Don Guillermo se alegró mucho de recuperar su caballo de batalla y a la mañana siguiente despidió a Armand y sus amigos con numerosos presentes. Como Armand no quiso aceptar nada más, donna Maria resolvió el problema regalándole un nuevo ajuar a Gisela. La muchacha se quedó con el vestido que había llevado durante el torneo y además recibió un puñado de joyas de oro y plata cuajadas de piedras preciosas. Y para sorpresa de Konstanze, su regalo fue una pesada cadenilla de oro. Dimma y Magdalena recibieron broches de plata y la castellana hizo llenar todas las mochilas y alforjas con abundantes provisiones.
—¡Alcanzarán hasta que lleguemos a Génova! —exclamó Gisela cuando volvieron a unirse al contingente principal en el camino que conducía al sur.
La multitud que seguía a Nikolaus entonando canciones aún era imponente. El pequeño predicador y los monjes no les dieron descanso y el ejército de los niños marchó hacia el mar rezando oraciones.
—En realidad, ya debierais haber caído de rodillas llorando y hacer profesión de la fe cristiana —dijo Konstanze a Malik.
El príncipe sarraceno se había unido al grupo de Armand y, fascinado, observaba a los ocho mil inocentes que habían emprendido aquella extraña cruzada para convertir a su pueblo.
Le dedicó una sonrisa a Konstanze. Que hubiera perdido la timidez ante él con tanta rapidez lo hacía feliz. En el camino de Piacenza a Rivalta había cabalgado a su lado y pronto entablaron conversación, a veces en su lengua, otras en la de ella. A Malik le encantaba oírla hablar en el anticuado árabe que utilizaba; había averiguado que provenía sobre todo de las obras de grandes médicos y filósofos y le agradaba oírla citar las palabras de los poetas.
Konstanze también disfrutaba de la conversación. La hermana María nunca había hablado en su idioma, solo lo había leído. Ahora la muchacha se embriagaba con la curiosa melodía de la lengua árabe… y también con la suave voz del hombre. Disfrutaba de la ocasional mirada irónica de sus ojos almendrados y de sus labios un tanto estrechos pero suaves que casi siempre sonreían, a los que realmente le hubiera gustado besar…
—Si vos lo deseáis, sayyida Konstanze —un apelativo equivalente a «gran señora»— me arrojaré al suelo: una plegaria pronunciada por vuestros labios también podría conmoverme hasta las lágrimas —contestó el príncipe, cortés—. Pero la esperanza de que el ejército de mi padre caiga de rodillas al ver unos cientos de niños francos y le rece a Jesucristo me parece un tanto disparatada.
—Al principio eran veinte mil —interrumpió Gisela en tono malhumorado. Seguro que el príncipe tenía razón, pero no lograba olvidar los numerosos niños a los que había visto morir durante la marcha a través de los Alpes. Niños inocentes que habían creído en aquello de lo cual Malik se burlaba.
El joven sarraceno sacudió la cabeza.
—¡Aunque hubiesen sido cincuenta mil, noble señorita! ¿De verdad creéis que ello conmovería a los descendientes de las personas a quienes vuestro ejército de cruzados masacró hace justo cien años? En aquel entonces, Jerusalén estaba bañada en sangre, la sangre de viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños, musulmanes y judíos… e incluso de cristianos, a los que también asesinaron. Dijeron que Dios ya se encargaría de separar las almas. Creedme, señorita Gisela, no necesitamos arengas para ir a la guerra santa, ni que nos perdonen nuestros pecados, y tampoco hacen falta milagros para llamar a las armas a nuestros hombres. ¡A ellos los impulsa el odio! ¡Ni vuestro Papa ni vuestro Dios pueden ser tan ingenuos como para enviar a un ejército de niños para enfrentarse a ellos!
—Según tu opinión, ¿quién está detrás de todo este montaje? —le preguntó Armand, en parte para apaciguar los ánimos—. También oíste hablar de la cruzada en Francia, ¿no?
Malik asintió.
—Desde luego: un montón de esclavos para los mercados egipcios.
—¿Esclavos? —repitió Konstanze, presa del espanto—. Al parecer, el mar no se abrió para ese tal Stephan.
—No —contestó Malik en tono sereno—. Y para su considerable asombro, he oído decir. Pero poco después, dos comerciantes cristianos se ofrecieron para transportar unos miles de niños a Tierra Santa. Dicen que embarcaron a cinco mil.
—¿Por caridad? —preguntó Gisela.
—Podría llamarse así —sonrió Malik—. Pero, por supuesto, el objetivo de esos bellacos era otro. Ignoro en qué mercado de esclavos acabarán, tal vez en el de Messina o el de Córcega. El más probable es el de Alejandría, puesto que allí se obtienen los precios más elevados.
—¡Eso es terrible! —exclamó Gisela—. ¿No podemos… no podríais…? —añadió, contemplando a Malik y Armand en busca de ayuda.
Más que en pensar en los niños en cuestión, Armand reflexionaba sobre el aspecto político.
—¿Así que quienes están detrás de todo son tratantes de esclavos? ¿Lo dispusieron todo para que los niños acaben en los mercados egipcios?
El joven caballero casi parecía decepcionado. Al fin y al cabo, hacía semanas que cavilaba acerca de posibles conspiraciones.
Malik negó con la cabeza.
—No lo creo. Sería demasiado complicado y costoso. No, no: los tratantes de esclavos se limitaron a aprovechar las circunstancias. Quien está detrás de la cruzada de los niños es ese tal Francisco.
Malik mencionó el nombre como de paso, pero Armand reaccionó como si lo hubiera picado una tarántula.
—¿Lo creéis así? ¿Que fueron los minoritas? Pero ¿por qué? ¿Qué pretenden conseguir con ello?
—No lo sé —contestó Malik—. Pero su jefe también está de camino a Alejandría, o al menos planea estarlo. Con la misma intención: la conversión mediante un milagro. Puede que Francisco piense reunirse allí con los niños.
—Sí, ese podría ser su plan —dijo Armand—. Quizá le remuerda la conciencia y ahora quiera ponerse a la cabeza de la cruzada él mismo. ¿Acaso Francisco también piensa atravesar el mar andando o cogerá un barco?
—Que yo sepa, piensa embarcarse en Messina —respondió Malik riendo—. El rey de Sicilia intentó hacerlo desistir, pero no lo logró.
—Así que recorrerá la misma ruta que los niños franceses —comentó Armand—. ¿Estás seguro de estar en lo cierto en el asunto de los tratantes de esclavos? Me refiero a que ignoro quién está detrás de ese Stephan, pero seguro que en su caso también había un hermano Bernhard o un hermano Leopold. Y esos no son tontos.
—Pero ¡Stephan es mucho mayor que Nikolaus! —exclamó Konstanze—. Si a él también se le subieron los humos a la cabeza, puede que ahora se niegue a aceptar órdenes de nadie.
—O que los monjes esperen reunirse con su jefe en Alejandría y supongan que él logrará controlar a los tratantes de esclavos —añadió Malik.
—De todos modos, parece que goza de grandes dotes de persuasión y si encima ha recibido instrucciones del Papa y los amenaza con la excomunión… Los tratantes son cristianos, ¿verdad?
Malik asintió.
—Hugo Ferreus y Guillermo de Posqueres, mercaderes de Marsella.
—No obstante, queda una pregunta: ¿qué obtiene Francisco? —repuso Konstanze—. ¿Acaso realmente cree en esas instrucciones? Una cosa son unos cuantos niños y personas sencillas, pero ¿la Iglesia? ¿Un hombre como Francisco de Asís? Tiene que estar al tanto de la situación en Tierra Santa. ¿Cómo puede confiar en que…?
Konstanze se interrumpió. En el fondo, todo el asunto era atroz: una conspiración que hacía que miles de personas atravesaran los Alpes para luego embarcarse en un barco de esclavos. Hasta entonces había creído que las cosas no podían empeorar más, pero para los seguidores de Stephan la pesadilla acababa de comenzar.
—Incluso Francisco de Asís puede ser un ingenuo —dijo Armand, mordiéndose el labio inferior como siempre que reflexionaba—. Un soñador que dirige sus sermones a las aves y las ardillas, si no dispone de otro público. Pero ¡Inocencio III no es ningún ingenuo! Si ha apoyado esto debe de tener sus motivos. Me gustaría saber si le parece bien que los franceses atraviesen el mar.
—O si en Génova también hay barcos aguardando —añadió Gisela—. ¡Si quienes están detrás son los tratantes de esclavos, seguro que volverán a intentar la misma jugada!
—¡No necesitamos barcos, el mar se abrirá! —dijo Rupert, que había vuelto a ponerse a la par de Gisela; estaba ofendido porque consideraba que hacía demasiado tiempo que ella charlaba con Armand, y encima con ese sarraceno—. Y cuando los paganos contemplen los milagros que Jesús es capaz de obrar… —añadió, lanzándole una mirada hostil a Malik.
—¿Quién te ha pedido opinión, siervo? —le espetó el príncipe.
A Malik le era indiferente quién había organizado la cruzada de los niños, pero Rupert despertaba su más absoluta desconfianza y consideraba que Armand lo trataba con excesiva consideración. Además, el príncipe se había enterado del accidente ocurrido en los Alpes y ello lo alarmaba todavía más que el asunto de los caballos cambiados. El sarraceno abogó por azotar al siervo, obligarlo a confesar y acto seguido cortarle la cabeza o bien entregarlo a la justicia. Pero Gisela salió en defensa del muchacho al que debía su libertad, argumentando que sus actos eran condenables pero solo producto de la estupidez, los celos y las fantasías erróneas alimentadas por el descabellado mensaje de Nikolaus.
—Seguro que en realidad no quería matarte. Solo… solo que se enfadó… no es más que un campesino tonto. Dimma tiene razón: yo le di esperanzas. Te ruego que lo dejes en paz, Armand, al menos hasta que lleguemos a Génova. Entonces comprenderá que su feudo en Jerusalén solo era un sueño y podremos decirle que se marche.
Lo demás quedó en el aire. Al fin y al cabo, la propia Gisela no sabía adónde los llevaría el destino a ella y Armand después de Génova. De momento, ningún miembro del ejército reflexionó acerca de lo que ocurriría más allá de la ciudad portuaria del norte de Italia. Incluso los niños que depositaban toda su fe en Nikolaus, apenas se imaginaban qué sucedería más adelante. Ya estaban exhaustos… y la travesía a Tierra Santa tardaría semanas, incluso en barco. Si avanzaban a pie les llevaría meses. Si algo los mantenía en pie, solo era la idea del milagro que al menos les proporcionaría una prueba. ¡En Génova descubrirían si Dios realmente estaba de su parte!
Magdalena no tenía dudas. Había vuelto a unirse al grupo de Wolfram y compartía generosamente su mochila repleta, pero de momento no le mostraba su broche de plata a nadie. ¡Ese solo le pertenecería a ella! Lo llevaría cuando ella y Wolfram prestaran juramento ante los demás caballeros. Magdalena había oído hablar a las muchachas del castillo de Rivalta acerca de la manera en que la nobleza celebraba una boda. A partir de ese momento soñó con un beso rodeada de los caballeros, vasallos y terratenientes de Wolfram y le daba igual que fuera en un feudo de la dorada Jerusalén o en el castillo de Guntheim, junto al Rin.
Por las noches se sentaba a los pies de su amado embargada de felicidad y escuchaba los últimos sermones de Nikolaus antes de que ocurriera el milagro. Solo faltaban dos o tres días para que llegara el momento… y quizás entonces Wolfram le permitiera montar en su caballo y ya no tendría que caminar.
Poco antes de alcanzar la meta, el camino se volvió dificultoso una vez más. La llanura lombarda dio paso a las estribaciones de los Apeninos —una imponente cadena montañosa— y el contingente atravesó campos de trigo y viñedos secos. Los viticultores parecían más satisfechos que los campesinos. Puede que el Año del Señor 1212 no prometiera una gran cosecha, pero sí una que produciría un vino maravilloso, de sabor intenso y dulce.
Nikolaus condujo a sus huestes cada vez más excitadas a través de la cadena de colinas que rodeaba Génova. Otra vez tuvieron que escalar cimas, y por las noches Konstanze se ocupaba de los niños al borde de la extenuación y sin embargo demasiado excitados para conciliar el sueño. Algunos cantaban todo el día y hacían ondear banderas. Konstanze se preguntó de dónde habrían sacado fuerzas para cargar con ellas durante todo el trayecto. Algunos de ellos, afiebrados y enfermos hacía tiempo, desfallecieron la noche del día anterior, antes de alcanzar la ciudad. También la pequeña María, la predilecta de Dimma, sucumbió a la fiebre. Cuando los cruzados por fin vieron el mar, las mujeres de la corte de Gisela la lloraron en vez de prorrumpir en vítores jubilosos como los demás.
Los cruzados pasaron la última noche del viaje en las colinas y desde el campamento de Gisela se disfrutaba de un magnífico panorama del puerto. Por fin Gisela escapó del ambiente opresivo que reinaba en torno a la hoguera, no sin lanzarle una mirada significativa a Armand. El joven caballero la interpretó correctamente y la siguió. Se besaron a la luz de las estrellas y de la luna llena que se reflejaba en el mar infinito. Ante este se elevaba la silueta de Génova, las torres de sus iglesias y palacios, y el faro cuya luz parecía enviarles un saludo.
—¿Crees que nos franquearán el paso? —susurró Gisela.
Armand se encogió de hombros.
—Espero que sí. Y si no fuera así, tendremos que partir el mar en la playa, cosa que sería mejor porque no podemos desecarles el puerto a los genoveses —dijo guiñándole un ojo.
—¡Eres incorregible! —lo regañó ella—. Casi tanto como tu amigo pagano. Mañana sería mejor que lo ocultaras, de lo contrario son capaces de echarle la culpa del fracaso de Nikolaus.
—Pasado mañana —la corrigió Armand—. El mar parece estar muy próximo, pero no alcanzaremos la ciudad antes de mañana por la noche y entonces Malik nos abandonará. Los concejales aguardan su llegada y seguro que lo recibirán con todos los honores. Mantienen negociaciones sobre relaciones comerciales.
Gisela sonrió con aire cómplice.
—Pues no creo que el señor Malik nos abandone con tanta rapidez —comentó—. Teme que tú acabes por enviar a su Konstanze al convento de la madre Ubaldina. ¿Es que puede casarse con él, Armand? ¿O es imposible porque Malik es un pagano?
Armand volvió a encogerse de hombros. Él también se había percatado de la atracción creciente entre Malik y Konstanze, pero no tenía suficiente información sobre las circunstancias familiares de su amigo como para poder contestar.
—Depende del número de mujeres que ya tenga —dijo—. Claro que puede acoger a Konstanze en su harén como concubina, pero solo puede tener cuatro esposas…
Gisela suspiró.
—Es injusto —dijo—. ¡Él puede darse el lujo de tener cuatro mujeres y tú ni siquiera puedes tener una!
Armand rio y le besó la frente.
—Podemos convertirnos al islam, querida mía. Entonces seguro que me acogerá en el círculo de sus caballeros y me otorgará un feudo. Aunque en ese caso, yo también podré escoger tres mujeres más… Quizás incluso me regalen un par, ¡el sultán es muy generoso!
Gisela se persignó, pero no pudo reprimir una sonrisa.
Magdalena estaba tendida junto a su caballero bajo las estrellas y se sentía feliz, pese a que Wolfram la había poseído con dureza sin tener en cuenta sus sentimientos. Se había peleado con Roland y Hannes, la discusión giraba en torno a si debían emprender camino a través del fondo del mar la noche siguiente o acampar unos días en Génova. Hannes estaba a favor de lo último: veía que, a pesar de la alegría forzada, las canciones y las plegarias, los niños estaban agotados.
Wolfram quería presenciar el milagro. Enfadarse al respecto era inútil, porque de todas maneras dependería de la decisión de Nikolaus. Pero los muchachos estaban irritados y agresivos; ninguno de ellos hubiera reconocido que se enfrentaban a la partición de las aguas con dudas y temor. En efecto: sus temores aumentaban cuanto más se acercaban al mar. Solo Nikolaus era la tranquilidad personificada. Volvió a hablar de los milagros que los aguardaban en Jerusalén, de las calles doradas y los manjares que les servirían los ángeles.
Magdalena lo escuchaba embargada de felicidad y se acurrucó contra él. Le hubiese gustado besarlo y acariciarlo, y soñaba con que le dedicara palabras de amor. Pero consideró que era normal que estuviera tan tenso. Una vez que el milagro hubiera ocurrido, cuando el mar se dividiera y las puertas de la dorada Jerusalén se abrieran ante ella, ¡entonces también se cumpliría el milagro de Magdalena!
El último día de marcha no supuso mucho esfuerzo. El camino era cuesta abajo y muchos niños —los que aún tenían fuerzas— corrían, danzaban y cantaban. Percibían el olor a mar y era como si la ciudad bañada por el sol parpadeara.
Y entonces, por la noche, se les abrieron las puertas de la rica ciudad mercantil. Mientras la multitud de niños convergía en la plaza San Lorenzo y admiraba la inmensa iglesia, los marmóreos palacios y las amplias calles, Armand se dirigió a la encomienda de los templarios.
Rupert decidió aprovechar su ausencia y mezclarse con el contingente acampado junto con las muchachas. ¡El grupo no necesitaba a Armand, ese día era más importante permanecer lo más cerca posible de Nikolaus! Tampoco había que ocuparse de conseguir alimentos: los patricios genoveses ya estaban montando cantinas ante la catedral. Según Rupert, debieran haber pasado esa última noche antes del milagro cantando y rezando, como todos los demás cruzados que aún tenían fuerzas para hacerlo.
No obstante, Malik insistió en llevarse al pequeño grupo de Gisela al palacio de sus anfitriones y las muchachas estuvieron de acuerdo. Hacía tiempo que Gisela deseaba ver el interior de un palacio patricio; ya había admirado los edificios de Piacenza, aunque con cierta desaprobación, puesto que pertenecían a ciudadanos normales. En Colonia y Maguncia, los patricios aún no osaban hacer ostentación de su riqueza, aunque seguramente sus casas también eran muy confortables.
Sin embargo, el palacio de la familia Canella-Grimaldi al que Malik las condujo eclipsaba todo lo que habían visto hasta entonces. Hasta la muy segura de sí misma Gisela enmudeció al ver los salones de recepción adornados con alfombras y estatuas de mármol.
La dueña de la casa, una mujer de mediana edad que vestía ropas más preciosas que donna Maria Grazia, la castellana de Rivalta, los recibió con cortesía. Donna Corradine condujo a Gisela y Konstanze al cuarto de baños, les asignó unas criadas; también trató a Dimma con tanto comedimiento que la vieja doncella se sintió como una princesa.
Durante el siguiente banquete las mujeres estaban presentes, desde luego, y Gisela destacó gracias a los modales aprendidos en la corte galante, mientras que al principio Konstanze no supo muy bien qué hacer con ese nuevo instrumento: el tenedor. Pero a sus anfitriones y demás huéspedes —al parecer estaba presente medio concejo municipal— ello parecía resultarles indiferente. Se morían de ganas de interrogar a las jóvenes acerca de aquella curiosa horda de niños que rezaban y cantaban en su ciudad.
—¡El chiquillo es encantador! —dijo una de las matronas que había repartido limosnas en la plaza de la catedral y oído predicar a Nikolaus—. Y predica de manera tan conmovedora, tan seria… seguro que su fe es muy firme. Pero ¡algunos de sus seguidores son unos auténticos granujas! ¡Basta con mirarlos para saber lo que puedes esperar de ellos! Y las muchachas… algunas parecen tan puras como la nieve, pero otras seguramente se pelearán esta misma noche con las mujerzuelas de la ciudad cuando pretendan ocupar sus puestos.
Konstanze se sonrojó. Confiaba en que Magdalena estuviera al cuidado de Wolfram.
Armand comía con el comandante y otros dignatarios de la encomienda de los templarios. Guillaume de Chartres había anunciado su presencia y manifestado su preocupación por el tiempo que permaneció sin noticias suyas. Quizás el Gran Maestre había contado con recibir una carta desde Milán, pero los templarios asintieron con la cabeza cuando les contó por qué habían evitado la ciudad-república.
—Los milaneses y el Papa vuelven a estar enemistados —dijo el comandante, un mediterráneo impetuoso que seguramente manejaba el arma con la misma destreza que las palabras—. El consejo municipal habla pestes de toda la Iglesia. Puede que hubieran acabado con todo este asunto… aunque ahora ya casi es demasiado tarde. Habría que haber puesto fin a toda esa insensatez en Colonia.
Su suplente, un hombre mayor y más juicioso, sacudió la cabeza.
—Pero ¡si los franceses ya lo intentaron! Era imposible encarar el tema de manera más sensata que su rey, pero el asunto acabó por superarlos a todos.
Armand hizo preguntas sobre la cruzada francesa y averiguó unos cuantos detalles. Como siempre, los templarios estaban bien informados.
—Hugo Ferreus y Guillermo de Posqueres raptaron a los niños e hicieron el negocio de su vida. En su mayoría eran muchachas y muchachos fornidos, a los débiles los dejaron en manos de los ciudadanos de Marsella, que ahora han de ver cómo se las arreglan. ¡Los acompañaban nada menos que cuatrocientos clérigos!
Armand casi se levantó de un brinco.
—¿Franciscanos? —preguntó.
—En un número menor —contesto el templario—. Eran benedictinos y también unos cuantos minoritas, claro está. Pero lo dicho: la mayoría se quedó en Marsella con los niños a los que no les permitieron embarcarse. Estaban inconsolables, puesto que ignoraban de lo que se habían salvado. Ahora se dirigen con ellos a Roma.
—¿Por qué a Roma? —preguntó Armand y bebió un trago de vino.
—Para eximirlos de su juramento —le informó el comandante—. De lo contrario, quedarían obligados de por vida. No sé si realmente lograrán llegar a Roma… Aún han de estar en camino. De los demás solo sabemos que el sultán de Alejandría acaparó a todos los clérigos. Una decisión muy sabia, desde su punto de vista. Los instale donde los instale, nunca más tendrán la oportunidad de predicar. Claro que sus representantes en Tierra Santa elevaron protestas, algunos de los nuestros todavía están negociando en su nombre, pero el resultado es incierto.
—¿Y los niños?
Armand no sentía mucha compasión por los monjes: eran adultos y debían estar preparados para enfrentarse al destino como mártires.
El templario se encogió de hombros.
—Dispersados a los cuatro vientos.
Armand suspiró.
—¿Entonces opináis que Ferreus y Posqueres iniciaron todo el asunto? —preguntó—. Un amigo mío…
El vivaz comandante lo interrumpió con un gesto.
—¡No, no! Imposible. ¡Esos dos jamás pueden haberlo planeado! Incluso debido a las dos cruzadas con distintas metas, puesto que hubiese sido más sencillo unir ambos ejércitos antes de embarcarlos. También podrían haber conducido la cruzada alemana a Marsella: ¿cómo habría de saber alguien como Nikolaus cuál es el camino más corto hasta el mar? Si queréis saber mi opinión, monsieur Armand, os diría que Ferreus y Posqueres les quitaron esos niños a alguien delante de sus narices. Resultará muy interesante averiguar quién bendecirá a vuestras huestes mañana, cuando los milagros brillen por su ausencia.
Al día siguiente, los cruzados ya estaban en pie de madrugada y, antes de que se abrieran las puertas de la ciudad, los niños formaron detrás de Nikolaus para marchar en procesión hasta la playa. Se les unió un gran número de ciudadanos genoveses y cuando por fin todos se reunieron a orillas del mar entre cánticos y rezos, Armand contempló los rostros de jóvenes y viejos, creyentes y escépticos, felices y temerosos.
Resultaba fácil distinguir a los curiosos de los cruzados, todos de aspecto andrajoso y demacrado. Las únicas excepciones eran los monjes, la guardia de corps de Nikolaus y el grupo que rodeaba a Gisela. Mediante la ayuda de la activa donna Corradine, Dimma había obtenido nuevas ropas para los niños a su cargo. Los excitados pequeños montaban de a dos en las cabalgaduras de Konstanze, Dimma y Gisela. Las muchachas presenciaban el espectáculo junto con sus anfitriones. Gisela montaba a Esmeralda, Konstanze a Comes, y Dimma, en su yegua alazana, se mantenía un poco por detrás de los señores. Armand, que había vuelto a reunirse con sus amigos y había sido presentado a la familia Grimaldi, montaba un caballo de batalla negro de aspecto amenazador procedente de las caballerizas de los templarios; al igual que Malik, iba fuertemente armado. Donna Corradine y su esposo estaban acompañados por dos lanceros.
—En caso de que se produzcan disturbios… —dijo Armand a los demás en tono preocupado.
Era de suponer que los templarios albergaban los mismos temores; el comandante y tres de sus caballeros también habían hecho acto de presencia y se agruparon en torno a las mujeres y los concejales de Génova, como por casualidad.
Rupert, que se sentía incómodo en esa compañía, se abrió paso hacia delante. Magdalena procuró situarse junto a Wolfram, pero este no le prestó atención: mantenía la mirada clavada en Nikolaus, que en ese momento se apeaba lentamente de su litera entonando una canción.
—«Bellísimo Jesús, soberano de soberanos, alegría y corona de mi alma…». —La letra fue coreada por mil gargantas y se elevó al cielo. Después reinó el silencio.
Nikolaus se acercó a la orilla y agitó su cayado de peregrino.
—¡Bienamado Jesús Nuestro Señor! Te agradecemos que nos hayas conducido hasta aquí sanos y salvos.
Dimma soltó un bufido.
—Y confiamos en Tu bondad. ¡Ahora concédenos lo que nos has prometido! ¡Déjanos atravesar el mar hasta la sagrada Jerusalén sin mojarnos los pies, para liberarla de sus enemigos! —exclamó, y alzó el cayado.
Las olas del mar rompían contra la playa de Liguria, como todos los días de Dios, como siempre.
—¡Escucha a Tu fiel criado, Dios Nuestro Señor! He conducido a los inocentes hasta este lugar. ¡Que Tu infinita bondad nos ayude a seguir adelante!
Las olas seguían rompiendo en la orilla. Era un día claro y el mar parecía un espejo extendido ante los esperanzados niños.
Pero no se abrió.
Nikolaus metió los pies en el agua.
—¡Les enseñaré el camino a estos niños! —exclamó y siguió avanzando hasta que el agua le cubrió las rodillas. Entonces volvió a intentarlo—: ¡Señor! ¡Jesús, mi Señor! ¡Haz que las aguas se aparten ante tus niños!
Los presentes empezaron a inquietarse. Algunos genoveses rieron.
—¡Ábrete, mar! —chilló Nikolaus.
—¡Ábrete de una vez! —gritó Roland.
Y entonces los niños se echaron a llorar y gritar de rabia y decepción.
Nikolaus se desplomó en la arena, sollozando. Los monjes lo rodearon y uno empezó a cantar, lo que pareció calmar a los niños. El alboroto acabó tan rápidamente como había empezado: a la mayor parte de los cruzados ya no les quedaban fuerzas para quejarse.
Karl, quien al igual que todos los encargados del ejército de Armand había mantenido el orden en su grupo, abandonó a los trastornados niños y se acercó a Armand. Estaba muy pálido.
—Y ahora ¿qué? —preguntó.
Pero Armand no pudo contestarle.
De hecho, aquel día soleado de septiembre de 1212 no ocurrió mucho más. La multitud que acudió a la playa se dispersó, más silenciosa que furiosa. En pequeños grupos, los cruzados regresaron a la ciudad, mudos y muy asustados. Muchos lloraban en silencio, se aferraban los unos a los otros y tiritaban pese al calor estival. Las gentes de Génova volvieron a darles comida y donna Corradine y sus amigas repartieron vino especiado; en su mayoría, los niños solo bebieron un sorbo, pero la fuerte y dulce bebida pareció reanimarlos.
Las sanadoras montaron sus puestos de socorro, Konstanze con la ayuda de matronas genovesas. Sin embargo, ese día la cifra de paños necesaria para vendar pies lastimados fue menor que la de brebajes tranquilizantes. Donna Corradine apostaba por el vino, Konstanze por una decocción de hierba de San Juan. Algunas muchachas lloraban presas de la histeria y murieron algunos niños y adultos que ya habían enfermado en los días anteriores.
—¿Y ahora dónde se encuentra ese tal Nikolaus? —preguntó Oberto Grimaldi esa noche durante la cena.
Su esposa, Konstanze, Dimma y Gisela habían regresado muy tarde y exhaustas al palacio. Los Grimaldi había organizado otro banquete en honor a Malik al Kamil y, una vez más, se había reunido medio concejo municipal. Nadie habló de las relaciones comerciales con Egipto, el único tema fue la fracasada cruzada de Nikolaus.
—¿Al menos han llevado al niño a un lugar seguro? Corre peligro de que los demás lo asesinen.
—El obispo puso las dependencias de servicio de la catedral a su disposición —informó un concejal—. Los monjes se han atrincherado allí, junto con el muchacho. El niño ha de recuperar la calma; estaba fuera de sí, primero lloró y después se puso a gritar… Es mejor que de momento nadie lo vea, pero mañana habrá que encontrar una solución: no podemos alimentar a ese ejército de andrajosos muchos días.
Cuando Magdalena y Wolfram se unieron al consejo, Nikolaus ya se había tranquilizado.
Como muchos otros, al principio Wolfram se había quedado en la playa, desconcertado e incrédulo, con la esperanza de que el mar acabara por abrirse. Magdalena permaneció pacientemente a su lado y, cuando tuvo hambre, compartió sus últimas provisiones con él. Pero Wolfram casi no probó bocado; parecía aturdido.
La pequeña procuró encontrar palabras de consuelo.
—¡Quizá Dios haya cambiado de parecer! —dijo—. ¡A lo mejor nos conduce a Tierra Santa por otro camino!
Wolfram le lanzó una mirada furibunda.
—¡No hay otro camino! —espetó.
—¡Seguro que sí lo hay! —dijo Magdalena frunciendo el ceño—. ¡Dios conoce todos los caminos! ¡Podría enviarnos carros celestiales que nos trasladen a través del mar con mayor rapidez! Seguro que esta noche volverá a hablar con Nikolaus y mañana todo será diferente. ¡Ven, reunámonos con él para rezar! El pobre está tan desilusionado… Hemos de hacerle saber que nuestra fe aún es firme.
Mientras Wolfram se ponía de pie, el rostro de Magdalena se iluminó.
—¡Eso es, Wolfram! ¡Lo de hoy solo ha sido una prueba! Dios quería saber cuántos de nosotros todavía le somos fieles a Nikolaus aunque no haya obrado un milagro. ¡Dios solo quiere a los mejores, Wolfram! Ven, demostrémosle a Nikolaus que formamos parte de ese grupo.
Wolfram soltó un bufido de incredulidad, pero luego se puso en marcha para buscar a Nikolaus. Al principio resultó bastante difícil: Magdalena no hubiera podido acceder a la catedral por sí sola, pero cuando el caballero Wolfram insistió en tono firme, un joven capellán acabó por abrirle una puerta lateral y condujo a ambos a través de la sacristía hasta unas habitaciones destinadas al clero.
En un patio interior, el círculo íntimo estaba reunido en torno al pequeño predicador hablando en tono nervioso y alzando la voz. El respeto —que de costumbre acallaba a todos en presencia de Nikolaus— brillaba por su ausencia. Algunos muchachos lo criticaban con saña.
—¡No puedes quedarte aquí sentado lloriqueando porque el mar no se abrió, por todos los diablos! —gritó Hannes, de pie en el centro del círculo—. ¡Ahí fuera hay siete mil personas que confían en ti! ¡Así que ayúdanos a averiguar cuál es la voluntad de Dios!
—¡Él no me habla! —sollozó Nikolaus—. ¡Nos ha abandonado, nos ha abandonado…!
—Dios no nos abandonará —dijo el hermano Bernhard, procurando tranquilizarlo, y le acarició el cabello.
—¡Claro! ¡Solo quiere que encontremos una solución por nosotros mismos, así que cruzaremos el mar como todos los demás cruzados: en barcos!
Al parecer, Hannes ya había reflexionado al respecto. Los demás se echaron a reír, sobre todo los monjes.
—¿Y cómo piensas conseguirlos? —preguntó Roland—. ¡Semejante travesía cuesta una fortuna!
Magdalena sacó su broche de plata guardado en el dobladillo de su vestido. No quería desprenderse de él, hubiera querido llevarlo el día de su boda, pero se trataba de una emergencia que exigía sacrificios y Nikolaus se veía tan triste, tan desesperado… Ella amaba al bellísimo muchacho, casi más que Wolfram…
Magdalena dio un paso al frente.
—¡Toma, cógelo! —dijo en tono amable y le tendió el broche a Nikolaus—. Si todos… si todos reunimos lo que…
—¡Tú! —gritó el hermano Bernhard y le arrebató el regalo de un manotazo—. ¿Cómo te atreves a ofrecerle a Nikolaus tu salario de puta? ¿Qué has tenido que hacer para conseguir este broche, pequeña furcia?
El monje la observó con la misma mirada de odio que ella había visto tantas veces después de que el monje la poseyera. En ese momento lo invadía la vergüenza, pero también la ira por aquella muchacha que lo seducía sin que él pudiera evitarlo.
—Nada… yo… —dijo Magdalena y dirigió la mirada a Nikolaus en busca de ayuda.
—¿Una puta? —preguntó el niño, confuso. Su bonito rostro se crispó—. ¿Eres una puta? ¡Permití que te sentaras a mis pies! ¡Toleré tu presencia, aquí, entre mis mejores hombres! ¿Y luego saliste fuera y provocaste a los inocentes para que cometieran actos indecentes?
Magdalena se quedó boquiabierta. Claro que Nikolaus ignoraba que Roland y sus compinches habían poseído a casi todas las muchachas que habían rondado su hoguera. Con toda seguridad suponía una desagradable sorpresa para él, pero… pero ¡tenía que perdonarla! Tenía que comprender que lo había hecho por amor. Que ella quería ayudarle…
Nikolaus se puso en pie.
—¡Tú y tus iguales sois las culpables! —decretó—. Claro que Dios no partirá las aguas del mar mientras haya entre nosotros mujeres perversas y malvadas que nublen la voluntad de los hombres. ¡Vade retro, Satanás! ¡Llévate a tu novia al infierno! ¡Arderás en lo más profundo del infierno, puta! ¡Y nosotros… nosotros limpiaremos nuestra cruzada! ¡Eso es lo que quiere Dios! ¡Pondremos en la picota a todos cuantos traicionaron nuestra misión! ¡Solo los verdaderos inocentes podrán liberar Jerusalén! ¡Solo los inocentes!
Magdalena retrocedió y, completamente espantada, se dirigió a la puerta. Esperaba que Wolfram la retuviera, pero el joven caballero no reaccionó y la chica soltó un sollozo.
Nikolaus le arrojó su donación.
—¡Cógelo, no quiero tu broche pecaminoso! —gritó a sus espaldas.
Magdalena lo recogió y echó a correr.
—Lamento molestaros, señorita Konstanze, pero ante la puerta hay una niña que pregunta por vos —dijo el mayordomo de los Grimaldi tras llamar a una de las amplias habitaciones que donna Corradine había dispuesto para las jóvenes—. Una muchacha rubia, casi una niña, de once o doce años. Se niega a marchar, está tendida en el umbral, llorando. La cocinera y las doncellas se ocuparon de ella, queríamos llevarla a la cocina y presentárosla mañana por la mañana. Pero se niega a moverse y no hace más que llorar. De vez en cuando pronuncia vuestro nombre. Si sigue así, acabará por despertar a los señores. ¿Queréis verla o hemos de darle una paliza? Debe de ser una de esas extrañas peregrinas, así que creímos que…
—Gracias por alertarnos —lo elogió Gisela.
Se había puesto un chal sobre la enagua y le había abierto la puerta. Konstanze, todavía vestida, permanecía de pie detrás de ella; Dimma acababa de cepillarle el cabello.
—Bajaré de inmediato —dijo—. O aún mejor: trae a la muchacha. No habrá inconveniente, ¿verdad?
Konstanze le lanzó una mirada a Gisela en busca de ayuda; desconocía la etiqueta de las grandes casas.
Dimma se le adelantó e hizo un gesto afirmativo.
—¡Y haz que traigan vino caliente! —le ordenó al criado—. Ya ha de ser muy tarde para preparar un baño, pero subid agua para que se lave, puede que… —añadió, pensando que quizá la niña había sufrido una violación—. ¿Está herida? ¿Tiene el vestido desgarrado?
—No, no parece más andrajosa que el resto de los niños —dijo el mayordomo—. Y se la ve bastante limpia. Bien, le diré que la recibiréis.
Poco después, una criada llevó a la sollozante Magdalena a la habitación, otra trajo vino, olivas, queso y pan, y una tercera una jofaina con agua caliente. Dimma les dio las gracias y les dijo que podían marcharse.
Magdalena se lanzó en brazos de Konstanze, que la condujo hasta la cama y la hizo sentarse. Gisela le tendió una copa de vino; Magdalena bebió un par de sorbos sin dejar de sollozar.
—¡Solo es culpa mía! —gimoteó—. ¡Solo mía… lo ha dicho Nikolaus!
Konstanze y Gisela intercambiaron una mirada de perplejidad. Tardaron casi una hora hasta conseguir que la desesperada niña les contara toda la historia. Balbuceando, Magdalena les habló del hermano Bernhard y de Roland y confesó lo que había hecho para que la dejaran acceder a Nikolaus.
Dimma puso los ojos en blanco. Konstanze y Gisela estaban indignadas.
—Pero ¡entonces no eres tú la culpable, pequeña Lena, sino Roland y los otros! —declaró Gisela—. ¡Y ese miserable santurrón! ¡Él debería estar en la picota! ¡Y Wolfram, porque seguro que lo sabía!
—¡Wolfram me protegió! —afirmó Magdalena—. Si no fuera por él… Desde que estoy con él nadie ha vuelto a molestarme.
—Ya —dijo Dimma, irónica—. Y ese joven y virtuoso caballero no se acuesta contigo, ¿verdad?, sino que tiende su espada entre tú y él cuando dormís, porque tiene en alta estima a su dama.
—Wolfram no es así —musitó Magdalena—. Pero… pero los otros… Y tienen razón, soy una pecadora… Si Nikolaus me mete en la picota… entonces…
—Tonterías, Lena, mañana ese tiene otras cosas que hacer que rabiar contra ti —dijo Gisela, procurando tranquilizarla—. Puede que intente encontrar chivos expiatorios, pero ¿por dónde habría de empezar? Te entregaste a un par de bribones, y las otras muchachas tampoco eran muy virtuosas que digamos. Pero ¡quien os incitó a hacerlo fue Roland, y los demás muchachos robaron y atracaron, algo mucho peor que fornicar!
Magdalena sollozaba. Era evidente que no podía ni quería comparar un pecado con otro. Konstanze optó por proceder de otra manera.
—En todo caso, Lena, no has cometido un pecado mortal —le dijo a la niña—. No has hecho nada que Dios no perdone. Mañana mismo iremos a la catedral… o a la iglesia de los templarios. Armand nos ayudará. Buscaremos un sacerdote que te confiese. Te confesarás, te arrepentirás y harás una expiación. Entonces todo saldrá bien y, en todo caso, Nikolaus ya no podrá responsabilizarte cuando el mar no se abra.
Magdalena se sorbió la nariz.
—¡No puedo hablar con un sacerdote cara a cara! Ni siquiera sé si tengo derecho a entrar en la catedral, quizá también sea pecado. Mi padrastro dijo que mi madre no me bautizó y que solo soy una pagana. Soy escoria.
La ira invadió a Konstanze, ira por ese supuesto padrastro y por todos los granujas que se habían aprovechado de la niña, que le causaban miedo y dolor y encima la culpaban.
—Escúchame bien, Magdalena: tú no eres escoria. Incluso si no has sido bautizada. Íbamos camino de Jerusalén para convertir a los paganos. Dios siente tanto amor por ellos, se preocupa tanto por ellos que quería conducirnos a Tierra Santa para convertirlos. ¿No conoces la parábola del hijo pródigo? ¿O la del Buen Pastor? El Señor siente un amor especial por las ovejas descarriadas.
—También podemos hacerte bautizar —dijo Gisela, que no adjudicaba un gran valor a las parábolas—, puesto que estaremos en la iglesia. El sacerdote te confiesa y luego te bautiza… o a la inversa.
Konstanze tuvo una idea.
—¡Ni siquiera necesitamos a un sacerdote! —anunció—. Todos pueden administrar el sacramento del bautizo. Mi abuela era la comadrona de la aldea y a menudo vi cómo bautizaba a un recién nacido un poco debilucho.
—¿Y eso vale? —preguntó Magdalena, incrédula.
—Sí —dijo Konstanze.
—¿Entonces me bautizarás? —preguntó Magdalena, contemplándola con mirada infantil—. ¿Harías eso por mí? Porque el bautizo… lava los pecados, ¿verdad?
Konstanze le acarició el pelo y le dijo que se arrodillara. Cogió un poco de agua con la mano… y finalmente toda la jofaina.
—Te bautizo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —dijo en tono firme y vació la jofaina por encima de la rubia cabellera de la niña.
Gisela y Dimma rezaron una oración.
Magdalena sonrió entre lágrimas.
—¿Y ahora… ya no soy una pecadora? ¿El agua lava todos los pecados?
Konstanze asintió.
—Todos.