La suposición de Armand se demostraría cierta. Los cruzados tomaron partido por Hannes, aunque con mucha vacilación, y al final se embarcó solo una parte de cuantos habían cruzado el Brennero con él, además de unos pocos aventureros.
Karl y los otros jóvenes cabecillas del ejército de Armand se dirigieron al caballero en busca de consejo, pero Armand les recomendó que se quedaran.
—¿Qué se le ha perdido a un regimiento de quinientos niños en Acre? —preguntó retóricamente—. Allí necesitaríais el favor de la población, y no hay ciudades-repúblicas rivales. Puede que los cónsules de Génova reciban a alguien como Hannes, pero ¡no el rey de Outremer! Es probable que Jean de Brienne jamás haya oído hablar de esta cruzada, y será muy difícil que se la tome en serio. Además, nadie sabe hasta qué punto se puede confiar en los capitanes de las naos. ¡Incluso podríais acabar como los seguidores de Stephan!
Karl lo comprendió y se desmoronó anímicamente.
—No nos queda más remedio que ir a Roma —dijo con tristeza.
Wolfram era presa de la indecisión. Ya no creía en Nikolaus, pero no quería renunciar a su sueño de convertirse en un caballero cruzado. Sin embargo, el coraje no figuraba entre sus virtudes. En el ejército de Nikolaus se había sentido más o menos seguro, pero ahora, ¿qué? ¿Viajar a Tierra Santa a la buena de Dios, sin la conducción divina del muchacho? En ese caso, su caballo y su armadura no le servirían de nada, ya no sería un caballero sino un peregrino entre muchos otros. Tomar una decisión no le resultaba fácil. Aún estaba en el muelle, cavilando, cuando las naos de un único mástil izaron velas y se hicieron a la mar con los seguidores de Hannes, cantando y vitoreando.
También el propio Hannes titubeó un buen rato. Por una parte, estaba seguro de que en unas semanas también lograría organizar el traslado de los demás cruzados, por la otra, le preocupaban el rechazo de Nikolaus y un enfrentamiento con los monjes de su círculo. Finalmente se embarcó en la segunda nao junto con sus seguidores. Les había prometido a esos niños que los conduciría a Palestina. ¡Hacía tanto tiempo que soñaban con Jerusalén que ahora nada los detendría! Hannes decidió cumplir con su juramento.
Pero Wolfram optó por una decisión diferente. Estaba harto de la vida nómada y tampoco tenía motivo para seguir con ella. Al fin y al cabo, lo aguardaba su feudo en Renania. Así pues, se olvidó de su juramento de cruzado. Podría contarle a Bärbach y los demás vecinos sus aventuras como caballero andante: ninguno de ellos había cruzado la frontera de las tierras alemanas. Quizás habría cierto cotilleo, pero nadie pondría en duda que uno de los castellanos que lo alojaron lo hubiese armado caballero.
Claro que sería mejor regresar como un héroe, y aún mejor habiendo cumplido con la misión que su padre había querido llevar a cabo, así que de todos modos ¡tenía que hacerse con una mujer!
La idea de poseer a Gisela lo aturdió. En el fondo tenía derecho a ella, puesto que Bärbach había accedido a casarla con un Guntheim. Los documentos estaban firmados. ¡Solo tenía que coger lo que le pertenecía y regresar a casa con ello!
Claro que en ese caso tendría que pasar por encima de Armand de Landes, y eso no sería coser y cantar. Pero Armand pasaba horas en la encomienda de los templarios y seguro que perdería interés en la muchacha cuando esta dejara de ser virgen. Solo se trataba de trazar un plan: ¡la sorprendería y la convertiría en su mujer!
Esa tarde, cuando vagaba por las calles junto a la orilla del río, Wolfram estaba muy animado. Había pasado la mañana en el puerto y luego en una tasca comiendo y bebiendo. Su plan le gustaba cada vez más y quería ponerlo en práctica de inmediato. ¡Quería volver a poseer una muchacha, por todos los diablos! No obstante, la sensatez impidió que actuara de inmediato. Era mejor reflexionar sobre el asunto, al menos debía observar a Armand y Gisela durante unas horas antes de entrar en acción. Desde luego debía evitar que lo descubrieran: ¡batirse en duelo con el caballero de Tierra Santa era lo último que quería!
Pero entonces, ¿qué haría esa noche? No tenía ganas de regresar al campamento, ni de sumirse en cavilaciones sobre si no hubiera sido más valiente emprender viaje a Palestina. Lo mejor sería pasar la noche con alguna mujer. ¡Magdalena solo era una puta, maldita sea, pero cuánto placer le proporcionaba penetrarla! ¡Suponía un gran triunfo que siguiera jurándole su amor pese a la dureza con que la trataba! Eso, exactamente eso era lo que deseaba que hiciera Gisela…
Y entonces casi creyó ver un espejismo: una muchacha rubia cruzaba la calle delante de él enfundada en un vestido de criada, las trenzas ocultas baja una cofia. ¡Magdalena! Y no parecía tan intimidada como de costumbre sino atareada y apresurada. La embriaguez hizo que Wolfram creyera que se trataba de una señal divina. ¡Sí, eso debía de ser! Dios y sus santos no le tomaban a mal que hubiera roto el juramento de cruzado, al contrario: lo aprobaban. Le enviaban a la pequeña puta y mañana… mañana le enviarían a Gisela.
—¡Magdalena! ¿Adónde vas con tanta prisa, preciosa mía, que ni siquiera reconoces a tu caballero?
Y en efecto: Magdalena tenía prisa. Konstanze le había encargado que fuera a una de las boticas del lugar. Uno de los niños tutelados por Dimma sufría una erupción y Konstanze necesitaba ciertos remedios. No obstante, la muchacha se detuvo en cuanto Wolfram la llamó. Magdalena echó un vistazo para evaluar la situación: no había ningún otro seguidor de Nikolaus en los alrededores. ¡Nadie que pudiera ofenderla! Tenía a su caballero para sí sola.
—¡Wolfram! —exclamó con alegría—. Y yo que creía que ya estabas camino de Tierra Santa…
Konstanze se había opuesto enérgicamente a que Magdalena se uniera a los peregrinos. La muchacha había pasado la noche llorando y solo se tranquilizó cuando le dijeron que Nikolaus no se había embarcado, y ahora comprobaba con gran felicidad que Wolfram tampoco se había marchado.
El caballero la contempló con expresión complacida. Al parecer, Magdalena estaba dispuesta. Todo indicaba que podría volver a divertirse con ella antes de poner en práctica su plan al día siguiente.
—Me lo pensé mejor —dijo Wolfram—. ¿Por qué no bebes una copa conmigo y hablamos de ello con tranquilidad?
En una plaza que daba al río había una tasca de aspecto acogedor. Además, se notaba el aroma a carne especiada asada.
—Ven, también podremos comer juntos…
Magdalena titubeó. Su obligación era comprar los remedios y regresar rápidamente al Palazzo Scacchi. Pero Wolfram quería hablar con ella, tenía planes… tal vez todo acabaría por salir bien. Y el paciente de Konstanze no estaba moribundo.
Así que siguió al caballero y durante una maravillosa hora todo sucedió como en sus sueños. Wolfram pidió vino y carne, comieron juntos, y por fin le confesó que quería abandonar la cruzada.
—Mi castillo y una mujer bonita… ¿Para qué viajar a tierras lejanas?
Hacía rato que Wolfram estaba ebrio y cuando le metió la mano en el escote, Magdalena se sonrojó.
—No seas tan pudibunda, tú no sueles ser así… De acuerdo, también podemos marcharnos de aquí.
Cuando Magdalena siguió a Wolfram hasta la orilla del Arno había olvidado el encargo. Anochecía, las estrellas brillaban por encima del río y del mar. El príncipe Malik le estaría diciendo cosas bonitas a Konstanze…
—Las estrellas… —murmuró Magdalena— brillan como los diamantes que te regalaré. Pero en comparación con el regalo que supone tu amor solo son un pobre hálito de…
—¿Qué dices? —exclamó Wolfram y soltó una carcajada—. ¿Es que te has convertido en poetisa, pequeña dama?
Ella sonrió y se apretó contra él. ¡La había llamado dama!
—¡Al final fundarás tu propia corte galante, cuando te hagas mayor! —añadió entre risitas.
Magdalena no comprendió por qué le parecía gracioso.
—¡Las muchachas entonan canciones de amor y los muchachos se ejercitan con las lanzas! —prosiguió Wolfram, riendo.
Magdalena se sentía incómoda, pero allí estaba la playa, el río desembocaba en el mar y la luz de la luna brillaba como si fuera plata líquida.
—Besada por la luna… —dijo Magdalena— pero tus besos son más dulces porque me cubren de oro. Y más cálidos, porque reflejan la luz del sol…
—Estás loca —dijo Wolfram y, sin más, la abrazó, la besó bruscamente y la tendió en la arena.
—¡Cuidado con mi vestido! —protestó Magdalena, tratando de desprenderse del corpiño, pero Wolfram lo desgarró con gesto brutal.
—Poco a poco adquieres formas —dijo contemplándola—. ¡Si siguen alimentándote bien, te convertirás en una mujer atractiva!
Magdalena asintió. Trataría de comer más, pero seguro que Wolfram poseía un rico feudo y jamás pasaría hambre en su castillo.
Wolfram le subió la falda y se abalanzó sobre ella, con mayor rapidez que de costumbre. Estaba empinado. Y furioso.
—¡Ya os enseñaré a todas! ¡Ya te enseñaré a ti, so putita rubia!
A Magdalena le desagradaba que le hablara de esa guisa, pero en el pasado sus clientes también solían insultarla. Quizá los hombres perdían el oremus cuando el éxtasis se apoderaba de ellos. Mientras Wolfram seguía penetrándola, ella trató de relajarse para que el dolor fuera menor. Pero esa noche Magdalena no lograba sumirse en sus sueños: las cosas no debían suceder así, Wolfram debía acariciarla, decirle palabras cariñosas como las que Armand le dirigía a Gisela y Malik a Konstanze. Y ella… ¡Dios mío!, volvía a pecar. A menos que pronto se prestaran juramento o firmaran un documento o como sea que uno se casaba en Pisa. Tenía que hablar con él.
Jadeando, Wolfram se apartó y se tendió de espaldas. Magdalena se acomodó la falda y se cubrió los pechos con el corpiño. Luego se apretujó contra él y le apoyó la cabeza en el hombro: ese siempre era el momento más bonito de sus encuentros.
—No podemos seguir así, Wolfram —empezó en tono cauteloso.
Wolfram aún trataba de recuperar el aliento.
—¿A qué te refieres? —gruñó.
—Pues… pues… al amor —dijo Magdalena ruborizándose, pero él no lo notó.
—Ya —replicó Wolfram—. Podremos volver a hacerlo en cuanto me recupere un poco, pero después… después me iré a casa…
Se inclinó sobre ella y empezó a chuparle los pechos recién formados. A ella le disgustaba, pero le agradaron sus palabras.
Magdalena le acarició el pelo.
—Sí, después hemos de regresar a casa —dijo en tono nostálgico—. Pero tú no puedes llevarme contigo así, sin más. ¿Qué diría la gente? Si viajamos juntos…
—Si quiero llevarme a una mujer, muchacha, la colgaré de mi corcel y lo que piensen los demás me da igual —dijo, soltando una carcajada de borracho.
Magdalena reflexionó un instante y decidió que bromeaba, así que también rio, pero con una risita angustiada.
—Pero no puedo cabalgar de Pisa a Colonia colgando de tu caballo, Wolfram.
—¿Qui… quién está hablando de ti, ricura? —barbotó Wolfram.
Magdalena no entendía.
—Pero… pero… ¿entonces de quién estás hablando? Si viajamos juntos a Renania, Wolfram, has de casarte conmigo. —Bien, lo había dicho.
Wolfram alzó la cabeza con cara de desconcierto.
—¿Que he de hacer qué? —preguntó. Entonces pareció comprender y soltó una carcajada—. No creerás que te llevaré a Renania, ¿verdad? ¡A mi castillo! A una… una…
—Pero ¡dijiste que querías llevar a una mujer contigo! —insistió Magdalena—. Y dijiste que yo era tu dama.
Wolfram soltó otra carcajada.
—¡Hablaba de una mujer, gatita, no de una putilla! Las damas de las cortes galantes también lo son, en mayor o menor grado. Pero en mi caso, ni hablar. Mi mujer será obediente y virtuosa. ¡Una putita como tú! ¡No me lo puedo creer! —exclamó, tratando de besarla, pero Magdalena lo apartó de un empellón.
—¡Déjame! Si no me quieres como tu mujer…
—Entonces, ¿qué? —dijo él, riendo—. Entonces he de pagar, ¿verdad? Lo he comprendido, preciosa, pero ya te he comprado vino y carne… Bien, de acuerdo: a lo mejor encuentro otra moneda —añadió y le levantó la falda.
Ella se resistió.
—¡No te hagas la estrecha! —la increpó.
Magdalena trató de arañarlo, pero él no se había quitado la camisa. Cuando Wolfram volvió a abalanzarse sobre ella, le hincó los dientes en el hombro. Él le pegó un puñetazo en la cara.
—¡Basta, he dicho! ¡Quédate quieta!
Le inmovilizó las piernas con los muslos y volvió a penetrarla; fue aún más doloroso que antes. Magdalena notó que la sangre le corría por la cara y también por las piernas. «Como si aún fuera virgen», pensó.
Wolfram no dejaba de embestirla, y le metía la lengua en la boca al tiempo que la insultaba.
—¡Ya os enseñaré, pequeñas putas de las cortes galantes, ya os enseñaré!
Magdalena no comprendía a qué se refería, pero ya le daba igual y se sumió en la vergüenza y el dolor. Nadie le perdonaría ese pecado, nunca.
Por fin Wolfram se apartó y al ponerse de pie dijo unas palabras, pero ella no les prestó atención. Oyó alejarse sus pasos, mas no sintió ningún alivio; no sentía nada, en realidad. Alzó la mirada y contempló las estrellas, pero ya no parecían diamantes, solo los ojos fríos y severos de los ángeles que le recordaban su pecado. Y el mar, el beso de la luna… el mar pecador, la luna pecadora…
Lentamente, Magdalena se puso de pie. Claro que el mar no se había abierto. No se abrió para Nikolaus ni para Wolfram. «Solo si estáis libre de pecado»… Gisela había dicho que ella no tenía la culpa, que el sacerdote la había absuelto, pero ¿cómo podía saberlo? Solo Dios podía saber si estaba libre de pecado, solo Dios podía perdonar, solo Dios…
Magdalena susurró una plegaria y después empezó a cantar.
—Jesús es más bello, Jesús es más puro…
Cuando se encaminó hacia el mar la sangre resbalaba por sus muslos.
Lavarse, debía lavarse.
—Lavar los pecados… —murmuró.
Entonces se metió en el mar. Era fresco y agradable… el agua le acariciaba las piernas, no sentía dolor…
—Lava todos los pecados… —susurró la niña—. Todos.
Se adentró y se dejó mecer por las olas.
—Jesús es más bello, Jesús es más puro… Estoy limpia, he lavado todos mis pecados…
Cuando las aguas del Mediterráneo se cerraron por encima de su cabeza, Magdalena se sintió liberada.