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Al día siguiente, algunos cruzados empezaron a forjar nuevos planes, en especial los rateros y vivanderos que acompañaban al contingente. Génova era una ciudad más rica y más grande que todas aquellas en que habían practicado su oficio, así que podría alimentar a un puñado de bribones más.

Por su parte, los barberos y saltimbanquis que los habían acompañado con relativo entusiasmo decidieron seguir viaje: seguro que en algún lugar de la región se celebraba una feria. Algunos adolescentes decepcionados querían regresar a casa, otros trataron de conseguir empleo en Génova.

Donna Corradine acogió a una muchacha que había demostrado su diligencia en una de sus ollas populares y le dijo a Konstanze que también estaba dispuesta a acoger a Magdalena.

—Si ella lo desea, claro está. Y si a vos os parece bien, puesto que primero hemos de ver qué sucederá a partir de ahora.

Pero entonces, alrededor del mediodía, cuando muchos ya se disponían a partir, apareció Nikolaus. El muchacho —vestido con su blanco atuendo de peregrino y acompañado de los monjes— se dirigió a la escalinata de la catedral.

Konstanze y Gisela, quienes junto con Magdalena salían de una iglesia más pequeña donde la niña se había confesado y rezado sus oraciones expiatorias, buscaron un lugar con vista a la escalinata. Magdalena temblaba: si ahora Nikolaus nombraba a todos los pecadores de la cruzada…

Sin embargo, el muchacho no hizo nada parecido y tampoco parecía aquel furioso ángel vengador de la noche pasada: volvía a ser aquel muchacho dulce y cariñoso, tan dedicado a su misión como en las semanas anteriores.

—¡Amigos! ¡Creyentes! —dijo, saludando a los niños. Algunos contestaron con carcajadas burlonas, pero también había rostros interesados y esperanzados—. Ayer por la mañana todos sufrimos una profunda desilusión. Confiamos en que se produjera un milagro, pero Dios no nos lo concedió, ya sea porque no nos considera merecedores de ello debido a que hay pecadores entre nosotros o porque quiere seguir poniéndonos a prueba.

—¡Eso fue lo que le dije a Wolfram! —susurró Magdalena.

Konstanze la mandó callar.

—¿Por qué, me preguntó Dios anoche mientras dialogaba con sus ángeles, por qué habría de facilitaros el camino? ¿Acaso se lo facilité a Mi Hijo, a Mis apóstoles? ¡Pues no! ¡Quienes realmente se comprometen con su fe, eligen una vida dura! Ayer, Dios no abrió el mar para nosotros, pero eso no significa que nos absuelva de nuestros deberes. En Su infinita sabiduría nos proporciona nuevas tareas, con el fin de que crezcamos y nos hagamos más fuertes, hasta el día en que nos enfrentemos a los paganos. ¡Y no solo nosotros! Hoy Dios se dirige a los ciudadanos y sobre todo a los comerciantes de Génova. Escuchadme, ricos comerciantes y armadores de barcos: Dios quiere que los paganos sean convertidos. Dios quiere liberar Jerusalén y Dios nos ha enviado para cumplir con esa tarea y os ha escogido a vosotros para que nos prestéis ayuda. ¡Os convoco, pueblo y senado de Génova, a que nos proporcionéis barcos! ¡Trasladadnos a Tierra Santa para que podamos cumplir con el mandato divino! Anoche, Dios me transmitió a través de su ángel que aquí hay muchos pecadores. Personas que prestaron dinero y cobraron intereses, que son codiciosas cuando fijan el precio de sus mercancías.

—¡Vaya descaro! —dijo Armand, que acompañado por uno de los templarios había logrado abrirse paso hasta las muchachas, y saludó a Gisela con un beso en la mejilla—. Hace tres días que la población de Génova lo alimenta, ¡y él tiene la insolencia de acusarlos ante su propia iglesia!

—¡Dios quiere perdonaros todo eso, pueblo de Génova! Pero debéis demostrar buena voluntad. ¡Dadnos barcos! ¡Llevadnos a Tierra Santa!

El silencio reinó en la plaza, hasta que empezaron a resonar los primeros gritos insistentes de los niños.

—¡Dadnos barcos! ¡Dadnos barcos!

Todos intentaron acercarse a Nikolaus. Había recuperado a sus fieles. Cuando el obispo y los senadores quisieron dirigirse a la multitud para apaciguarla, el griterío ahogó sus palabras. Oberto Grimaldi solo logró calmarlos cuando prometió que tratarían el asunto.

—Así que pretenden embarcarlos a todos, ¿verdad? —le preguntó Armand al caballero que lo acompañaba. Acababa de presentarlo como don Giuseppe Selva, jefe de la encomienda genovesa—. Y los niños irán a Tierra Santa.

Don Giuseppe se encogió de hombros.

—No es lo que había imaginado, pero tras ese discurso apasionado… deben de habérselo dictado los monjes, aunque no parecían muy entusiasmados.

En efecto: más bien daba la impresión de que el hermano Bernhard y los demás le hacían reproches a Nikolaus.

Magdalena recordó lo que había oído la noche anterior, en la reunión del consejo. Inspiró profundamente y dijo:

—No… no fueron los monjes quienes insistieron en lo de los barcos. Fue Hannes.

También fue Hannes quien en los días siguientes llevó las negociaciones. Negociaciones largas y duras, pero condenadas al fracaso. Incluso antes de que Nikolaus pronunciara el discurso en la plaza de la catedral, los mandatarios de la ciudad habían acordado celebrar una reunión; Armand había estado a punto de acompañar al comandante de los templarios hasta allí cuando se encontró con las muchachas en la plaza. Los señores, irritados por las palabras del muchacho, no tardaron en ponerse de acuerdo: los grandes navieros, los templarios y los comerciantes cristianos no les proporcionarían barcos gratis. Los comerciantes judíos se comprometieron a no hacerlo, ni siquiera por dinero, y los navieros o comerciantes extranjeros no obtendrían el permiso de zarpar con los niños a bordo.

—¡No quiero mancharme las manos de sangre! —dijo Grimaldi—. ¡Debemos evitar una catástrofe similar a la de Marsella!

—Era imposible que los ciudadanos de Marsella imaginaran lo que ocurriría —dijo el templario—. Ferreus y Posqueres eran considerados comerciantes más o menos honestos.

—Precisamente por eso no queremos correr riesgos —dijo Oberto Grimaldi—. Nikolaus y su gente no abandonarán Génova por mar. ¿Alguien tiene una sugerencia sobre cómo convencerlos de que se marchen de la ciudad lo antes posible y por tierra?

Así que el empeño de Hannes fue inútil, pese al apoyo de Nikolaus. Aunque el muchacho predicaba todos los días en la Piazza de Ferrari, no se granjeó amigos en la ciudad, puesto que no dejaba de lanzar denuestos contra los codiciosos comerciantes y los impíos senadores que se negaban a apoyar su cruzada.

—¿Cómo sabe esas cosas? —se preguntó Konstanze, cuando el muchacho vociferaba tanto contra los gibelinos, que apoyaban el imperio de los Hohenstaufen, como contra los güelfos, seguidores del Papa.

—Seguramente no lo aleccionó ningún campesino de Renania —opinó Armand—. Aunque Hannes es un hábil estratega, también es un borrico inculto. Además, no tiene ningún interés en ofender a los concejales, prefiere negociar con cortesía y habilidad. En este caso la estrategia es otra: Nikolaus se está haciendo impopular en Génova. Azuza a sus hombres contra la ciudad y cada vez hay más alborotos. Un par de días más y el senado los expulsará a todos.

—¿Y crees que es eso lo que pretende Nikolaus?

—Eso es lo que pretenden quienes dirigen la cruzada —murmuró Armand—. Siento curiosidad por saber cuál será su próxima meta.

La cruzada se redujo de manera considerable, incluso durante las negociaciones acerca de los barcos. Muchos jóvenes cruzados —y sobre todo los más viejos— estaban hartos. Todos los días varios grupos emprendían el camino de regreso a tierras alemanas; otros aceptaban puestos de trabajo en la ciudad o en los alrededores.

Los ciudadanos de Génova también dejaron de alimentar a Nikolaus y sus seguidores. Los canónigos de la catedral le hicieron saber que en la iglesia ya no se toleraba su presencia. Al final, su situación se volvió insostenible, pero Hannes logró imponer su voluntad con respecto al lugar al que se dirigirían tras abandonar Génova: aquel muchacho no tenía la menor intención de abandonar.

—¡Si Génova no nos proporciona barcos, iremos a Pisa! —declaró al grueso de la tropa. Al parecer, estaba harto de comunicarse con los niños a través de Nikolaus y los monjes—. Hace siglos que Pisa y Génova son ciudades rivales y ahora mismo están muy enemistadas. ¡Cuando en Pisa se enteren del trato que nos dieron los genoveses, pondrán barcos a nuestra disposición!

—Pues podría estar en lo cierto —dijo Armand en tono admirativo. La fascinación que le causaba la habilidad de Hannes aumentaba día tras día—. En todo caso, los genoveses se quitan de encima a Nikolaus. ¡Se persignarán tres veces en cuanto se haya ido!

—¿Y nosotros qué hemos de hacer, monsieur Armand? —preguntaron Karl y los otros cabecillas de su ejército—. Nos gustaría volver a casa. No creo que Pisa nos proporcione barcos, y además el Señor no obró el milagro que necesitábamos. ¿Por qué habría de obrarlo cuando recemos ante los sarracenos? Creí… bueno, creí que cuando los sarracenos nos vieran atravesar el mar cantando, rezando y triunfando sobre las fuerzas de la naturaleza, se convencerían del poder del Señor. Pero así…

Así solo serían un montón de andrajosos que se enfrentaban al fuertemente armado ejército del sultán. En el mejor de los casos, los sarracenos se reirían de ellos, y en el peor los decapitarían, como el segador que siega las mieses.

Armand asintió.

—Solo que las cosas no son tan sencillas, Karl —contestó—. Has prestado el juramento del cruzado. Te compromete a luchar por Jerusalén hasta el final de tu vida.

Karl le lanzó una mirada consternada.

—Pero… pero ignorábamos que…

—Eso no tiene importancia, Karl —dijo Armand en tono severo—. Un juramento es un juramento y el único que puede absolverte de este es el Papa, así que vuestras únicas opciones son Jerusalén o Roma… El camino de regreso a Sajonia, Turingia o Maguncia está cerrado para vosotros.

El propio Armand, como también Gisela y Konstanze, acompañarían la cruzada hasta Pisa. El nuevo proyecto despertó el entusiasmo de Rupert; no comprendía las dudas de Karl, él aún creía en la misión de Nikolaus… o al menos quería creer.

El mozo se mostraba cada vez más callado y malhumorado en el trato, pero también se había percatado de que Armand y los demás desconfiaban de él. Se mantenía cerca de Gisela, pero ya no cabalgaba a su lado y tampoco se inmiscuía en las conversaciones entre el caballero y la muchacha.

Konstanze se alegró mucho cuando Malik optó por acompañar a sus amigos a Pisa. Ello suponía actuar con cierto tacto, porque no quería ofender a los genoveses.

—Mi país mantiene relaciones comerciales con Pisa —le explicó el príncipe sarraceno a Armand—. No tomamos partido por ninguna de las repúblicas enemistadas. Por eso les diré a don Grimaldi y los otros concejales que me dirijo a Milán. Mañana volveré a reunirme con vosotros. ¡Cuídate mucho, Armand! ¡Sé precavido! ¡No le des la espalda a ese mozo de cuadra! Y en Pisa deshaceos de él, estoy convencido de que está tramando algo. En mi tierra… —Y repitió la sugerencia de poner fin al problema mediante un mandoble.

Las huestes que abandonaron Génova en dirección a Pisa se habían reducido de manera considerable. Nadie estaba dispuesto a pagar por cargar con la litera de Nikolaus y este se vio obligado a caminar como casi todos los demás niños. Una vez en el camino, Wolfram acabó por cederle su caballo, aunque de muy mala gana; estaba indeciso con respecto a seguir participando en la cruzada. Por supuesto que albergó nuevas esperanzas cuando Nikolaus exigió que le proporcionaran barcos, pero la negativa de Génova, igual que la del mar, lo hizo cavilar. ¿Es que Dios realmente estaba de parte de ellos?

Los cruzados marchaban a orillas del mar y una vez más se vieron obligados a superar alturas. La costa de la Riviera era rocosa, a veces interrumpida por pueblos de aspecto idílico, pero solo alcanzables a través de senderos empinados y casi nadie tenía la energía suficiente para visitarlos. Allí donde la costa era menos agreste había aldeas de pescadores y pequeños puertos, pero las grandes embarcaciones no fondeaban en estos y toda la región se encontraba en la zona de influencia de Génova.

La dudosa fama de los cruzados había precedido a Nikolaus: la mayoría de los aldeanos ni siquiera les franqueaba el paso a los niños y pronto volvieron a pasar hambre, pero solo hubo algunas bajas. El aire marino limpio y puro prevenía la propagación de enfermedades, la frugal comida consistía en peces de mar, mariscos frescos y de vez en cuando un conejo cazado con honda. El agua que bebían provenía de limpios arroyos de montaña. Todo era escaso pero no suponía un peligro para la salud. Casi nadie sufría diarreas o fiebres y no hacía frío: en la Riviera el otoño era templado, incluso de noche.

Tanto Gisela y Armand como Konstanze y Malik empezaron a disfrutar del viaje. Sus anfitriones genoveses les habían proporcionado provisiones en abundancia y gracias a sus cabalgaduras avanzaban más rápido que el contingente principal. Aunque Rupert se puso de morros, Armand había requisado la mula Floite para Konstanze. A veces interrumpían la cabalgada para ir de pesca y buscar mariscos, y a menudo acampaban a orillas del mar, contemplaban las olas que rompían en la playa y las rocas y hablaban sobre Dios y el mundo.

Claro que en el caso de Armand y Gisela, el principal tema de conversación versaba sobre su futuro en común; tras mucho cavilar, él había llegado a una conclusión.

—Nos instalaremos en una ciudad —le dijo a su amada—. Es lo mejor. Puedes elegir dónde quieres vivir, Gisela, pero yo optaría por Génova o Pisa en vez de Maguncia o Colonia. Echo en falta la presencia del mar, la luz del sol, el calor… aunque desde luego el sol también brillaría para mí en la más oscura de las ciudades siempre que estuvieras a mi lado…

Riendo, Gisela hizo un ademán negativo con la mano.

—¡Si ya no quieres ser caballero, amado mío, tampoco tienes que seguir haciéndome cumplidos! Más bien tendrás que aprender a manejar un ábaco, ¿no crees?

El plan de Armand consistía en obtener un empleo como escribiente o traductor en alguna gran casa comercial. Seguro que gracias a su cultura y sus conocimientos mundanos ascendería con rapidez. Al final, todo dependería de los templarios. Una recomendación suya valía su peso en oro y lo primero que Armand debía hacer era cumplir con su encargo a entera satisfacción del Gran Maestre, así que seguiría en la cruzada hasta el final.

Sin embargo, Malik dijo:

—¡Una vida como comerciante no es digna de un caballero! También podrías venir conmigo y obtener un feudo en mi tierra.

Armand negó con la cabeza.

—No como cristiano —dijo—. Y pese a todos los reparos que pueda albergar respecto a la política de la Iglesia, creo en Dios, en Cristo y el Espíritu Santo. ¡Prefiero renunciar a mi posición que a mi fe!

Gisela asintió. Al principio la idea de una vida ordenada le produjo temor, pero había empezado a considerar la opción con actitud serena. Al fin y al cabo, Arno Dompfaff, su viejo amigo de la infancia, había vivido libre y satisfecho e incluso dado órdenes a los caballeros que contrató para que custodiaran sus mercancías hasta Meissen. Y en Génova, donna Corradine gobernaba el palacio más confortable y lujoso que Gisela jamás había visto.

Si bien como mujer de un comerciante no podría dirigir una corte galante, donna Corradine llevaba una vida más que satisfactoria. Las mujeres de los concejales se encargaban del cuidado de los pobres, apoyaban orfanatos y hospitales. En realidad, a Gisela eso le parecía más gratificante que mantener un convento de monjas —la clase de actividad que se esperaba de las mujeres de la nobleza— y al menos tan estimulante como organizar los entretenimientos infinitamente más tediosos de una corte galante.

Konstanze no participó en las deliberaciones. Ya sabía que amaba a Malik al Kamil y creía que el príncipe correspondía a sus sentimientos. Es verdad que nunca la había besado y que solo se acercaba a ella cuando ambos descansaban sentados en una roca frente al mar, pero siempre cabalgaba a su lado, conversaba con ella y le hacía pequeños regalos.

—En realidad mereceríais oro y piedras preciosas —se disculpó cuando le obsequió con un cofrecillo multicolor incrustado de caracolas que ella había admirado en una aldea de pescadores—, pero en estos pequeños asentamientos no hay nada que haga honor a vuestra belleza. Me gustaría abriros todas las cámaras de tesoro de Oriente. Quisiera vestiros solo con alhajas de oro, conduciros a través de los jardines del paraíso…

Dichas lisonjas cubrían sus mejillas de rubor, sobre todo por las noches, cuando Malik entonaba canciones a su belleza en su propia lengua. Entonces, a veces le cogía la mano y le sonreía. Parecía darle mayor valor al suave roce que a los besos que las parejas solían intercambiar en Occidente. Konstanze se estremecía cuando los dedos largos y oscuros de Malik rozaban los suyos. Escuchaba los versos de los poetas árabes y sarracenos pronunciados por su aterciopelada voz y soñaba con abrazos y besos a la sombra de palmeras y mimosas.

Pero en relación a su futuro junto al príncipe, Konstanze sentía una inseguridad mayor que Gisela y su Armand. Sin embargo, había algo que tenía muy claro: Malik no podía abjurar de su posición y su fe por ella. Dado el caso, sería ella la que debería dar un paso.

Konstanze procuraba no pensar en ello, pero no lograba reprimir sus fantasías. Observaba al príncipe y trataba de descubrir en qué se diferenciaba de los demás. ¿Qué aspecto de los musulmanes era tan horroroso como para que la Iglesia cristiana los persiguiera con tanta vehemencia? Porque en realidad no eran tan diferentes de los cristianos: Malik era un caballero, al igual que Armand, y había recibido una educación cortesana, lo cual suponía ejercer las virtudes caballerescas con mayor destreza que el hijo de un noble alemán.

Mientras que Armand siempre debía hacer un esfuerzo para hablar en el mismo idioma cortesano que Gisela y plegarse a sus juegos, al sarraceno el coqueteo amable le resultaba completamente natural. También incluía expresiones tan habituales como «¡Por Dios!», como todos los demás. Solo decía «¡Por Alá!» cuando hablaba en árabe, y en ese caso no se refería a Dios el Señor sino a Alá el Misericordioso. Malik rezaba cinco veces diarias y calculaba las horas correctas mediante un complejo artilugio astronómico. Se retiraba para orar, pero cuando en cierta ocasión Konstanze lo siguió presa de la curiosidad, la invitó a arrodillarse a su lado y rezar una oración.

—Los musulmanes no reniegan de Dios sino de Jesús —le explicó Armand cuando le preguntó en qué se diferenciaba la fe de Malik de la suya—. Y también del Espíritu Santo y de todos los otros santos, pero reconocen a una parte de ellos como profetas. Consideran que Nuestro Salvador (¡que Dios les perdone!) solo es un orador anterior a su profeta Mahoma. Pero ello no les impide celebrar su cumpleaños e incorporar la historia de su nacimiento en el Corán. Para ellos, los cristianos y los judíos no son verdaderos infieles, solo consideran que han equivocado el camino. Toleran su presencia en sus comunidades y no los acosan, a menos que uno considere que las obligaciones tributarias equivalen a evangelizar por la fuerza. Los cristianos y los judíos pagan impuestos más elevados y por eso muchos se convierten. ¡Desgraciadamente, hay que reconocer que nuestros correligionarios optan por la condenación eterna en aras del mezquino dinero! La doctrina herética de los judíos es mucho más sólida. En tierras árabes hay muchos judíos ricos; en cambio, los cristianos son todos pobres.

«Y por supuesto que confían en mejorar su situación si logran expulsar a los musulmanes», pensó Konstanze. Empezaba a comprender ciertas cosas. Los comentarios de Armand también contenían una clara advertencia: quien abjuraba del cristianismo iba a parar al infierno. Konstanze no sabía si el amor de Malik merecía correr ese riesgo. Así que de momento procuró vivir en el aquí y el ahora y disfrutar de los momentos que compartía con él. Era feliz cuando el sarraceno recogía flores para ella y le trenzaba una corona, cuando tocaba el laúd que donna Maria Grazia le había regalado a Gisela y cuando le dedicaba bellas palabras, como si fuera un poeta.

—Tu piel es más pura y blanca que el mármol —susurró el sarraceno cuando vieron resplandecer las montañas de Carrara al sol—. Y eres más hermosa que todas las estatuas de mármol esculpidas por un artista. ¡Oh, sí, los griegos y romanos eran maestros de dicho arte y sus imágenes de las diosas son capaces de tentar a cualquier creyente! Pero en esos pechos perfectos no late un corazón, y ningún alma ilumina sus ojos…

Magdalena observaba todo aquello con envidia, a pesar de que procuraba que ese sentimiento pecaminoso no aflorara en ella. Desde que abandonaran Génova, no osaba acercarse a Wolfram pese a que el caballero de vez en cuando le lanzaba miradas ardorosas. Pero ello no ocurría con frecuencia: en general, Wolfram permanecía junto a Nikolaus y Magdalena ya no se atrevía a acercarse a él.

En realidad hubiera sido mejor quedarse en Génova con donna Corradine, tal como Konstanze le había aconsejado. Los Grimaldi llevaban una gran casa, los criados viajaban mucho… quizás en algún momento hubiera conocido a un muchacho de su misma posición que la amara. Pero Magdalena se negaba a renunciar a sus esperanzas. Ahora que todos sus pecados habían sido lavados, nada se interponía a su peregrinaje a Jerusalén. ¡Si Hannes lograba hacerse con barcos que los llevaran hasta la otra orilla, puede que su sueño acabara por cumplirse! Entonces seguro que también Nikolaus la perdonaría.

Magdalena había aprendido a temer a Nikolaus y los monjes, pero aún no había aprendido a odiarlos.

Por fin los cruzados abandonaron las montañas y descendieron a la llanura del Arno, un río que pese a la sequía todavía era ancho, de color pardo y correntoso. Sus orillas eran fértiles, pero la escasa cosecha ya había sido recogida: los campesinos del lugar también se habían visto afectados por la sequía.

Pisa, la adversaria más poderosa de Génova en la lucha por la hegemonía comercial en Liguria, se encontraba en la desembocadura del Arno, junto al mar. Al igual que Génova, Pisa era rica y también allí se distinguían las iglesias y los palacios desde lejos. Lo primero que hicieron los cruzados fue dirigir la mirada al puerto: había numerosos barcos, pero también los había en Génova.

Quien controló la entrada en la ciudad fue Hannes. Mandó formar la tropa y obligó a Nikolaus a encabezarla, cantando y rezando. Al pequeño profeta no parecían quedarle muchas fuerzas; se le veía malhumorado y ensimismado. Sin embargo, una vez más logró entonar sus canciones y arrastrar a los niños. Solo dos mil cruzados entraron en Pisa, pero con un aspecto más enérgico y decidido que el contingente más numeroso y exhausto de las semanas anteriores.

Los guardias les abrieron las puertas sin consultar a los cónsules y canónigos. Esa ciudad se las arreglaría con dos mil visitantes, y quizá ya habían sido advertidos con anterioridad: no cabía duda de que Pisa disponía de espías en Génova.

Y en efecto: los concejales les dieron la bienvenida a Nikolaus y sus huestes en la plaza de la catedral y los ciudadanos les ofrecieron comida en abundancia. No obstante, cuando surgió el tema de los barcos se mostraron reservados, aunque en esta ocasión Nikolaus formuló el pedido de manera más correcta. En su discurso, no injurió a los comerciantes sino solo a los impíos genoveses, lo cual agradó a los pisanos, pero ¿una travesía gratuita para dos mil personas?

—Eso supondría tres o cuatro naves —reflexionó el cónsul, en cuya casa se hospedaba Malik; también les dio la bienvenida a Konstanze, Gisela y su séquito.

«Naos» era el nombre que recibían las naves en que transportaban mercancías y personas allende el Mediterráneo. Durante las cruzadas habían transportado los ejércitos mediante esas embarcaciones abombadas, que disponían de grandes escotillas para cargar caballos y mulas. Completamente cargado, cada nao podía transportar setecientos guerreros y si los cruzados más menudos y enclenques se apretujaban, quizá todavía más.

—Y alimentarlos. Por caridad… —Scacchi, el cónsul, sacudió la cabeza. Ante todo, él era un comerciante.

—A lo cual se suma la pregunta de si vuestro Dios os compensará por los dos mil mártires que estáis considerando crear —comentó Malik.

El príncipe no había dejado de sonreír para sus adentros. Al parecer, el cónsul —un hombre regordete y nervioso— había olvidado que estaba considerando la posibilidad de transportar a los archienemigos de su huésped hasta el hogar de este.

—No me malinterpretéis, don Scacchi, ello no afectaría nuestras relaciones. Al contrario, os estaríamos agradecidos. A todos los soldados les gusta hacerse con un buen botín, sobre todo si no han de esforzarse por obtenerlo. Mi padre enviaría una docena de caballeros contra esta cruzada y todos acabarían en el mercado de esclavos de Alejandría. Por otra parte, la mayoría de los esclavos cristianos se convierten al islam en sus primeros tres años de cautiverio.

Don Scacchi soltó un suspiro de alivio.

—Esos son argumentos de peso —dijo.

—Aparte de los muchos niños que sucumbirían en el desierto —añadió Konstanze—. Han sobrevivido a las largas marchas, al frío de los Alpes, al calor de Lombardía. Y ahora encima deberán atravesar un desierto… Don Scacchi, habría que advertirles de que nadie los depositará ante las puertas de Jerusalén, que no contarán con ninguna ayuda para recorrer más de cien millas de desierto.

—Ni siquiera llegarían hasta allí —dijo Malik en tono indiferente.

Armand pasó la noche en la encomienda de los templarios de Pisa, donde hacía tiempo que la decisión había sido tomada: la orden no proporcionaría ningún barco.

Pero Hannes tampoco se quedó mano sobre mano. Esta vez no confió en las negociaciones con los concejales, sino que se dirigió al puerto y fue de un barco a otro hablando con los propietarios. Al día siguiente sorprendió a los cruzados con una noticia asombrosa.

—¡Quinientos de nosotros podremos embarcar dentro de dos días! —proclamó—. Dos barcos de carga de Acre están dispuestos a transportarnos. No llevan una carga completa, pero es una carga muy valiosa. Los comerciantes han pagado muy bien a los capitanes y estos son personas temerosas de Dios. Por el bien de sus almas, ocuparán el lugar sobrante con cruzados. Y también encontraré el modo de cruzar el mar para los demás. Puede que me lleve cierto tiempo, pero ¡os prometo que todos llegaremos a Palestina!

Los cruzados lo vitorearon y los primeros en embarcarse fueron los niños que habían atravesado el Brennero con Hannes. Nikolaus y los monjes parecían tan sorprendidos como los concejales y templarios.

—¡Podemos prohibírselo a esos capitanes, desde luego! —dijo don Scacchi durante la subsiguiente y violenta discusión en el ayuntamiento—. Pero la verdad es que no se me ocurre qué razones alegar. No está prohibido transportar pasajeros gratis, da igual adónde y con qué motivo. Claro que interrogaremos a los capitanes y les prohibiremos que atraquen y comercien en Pisa, en caso de que resulten culpables de engañar a los niños, como esos malnacidos de Marsella. Pero de lo contrario…

—… de lo contrario os alegráis de que os liberen de los cruzados —comentó el comandante del Temple de Pisa.

El cónsul sonrió.

—No lo habría expresado con tanta dureza, monseigneur, pero sí: supondría un alivio si este asunto se resolviera a satisfacción de todos.

—Entonces aguardemos hasta ver a qué nos enfrentamos —replicó el templario—. Espero que dispongáis de guardias para impedir cualquier alboroto si todos tratan de embarcarse al mismo tiempo en las dos naves…

Pero asombrosamente, dicha aglomeración no se produjo. Armand no lo comprendía, pero en vez de la alegría esperada, la vacilación y la inquietud se abatieron sobre los cruzados. Habían seguido a Nikolaus durante mucho tiempo, ¿y ahora de pronto resultaba que quien les proporcionaba la solución era Hannes, un campesino a quien Dios jamás había tocado?

Finalmente, el hermano Bernhard se encargó de provocar una sorpresa aún mayor cuando a la mañana siguiente declaró que Nikolaus no se embarcaría en las hospitalarias embarcaciones.

—Nikolaus dice que el Señor no lo ha llamado —explicó el monje—. Y os advierte a todos del peligro que suponen los falsos profetas.

—Se trata de una lucha por el poder —observó Gisela.

Los amigos escucharon el discurso del monje desde el balcón de un palacio situado frente a la iglesia de Santa Caterina.

—Es evidente que Hannes planeó la travesía sin consultar a Nikolaus. Y ahora este se lo hace pagar.

Konstanze frunció el ceño.

—¿Lo crees así? —preguntó, ocultando el libro que sostenía entre los pliegues de su falda.

Armand acababa de salir al balcón y no quería que viera el Corán en sus manos.

—Pues yo no creo que Hannes y Nikolaus se hayan peleado; eso ocurriría de modo mucho más dramático. Sabes hasta qué punto el muchacho pierde los estribos cuando algo lo enfurece. Se pondría ante sus huestes y protestaría. ¡En cambio, solo se presenta ese monje horroroso y dice cuatro palabras! —Desde que Magdalena le había contado su experiencia con el franciscano, este le resultaba repugnante.

Armand no le prestó atención a su libro y asintió con aire pensativo.

—El conflicto es entre Hannes y los clérigos. El comandante Selva tiene razón: la meta de estas cruzadas nunca fue Palestina. Si Hannes traslada a los niños a la otra orilla, estaría haciendo lo mismo que Ferreus y Posqueres. Pero eso no ocurrirá: seguro que un par de ellos lo seguirán, pero la mayoría permanecerá con el contingente dirigido por Nikolaus.