! —afirmó Gisela—. Es verdad: cuando vivíamos en los palacios de Pisa y Génova de vez en cuando despertaba en medio de la noche creyendo que estaba en el Cielo.

A pesar de los lechos duros, también los otros cruzados casi creyeron estar en el Cielo durante la primera noche pasada en Roma. Armand averiguó que acampaban en el Laterano, aunque ello no pareció alegrar al Papa, precisamente. Los monjes rezaron y cantaron con los cruzados casi toda la noche y además predicaron ante las iglesias.

—Los judíos merecen un elogio —opinó Konstanze—. Al menos ellos no hacen ruido. Puede que no sea una buena cristina, pero si vuelvo a oír esa canción…

—«Jesús es más bello, Jesús es más puro…» —canturreó Gisela—. Al principio me gustaba.

—Y según nos informa el hermano Bernhard, las plegarias pronunciadas en Roma vuelan directamente al Reino de los Cielos. Ignoro de dónde saca dicha información, pero a mí no me enseñaron que mis oraciones vuelen dando un rodeo, solo porque las rece en Outremer o en Colonia —observó Armand, y cogió su copa de vino.

En la cantina anexa al albergue servían buena comida y buen vino, y, presa de la mala conciencia, Gisela supuso que en las hogueras del campamento de los cruzados todo era bastante menos abundante. Aunque Roma les abrió las puertas a los niños, los ciudadanos no parecían dispuestos a alimentarlos. Solo algunas órdenes de monjas y de monjes les ofrecieron limosnas y la mayoría de los niños volvería a acostarse con hambre.

Quizá se debió al alboroto junto al palacio papal, tal vez a la invasión de todos esos niños mugrientos y harapientos, pero el caso es que al día siguiente Armand y las muchachas ni siquiera tuvieron tiempo de visitar los monumentos más importantes de la Ciudad Eterna. Karl envió un mensajero en cuanto despuntó el sol.

—¡El Santo Padre nos recibirá en la Scala Sancta a mediodía! —anunció el excitado muchacho—. ¡Podemos reunirnos allí y todos lo veremos!

—¿Otra vez en las escalinatas? —protestó Gisela; recordaba las innumerables escalinatas ante las iglesias, catedrales y basílicas desde las cuales había predicado Nikolaus.

—Pero esta vez es una especial —dijo Konstanze—. La Scala Sancta proviene del palacio de Poncio Pilatos: dicen que Jesús la subió cuando fue procesado, supuestamente aún se ven huellas de sangre.

El muchachito asintió.

—Eso también nos lo dijo el hermano Bernhard. Santa Elena la trajo desde Jerusalén hace casi mil años.

—En aquel entonces aún eran generosos con las reliquias —dijo Armand sonriendo—. Hoy en día hubieran repartido los mármoles entre cien iglesias diferentes.

—Pero cada fragmento necesitaría presentar una mancha de sangre —dijo Konstanze, imaginándose los certificados pertinentes.

Gisela les lanzó una mirada airada a Armand y su amiga.

—¡A veces casi me dais miedo! —dijo—. ¿Es que ya no creéis en nada?

Armand la abrazó.

—Claro que sí, querida. Creo en Dios Todopoderoso, en Cristo, su único hijo, en la Santísima Virgen y en la Santa Madre Iglesia. Pero no logro imaginar que tras la muerte de san Pedro y san Pablo alguien pensara en cortarles la cabeza y guardarlas en alguna parte hasta que adquirieran valor. No tengo nada contra las reliquias si estas refuerzan la fe de las personas, pero con respecto a las pruebas que demuestran su autenticidad…

Konstanze no dijo nada. Ya no sabía en qué creía.

De mañana temprano los cruzados formaron al pie de la santa escalinata. El Papa ya se encontraba en el Sancta Sanctorum, la capilla papal, a la que conducía la escalinata. Allí solía rezar o deliberar con los altos dignatarios… Ahora no podría abandonar la capilla sin hablar con los niños. Una abigarrada multitud rodeaba la escalinata, tan numerosa que Karl y otros muchachos tuvieron que controlar el acceso y hacer que los cruzados pasaran en pequeños grupos para evitar que hubiera heridos, porque todos querían subirla de rodillas al menos una vez: en su prédica, el hermano Bernhard había afirmado que ello no solo aliviaba el sufrimiento de Jesús sino que también reducía en diez años el tiempo que pasarían en el purgatorio.

Armand estaba impresionado: Karl y los demás muchachos no solo habían organizado la vigilancia sin la ayuda de nadie, sino también el acceso de los niños. Nadie tenía preferencia y nadie tenía que pagar; con Roland y sus compinches el evento se hubiera desarrollado de manera muy distinta, pero aquellos bribones ya se habían dispersado discretamente antes de la desaparición de Nikolaus. La mayoría se había unido a las pandillas de ladrones de Génova y Pisa. Ya no esperaban obtener nada en Jerusalén.

Gisela subió la escalinata de mármol de rodillas y Konstanze prefirió ocuparse de un par de niños enfermos que habían logrado arrastrarse hasta el Laterano; la llegada a Roma causaba un efecto similar que la llegada a Génova: ahora que los más débiles creían haber alcanzado la meta, sus últimas fuerzas los abandonaban. Karl le confesó a Konstanze que la noche anterior habían muerto ocho niños más, niños que se habían unido a la cruzada en Florencia y Siena.

—¡Espero que esto por fin haya acabado! —dijo Konstanze.

Karl asintió con expresión fervorosa y, junto con sus niños, se apostó al pie de la escalinata. Inquieta, Konstanze advirtió que al parecer se habían formado dos grupos. A la izquierda estaban el hermano Bernhard y el hermano Leopold con los últimos niños reclutados, aún presas del entusiasmo, a la derecha estaba Karl con los más experimentados.

Cuando finalmente el Papa hizo acto de presencia, todos se arrodillaron respetuosamente. Estaba de pie en el umbral de la capilla, alto e imponente; aquella capilla era el lugar más sagrado de la Tierra, tal como ponía en una inscripción. Aunque ya no era joven, permanecía muy erguido y su rostro severo y ovalado parecía majestuoso. El atuendo del pontífice era precioso pero no magnífico: una sotana blanca por encima de una prenda inferior de un blanco resplandeciente y un manto rojo. En la cabeza llevaba un sencillo birrete del mismo color. La cruz que le colgaba del cuello estaba engarzada de piedras preciosas y también los anillos que adornaban sus manos enguantadas.

—¡Os saludo, hijos míos! —dijo Inocencio III e inclinó la cabeza ante sus visitantes—. ¡Habéis venido de muy lejos para vernos y vuestra abnegación por Jerusalén nos avergüenza!

Los niños recién reclutados que rodeaban a los monjes lo vitorearon, pero casi ninguno de los de las filas formadas detrás de Karl. Solo unas muchachas tradujeron las palabras del Papa al alemán.

—Pero me han dicho que tenéis una petición para la Santa Iglesia y que no podéis llevar a cabo vuestro loable propósito de rescatar Tierra Santa hasta que no os sea concedida. ¡Así que hablad, hijos míos! Os escucharemos de todo corazón.

Los chicos nuevos aplaudieron.

—Quizá confían en que mañana, en Ostia, haya barcos dispuestos a embarcarlos —susurró Konstanze.

—¿Y si fuera así? —contestó Armand, cubriéndose la boca con la mano.

Los miembros de la cruzada parecían indecisos: no sabían quién había de tomar la palabra. Los más experimentados empujaron a Karl hacia delante, pero este parecía confiar en que hablara Armand. Finalmente, el hermano Bernhard aprovechó el titubeo de Karl y dio un paso al frente.

—Lo primero que os rogamos, Santo Padre, es vuestra bendición y también vuestro consejo, santidad. Todos hemos prestado el juramento del cruzado, pero en Su infinita sabiduría Dios no nos ha concedido el milagro prometido. Así que, ¿qué espera de nosotros? ¿Qué espera la Santa Iglesia?

Armand lo escuchaba, tenso. De las filas a espaldas de Karl surgía un murmullo y por fin el muchacho dio un paso adelante con aire decidido.

—¡Santo Padre! —dijo, antes de que el Papa pudiera contestarle al hermano Bernhard y, para desconcierto de Konstanze, hablaba un italiano bastante aceptable, similar al suyo. Al parecer, en algún momento el muchacho había aprendido latín—. Se trata precisamente de dicho juramento —prosiguió Karl—. Seguimos a Nikolaus desde Colonia, creímos que podríamos liberar Tierra Santa mediante nuestras oraciones. Lo soportamos todo: las montañas, el frío, la fiebre, y miles de nosotros murieron… Pero ¡lo hicieron por un sueño! El sueño de un pobre muchacho tonto que sabía hablar y cantar muy bien. Pero Dios… ¡Seguro que Dios no se le apareció a Nikolaus!

—¿Cómo puedes saberlo? —lo increpó el hermano Leopold.

Karl miró al monje.

—Porque Dios cumple con lo prometido —contestó—. Dios es bondadoso. Dios no engaña. Y estoy seguro de que nos perdona nuestra estupidez. Éramos jóvenes, nos llevaron por el camino equivocado, pero ahora queremos volver a casa. ¡Os ruego, Santo Padre, que nos liberéis de nuestro juramento!

—¿Afirmas que el juramento del cruzado es una estupidez? —replicó el hermano Bernhard, amenazador.

Pero el pontífice alzó la mano imponiendo el silencio entre ambos contendientes.

—¡Haya paz, hijos míos! ¡En este lugar sagrado no han de pronunciarse palabras airadas! Y no cabe duda de que nuestro joven amigo lleva razón: Dios es bondadoso, Dios no engaña a su rebaño. Pero tampoco permite que ocurra algo que se opone a Sus planes.

Konstanze inspiró profundamente. Gisela hincó los dedos en el brazo de Armand.

—Por eso, hijos míos, no puedo absolveros del juramento.

En las filas a espaldas de Karl resonaron gritos de decepción y en el rostro de Karl pareció apagarse toda esperanza… y toda fe.

Inocencio les impartió la bendición con un gesto, como si con ello redujera el peso de sus palabras.

—En todo caso, puedo absolver a los más pequeños de su promesa. A todos aquellos que, por su corta edad, ignoraban aquello por lo cual daban su vida en prenda.

Pero esos ya no abundaban. En Florencia y Siena los monjes habían reclutado niños pequeños que ahora permanecían junto a sus hermanos mayores con rostros alegres, pero entre los cruzados originales ya solo había un puñado de niños entre cinco y ocho años, todos al cuidado de muchachas mayores que de camino se habían unido a algún muchacho y peregrinado con él hasta Roma. De todos modos, los presentes ya no eran niños. Algunos chavales fuertes de doce o trece años habían logrado llegar a Roma, pero los demás ya se habían convertido en adolescentes.

—Y en cuanto al resto —dijo el pontífice, deslizando la mirada por encima del público—, no hay motivo para que cumpláis vuestro juramento de inmediato. Puede que tengáis razón. Nikolaus, vuestro joven guía, perseguía un sueño imposible, pero Dios le hizo comprender a tiempo que se había equivocado. ¡Tierra Santa no puede ser liberada mediante el amor y las plegarias, mis queridos niños! Por más bella que sea esa idea y por más loable que fuera que todos vosotros lo siguierais, habríais ido directos a vuestra perdición si el Señor no hubiera puesto fin a la cruzada ante el mar.

—¡Miles ya encontraron su perdición! —exclamó Konstanze, pero no poseía una voz muy sonora y tampoco le prestaron atención.

El Papa siguió hablando en voz aún más alta.

—Ahora, queridos niños, falta poco para que os convirtáis en adultos y podáis blandir una espada. ¡Entonces reforzaréis nuestro verdadero ejército, nuestro poderoso y armado ejército de cruzados, y causaréis espanto en Jerusalén!

Algunos niños detrás de los monjes vitorearon, pero los otros solo intercambiaron miradas.

—¡Esa no era nuestra intención! —objetó Karl—. No queríamos luchar, ¡nos… nos han engañado! —soltó—. Nos han mentido, nos han…

El Papa sacudió la cabeza con expresión irritada.

—¡Un momento, hijo mío! ¡Detente y mide tus palabras! Ya lo hemos dicho: ¡en este mundo nada ocurre contra la voluntad de Dios! Bien, puede que originalmente no fuera vuestra intención empuñar la espada, pero ¡Dios así lo desea! Y ahora estáis aquí, reforzados y fortalecidos por el largo viaje. ¡Dios ha conducido a los mejores hasta mí para que renueven su juramento!

—¿Decís que esa fue la voluntad de Dios? —exclamó Gisela, interrumpiendo al Santo Padre con voz muy sonora—. ¿Y qué pasa con los miles de inocentes que murieron por ello?

Inocencio III le lanzó una mirada de desaprobación.

—Dieron su vida por Jerusalén. Murieron en una cruzada… y sus almas se elevaron directamente al Cielo. Ahora todos esos niños están con Dios, ¡y vosotros, mis jóvenes guerreros del Señor, liberaréis Jerusalén en su nombre!

Armand había escuchado las palabras del pontífice en silencio, pero las ideas se arremolinaban en su cabeza. ¡Así que de eso se trataba! ¡Ese era el motivo por el cual Inocencio había aceptado la idea de Francisco de organizar la Cruzada de los Inocentes con tanto entusiasmo!

—¡Vos lo planeasteis!

El joven caballero no habló en voz muy alta, pero las últimas palabras del pontífice habían conmovido a los jóvenes a tal punto que en la plaza reinaba el silencio y todos oyeron la exclamación de Armand. Había dirigido sus palabras al Papa, pero también a los franciscanos, que habían escuchado las palabras de Inocencio muy satisfechos de sí mismos.

—No se trataba de conquistar Jerusalén sin violencia: ¡vosotros sabíais perfectamente bien que el mar no se abriría! Pero ¡queríais refuerzos para el ejército, guerreros frescos y creyentes y no la chusma que se reunió bajo la Cruz en los últimos años! Y queríais a los mejores. Vuestro Francisco le prometió al Santo Padre que serían los mejores. Esa marcha forzada a través de los Alpes, del paso de San Gotardo, era una prueba, una selección, era…

—¡Calla!

Una voz autoritaria, no la del Papa sino la de alguien acostumbrado a dar órdenes, surgió del séquito del pontífice. Hasta ese momento, el séquito papal en la capilla se había mantenido en segundo plano, pero entonces Armand reconoció a Guillaume de Chartres, Gran Maestre de los templarios.

Atónito, el joven caballero lo miró fijamente. ¿Acaso se trataba de otro involucrado en la conspiración? ¿Quizá para preparar a los futuros soldados de élite en su tarea? Pero en ese caso, ¿por qué le encargaron a él, Armand, que espiara para los templarios?

—El joven no sabe lo que dice —dijo De Chartres, dirigiéndose al pontífice—. Perdonadle, Su Santidad, está confundido.

Aunque Inocencio había fruncido el ceño, al replicarle a Armand no perdió su untuosa amabilidad.

—¿Acaso no es verdad que toda nuestra vida supone una única prueba, que hemos de superar a través de Dios y para Dios? ¡Id, hijos míos, y cumplid con vuestro deber! Hoy mismo se elevará un llamado desde todos los púlpitos de Roma. Invitaremos a los buenos cristianos a acoger a los jóvenes cruzados en sus casas y prepararlos para cumplir con sus deberes en Tierra Santa. Tal vez…

El Papa lanzó una mirada interrogativa a Guillaume de Chartres, pero el Gran Maestre negó con la cabeza. Procuró parecer sereno, pero Armand vio el brillo de la ira en sus ojos oscuros. Decidió que era imprescindible que hablara con él. Debía averiguar lo que Guillaume de Chartres sabía.

—¡Ahora marchaos con mi bendición!

Algunos adolescentes lloraban cuando abandonaron el Laterano, otros parecían rendidos a su destino. Karl, que de costumbre no perdía la serenidad, estaba furioso. Cuando los niños dejaron atrás la extensa plaza y se dispersaron por las callejuelas de la Ciudad Eterna, discutía en voz alta con un par de muchachos. Armand se dejó conducir junto con Gisela, apenas consciente del entorno… hasta que la voz de Guillaume de Chartres volvió a arrancarlo de su ensimismamiento.

—¡Aguarda, Armand, he de hablar contigo!

Armand no daba crédito a lo que oía. El Gran Maestre de los templarios lo había seguido y le apoyaba una mano en el hombro. Armand hizo una reverencia, pero entonces su indignación volvió a asomar.

—Deberéis explicarme unas cuantas cosas, por Dios —dijo con frialdad—. Si vos sabíais todo eso…

—¡Aquí no, Armand! —repuso el Gran Maestre y lo cogió del brazo. Se había cubierto la cabeza con la capucha de su capa y caminaba encorvado para no ser reconocido. Sin embargo, los niños que rodeaban a Armand no se acercaron: incluso un caballero templario corriente, identificable gracias a la gran cruz roja de su capa, les infundía respeto. Solo Gisela y Konstanze se mantuvieron junto a Armand: ellas no sentían temor.

—¡Entremos aquí! —dijo Guillaume de Chartres y, tras lanzar un rápido vistazo al contingente de niños que se dispersaba, arrastró a Armand hasta la tasca más próxima—. No puedo quedarme mucho tiempo —añadió. Tras comprobar que el local estaba casi vacío, se dirigió a un rincón oscuro detrás del hogar—. El Papa está oficiando misa y no me echará de menos, pero después he de regresar. Hoy ya hemos enfadado bastante a Su Santidad.

—¡Su Santidad! —bufó Armand—. ¿Vos sabíais todo eso? —En su voz se mezclaban la curiosidad y el reproche.

Guillaume de Chartres negó con la cabeza. Era un hombre de gran estatura, de cabello negro y espeso y brillantes ojos castaños.

—No —dijo y alzó la mano—. Te juro, Armand, que hace una hora lo único que sabía del asunto era lo que tú me trasladaste en tus informes. Quiero volver a darte las gracias por tus comentarios y tus agudas conclusiones.

—Pero hace un momento…

—Hace un momento (y con la ayuda de Dios) logré impedir justo a tiempo que te jugaras la vida… y también la vuestra, señorita —dijo y se volvió hacia Gisela—. ¿Cómo se os ocurre interrumpir al Sumo Pontífice? Y encima con groseras acusaciones. ¡Reconócelo, Armand, estabas a punto de insultarlo!

Armand se ruborizó, presa del bochorno.

—Debo aprender a controlarme mejor, excelencia… —se disculpó.

El Gran Maestre asintió con gesto impaciente.

—Prolongarías tu vida —comentó—. Además has de aprender a respetar las estrategias geniales aunque no las apruebes…

—¿Estrategias geniales? —terció Gisela—. ¿Es que estáis de su parte?

El Gran Maestre se frotó la frente.

—Soy un diplomático, señorita. He aprendido a contemplar las cosas desde diversos ángulos. Y desde el punto de vista de Su Santidad, la Cruzada de los Inocentes era una magnífica idea… tanto si el mar se abría como si no.

—Pero entonces, ¿cómo averiguasteis su plan? —preguntó Armand—. Porque lo averiguasteis antes que yo, ¿verdad?

—Sí. Pero solo esta mañana, cuando fui convocado al Laterano. El pontífice me mandó llamar y me hizo grandes reproches.

—¿A vos? ¿Por mi culpa? Pero si siempre procuré actuar sin llamar la atención.

De Chartres sacudió la cabeza.

—¡Claro que no por tu culpa, Armand! Pero a lo mejor recuerdas que le pidieron al Temple de Génova que proporcionara barcos a los cruzados de Nikolaus para trasladarlos a Tierra Santa.

—Y el Temple se negó. Al igual que los mercaderes y los navieros.

—Sí —dijo el Gran Maestre—. Pero la información que recibió el pontífice fue otra y supuso que los niños alemanes se encontraban en nuestras galeras.

Entonces Armand lo comprendió.

—¡Y eso no era lo que el Papa quería!

Guillaume sonrió.

—Dio algunos rodeos, claro, pero luego dijo que nosotros no debíamos inmiscuirnos en el plan de Dios y esa clase de cosas, pero del trasfondo de tus informes resultaba bastante fácil adivinar la verdad. Esos bellacos de Marsella acababan de birlarle unos cuantos miles de futuros cruzados para venderlos en el mercado de esclavos, pese a lo bien planeado que estaba el asunto: las cruzadas de niños fracasarían y Francisco de Asís se encaminaría solo y arrepentido a Tierra Santa.

—Entonces quienes están detrás del asunto son los franciscanos, ¿verdad? —preguntó Gisela.

El Gran Maestre asintió.

—En cierto sentido. Francisco le prometió al Papa que ocuparía Jerusalén sin derramar sangre y a cambio Inocencio reconocería su Orden. Quizá nunca sepamos hasta qué punto ya habían hablado de los detalles, pero seguro que el monje cree en su vocación y no cabe duda de que Inocencio estaría encantado de quitárselo de encima. Y le da igual lo que los sarracenos hagan con él allí en Ultramar. Al fin y al cabo, le proporcionó el ejército de guerreros de la fe y ahora Su Santidad solo ha de encargarse de que cambien las ramas de palmera por la espada.

—Eso no debiera resultar difícil —comentó Armand y bebió un trago de la copa de vino que el huraño dueño de la tasca acababa de servirle—. Los muchachos han aprendido a abrirse paso. Habrá que alimentarlos bien, pero después se convertirán en excelentes soldados.

—Pero ¡solo son unos cientos! —exclamó Konstanze—. Un plan tan costoso ¿por tan pocos? ¡Y además todos esos muertos!

—Los muertos no interesan —dijo De Chartres con una sonrisa—, pero tenéis razón, señorita: el plan no resultó perfecto. Deberían haber dejado el mando de la tropa en manos de los caballeros y no de los monjes. De los informes de Armand resultaba evidente cuántas vidas se podrían haber salvado si los grupos hubieran estado bien organizados y al mando de comandantes idóneos. Eso también era la intención del Papa, porque podría haberse hecho con un ejército fiable y no con un montón de sobrevivientes variopintos.

—Y encima, el asunto de los niños franceses no salió como él quería —añadió Armand.

El Gran Maestre asintió.

—Si bien es verdad que Inocencio me pidió que pagara el rescate del mayor número posible de niños con el dinero de la Orden, si al final llegan a Alejandría ignora qué hemos de hacer con ellos. De todos modos, rechacé la idea de acogerlos a todos como donceles en el Temple o reunirlos en otra parte e indicarles a nuestros armeros que les enseñaran a manejar las armas. Esa no es nuestra tarea, ni aquí ni allende el mar.

El Gran Maestre bebió un trago de vino antes de proseguir.

—Sea como sea, has cumplido con tu deber, Armand. Yo…

—He tomado una decisión —dijo Armand y le lanzó a Gisela una mirada mezcla de desesperación y determinación—. No quiero… no puedo ingresar en la Orden. He…

Armand quería informarle de que ya había contraído matrimonio, pero le faltó valor. Una boda bajo las estrellas en presencia de los santos, un documento firmado ante el magistrado de Pisa… todo ello debía resultarle extraño al caballero templario.

Pero De Chartres hizo un gesto negativo e incluso procuró sonreír, aunque sin alegría.

—Nunca te sentiste llamado a formar parte de la Orden, Armand. De todos modos, hubiésemos rechazado tu solicitud, hijo mío. Tienes… tienes deberes familiares…

Armand frunció el ceño.

—¿Deberes familiares? Tengo dos hermanos mayores… —dijo y se interrumpió. Gisela le cogió la mano.

El Gran Maestre inspiró hondo.

—Lamento tener que decírtelo, Armand, pero Beltrán, el heredero designado, murió el mes pasado.

—¿Caído en combate? —preguntó Armand en tono apagado. Sabía que los francos y los sarracenos estaban en guerra, pero la idea de que quizás un hermano de Malik hubiera dado muerte a su hermano le resultaba insoportable.

Guillaume negó con la cabeza.

—No; de viruelas. Hubo una epidemia al sur de Galilea, donde él se encontraba; vuestra corte no se vio afectada.

—¿Y… Robert?

Armand no quería creerlo, no ambos… ¡sobre todo no Robert! Su segundo hermano también era mayor que él, pero había nacido pocos años antes que Armand, a diferencia de Beltrán, que ya había sido casi un adulto.

—Robert se encontraba en Acre. Los mensajeros de tu padre lo buscaron sin éxito. Cuando por fin apareció, acababa de hacer los primeros votos: ha ingresado en la Orden de los minoritas.

—¡Dios mío! —gimió Armand.

Recordaba numerosas conversaciones con su hermano; habían discutido a menudo sobre si el deber de la Iglesia era comprometerse con la pobreza y qué aspecto debían tener los sucesores de Cristo. Al parecer, Robert había encontrado su vocación.

—¿Y esos votos no se pueden anular? —preguntó, esperanzado.

—Sí, pero él no lo desea. De momento está camino de Damasco, como monje mendicante y predicador.

Armand suspiró. Así que también había perdido a Robert. Sin embargo…

—¿Y eso significa…?

—Significa que tu padre te aguarda en Outremer para que tomes posesión de tu herencia… —dijo Guillaume de Chartres y volvió a llenar la copa de vino de su protegido. Armand bebió lentamente, pensando en el castillo de Acre.

De hecho, hacía años que Beltrán se había hecho cargo de dirigir la corte. El padre de Armand era viejo y se conformaba con sentarse en su sala junto a otros veteranos de las Cruzadas y estaría encantado de que Armand se encargara de los asuntos cotidianos: a él —y Gisela— los aguardaban una corte y algunas aldeas…

Armand calló: aquello lo superaba. En cambio, Gisela no logró contener su alegría.

—Pero entonces podremos… Entonces no hemos de… Claro que lo siento por tus hermanos, Armand, pero… —La felicidad que la embargaba era evidente.

Guillaume de Chartres volvió a sonreír, y esta vez de corazón.

—Creo que incluso como laico tu vínculo fraternal con la Orden no se disolverá. Y espero que esta muchacha pertenezca a la nobleza, para que no haya un escándalo cuando la tomes como esposa —dijo, guiñándoles el ojo a ambos.

—¡Pertenezco a la más rancia nobleza! —bromeó ella—. Soy Gisela von Bärbach, del castillo de Herl, de Colonia.

—Gisela de Landes… —la corrigió Armand—. Y ya hemos contraído matrimonio.