Konstanze acabó por enviar a otra muchacha en busca del medicamento, pero al principio no se inquietó por Magdalena. La niña era un poco tarambana, a menudo se quedaba escuchando las canciones de un trovador popular o fascinada ante el espectáculo de los saltimbanquis. Tal vez se había encontrado con alguien. Solo empezó a preocuparse cuando se hizo de noche y la pequeña no regresó para la cena.
—¿Por qué no le dices a Rupert que vaya a buscarla? —le pidió a Gisela—. Puesto que está aquí…
El mozo se había instalado en las caballerizas de los Scacchi, pero de vez en cuando se reunía con otros muchachos cuando suponía que Gisela se encontraba en el palacio. También Rupert empezaba a dudar de la misión de Nikolaus, pero no tenía intención de abandonar sus planes por ello. De acuerdo, no había feudos en Tierra Santa, pero Armand tampoco poseía un feudo y al final todo dependería de quién sería capaz de alimentar a Gisela. Y en Pisa Rupert había hechos contactos muy interesantes.
Los almacenes junto al mar estaban mal vigilados; de vez en cuando, los navieros cargaban y descargaban mercancías incluso de noche. Había pandillas que solían aprovechar dicha circunstancia y algunos incluso llevaban los colores del mercader para quien supuestamente trabajaban. Saludaban cortésmente a los guardias de los almacenes, les mostraban cartas de porte falsificadas… Además, siempre hacían falta hombres fuertes y reservados para cargar las mercancías.
—Si trabajas duro, también podrás ascender —le dijo un muchacho de Pisa—. Convertirte en mensajero o en criado personal de los padrinos. A condición de que no hagas preguntas.
Aquella actividad le proporcionaba dinero en mano y Rupert lo ahorraba. No sabía muy bien cómo, pero en algún momento Gisela debía pertenecerle. Esa era la voluntad de Dios. Podía perdonarle el coqueteo con Armand, pero a la larga le pertenecería a él, ¡solo a él!
Así que se alegró cuando esa noche Gisela fue a las caballerizas y le pidió que le hiciera un favor.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, Gisela —dijo en tono suave y elegante: un caballero no podría haberlo dicho mejor—. Si te preocupa vuestra pequeña furcia, está con el caballero Wolfram. Acabo de verlos, se dirigían al Arno y ella vuelve a contemplarlo con ojos de cordera enamorada. ¿De verdad quieres que vaya allí y la arranque de sus brazos?
—¡Sería mejor que lo hubieses hecho nada más verlos! —exclamó ella, lanzándole una mirada furibunda—. Ahora quizá sea demasiado tarde. Tal vez vuelva hecha un mar de lágrimas. Pero tú podrías ir en su busca, por la noche la ciudad no es un lugar seguro, sobre todo ese barrio junto al Arno. ¡Procura encontrarla, y punto!
—¡Por ti iré en busca de las estrellas del cielo, señora mía! —declamó Rupert haciendo una reverencia.
Gisela rio, pero se sentía incómoda.
Gisela y Konstanze aguardaban en el palacio de la familia Scacchi que Rupert regresara con noticias; hacía unas horas que el siervo, tal como le ordenaron, había salido en busca de Magdalena. Se llevaron un susto considerable cuando alguien arrojó guijarros contra las ventanas de cristal pintado que ornaban el palacio. Aquella novedad encantaba a las muchachas, una novedad que aún no había llegado a tierras alemanas. Claro que los ventanales de las catedrales y las grandes iglesias eran de cristal, pero en los castillos ya era considerado un progreso cuando clavaban un pergamino en vez de una tabla de madera en los huecos de las ventanas, con el fin de impedir el paso del viento y el frío. Los acaudalados ciudadanos de las ciudades-repúblicas gozaban de un mayor confort.
—¡Debe de ser Rupert! —dijo Gisela, recordando aquella noche en Renania en que el siervo la convenció de que participara en la cruzada—. Seguramente la ha encontrado.
Pero resultó que quien estaba de pie en la calle ante el palacio y le sonreía era Armand. El atuendo oscuro y el manto claro le conferían un aspecto elegante: ya no llevaba cota de malla: ahora el joven caballero vestía cada vez más como un mercader. Armand le guiñó el ojo con expresión cómplice, como si fuera un pilluelo.
Gisela lo saludó alegremente, pero Konstanze temió que traía malas noticias. Había empezado a sentir una gran inquietud por Magdalena y el que hubiera sido vista en compañía de Wolfram la inquietaba aún más. Puede que la muchacha ya tuviera en poca consideración a Nikolaus, pero estaba perdidamente enamorada del supuesto caballero de Renania. Y si él volvía a decepcionarla, ¿qué?
Pero Armand no parecía afligido sino muy alegre; seguro que había bebido más de una copa de vino, puesto que regresaba de un banquete en el palacio del Dux.
—¡Baja, Gisela! Quiero mostrarte algo.
—¿A estas horas? —preguntó ella, perpleja—. ¡Es más de medianoche!
—¡Sí, ahora! —dijo Armand, riendo—. Baja, Gisela, ¡quiero volver a abrazarte! Porque te amo. Si lo deseas, arrójame el laúd y tocaré para ti. Quizá resultara más caballeresco… pero ¡necesito verte!
Le dedicó una amplia sonrisa y Gisela también se echó a reír.
—Me parece que ya no querré que me abraces cuando los vecinos hayan vaciado sus orinales encima de tu cabeza —bromeó—, lo cual ocurriría si tocas el laúd… Bien, cállate y escóndete en alguna parte, o perderé mi buena fama y entonces quién sabe si aún querrás casarte conmigo.
Excitada por su cita, Gisela se puso un vestido encima de la enagua y se envolvió en una capa cuya capucha le ocultaba el rostro; se sentía como una de las muchachas que se encontraban secretamente con sus galanes en las novelas de aventuras caballerescas: de dudosa reputación pero al mismo tiempo cortesana. Solo faltaba un rosedal, pero por desgracia no había ninguno en ese lugar.
Armand arrastró a Gisela a través de las callejuelas de la ciudad hasta la plaza delante de la nueva catedral. A diferencia de otras grandes plazas situadas ante las catedrales de Renania e Italia, no estaba empedrada de mármol. Los edificios en torno a la Piazza del Miracoli se elevaban en medio de un amplio prado y brillaban a la luz de la luna, rodeados de fachadas de resplandeciente mármol de Carrara.
Armand condujo a Gisela hasta el centro de la desierta plaza: ello también suponía una diferencia porque de costumbre la Piazza del Duomo se encontraba en el centro de las ciudades y la rodeaban algunas barreras. En cambio, allí solo había edificios religiosos: la catedral con su campanario —el Campanile— y un maravilloso baptisterio. Todos los edificios todavía estaban en construcción, pero los obreros se habían marchado al anochecer.
—¿Esto es lo que querías mostrarme? —preguntó Gisela, confusa—. Pero si ya he estado aquí.
Armand la abrazó.
—¡Esto es lo que quería regalarte! Presenciaremos la finalización de todas estas edificaciones, Gisela. Aquí acudiremos a la iglesia y bautizaremos a nuestros hijos. Pondré Pisa a tus pies, si tú lo deseas —aseguró y la hizo girar.
—Entonces tendrás que evitar que la torre se derrumbe definitivamente —contestó ella en tono escéptico—, ya está bastante torcida… ¡Y ahora basta de chácharas! ¿Qué es lo que quieres mostrarme, regalarme o decirme?
Armand le dio un beso.
—Quería decirte que podemos quedarnos aquí. Pisa se alegraría de recibirnos como ciudadanos, tanto el Dux como las familias Scacchi y Obertenghi me han ofrecido un puesto en sus casas comerciales. Acompañé al comandante a ese banquete y desperté la curiosidad de los comensales porque, pese a que me encuentro próximo al Temple, no pertenezco a la Orden… No sabía qué decir, así al verme guardar silencio los señores se impresionaron. Al final, el comandante les dijo que observo la cruzada por encargo de los templarios. Y una cosa condujo a la otra. Las damas consideraron que nuestra historia era muy romántica y están impacientes por conocerte. Donna Scacchi considera que eres encantadora.
Gisela sonrió con expresión halagada.
—Pero no contesté afirmativamente. Primero quería saber qué opinabas tú. Si lo deseas, también podemos intentarlo en Génova. O regresar a Renania, como prefieras. Pero a mí… a mí me gusta Pisa. Todavía no es como Génova, no es tan grande ni tan poderosa. Aquí resultará más fácil prosperar… nuestros hijos podrán casarse con los miembros de las grandes familias, que están ansiosas por establecer vínculos con la rancia nobleza…
Gisela se echó a reír.
—¡Primero hemos de tener hijos! Pero no tendría nada en contra de que se criaran aquí. La ciudad es bella y cálida… ¡A que hace un calor maravilloso!, ¿verdad Armand? —exclamó, quitándose la capa—. Y estamos en septiembre. En Colonia ya hace un frío otoñal, pero aquí…
—¡Aquí podemos tendernos bajo el cielo estrellado y amarnos!
Armand volvió a besarla, la estrechó entre sus brazos y empezó a acariciarla. Gisela no se resistió.
—¿No caerá encima de nuestras cabezas —preguntó, echando un vistazo a la torre inclinada—, un castigo de los santos por nuestro desliz?
Armand le besó el cuello y los hombros.
—¿Acaso habrá un santo que no nos bendiga? Pero de acuerdo: si prefieres estar completamente segura, mañana firmaré un documento ante el magistrado de Pisa. No podemos entrar en el círculo de los caballeros, así que lo mejor será que prestemos juramento ante todos los santos a quienes están consagrados la catedral y los demás edificios…
El caballero la soltó y luego le cogió la mano con el mismo boato de un novio que conduce a su prometida a la sala de su padre. Con los rostros iluminados por la luna, ambos se contemplaron en el centro de la plaza de la catedral.
—Con este beso te tomo como esposa —dijo Armand en tono serio y la besó suavemente en los labios.
Gisela alzó la vista a las estrellas y las convocó como testigos de su felicidad.
—Con este beso, te tomo como esposo —repitió, y besó a Armand.
Y entonces ya no pudieron contenerse. Los labios de Armand separaron los de ella, que le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él cuando la alzó en brazos, la llevó hasta la oscura sombra de la torre y la tendió en la hierba.
—A lo mejor ocurre un milagro y la torre se endereza si ambos nos amamos en este lugar… —susurró Gisela, al tiempo que Armand desprendía los lazos que sostenían su vestido y se lo quitaba.
Admiró su cuerpo delicado bajo la enagua de seda y le dirigió la mano para que lo ayudara a quitarse sus propias ropas.
Ambos se unieron en matrimonio a la sombra del Campanile iluminado por la luna, amorosa y delicadamente, entre besos y lisonjas. El acto apenas le causó dolor a ella, que siguió a Armand hasta que ambos alcanzaron las orillas del éxtasis; luego permaneció tendida en sus brazos, radiante de felicidad.
—Entonces nos quedaremos aquí, ¿verdad? —preguntó al cabo de unos momentos—, y no seguiremos viaje con Nikolaus.
Casi parecía un tanto decepcionada; al final, había empezado a disfrutar de la vida errante.
Armand negó con la cabeza. Luego se incorporó y cubrió el cuerpo casi desnudo de Gisela con su capa; empezaba a hacer un poco de frío.
—En todo caso, seguiré con la cruzada. Se lo debo a los templarios… y a todos los niños que hemos visto morir. Quiero saber quién ha urdido esta trama y cuál es su propósito oculto. Pero tú… si lo deseas, puedes quedarte en Pisa. Los Obertenghi pondrían una casa a nuestra disposición. Podrías amueblarla y adiestrar al personal. ¿Te he dicho que donna Scacchi quiere encontrar un hogar para todos los niños que aún están al cuidado de Dimma? Seguro que querrás conservar algunos como criadas o mozos.
Gisela frunció el entrecejo.
—¿Dices que tú partirás con la cruzada y que yo he de quedarme a amueblar la casa? ¿Después de todas las millas que recorrimos juntos? ¿Que tú averiguarás qué se oculta detrás de todo esto mientras yo permanezco en nuestro nuevo hogar ansiando que algún día me cuentes lo que realmente sucedió?
Armand la miró desconcertado.
—¿Eso no te agrada?
Había creído que la idea la entusiasmaría, pero entonces se dio cuenta de que se había enamorado de una muchacha que prefería montar los caballos de batalla de su esposo, que domaba halcones y que sabía cómo se sostenía una lanza. Y que una vez convertida en ciudadana de Pisa ya no podría hacerlo, aunque nunca dejaría de amar la aventura.
Gisela agitó sus desmelenados rizos rubios con gesto enérgico.
—¡No irás a ninguna parte sin mí, Armand de Landes! En todo caso, no con la cruzada. Una vez que tengamos hijos y los mercaderes te envíen… hummm… a China, por ejemplo… quizá me quede en casa. Pero en este caso quiero participar hasta el final, de lo contrario…
—… ¿de lo contrario? —dijo él, riendo.
—¡De lo contrario conseguiré un pasaje para ir a Tierra Santa!
Armand la besó con suavidad.
—¡Tu amor sería lo bastante poderoso como para abrir el mar! —dijo en tono cariñoso—. Bien, de acuerdo. Que Dimma se encargue de amueblar y equipar la casa. Estará encantada de asentarse en un lugar; además, a partir de ahora ya no tendrá que jugar a ser la espada tendida entre nosotros.
Aquella noche Rupert no volvió a ver a Magdalena, pero a orillas del río se encontró con Wolfram, que en ese momento salía de una tasca dando tumbos. A la luz de la farola, notó que la camisa del caballero estaba manchada de sangre. Rupert se plantó ante él, los señores importantes no lo intimidaban y aún menos ese advenedizo.
—¿Dónde está la muchacha? —preguntó sin prolegómenos.
Wolfram se encogió de hombros.
—¿Qué… qué… muchacha? —Era evidente que estaba borracho.
—La pequeña que viajaba junto a mi dama. La protegida de Konstanze. La pequeña Lena.
—¿Tu… tu dama? —exclamó Wolfram, y soltó una risotada—. ¿Te refieres a Gisela von Bärbach, prometida a un Guntheim?
Rupert puso los ojos en blanco.
—Me refiero a mi dama —contestó en tono seco—. ¡Y ahora dime dónde se encuentra la muchacha!
—Junto al río… dedicándose a sus asuntos, la muy puta… ¡Por un grosso será tuya!
—Yo no pago por poseer a una mujer —repuso Rupert con severidad—. No es digno de un caballero…
—¿De un… caba… caballero? —Wolfram soltó otra carcajada—. ¿Tú pretendes ser un caballero? ¡Claro, allá en Tierra Santa!, donde la miel fluye por las calles, las mulas se convierten en corceles y los salteadores de caminos en caballeros… Pues ahí te quedarás esperando, siervo…
Wolfram se alejó riendo y dando tumbos. Mañana ya le ajustaría las cuentas a ese mozo de cuadra que osaba afirmar que Gisela von Bärbach era su dama, y también al caballero de Ultramar…
Cuando Rupert regresó, hacía horas que Gisela volvía a encontrarse en el Palazzo Scacchi. El muchacho se dirigió a las caballerizas sin haber cumplido con el encargo. Las palabras de Wolfram lo habían enardecido, pero no sentía inquietud por Magdalena. Tampoco había bajado al río para buscarla; en algún momento la chica volvería a aparecer.
A la mañana siguiente Konstanze, presa de la inquietud, informó a donna Scacchi de la ausencia de la niña. Al final fue don Scacchi quien dio la mala noticia.
—Han encontrado una muchacha muerta a orillas del río y es muy posible que se trate de vuestra protegida. Le he rogado a monsieur Armand que vaya a echar un vistazo; luego os informará.
Konstanze negó con la cabeza.
—¡Iré yo misma! —declaró—. Si es ella, quiero averiguar qué le causó la muerte. No os preocupéis, don Scacchi, ya he visto más muertos de lo que pudierais imaginar. ¡Esta cruzada es un camino de muerte!
Habían llevado el cuerpo a San Pierino, la iglesia más próxima, y un par de monjas se disponían a tenderla en un féretro de pino.
Habían envuelto el cuerpo en una camisa blanca y limpia. Magdalena llevaba los cabellos sueltos y peinados, y una monja le estaba poniendo una cofia. Parecía una santa y su rostro casi transparente tenía una expresión apacible. Pero Konstanze también notó sus labios reventados y los moratones azulados en los pómulos.
—¿Dónde está su vestido? —preguntó a las monjas—. ¿Estaba…?
—¡No, no, signorina, no estaba desnuda! —contestó una de ellas—. Pero su vestido estaba desgarrado. Podéis verlo, está allí, hecho jirones.
—¿Tenía otras heridas aparte de las del rostro? —preguntó Konstanze en tono cauteloso.
No les podía pedir que volvieran a desvestir a la muerta tras haberse tomado tantas molestias… Las monjas habían dispuesto flores en torno al cadáver y dos de ellas rezaban responsos en voz alta.
Una monja muy joven, quizá con tanto interés por la medicina como la propia Konstanze, la llevó a un lado.
—No la asesinaron —dijo, ruborizándose—. Pero… pero a todas luces la forzaron. Ya no era virgen, signorina.
Eso no era ninguna novedad para Konstanze, pero ¿por qué la monja hacía hincapié en ello? Al fin y al cabo, Magdalena podría haber estado casada.
—Me refiero a que… dejó de ser virgen anoche —murmuró la joven monja—. ¡Pero ante Dios eso no cuenta! —se apresuró a añadir al ver la expresión espantada de Konstanze—. Ante Dios es inocente como una niña, seguro que hizo todo lo posible por defender su virtud.
La monja señaló las heridas de Magdalena.
—Si el hombre no la hubiera violado, no habría tenido motivos para golpearla.
—¿Así que le daréis sepultura en tierra consagrada? —preguntó Konstanze en voz baja. Alguien había violado brutalmente a Magdalena, pero las monjas no creían que después el hombre la hubiera ahogado: no cabía duda de que la muchacha se había suicidado.
La monja asintió y acarició el rostro delicado de Magdalena.
—Oh, sí, con toda seguridad, quizá la arrojaron desde un puente o tal vez se cayó. La encontraron en el puerto, en un embarcadero. El cadáver se había enganchado en un pilar. No os preocupéis, nos encargaremos muy bien de ella. ¡Y seguro que su alma ya está en el Reino de los Cielos!
Konstanze le lanzó una última mirada afectuosa a la niña. ¡En los meses pasados se había convertido en una adulta! Y todo podría haber salido bien si Dios le hubiera concedido un poco más de tiempo… Konstanze recordó la primera vez que se encontraron: Magdalena junto al fuego, pequeña y flaca como una gatita, temerosa y medio muerta de hambre, llena de piojos y sucia bajo el velo de monja de Konstanze.
—¿Quién era? —preguntó la cordial monja—. ¿Cómo se llamaba y de dónde provenía?
Konstanze tomó aire.
—Se… se llamaba Magdalena —musitó—. Provenía de la región de Colonia. Era una novicia benedictina, pero cuando oyó hablar de la cruzada, quiso unirse a ella para liberar Jerusalén.
—¡Lo sabía! —dijo la monja con una sonrisa—. ¡Parece tan inocente y tan bonita…! Rezaremos por ella. ¡Y la enterraremos en nuestro camposanto! Nunca será olvidada.
Konstanze le entregó el resto del dinero de las «reliquias», para que las monjas organizaran responsos para Magdalena. Más adelante, participaría en los ritos fúnebres con Gisela, Dimma y los niños… Confiaba en que Armand y tal vez donna Scacchi también acudieran.
Esta última estaba desconsolada por la pérdida de Konstanze; hubiera estado dispuesta a ofrecerle a la joven que enterrara a su protegida en una de las tumbas de la familia.
—No permitimos que el personal de nuestra casa sea enterrado en cualquier parte —manifestó—. Y Magdalena se había convertido en nuestra criada; pero en el cementerio de las benedictinas estará a muy buen resguardo. Lo siento muchísimo por vos, Konstanze, sé que queríais a esa muchacha.
Gisela lloró a Magdalena junto con su amiga, pero estaba furiosa. Rupert le había contado su encuentro con Wolfram y ella se lo imaginó todo, desde luego.
—¡Fue Wolfram, Konstanze! ¿Quién más podría haber sido? La vieron con él y tenía la camisa manchada de sangre. Ella siempre iba por ahí diciendo que él se casaría con ella y la llevaría a su castillo… Nunca tomé en serio su estúpida cháchara, eran las mismas tonterías de Rupert y su fantasía de convertirse en caballero en la dorada Jerusalén. Pero los niños dicen que Wolfram piensa abandonar a Nikolaus y regresar a su casa. Si se lo dijo a ella…
—Pero resulta que no podemos demostrarlo —repuso Konstanze en tono cansino.
Ir hasta San Pierino la había fatigado y desanimado. Tantos muertos… todos esos niños a los que había cuidado y que luego murieron. Y ahora también Magdalena. Konstanze estaba exhausta, ansiaba un poco de paz y tranquilidad tras tantos horrores y tantas muertes.
—¡Se lo diré a la cara! —declaró Gisela, furibunda—. ¡No vaya a ser que crea que nadie lo sabe! Ello debería costarle su honor de caballero… ¡si lo tuviera!
Konstanze no le impidió lanzarse a la calle; aunque encontrara a Wolfram no lograría hacer nada. Konstanze ansiaba ver a Malik, pero en esos días el príncipe visitaba las instalaciones del puerto; Pisa mantenía ocupado a su importante huésped. Y con toda seguridad no la acompañaría al funeral de Magdalena. Aquel día Konstanze vio el abismo que separaba a ambos con mayor claridad que nunca, pero a lo mejor habría un modo de superarlo. Cuando Gisela se marchó, Konstanze volvió a leer el Corán.
«Alá os quiere facilitar las cosas, no volverlas difíciles».
Anheló poder dar crédito a esas palabras.
Primero Gisela se dirigió al convento de San Michele, donde los pisanos habían alojado a Nikolaus y los monjes franciscanos; allí confiaba en encontrar a Wolfram, pero nadie sabía dónde estaba el caballero.
—Me temo que está pensando en abandonarnos y romper su juramento —dijo uno de los monjes con preocupación—. Estos muchachos no saben lo que hacen.
Pero al menos, Gisela sabía dónde buscar a un caballero: si no lograbas descubrir dónde se encontraba, debías rastrear su caballo. En Pisa no abundaban las caballerizas de alquiler y, en efecto, encontró el semental de Wolfram en una cuadra próxima al centro de la ciudad, al principio de la calle comercial llamada Borgo Stretto, donde Wolfram se disponía a ensillarlo.
—¡Wolfram! —llamó Gisela.
Este se volvió y una sonrisa recorrió su rostro abotargado.
—Señorita von Bärbach… ¡Qué suerte que estéis aquí! Quería preguntaros si deseáis acompañarme…
—¿Acompañarte? ¿Adónde? —preguntó Gisela, irritada.
—A mi castillo, señorita mía. He decidido abandonar la vida errante…
Gisela soltó un bufido.
—… y tomar posesión del castillo de mi padre. Y si mal no recuerdo, existía un contrato de esponsales entre los Bärbach y los Guntheim, ¿verdad?
—¡Estás loco! —exclamó Gisela frunciendo el ceño—. De acuerdo, mi padre quería casarme con el tuyo, pero eso fue hace mucho tiempo. Y yo jamás estuve de acuerdo. ¡Y aún menos de casarme contigo, pedazo de… desalmado! Sé muy bien lo que has hecho con la pequeña Lena, la protegida de Konstanze, ¡así que no me vengas con mandangas! Eres un blandengue, pero eres capaz de aprovecharte de niñas pequeñas… ¡Antes de contraer matrimonio contigo, Wolfram von Guntheim, me haría monja!
Gisela se volvió para salir de la caballeriza, pero Wolfram se le adelantó, la agarró y la arrojó contra uno de los compartimentos de madera; el caballo piafó y bailoteó, nervioso. Wolfram la cogió de los brazos.
—Pero ¡yo no lo consentiría, bonita damisela! A tu padre le da igual con cuál Guntheim te cases. Y los papeles están firmados, solo falta consumar el matrimonio. ¡Y no te pediré permiso para hacerlo, preciosa mía!
—¿Y ante qué círculo de caballeros se supone que te presté juramento?
Gisela le lanzó una mirada furibunda; sentía más rabia que miedo, porque lo que había dicho en Rivalta era verdad: se sentía capaz de despachar a Wolfram von Guntheim en cualquier momento.
—¿Acaso en el mismo en que te armaron caballero?
Wolfram quiso acallarla con un beso brutal, pero Gisela le pegó una patada en la espinilla y un rodillazo en la entrepierna.
—¡Mis respetos! —exclamó una voz desde la entrada—. ¿Es eso lo que te enseñaron en la corte galante?
Gisela reconoció la figura fornida de Rupert con el rabillo del ojo y se retorció entre los brazos de Wolfram; el dolor crispaba el rostro de Guntheim, pero no la soltó.
—¡No; se aprende en la cruzada de los inocentes! —dijo Gisela y le lanzó un salivazo al muy bellaco. Había presenciado más de una trifulca entre los pilluelos que rodeaban a Nikolaus.
Wolfram le soltó el brazo y se dispuso a pegarle un puñetazo, pero la ágil muchacha se agachó y lo esquivó. Rupert ya lo había cogido del hombro y empujaba a Wolfram separándolo de Gisela.
La muchacha los observó intercambiar golpes en el sendero entre los cobertizos. Luchaban con mayor dureza que los niños de la calle, porque a ambos los impulsaba un odio feroz.
Rupert era más ducho que Wolfram, pero este era más pesado que el mozo de cuadra. Y lo impulsaba el deseo de hacerle pagar por todas las humillaciones a las que el otro lo había sometido cuando Wolfram era un doncel. Gisela recordó el aparato de entrenamiento que antaño derribara a Wolfram del caballo, y las risas de Rupert cuando pasó por debajo del brazo del caballero de madera y encima «acabó» con él mediante un hondazo…
Wolfram no dejaba de pegarle puñetazos, pero Rupert se los devolvía. Todos esos privilegios de los cuales Wolfram había gozado, mientras él, que era mejor jinete, mejor guerrero, incluso mejor caballero, se encargaba del bieldo en las caballerizas. El coqueteo de Gisela con el doncel… ¡y el modo descarado en que había tratado a la muchacha que Rupert quería para sí! El muchacho fuerte y musculoso no dejaba de zurrar al aspirante a caballero y logró hacerlo caer. Entonces se abalanzó sobre él y lo cogió del cuello. El intercambio de golpes se había convertido en una lucha a muerte… y entonces Rupert apretó los dedos en torno al cuello del caballero, que se resistía con desesperación.
Presa del horror, Gisela vio que el rostro de Wolfram enrojecía y que ya casi no podía defenderse.
—¡Detente, Rupert! ¡Lo estás matando!
Pero el mozo de cuadra no tenía intención de aflojar su presa, ni siquiera cuando Gisela lo cogió del hombro y trató de apartarlo. Ni siquiera cuando ella recogió un látigo y lo azotó.
Cuando por fin lo soltó, el cuerpo de Wolfram quedó tendido en el heno.
Rupert se incorporó con una sonrisa triunfal.
—¿Y bien? ¿Dónde estaba tu caballero Armand cuando necesitabas protección, Gisela?
—¿Cuando necesitaba protección? —repuso Gisela, y se acuclilló junto a Wolfram para tomarle el pulso, tal como Konstanze le había enseñado. Pero ya era demasiado tarde—. ¿Qué estás diciendo, Rupert? ¡Cielo santo, lo has matado! ¡Lo has estrangulado a sangre fría! ¡A un caballero! Te espera el patíbulo.
Rupert soltó una carcajada.
—Eso ya lo he oído en otra ocasión, señora mía. Y hoy me disgusta tanto como entonces, dado que no es verdad: ¡esa escoria no era un caballero!
—¡Pertenecía a la nobleza! —insistió Gisela—. Y él… da igual lo que haya hecho, no se merecía una muerte tan vergonzosa —añadió y se puso de pie.
—¡Vaya, pues entonces habré mancillado ligeramente su honor! —se burló Rupert—. ¿Y qué pasa con el tuyo, Gisela? Él te tocó, quería deshonrarte, se… ¡se merecía la muerte!
Gisela tomó conciencia de que en su fuero interno estaba de acuerdo con él. Pensó en Magdalena, pero esa pelea por salvar su honor le parecía repugnante, una pelea que ni siquiera había sido limpia. Wolfram estaba furioso y quizá también era más fuerte que Rupert, y había aprendido a combatir como un caballero, pero Rupert había participado en trifulcas callejeras desde que tenía uso de razón.
—El asunto se podía haber resuelto de otro modo —dijo en tono altivo—. Una palabra mía hubiese bastado para que Armand lo retara a duelo. Entonces hubiera muerto… como le corresponde a un caballero.
Rupert soltó una carcajada desdeñosa.
—¡Está muerto, y punto! —espetó—. ¿A quién le importa si murió asfixiado o desangrado?
—¡Claro que le importa a alguien! —replicó Gisela—. ¡Ahora ni siquiera sabrán qué ha de figurar en su sepulcro!
Incluso mientras lo decía, Gisela se dio cuenta de que era una tontería. Nadie tallaría la imagen de Wolfram en una lápida. Ni en posición de caballero caído en combate del lado de los vencedores ni como hombre fallecido por heridas o de una enfermedad mientras permanecía en cautiverio. Nadie haría celebrar una misa por él ni encendería velas con los colores de su estirpe junto a su féretro. Todo eso costaba una fortuna. Aunque si vendieran su caballo y sus armas…
Pero su verdugo ya se las estaba ciñendo.
—¿Qué haces, Rupert? —le preguntó, incrédula.
Él le arrancó la cota de malla al cadáver y se la puso.
—¿Acaso no lo ves? —le espetó el siervo con tono triunfal y a la vez temeroso—. Cojo lo que me corresponde. Cuando un caballero es derrotado por otro, al vencedor le corresponden su caballo y sus armas. Lo pone en todas las reglas de los torneos…
—Pero esto no ha sido un torneo… ni un combate caballeresco. Y tú…
—Y yo no soy un caballero, ¿verdad? —Rupert rio como si de pronto hubiera perdido la cordura.
—Pues este de aquí tampoco lo era, pero eso no le importó a nadie, y además no sabía luchar. ¡Pero yo sí, Gisela! Y en Tierra Santa habría luchado por ser armado caballero si Nikolaus, ese pequeño impostor, nos hubiese conducido hasta allí. Pero no importa: Dios es misericordioso. Me ha concedido el favor de intentarlo. ¡El siervo Rupert ha muerto, Gisela! ¡Ante ti estás viendo a Wolfram von Guntheim, caballero andante! —dijo y se puso la sobrevesta con los colores de Odwin von Guntheim por encima de la cota de malla.
—¡Jamás lo lograrás! —exclamó Gisela mirándolo fijamente.
Pero tras reflexionar unos instantes, el plan de Rupert ya no parecía tan descabellado. Claro que no podía cabalgar hasta Renania y exigir la herencia de Wolfram, pero si se quedaba en Italia, o si se dirigía a Sicilia o las cortes francesas… Allí nadie conocía a los Guntheim. Los hijos de las familias poco importantes también tenían derecho a viajar de un castillo a otro y competir en los torneos. Podían adquirir gloria y honor, hacerse con un feudo…
—¡Ya lo creo que lo lograré, señora mía! —dijo Rupert, haciendo una reverencia: parecía la caricatura de un caballero galante, pero Wolfram tampoco había sido mucho más atractivo. Si Rupert obraba con inteligencia, podría aprender a comportarse como un auténtico caballero—. ¡Aguarda y ya verás quién acaba por hacerse con un feudo (en Oriente u Occidente): tu noble monsieur Armand, o yo!
Gisela sintió vértigo: por lo visto, Rupert tampoco había abandonado dicha idea. Confiaba en conseguir su mano y quería convertirse en caballero. La quería a ella.
Había llegado el momento de decirle que ella y Armand ya habían celebrado su unión ante Dios, pero algo se lo impidió. Por primera vez, Rupert le inspiró temor. Retrocedió y sus ideas se arremolinaron. Si lo delataba… si lo acusaba de asesinato…
—No pensarás delatarme, señora mía, ¿verdad? —preguntó el muchacho en tono amenazador.
Por fin Gisela volvía a pensar con claridad. No, no lo delataría. Al contrario, desde un punto de vista práctico, lo mejor que podía pasarles a ella y Armand era que Rupert se largara en busca de gloria y honor.
De momento, se alejaría de Pisa. En ningún caso podía seguir formando parte de la cruzada, porque el peligro de que lo reconocieran era demasiado. Y más adelante ella y su esposo nunca se toparían con él. Armand abandonaría la Orden de los Templarios y ya no pretendía hacerse con un feudo. No tardaría en pertenecer a los mercaderes de Pisa y donna Gisela de Landes viviría una vida respetable pero invisible para la orden de los caballeros, en una de las elegantes casas en forma de torre del Quartiere di Mezzo.
Inspiró hondo. Era perfectamente capaz de seguirle el juego.
—Desde luego que no —dijo con voz ronca—. Me siento honrada, señor Rupert, de que me hayáis escogido como vuestra dama. Si lo deseáis, os daré una divisa bajo la cual podréis cabalgar en combate.
El rostro de Rupert se iluminó.
—¡Un beso! —exigió—. Eso de las divisas es infantil. ¿De qué me sirve un trozo de vuestra camisa? Pero un beso… eso sería algo de verdad.
Gisela sintió aversión. Una cosa era recompensar al vencedor de un torneo con un beso en público o despedirse de un caballero galante rozando su mejilla con los labios. Pero besar a un mozo de cuadra que se tomaba por caballero, y encima en una oscura caballeriza…
Rupert se acercó a ella con parsimonia, tal como correspondía a un caballero. Después la abrazó impetuosamente y Gisela se resistió, pero él le introdujo la lengua en la boca y le dio un beso posesivo y brutal.
—Para que no me olvides… —dijo con una sonrisa cuando por fin la soltó—. ¡Adiós, dama mía!
Rupert volvió a hacer una reverencia, después le puso las bridas al semental de Wolfram y abandonó la caballeriza.
—Hasta que volvamos a vernos…
«¡Jamás!», pensó Gisela. Escupió, dio trompicones hasta un cubo de agua y se enjuagó la boca. Con un poco de suerte, Rupert moriría en el primer torneo en que participara. Por lo demás… La muchacha le lanzó una última mirada apenada al cadáver de Wolfram. Quedaría sin identificar, Gisela no le contaría a nadie lo que había sucedido. Ni siquiera a Armand…
Tanto Armand como Dimma se extrañaron cuando el siervo Rupert no apareció esa noche ni la siguiente en la corte de Gisela. Esta afirmó no saber nada de él; un par de muchachos a los que Dimma interrogó dijeron que Rupert se había unido a un grupo de granujas y ladrones.
—Quizás un mercader los descubrió con las manos en la masa y los ejecutó en el acto… —opinó Armand. Su interés por averiguar dónde se había metido Rupert o si seguía con vida era escaso. Se sentía aliviado de haberse librado de aquel pesado, y Dimma parecía compartir sus sentimientos.
Gisela tuvo que hacer un esfuerzo por fingir preocupación, pero Armand no le hizo muchas preguntas y Konstanze estaba sumida en su amor y su pena.
Magdalena recibió sepultura en el convento de las benedictinas. Llevaba el atuendo de una novia de Cristo y la enterraron con todos los honores; las mujeres de las más importantes familias de comerciantes de Pisa rezaron junto a su tumba.
Wolfram von Guntheim acabó en una fosa común, enterrado con rapidez y desapego, como víctima de una de las habituales trifulcas libradas por la chusma callejera.
Gisela se preguntó si Dios se reiría de ese destino fatal.