La muerte de Magdalena había sumido a Konstanze en el desconsuelo. Se sentía enferma y desanimada, y seguramente también porque Malik pronto la abandonaría. El príncipe sarraceno hacía todo lo posible por animar a la joven. Citaba poesías, le regalaba joyas y le compraba exquisitos dulces en las mejores confiterías de Pisa. Con Dimma como dama de compañía, la invitó a pasear en barco por el Arno y a una cabalgada hasta el mar.
Lo único que le levantó un poco el ánimo fue que por fin Armand le trajo noticias de la cruzada.
—¡Nos dirigimos a Roma! —dijo el joven caballero y tomó asiento a un lado de Gisela, quien, junto con Malik y Konstanze, disfrutaba del sol otoñal en un patio interior del Palazzo Scacchi—. Nikolaus quiere pedirle apoyo al Papa para su misión, y si él también se negara a dárselo, nos conducirá directamente a Tierra Santa para que evangelicemos a los sarracenos.
—Lo dices como si se tratara de algo imposible —dijo Malik con una sonrisa irónica.
Había charlado con las muchachas y tocado el laúd. Solo por la noche le esperaba uno de los interminables banquetes que los mercaderes de Pisa celebraban en honor de su huésped real. Malik empezaba a estar harto de banquetes. Todos los asuntos comerciales ya habían sido acordados y la mañana siguiente quería partir rumbo a Florencia.
—¿Acaso vuestro estimado pontífice no ha convocado otra cruzada esta misma primavera?
Armand puso los ojos en blanco.
—El papa Inocencio estaría encantado de reconquistar Jerusalén —replicó—, no tiene ningún interés en proporcionarle nueva mercancía al mercado de esclavos de Alejandría. No es un tonto. En cuanto el mar no se abrió, debe de haber empezado a dudar de la misión de Nikolaus.
—Ya se había manifestado con anterioridad al respecto y con mucha cautela —observó Konstanze—. Nunca habló de apoyarla, en el mejor de los casos solo de tolerarla.
—Sin embargo, dirigirse a Roma es lo único correcto —declaró Armand—. Los niños deben ser absueltos del juramento de cruzado y el único que puede hacerlo es el Papa. Además, en esta ocasión no existe la diferencia de opiniones. Todos quieren ir a Roma. Todos, quieran o no quieran ir a Jerusalén, confían en la ayuda del Papa y nadie se opone. Así que quizás el viaje a Roma forme parte de los intereses del misterioso instigador de estas cruzadas. ¡Dejemos que nos sorprenda!
Malik le sonrió a Konstanze.
—Y lo mejor es que no he de dejaros sola tan pronto, señora —dijo—. El contingente seguirá el curso del Arno. Florencia se encuentra de camino a Roma.
Así que los cruzados volvieron a emprender la marcha, aunque esta vez sin cánticos ni oraciones. Resultaba casi imposible distinguir a Nikolaus, que iba en cabeza rodeado por los monjes. Su cruzada se había reducido a mil doscientas personas, casi todos jóvenes marcados por la desesperanza.
—Mi gente prefiere regresar a casa lo antes posible —le confió Karl a Armand—. ¡Ese condenado juramento! Sería mejor conducirlos de regreso ahora mismo, ya que han descansado unos días en Pisa. ¡Y en esta ocasión atravesaremos el Brennero! En cambio, hemos de ir aún más lejos, a Roma… muy al sur.
Numerosos jóvenes no demostraban la misma fidelidad al juramento ni el mismo aguante del muchacho de Sajonia. Justo ahora, cuando marchaban a orillas del Arno y pasaban junto a viñedos, campos de trigo y bosquecillos, muchos sentían nostalgia, aunque ahora se trataba de bosques de cedros en vez de robles y hayas. Los hijos de los campesinos y los viticultores echaban de menos su oficio habitual y muchos se quedaban en las granjas que encontraban de camino.
Gisela y Konstanze procuraron disfrutar de la cabalgada, pero echaban de menos a los niños, a Magdalena y a Dimma. La vieja doncella se había quedado en Pisa; amueblar y equipar una casa era una tarea de lo más agradable, pero cuando Gisela y Armand regresaran, ella también quería volver a su hogar. Llevar la casa de la familia de un mercader no despertaba su entusiasmo, ansiaba regresar a la corte de Jutta von Meissen. Armand tenía la intención de encargarle a Karl que la acompañara. En la corte galante encontrarían una tarea apropiada para aquel joven inteligente y fiel, y eso le ofrecería la oportunidad de prosperar.
En cuanto a Konstanze, se sentía invadida por la tristeza. En Florencia se vería obligada a someterse a su destino. La cruzada solo se tomaría un breve descanso, si es que la ciudad le abría las puertas a Nikolaus. Allí Malik tenía que cumplir con diversas obligaciones y ella lo perdería para siempre.
Pero primero los cruzados perdieron a alguien con cuya retirada nadie había contado. En cuanto entraron en Florencia, el hermano Bernhard comunicó al resto que Nikolaus ya no lo dirigiría.
—Nikolaus está consternado debido a la muerte de su padre, que falleció como un mártir —dijo el monje—. Además, está cansado y exhausto a causa del largo camino recorrido, y decepcionado por los de momento inútiles esfuerzos para cumplir con su sagrada misión. Se ha retirado a un convento para llorar su pena, rezar y aguardar las siguientes revelaciones divinas. Sin embargo, de vosotros espera que no ceséis de esforzaros por conquistar Tierra Santa. Nuestra meta sigue siendo Jerusalén.
Indecisas, las muchachas aguardaban en la plaza de la catedral, preguntándose qué habría ocurrido con el padre del pequeño profeta. Desde su llegada, el senado de la ciudad había monopolizado a Malik, que en ese momento procuraba encontrar alojamiento para ellas. Seguramente las albergarían en uno de los magníficos palacios que, junto con las iglesias, definían la imagen de la ciudad comercial. Con el fin de obtener información, Armand hizo una breve visita a la encomienda de los templarios.
—¡El padre de Nikolaus fue ahorcado! —declaró cuando volvió a reunirse con ellas poco después. En la encomienda se había encontrado con una carta del arzobispo de Colonia donde le narraba los detalles del suceso—. Los habitantes de Colonia lo arrestaron por haberse llevado a todos esos niños y haber desangrado la ciudad. Necesitaban un culpable y el padre de Nikolaus era el indicado. Lo decidieron cuando el mar no se abrió y llegaron rumores sobre el número de víctimas del paso de San Gotardo. Al menos lo juzgaron como corresponde, acusado de haber apoyado las actividades engañosas del muchacho, aunque no de haberlas instigado. El juez opinó lo mismo; puede que a él también se le hubiera escapado un hijo. En todo caso, el hombre fue condenado a morir en la horca.
—Seguro que también querían evitar que alguna vez hablara acerca del origen de todo esto —comentó Konstanze en tono amargo.
Armand asintió.
—Tampoco está claro lo de Nikolaus. Los templarios han emprendido averiguaciones. Nadie sabe en qué convento se encuentra. Hay numerosos conventos y los canónigos no son los únicos que saben guardar silencio, pero no deja de ser extraño. No obstante, acompañadme: las damas de la rica y bella ciudad de Florencia os dan la bienvenida. Malik ha dicho que formamos parte de su séquito y ha ocupado un palacio. Karl, Lorenz: para vosotros y vuestra gente también hay lugar, podréis saciar el hambre y dormir a pierna suelta. A lo mejor no emprenderemos viaje de inmediato; al parecer, Florencia está dispuesta a acogernos durante unos días.
Esto último no fue así —aunque no por culpa de los bondadosos concejales y las matronas, muy dispuestas a dar limosnas—. Resultó que durante las primeras horas el hermano Bernhard y los demás monjes se las arreglaron para caerles tan mal a todo el mundo que los habitantes hubieran preferido expulsarlos esa misma noche de la ciudad.
—¡Están predicando! —informó Armand a las muchachas que acababan de instalarse en su estupenda residencia, atónito—. Se han apostado ante San Lorenzo, San Miniato y Santa Raparata, ¡y convocan a todos a unirse a la Cruzada de los Inocentes!
—¡No puede ser! —exclamó Gisela.
—Me temo que sí —dijo Armand—. El hermano Bernhard ya les ha tomado el juramento del cruzado a cien niños ante la iglesia de Santa Raparata.
—Pero los niños italianos no acudieron al llamado de Nikolaus —comentó Konstanze, triste. Sabía lo que significaban las palabras de Armand: que partirían al día siguiente.
—Nikolaus no sabía hablar italiano —dijo Armand—, pero los franciscanos sí. Hablan de la dorada Jerusalén con palabras persuasivas y los florentinos no han podido encerrar a sus hijos a tiempo, antes de que presten juramento. Es casi como en Colonia, solo que ahora los responsables le pondrán coto al asunto: mañana por la mañana, en cuanto se abran las puertas de la ciudad, nos expulsarán.
Gisela no se alegró de ello, aunque la expectativa de pasar una noche en Florencia le resultaba excitante. Compartiría un aposento con Armand y ya se dedicaba a esparcir pétalos de rosa en la amplia cama.
En cambio, a Konstanze se le partía el corazón. Malik había sido invitado a un banquete; ni siquiera le concedían tiempo para despedirse, pero quizás a Malik ello le parecía bien. Tal vez ella le adjudicaba demasiada importancia al coqueteo entre ambos, puesto que hasta entonces ni siquiera la había besado. Y puede que en su harén lo esperaran docenas de mujeres más sumisas. Armand le había confirmado que los aposentos de las mujeres de los príncipes solían albergar a cientos de ellas.
Konstanze se acostó temprano, pero no logró conciliar el sueño hasta poco antes de medianoche, cuando Malik llamó a su puerta. Venía directamente del banquete y vestía como un caballero de Oriente, un atuendo estrecho en la parte superior que se ensanchaba hacia abajo y encima una capa sujeta mediante un broche. Malik prefería el rojo y el azul oscuro, sus ropas estaban cuajadas de piedras preciosas, tal como le correspondía al hijo de un rey, y el broche era el que le había regalado Guillermo Landi. Llevaba el largo cabello suelto con raya al medio, sostenido por una diadema de oro.
—¡Vuestro aspecto es muy bello! —se admiró Konstanze.
Malik hizo una reverencia.
—Pero no tanto como el vuestro, ni por asomo, incluso con vuestras ropas sencillas. Esa camisa blanca sin adornos os hace parecer más hermosa que la seda más cara de cualquier otra mujer.
Avergonzada, Konstanze agachó la cabeza.
—Pero no estoy vestida decentemente, caballero. No debiera mostrarme ante vos de esta guisa, yo…
—¡Pues entonces poneos algo encima con rapidez, Konstanze! —se apresuró a decir Malik, como si empezara a cansarse del discurso cortés—. Hemos de hablar y esta noche no encontraremos un lugar adecuado para hacerlo. Pero este palacio tiene un patio interior. ¿Os encontraríais conmigo allí, señora mía?
Konstanze asintió, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que le era indiferente. Esa noche también hubiera recibido a Malik en su aposento. Era muy amable de su parte fingir que se trataba de un encuentro correcto. Konstanze decidió que le daría un beso de despedida: que ello fuera la costumbre en su tierra le daba igual, porque de todos modos no volvería a verlo.
La muchacha se puso el vestido azul oscuro que le había regalado donna Grimaldi. De sus nuevos vestidos era el que más le agradaba porque era ceñido y destacaba su figura, tanto que casi le daba vergüenza, lo cual solía provocar las risas de Gisela. En las cortes importantes estaban de moda los escotes muy atrevidos y vestidos ceñidos, pero en el fondo, Konstanze seguía siendo la novicia de Ruperstberg.
Ya se había cepillado el cabello esa misma noche y lo sostuvo con una diadema que Malik le había regalado hacía un par de días. Seguro que eso lo complacería.
Konstanze se puso los zapatos… pero luego se lo pensó mejor: haría ruido al bajar por las escaleras. Podía ir descalza, aún no hacía frío.
Malik había encendido una lámpara de aceite cuya luz tenue iluminaba el pequeño y florido patio interior. Los árboles y arbustos y la pequeña fuente situada en el centro proyectaban sombras irreales. Un país de las maravillas, y Konstanze creyó encontrarse en el mundo de Las mil y una noches.
Cuando se acercó a Malik, este se puso de pie, la cogió de la mano y la condujo hasta un banco situado bajo un arbusto florido.
—Konstanze, señora mía, mi querida… yo… yo creo… espero que imagines lo que hoy quiero decirte.
Ella bajó la mirada.
—Quieres decirme adiós —susurró—. Mañana hemos de seguir viaje. Y tú… tú no vendrás a Roma, ¿verdad?
Malik rio.
—No, querida. No lograrás llevarme al centro de la cristiandad, sería demasiado arriesgado. No obstante, no quiero decirte adiós.
El caballero sarraceno se puso en pie y luego hincó la rodilla ante la joven.
—Creo que sabes cuánto te amo, Konstanze, y espero que me correspondas en la misma medida.
Presa del bochorno, Konstanze no sabía adónde mirar. Nadie le había explicado cómo debía reaccionar frente a semejantes palabras. En realidad, debieran estar unidas a un pedido de prestar juramento ante el círculo de los caballeros, pero ¿acaso ella podía hacerlo?
—¿Qué ocurre? —preguntó Malik en tono suave—. He de saber si albergas sentimientos profundos por mí. De lo contrario, mis siguientes preguntas carecerían de sentido.
—Sí… —musitó ella—. Albergo… albergo sentimientos muy profundos por ti. —Pero esas no eran las palabras correctas; Konstanze tragó saliva y susurró—: ¡Te amo, Malik al Kamil!
Él le besó la mano.
—Y yo a ti, Konstanze von Katzbach. Quiero estar contigo.
Konstanze frunció el ceño.
—¿Qué… qué significa eso? —preguntó—. ¿Me estás ofreciendo matrimonio? ¿O acaso solo me quieres para tu harén? ¿Es que puedes casarte conmigo? ¿No tienes otra mujer? ¿O quizá quieres… más de una? —añadió en tono desanimado.
Malik sonrió, se incorporó y tomó asiento a su lado. Pero esta vez le rodeó los hombros con el brazo.
—De momento no tengo ninguna esposa —dijo—. Ni siquiera poseo mi propio harén. Solo dos o tres esclavas del harén de mi padre.
—Dos o tres…, —Konstanze no sabía si reír o llorar.
Malik sacudió la cabeza.
—Vamos, Konstanze, supongo que no pretenderás (ni siquiera de un caballero cristiano) que viva como un monje antes de contraer matrimonio, ¿verdad?
—Pero…
—Sí, ya sé que de eso no se habla. Los caballeros cristianos adquieren experiencia en los brazos de vivanderas… que también les obsequian con algunos piojos y liendres. O coquetean con damas galantes pero casadas. Ello resultaría impensable para un buen musulmán, porque además las damas están muy bien protegidas. Entre nosotros, cuando un muchacho de la nobleza se convierte en hombre le regalan una o dos esclavas expertas. En general, dichas mujeres ya no son jóvenes y conocen su oficio: son preciosas, muy valiosas y apreciadas y a nadie se le ocurriría considerarlas prostitutas. Cuando entran en el harén, pasan a formar parte del hogar, y si el joven lograra dejarlas embarazadas supondrá un gran honor para ellas.
—Pero tú… tú aún no tienes un hijo, ¿verdad? —preguntó ella.
El príncipe soltó una carcajada.
—No que yo sepa, aunque hace unas semanas que me he ausentado de mi casa.
Konstanze parecía ofendida.
—No te preocupes, querida mía. Y lamento que creyeras que me burlaba de ti. Pero si vienes conmigo, si te casas conmigo… entonces has de saber a qué te enfrentas —dijo Malik y le besó la sien.
Konstanze se apretó contra él.
—¿Quieres… quieres casarte conmigo?
Malik asintió.
—Te ofrezco el solicitado puesto de ser mi primera esposa. En general, tales matrimonios son el resultado de un arreglo y mis padres ya han entablado negociaciones con diversas familias de la nobleza. Pero podré impedirlo. Puedo casarme con quien quiera. Solo que… —se interrumpió, como si proseguir le costara un esfuerzo— solo que no con una cristiana.
Konstanze se mordió el labio.
—Pero yo no puedo abjurar de mi fe… estaría condenada para siempre.
—Eso es lo que te dicen tus sacerdotes —repuso Malik—. En cambio, el Profeta dice que solo alcanzarás el paraíso si te conviertes al islam.
—¿Y tú también lo crees? —preguntó Konstanze en tono temeroso.
Malik se encogió de hombros.
—Soy un musulmán creyente, claro que lo creo. Y jamás desearía tu mal ni te haría una maldad. Así que no te pediría que aceptes el islam si con ello no te abriera las puertas del paraíso.
—¿Y… y si no lo hago?
Malik suspiró.
—Si me amas lo bastante, también puedes convivir conmigo como cristiana, pero en ese caso solo como concubina en mi harén, porque para tener hijos legítimos tendría que casarme con otra mujer. Claro que también reconocería los tuyos, pero los hijos de la esposa tendrían precedencia en cuanto a suceder al trono. Y tus hijos serían criados como musulmanes. Podrías hacer lo que te venga en gana, en mi tierra toleramos tanto a los cristianos como a los judíos, pero el hijo del rey no puede ser un cristiano.
—¿Y si el propio rey lo fuera? —se atrevió a preguntar Konstanze—. ¿Si tú me amaras lo bastante como para abjurar de tu fe?
Malik inspiró profundamente.
—Según mis convicciones, Konstanze, me arriesgaría a arder en el infierno. Pero te amo más que a nadie. Si compartir la vida contigo supone condenarme para siempre, entonces quizá lo aceptaría. Compartir el infierno contigo me resultaría más placentero que el paraíso sin ti. Pero resulta que no soy un caballero cualquiera, soy el príncipe y por ello, la Espada del Islam. He nacido para gobernar mi pueblo y para defenderlo… contra ejércitos de caballeros que atraviesan el mar para asolar nuestras ciudades, violar a nuestras mujeres y asesinar a nuestros hijos… No digas nada de momento, Konstanze: todo eso ocurrió cuando los cruzados ocuparon Jerusalén. ¡Vuestros guerreros de Cristo chapoteaban en sangre! Seguro que ello no es culpa de vuestro profeta Jesús, y tampoco mía o de hombres buenos como Armand. No condenamos a los cristianos por eso, pero ¡tampoco puedo hacer causa común con ellos! Has de comprenderlo, Konstanze… o deberás olvidarme.
Ella volvió a morderse el labio.
—¿He de decidirlo ahora mismo? —preguntó en voz baja.
—No, aunque todo sería más sencillo mientras yo permanezco en Occidente. Me gustaría llevarte a mi patria, viajar contigo y mostrarte todas las maravillas de Oriente, y créeme: allí te aguardan maravillas. Si crees que aquí disfrutas del lujo, de platos exquisitos y ricos atuendos, enmudecerás ante lo que ofrecen mis aposentos destinados a las mujeres…
—Pero estarían cerrados con llave… —musitó Konstanze—. Tendría que vivir entre paredes.
Malik apoyó un dedo bajo su mentón, le alzó la cabeza y la besó.
—Como mi esposa, serás la reina del harén. Y por supuesto que no te encerraré. Existen reglas, desde luego, pero también existirían si te casaras con un caballero cristiano. Los castillos también tienen paredes y no todos los caballeros permiten que su mujer dirija una corte galante.
—No quiero una corte galante —repuso Konstanze, sonriendo—. Solo te quiero a ti. Pero yo… no sé si puedo abjurar de mi fe. No lo sé. Quizá… quizá cuando vaya a Roma, tal vez encuentre la respuesta en Roma.
Malik soltó una risita.
—¿Esperas encontrar al profeta Mahoma en Roma? Eres una muchacha extraña. Pero de acuerdo, inschallah: si Alá te llama, su voz también llegará a ti en el templo mayor de la cristiandad. ¡Solo dime que puedo albergar esperanzas!
—¡Puedes volver a besarme! —repuso ella sonriendo—. Eso te dará una idea de lo que nos espera… en tu paraíso o en el mío.
Las caricias de Malik los condujeron al umbral de un paraíso que solo les pertenecía a ambos. Al final, el único deseo de Konstanze consistía en atravesar dicho umbral. Pero entonces llegó la madrugada y los monjes se dispusieron a partir junto con su reforzado contingente.
«Jesús es más bello, Jesús es más puro…». Los niños volvían a cantar.
—Te aguardaré en la corte de Sicilia —dijo Malik tras darle un beso de despedida—. Cuando esto haya acabado podrás regresar a Pisa con Armand y Gisela. Desde allí siempre zarpan barcos, la asociación de mercaderes organizará el viaje.