Desde Como siguieron rumbo a Piacenza. Pese a la mala situación alimentaria, el estado de ánimo era muy bueno. El sol brillaba, hacía calor y los cruzados pudieron quitarse su ropa de abrigo, y los que no poseían ninguna por fin dejaron de tener frío. Todos se sentían ligeros y animados, en particular porque se aproximaban a Génova, su primera meta.
—¡Seguro que en Piacenza nos darán limosnas! —dijo Magdalena, que había vuelto a unirse a los demás. En general, solía correr tras el caballo de Wolfram, pero los muchachos que rodeaban a Nikolaus solo le daban algo de comer cuando estaban satisfechos, cosa que ocurría rara vez.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Armand—. Piacenza se verá afectada por los mismos problemas que Como; echa un vistazo en derredor: los campos son de color pardo y están abrasados por el sol. Los ríos están casi secos. Aquí reina la sequía, Lena. Los campesinos no nos echan porque sean malvados sino porque ellos mismos tienen que comer. Que tus amigos encima les roben lo poco que tienen es una estupidez: las noticias circulan con rapidez y hacen que tampoco seamos bienvenidos en las ciudades.
—Pero Nikolaus… ha de conservar sus fuerzas. Debe comer.
Dimma sacudió la cabeza con expresión furibunda.
—Tu Nikolaus todavía parece muy bien alimentado, pequeña, y tampoco requiere mucha comida, puesto que apenas se mueve…
Desde que el pobre burro se había despeñado, los seguidores de Nikolaus lo transportaban en una litera y todas las mañanas Roland subastaba el derecho a cargar con ella entre sus seguidores más fieles, aquellos que aún disponían de dinero.
En cambio los otros muchachos y los cruzados mayores empezaban a sufrir las consecuencias, no solo del hambre generalizada sino también del calor y la escasez de agua. A menudo los habitantes de las aldeas que atravesaban no les permitían acercarse a las fuentes: hacía tiempo que su mala fama de ladrones y mendigos los precedía.
Gisela y sus amigos hacían todo lo posible por aliviar las penurias de los demás. Konstanze recibía a los enfermos junto a su hoguera y Gisela ponía sus caballos a disposición de los más débiles.
Tras abandonar Como, Floite ya no cargaba con las tiendas, así que Rupert podría haber montado en la mula, pero renunció puesto que Armand también avanzaba a pie. Por fin el joven caballero sentía que había recuperado la salud y la capacidad de dirigir su ejército. Cada mañana, sus cabecillas reunían a los niños más débiles y los montaban en los caballos y la mula. A mediodía intercambiaban sus lugares, hasta que Armand propuso otra solución.
—Marchando a mediodía solo logramos debilitarnos —dijo a Rupert, Karl y los otros encargados de grupo—. De momento, los caminos son anchos y seguros, y oscurece tarde. Así que, ¿por qué no descansamos durante el día y caminamos por la noche? Claro que hemos de avanzar unidos y proteger los flancos, pero nuestro sistema de vigilancia ya ha demostrado su eficacia y debería servir para proteger una tropa en movimiento.
Así que mientras Nikolaus descansaba junto con el contingente principal, Armand y sus seiscientos seguidores seguían marchando por la noche; habían optado por adelantarse a la multitud en vez de marchar en la retaguardia, porque una vez que Roland y sus compinches pasaran ningún campesino estaría dispuesto a venderles alimentos, por no hablar de darles limosnas. Al menos así, cabía la posibilidad de que los muchachos más fuertes se acercaran de día como ayudantes y recibieran cereales en compensación. Además, Karl y los otros salían a cazar a mediodía mientras los más débiles dormían.
Magdalena vacilaba entre quedarse con ellos o unirse al grupo de Nikolaus, pero, para alivio de Konstanze, al final optó por quedarse con Armand. Todavía adoraba sentarse a los pies del predicador, pero los compinches de Roland actuaban con brutalidad cada vez mayor y Wolfram prácticamente no le ofrecía protección. El autodesignado caballero también pasaba hambre —hacía tiempo que Roland le había quitado el dinero obtenido por la venta del caballo y la armadura de su padre— y también daba por bueno cualquier medio para obtener comida. Wolfram callaba cuando Roland vendía a las muchachas de cascos ligeros a los siervos de los aldeanos, que a cambio les robaban pan, huevos y cereales a sus amos.
Magdalena se sentía asqueada y sucia. Mucho más que antes en Maguncia, cuando aceptaba a los clientes como lo más natural del mundo. Pero ahora se consideraba la mujer de Wolfram y se avergonzaba ante él. Quería vivir en su castillo de Tierra Santa, quería vivir una vida ordenada y limpia. Cuando los mugrientos campesinos de las aldeas se lanzaban sobre ella, soñaba con los aposentos del castillo de Hospental. ¿Sería verdad que todos sus pecados serían perdonados cuando convirtieran a los paganos? ¿Seguro que Wolfram los olvidaría y la convertiría en su mujer? Magdalena consideró que sería mejor dejar de pecar. Por eso y a pesar de su mala conciencia frente a su caballero, optó por quedarse con Konstanze. En torno a la hoguera de Gisela siempre había comida y nadie se veía obligado a obtenerla entregando su cuerpo.
La nueva formación de marcha del grupo de Armand se demostró eficaz. Ahora que caminaban al fresco de la noche y dormían durante el caluroso día, ya no se cansaban tanto como antes. A ello se sumaba que el avituallamiento estaba bastante mejor organizado que en las huestes de Nikolaus. Los encargados se enorgullecían de cuidar a los niños a su cargo trabajando o cazando durante el día y, como nadie se dedicaba a robar, los campesinos se mostraron más amistosos.
Así que los seiscientos seguidores de Armand alcanzaron Piacenza, la ciudad a orillas del Po, pocas noches tras separarse del contingente principal. Sin embargo, en esas fechas el caudaloso río solo era un miserable riachuelo. Armand ordenó que sus huestes descansaran en el puente y junto a la orilla hasta que las puertas de la ciudad se abrieran por la mañana. Y todos se sorprendieron al ver que allí ya acampaban otros: los niños admiraron los carros multicolores de los saltimbanquis y otras gentes errantes.
—A partir de mañana se celebra la feria en la ciudad —le informó un barbero a Konstanze—. Entraremos de madrugada y montaremos nuestros tenderetes. ¿Qué opinas, niña bonita? ¿No te gustaría ayudarme? ¡Todos los remedios se venden con mayor facilidad a través de una sonrisa!
Konstanze procuró rehusar el ofrecimiento en tono comedido, para no enfadar al hombre y enemistarlo, pero ya había un guardia a sus espaldas para protegerla si fuera menester. La gente de Armand se encargaba de que nadie sufriera contratiempos.
—Si nos unimos a los saltimbanquis podremos entrar en la ciudad —dijo Armand—. De todos modos, esto parece un palomar y no creo que los ciudadanos nos alimenten. Iré a ver si hay un asentamiento de templarios. Si no fuera así, las cosas empeorarán. Bueno, a lo mejor nuestros muchachos pueden ganar algún dinero en la feria. Seguro que los saltimbanquis necesitan ayudantes.
«Y seguro que podré comprar pergamino y tinta», pensó Konstanze. Aún le quedaba buena parte del dinero obtenido en Como y también podría comprar alimentos para todos. Allí, la muchacha aún logró vender una «gota de sangre de la cabeza de san Juan Bautista» y una «astilla del reclinatorio de santa Catarina», pero se acobardó ante la idea de tratar de vender una «crin de la mula de san Pablo», a pesar de que Gisela y el muy divertido Armand la consideraban excelente.
De mañana, cuando las puertas de la ciudad se abrieron, Konstanze demostró su generosidad regalándole una pequeña moneda a cada miembro de la corte, equivalente al valor de diez peniques.
—Podéis gastarla en la feria, pero no compréis chucherías que después tengáis que cargar —advirtió a los niños, que acto seguido se dispersaron presa del entusiasmo—. ¡Y tú también has de gastarla, Dimma! ¡No vuelvas a comprar pan para repartir, este dinero es para ti!
La doncella cogió la moneda y se dirigió a la casa de baños más próxima; las ferias no le interesaban. En cambio, Konstanze, Gisela, Armand y Rupert deambularon por la feria. Entre risitas, las muchachas se dedicaron a buscar una adivina mientras los hombres se sentían atraídos por los espectáculos de lucha.
—¡A ese sería capaz de vencerlo! —se jactó Rupert, señalando a un forzudo luchador en busca de adversarios. Quien apostaba una pequeña suma podía duplicar su dinero si lograba expulsar al forzudo de un círculo trazado en el suelo.
Gisela rio.
—¡Preferiría enfrentarme a aquel! —comentó, señalando un cerco de tablas dentro del cual un hombre conducía a un fuerte semental pardo de las riendas.
—¡Venid, nobles caballeros, que mañana querréis mediros en el torneo! Pero también los siervos son bienvenidos, a condición de que exhiban virtudes caballerescas. Aquí os aguarda Toledo: un caballo de batalla de un Grande español. Desde que su amo cayó durante la guerra contra los sarracenos, no se deja montar por nadie. Al menos hasta que encuentre quien lo domeñe. ¿Os atrevéis? Por el precio de un grosso podéis intentarlo. ¡Montadlo y el semental será vuestro!
Pronto aparecieron dos muchachos campesinos que competían entre sí por el honor de montarlo, esperanzados en hacerse con el semental. Toledo era un animal magnífico y digno de un caballero. Se movía con elegancia y llevaba una preciosa silla de montar. No obstante, no ofrecía a nadie la oportunidad de aguantar más de dos corcoveos. Toledo se quedaba quieto hasta que el jinete se acomodaba en la silla y su amo soltaba las riendas. Entonces parecía tomar aire y empezaba a corcovear como loco.
Armand y Gisela rieron. Rupert cogió su moneda.
—¡Lo intentaré! —declaró—. ¡Ya he domado caballos más bravos que este!
Aunque Armand gritó una advertencia a sus espaldas, el mozo se dirigió al picadero con paso decidido. Saludó a Gisela convencido de salir victorioso, entregó su óbolo y montó en la silla.
—¿Crees que lo logrará? —preguntó Gisela, cogiendo el brazo de Armand.
El joven caballero negó con la cabeza.
—Jamás… —dijo, y en ese instante el semental empezó a corcovear en el picadero.
Hubieron de reconocer que Rupert demostró un gran valor. Antes de derribar a Rupert, Toledo dio tres vueltas al picadero sin dejar de revolverse. Luego regresó junto a su amo trotando tranquilamente.
Rupert se acercó a sus amigos, cojeando y rojo de frustración.
—¡Dame tu dinero! —le dijo a Gisela—. Lo lograré si vuelvo a intentarlo. Casi lo meto en cintura. Con una vuelta más…
La muchacha se negó en redondo.
—¡No te daré dinero para que te rompas el cuello! —declaró—. Hace un momento casi me muero de miedo. ¡Ese caballo está loco!
Armand sonrió.
—¿Y vos, señor caballero? —le espetó Rupert—. ¿Qué pasa con vos? ¿No queréis probar suerte? El hombre ha dicho que mañana hay un torneo. ¡Podríais montar y ganar un montón de dinero!
Armand soltó una carcajada.
—Bien, en primer lugar no se suele ganar un montón de dinero en los torneos, sino solo el beso de una noble dama, y no me imagino una más bella que la que ya está a mi lado —dijo y la mirada que le lanzó a Gisela enfureció aún más a Rupert—. Y en segundo lugar, aún no me he cansado de la vida. Hoy nadie domará a ese caballo y mañana tampoco. Además, no necesita ser domado, el caballo es muy obediente y hace exactamente lo que le han enseñado. ¡No existió ningún Grande español que lo haya poseído, Rupert! Ese hombre recorre las ferias con el animal y se gana su sustento haciendo que su semental derribe a los incautos. ¡Y debe de ganar bastante dinero! Deberías enseñarle a Esmeralda a hacer lo mismo, Gisela.
—No —dijo esta, sacudiendo la cabeza—, ¡prefiero montar en vez de salir volando! ¡Ven: allí venden almendras tostadas y me apetece!
Así pues, compraron almendras y dulces, y admiraron a un par de funámbulos que practicaban sus acrobacias ante la impresionante catedral aún en construcción.
Gisela estaba impresionada y le tomó el pelo a Armand.
—No me enfadaría, señor caballero, si aprendierais ese arte. Yo también podría practicarlo y entonces ambos seríamos la sensación de todas las ferias.
—¿Y por qué no incluir a la mula en el espectáculo? —bromeó Konstanze—. ¡Eso sí sería una auténtica novedad!
Los cuatro siguieron caminando y por fin volvieron a encontrarse con Toledo, que seguía derribando a un jinete tras otro.
—¿De verdad se celebra un torneo aquí? —preguntó Gisela tras volver a escuchar las palabras del propietario del caballo—. Creí que todas estas ciudades italianas eran repúblicas. ¿Es que en estas también se celebran torneos?
Armand se encogió de hombros.
—Más bien lo celebrarán en un castillo de los alrededores —dijo—. Si quieres se lo pregunto a ese individuo, que parece saberlo.
—¡Oh! ¿Entonces podríamos cabalgar hasta allí? Adoro los torneos —exclamó Gisela, entusiasmada—. ¡Y me encantaría verte justar, Armand!
—También a mí —gruñó Rupert.
Gisela le lanzó una mirada de reprobación.
Armand hizo un gesto negativo.
—No tengo un caballo adecuado —afirmó—. Mi buen Comes puede transportarme a través del San Gotardo, pero para justar resulta inútil. Y tampoco dispongo de armadura.
—A lo mejor puedes pedir una prestada —sugirió Gisela.
El torneo se celebraría en Rivalta, una aldea amurallada gobernada hacía siglos por la familia Landi. En esas fechas, Guillermo Landi celebraba el espaldarazo de su hijo con un torneo, como mandaba la tradición.
—Rivalta se encuentra a medio día de cabalgada, al suroeste de Piacenza —informó un funámbulo al que encontraron en la cantina a la que Konstanze y sus amigos fueron a degustar una nueva salsa de carne—. Y los Landi son señores generosos. También pagarán divertimentos para el pueblo, viajaremos hasta allí dentro de dos días.
Los cruzados averiguaron que el espaldarazo del joven Landi tendría lugar al día siguiente y que el torneo se iniciaba un día después. Gisela se mostró más entusiasta aún.
—¡Ese lugar se encuentra hacia el sur, Armand! ¡De camino a Génova! Y Nikolaus no llegará a Piacenza antes de mañana, así que podemos adelantarnos. No tienes por qué participar en el torneo si no quieres, pero seguro que nos acogen cordialmente. Piensa en cuartos de baños, en dos noches bajo techo y sin mosquitos. Y seguro que los Landi son caritativos: podríamos llevarnos a todos los niños, o podrían seguirnos más adelante…
Ese último argumento tenía su peso. A pesar de la sequía, la familia Landi no repararía en gastos para alimentar a la multitud de caballeros y donceles, mozos de cuadra y saltimbanquis que se reunían en todos los torneos dignos de mención. A ello se sumaba la fiesta para el pueblo y las proverbiales limosnas para los mendigos. Un grupo más de jóvenes comensales no alteraría el festejo. Además, el castellano ni se enteraría. Y si así fuera, seguro que los aristocráticos huéspedes de Renania y de Outremer serían bienvenidos. Para el señor del castillo supondría un honor que el torneo atrajera a caballeros de tierras lejanas.
Así que esa noche Armand reunió a sus encargados y les ordenó que al día siguiente condujeran al ejército de niños a Rivalta. Él mismo se adelantaría a ellos a caballo, acompañado por la corte de Gisela.
—Dentro de dos o tres días volveremos a reunirnos con el contingente principal —añadió—. No perderemos a Nikolaus, puesto que no viaja de manera discreta, que digamos. Y en Rivalta la comida solo puede ser buena.
Al día siguiente, los jinetes emprendieron viaje. Hacía calor y los caminos eran anchos y llanos, aunque polvorientos. El polvo rojizo se pegaba a la piel como una capa pringosa. Esmeralda resoplaba y cuando alcanzaron la pequeña y amurallada aldea de Rivalta alrededor de mediodía Gisela afirmó que ahora sí necesitaba un cuarto de baños.
El castillo sobresalía por encima de las casas y ante las murallas se veían los alojamientos de los participantes en el torneo. Presa de la fascinación, Konstanze, Rupert y Magdalena admiraron las multicolores tiendas de seda ante las que estaban expuestos los emblemas de los caballeros para que todos supieran quién recibía en audiencia en cada tienda. Gisela reconoció ciertos escudos y colores, y Armand había oído hablar de algunos caballeros presentes.
Por doquier reinaba el buen humor, se entonaban canciones y se tocaba el laúd. Los saltimbanquis presentaban sus acrobacias y en todas partes ardían hogueras donde asaban aves de corral y carne en cantidades ingentes. A los cruzados últimamente alimentados de manera frugal se les hizo la boca agua.
—A que fue una buena idea, ¿verdad? —dijo Gisela cuando les sirvieron una copa de bienvenida en el patio del castillo.
Cuando Armand mencionó su nombre y su título, el mayordomo se dirigió apresuradamente a la sala en busca de su señor. Un momento después, Guillermo Landi saludó personalmente al joven caballero y también su esposa se acercó para recibir a los huéspedes femeninos.
—Tendréis que apretujaros un poco —dijo en tono alegre.
Don Guillermo Landi era un señor cordial de mediana edad al que ya se le notaba la buena vida llevada en el castillo, pero donna Maria Grazia aún parecía joven y muy bonita gracias a una abundante cabellera negra que asomaba bajo su toca.
—No disponemos de muchas habitaciones para mujeres —dijo—, pero os llevaré con mis hijas, que estarán encantadas de recibiros. ¡Y disponemos de cuarto de baños!
El único que como siempre estaba de morros era Rupert, puesto que el castellano ni siquiera lo miró. Estaba ofendido, pese a que los demás siervos lo saludaron con la misma cordialidad que el castellano a sus huéspedes. ¡En la dorada Jerusalén él también dispondría de un castillo semejante! Nikolaus le había asegurado que todos y cada uno de sus seguidores serían equiparados a un cruzado victorioso, así que ¿por qué aquí lo desterraban a los establos? Y aunque los castellanos ignoraran su rango, ¿por qué permitía Gisela que lo trataran como a un criado?
En efecto, las hijas de Landi estuvieron encantadas de acoger a las visitas procedentes de tierras teutonas y acosaron a preguntas a Gisela y Konstanze, sobre todo cuando estas les hablaron de la cruzada de los niños.
—¿De verdad formáis parte de ella? —preguntó Elena, la mayor, una muchacha muy bonita de cabellos oscuros—. ¿Iréis a Tierra Santa y presenciaréis el milagro cuando se abran las aguas? Me dais envidia, me encantaría acompañaros.
Gisela y Konstanze se esforzaron por quitárselo de la cabeza; afortunadamente, el idioma no suponía una valla infranqueable. Gisela recordaba muchas palabras de sus conversaciones con Guido de Valverde, y Konstanze dominaba el latín y no tardó en hablar el italiano, aunque de vez en cuando sus meteduras de pata provocaban alegres carcajadas. Las muchachas se entendían muy bien. La mirada de Magdalena, que en su papel de doncella se mantenía en un discreto segundo plano, volvía a brillar de admiración: ¡aún tendría que aprender muchas cosas antes de poder llevar un castillo junto a su caballero! Algún día podría comportarse de manera tan elegante y mundana como donna Maria Grazia.
Guillermo Landi se negó a que Armand solo presenciara el torneo desde los asientos destinados al público.
—¡Ni hablar, amigo mío! ¡Un caballero debe justar! ¡Os regalaré caballo y armadura, por supuesto!
Armand rehusó, asustado.
—En todo caso, aceptaré que me los prestéis, don Guillermo. ¿De qué me serviría un caballo de batalla, cuando ni siquiera sé adónde me llevará mi camino?
Armand se había sincerado con el castellano y le dijo que observaba la cruzada de Nikolaus por encargo de los templarios.
—¡Bien, si el rumor es cierto, atravesaréis el fondo del mar y os dirigiréis directamente a Tierra Santa! —dijo el castellano y soltó una carcajada—. No os lo tomáis en serio, ¿verdad, monsieur Armand? Y tampoco vuestro Gran Maestre, ¿no? Soy un hombre devoto y también creo que Dios es capaz de obrar milagros, pero aún no he presenciado ninguno. La verdad, ignoro por qué tarda tanto en obrarlo. ¿Acaso Ricardo Corazón de León no se merecía un milagro? Pero no, fue derrotado por ese Saladino. Y tuvo que trasladar sus tropas a Tierra Santa en barco, al igual que todos los demás. ¡Vuestro Nikolaus es un niño tonto! ¡Ya deberían haber puesto final a ese asunto en Colonia!
Armand manifestó su acuerdo con cautela y le preguntó por la cruzada francesa. Don Guillermo no tenía información al respecto, pero entre sus huéspedes había caballeros franceses.
—Preguntádselo a ellos, varios son caballeros errantes y esos corren mucho mundo. Pero ahora acompañadme a las caballerizas, debéis escoger un caballo. Prestado o regalado, como queráis, pero ¡mañana justaréis en el torneo!
Guillermo Landi tenía derecho a enorgullecerse de sus caballos. Los sementales de sus caballerizas eran a cuál más magnífico y, como Armand no tardó en comprobar, estaban muy bien entrenados. En cuanto al color, no había mucho donde elegir: todos eran de pelaje pardo.
Cuando Armand hizo un comentario al respecto, don Guillermo soltó una carcajada: en la mayoría de las caballerizas de la nobleza criaban caballos de color y los precios más elevados se pagaban por los de piel atigrada o manchada.
—Mi viejo caballo de batalla era un animal estupendo que cargó conmigo en muchos torneos y luego cubrió mis yeguas hasta que murió a los veintinueve años —explicó—. ¡Y era un semental de raza! Cada uno de sus hijos era tan fuerte y brioso como el otro y sus hijas, unas maravillosas yeguas de cría. Pero todos de piel parda y también los de la segunda generación. Así que, ya veis, no puedo desechar estos estupendos caballos solo para obtener animales de piel manchada. Sería una estupidez. Prefiero quedarme con mis caballos pardos.
Instantes después, Armand probó tres sementales y tuvo que darle la razón al castellano: todos eran extraordinarios, briosos pero obedientes, fuertes pero ágiles. Todos hubieran hecho honor a un rey. Cuando Armand se lo comentó, don Guillermo sonrió de oreja a oreja y quiso regalarle el semental elegido. Se llamaba Rocco y era el más viejo de los tres. En caso de que Armand no lograra rehusar aquel valioso presente, supuso que Rocco sería el que mejor se comportaría en compañía de las yeguas y los castrados.
En la sala de armas encontraron una armadura adecuada y Armand empezó a alegrarse de participar en el torneo. Sería la primera vez que entraría en combate con la divisa de Gisela sujetada a la lanza.
Pero por desgracia, esa noche no volvió a ver a la muchacha. Los caballeros celebraban un banquete sin presencia femenina y la gran sala del castillo estaba atestada. Era la primera vez que el hijo de Guillermo Landi, un muchacho de mirada fogosa, comía con los caballeros y presidía el banquete al lado de su orgulloso padre.
Donna Maria Grazia había ordenado que informaran a Armand de que su contingente de niños había llegado a Rivalta sin novedad y que estaban comiendo junto a los aldeanos, así que el joven caballero hubiese podido disfrutar del banquete sin sentirse culpable, pero se contuvo: no deseaba que un exceso de carne y de vino afectara su desempeño en el torneo. Al ver que sus adversarios comían y bebían desmesuradamente, esbozó una sonrisa maliciosa. Al menos en ese aspecto, los templarios aventajaban a los caballeros mundanos: apreciaban la virtud de la mesura.
Gisela y Konstanze compartieron la abundante cena con sus jóvenes anfitrionas. Las muchachas habían observado los ejercicios de los caballeros desde la torre del castillo, una actividad que encantaba a las damas y de la cual Gisela también solía disfrutar durante horas en la corte de Meissen. Con mayor o menor experiencia, Gisela, Chiara y Elena comentaron el espectáculo, mientras que Konstanze y Magdalena, que también se acercaron para observar, lo contemplaban sin entender mucho. Elena no se cansó de elogiar a un joven caballero de cabello oscuro con quien —como reveló la pequeña e indiscreta Chiara— la prometerían en otoño.
—Se llama Giorgio di Paderna y sus padres poseen un castillo cerca de aquí —dijo Elena con mirada brillante.
—Y tú lo amas, ¿verdad? —dijo Gisela, suspirando de envidia.
Elena asintió.
—Mi padre dio su consentimiento. Suele decir que si una yegua no se queda quieta cuando el semental pretende montarla, no saldrán buenos potrillos —dijo entre risitas.
Konstanze se sonrojó, pero las muchachas rieron el comentario picante. En lo que respecta al amor, en las cortes galantes se hablaba sin subterfugios.
A Gisela el joven Giorgio di Paderna le pareció muy atractivo, pero las hijas de Landi tampoco ahorraron elogios al hablar de su Armand. Consideraban que era muy romántico que Gisela hubiera huido de un matrimonio no deseado y le desearon toda la suerte del mundo con su caballero sin tierras.
—¡Su presencia impone! —se entusiasmó Chiara—. ¡Y con cuánta agilidad monta! Tal vez sea un poco delgado; habrá que mimarlo y alimentarlo… ¿Qué opinas, Elena, debiéramos decirle a padre que lo invite a quedarse? Sé que le agrada y si le sirve fielmente quizá consiga un feudo.
Elena puso los ojos en blanco.
—Claro, pero sería necesario que alguien atacara Rivalta y monsieur Armand nos defendiera él solo y que después nos lanzáramos a conquistar Milán… No, Chiara, aquí reina la paz y hace años que todos los feudos han sido otorgados.
De todos modos, Gisela apenas le había prestado atención. En cambio, le explicó a Konstanze —que no sentía el menor interés por el tema— el motivo por el cual desaprobaba la elección de Armand. Gisela hubiera escogido el semental más joven, que era más pequeño pero más pesado que los otros.
—De momento, el peso de Armand es insuficiente y eso puede costarle la victoria. El caballo podría haberlo compensado. Ojalá coja la lanza un poco más arriba y acometa de abajo hacia arriba.
Konstanze rio.
—A juzgar por lo que dices, una podría suponer que quieres participar en la justa —dijo en tono burlón.
Gisela agitó su rubia melena.
—No tendría inconveniente en enfrentarme al señor Wolfram von Guntheim.
Magdalena le lanzó una mirada furibunda. Hacía un momento había pensado cuán imponente y apuesto resultaría su propio caballero si se presentara allí. El caballo de Wolfram era más grande que los sementales de don Landi; además, el muchacho había ganado peso y seguro que saldría victorioso. Pero ¡Gisela siempre tenía que saberlo todo mejor!
Le hubiera gustado replicarle, pero no se atrevió a inmiscuirse en el círculo de las nobles señoritas, así que se consoló con otras cosas: puede que Wolfram no fuera un combatiente tan bueno como Armand y ese Giorgio… pero ya poseía un castillo en Renania y algún día podría regresar allí. El caballero de Magdalena no tenía necesidad de ganarse un feudo.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó la descarada Chiara a Konstanze a la mañana siguiente, cuando las muchachas se dirigían a la tribuna de honor.
A un lado de la palestra, los Landi habían hecho montar un baldaquín de seda multicolor para su familia y las mujeres del castillo. El pabellón proporcionaba sombra y la mejor vista del espectáculo ofrecido por los caballeros; también servían refrescos y los bancos estaban cubiertos por cojines de seda.
Los esfuerzos y el polvo acumulado durante la cabalgata del día anterior ya no afectaban el aspecto de Gisela y Konstanze; ambas habían visitado el cuarto de baños y Chiara y Elena les proporcionaron nuevos atuendos. Gisela llevaba un vestido de Chiara, ceñido y muy escotado, tal como mandaba la nueva moda; el color rojo oscuro destacaba su tez blanca, sus cabellos rubios y sus vivaces ojos verdes.
Los vestidos de Elena eran de la talla de Konstanze, pero no osó llevar uno tan atrevido. Pero los de colores brillantes despertaron su entusiasmo. Bajo un delgadísimo sobrevestido de encaje azul llevaba una túnica de seda amarilla dorada que realzaba su tez ligeramente morena y su oscura melena.
—¡Eres muy bonita! —añadió Chiara—. Más que todas nosotras, pero no parece agradarte ningún caballero. ¿Has hecho alguna clase de votos?
Konstanze se sentía abochornada.
—Fue educada en el convento —explicó Gisela sin entrar en detalles—. ¡Sabe más latín que un obispo, pero jamás ha bailado!
Elena y Chiara se apresuraron a asegurarle a Konstanze que lo lamentaban y se pusieron a urdir planes para aproximarla al otro sexo.
—¡Has de darle un beso al vencedor del torneo! —propuso Chiara soltando una risita—. Sí, no protestes… ¡Se lo diré a madre!
—Pero solo si el caballero ganador es apuesto —interpuso Gisela—. No besará a ningún viejo. ¡Y tampoco a Armand!
—¡Ni a Giorgio! —añadió Elena.
Konstanze se limitó a reír, pero disfrutaba de la compañía de las despreocupadas jovencitas. Le gustaba llevar un vestido elegante y ocupar el centro de interés por ser bonita e inteligente y no por unas visiones inútiles o inventadas. Ignoraba lo que el futuro le depararía, pero de algo estaba segura: ¡jamás regresaría al convento!
Esa mañana, los primeros en competir fueron los caballeros más jóvenes, que habían recibido el espaldarazo el día anterior. Armand los observó y se alegró cuando el joven Landi destacó entre los demás. Después echó un vistazo a los caballeros de habla francesa y acabó por reunirse con un alegre trovador llamado Floris de Toulon, cuya destreza con el laúd era mayor que con la espada. Era improbable que le otorgaran un feudo, pero era bien visto en las cortes galantes y conocía mucho mundo. Y estaba al tanto de la cruzada de los niños.
—¡Oh sí, presencié el drama en Marsella! Allí…
—Allí debía abrirse el mar, ¿verdad? —preguntó Armand.
Floris rio.
—Exacto, y las damas de la corte de Toulon, donde me encontraba en aquel momento, insistieron en verlo. Consideraban que Stephan era un muchacho muy apuesto, un iluminado. La castellana puso en movimiento media corte para hacer acto de presencia. Así que cabalgamos a Marsella, a treinta millas de distancia, y tardamos dos días en llegar, lo cual supuso una aventura para las damas. Y tuvimos que llevar limosnas, desde luego: las damas querían obsequiar a los niños.
»Pero los concejales de Marsella no demostraron el mismo entusiasmo y cuando Stephan quiso entrar en la ciudad no le abrieron las puertas, algo comprensible si examinabas aquel ejército con detenimiento: estaba formado por un montón de mendigos y vagos, andrajosos y desesperados. Además había que tener en cuenta lo que los cruzados habían cruzado: el valle del Ródano, las tierras de los cátaros… todo ello ya había sido arrasado con anterioridad.
»Cuando Stephan llegó, ya hacía tiempo que los alimentos se habían acabado, pero por desgracia sus “inocentes” niños no lo comprendieron e intentaron aprovisionarse recurriendo a la violencia. Los campesinos se defendieron, hubo saqueos y combates. Muchos muertos, también a causa de la fiebre, la malaria… ¡puesto que recorrían el delta del Ródano sin tiendas ni lugares donde alojarse! El único milagro es que los mosquitos no acabaran de chuparles toda la sangre.
Armand asintió con gesto culpable. Hasta entonces siempre había creído que los cruzados franceses habían pasado menos penurias que los alemanes, pero en su caso los pantanos y la guerra se habían demostrado tan mortíferos como los Alpes.
—Cuando llegamos, los guerreros de Dios de Stephan estaban tendidos en la playa como un montón de despojos. Algunos se abalanzaron sobre nosotros como lobos; por suerte nos acompañaban caballeros bien armados que protegieron a las damas. En todo caso, ni hablar de repartir limosnas: los más fuertes cogieron lo que pudieron y los demás permanecieron tumbados, apáticos y aguardando el milagro…
—… que no ocurrió —concluyó Armand en tono seco.
Floris sacudió la cabeza.
—Claro que no. El mar no parecía dispuesto a abrirse… y toda la ira y decepción de los frustrados cruzados estuvo a punto de caer sobre ese Stephan, que era un muchacho realmente apuesto y estaba muy bien alimentado pese a las penurias del viaje. No lo hizo andando, por supuesto, sino que encabezaba la cruzada montado en un carro tapizado de alfombras.
—¿Lo acompañaban monjes? —preguntó Armand en tono tenso.
Floris asintió y empezó a afinar su laúd: a mediodía quería tocar para las damas.
—¡Desde luego! Esos no iban a perderse esa oportunidad. Pero el muchacho estaba rodeado de una gentuza repugnante… Sin embargo, evitaron que la horda lo desollara cuando el mar no se abrió.
—¿Eran franciscanos?
Armand no sentía interés por la guardia de corps de Stephan. Suponía que se asemejarían a los individuos que rodeaban a Nikolaus.
—No lo sé —dijo Floris con aire indiferente—. A mí me parecen todos iguales. No permanecimos allí mucho tiempo, temíamos que hubiera desmanes. La playa era un infierno, os lo podéis imaginar. Diez mil personas desilusionadas y encolerizadas… Hubo palizas, rezos y lloros. Nos retiramos con las damas a la ciudad y al día siguiente regresamos.
—¿Así que no sabéis qué ocurrió después? —dijo Armand, decepcionado.
Floris se puso de pie.
—No, por desgracia; siento decepcionaros, pero ¿qué hubiera podido suceder? Seguro que la gente procuró volver a su hogar, a rastras. Quizá tras colgar a su profeta y a los bellacos que lo rodeaban del árbol más próximo. ¡Se lo merecían! —dijo.
Armand se mordió el labio. ¡No podía haber sucedido así! ¡Aquel ejército no podía haberse dispersado así, sin más! ¿Cuál era el plan, por todos los demonios?
—Una pregunta más, monsieur Floris. Ese tal Stephan… ¿creéis que sabía lo que les esperaba? ¿O acaso realmente creía que el mar se abriría?
El trovador soltó una carcajada.
—¡El muchacho estaba absolutamente convencido de que se abriría! ¡Apostaría mi espada por ello! Rara vez he visto un rostro tan desconcertado como el suyo cuando las olas no dieron muestras de retirarse. Y tampoco intentó huir cuando estalló la indignación: estaba como aturdido. Cuando los demás se lo llevaron parecía un muñeco.
Armand asintió: eso encajaba. Stephan era una víctima, al igual que Nikolaus. Una víctima voluntaria, pero víctima al fin. ¿Quién estaba detrás de toda aquella trama? ¡Armand estaba impaciente por ver qué ocurriría en Génova el día del supuesto milagro!
Pero ahora debía enfrentarse a su primera justa y Rupert ya lo aguardaba ante las caballerizas para ayudarle a ponerse la armadura. Don Landi le había ofrecido un doncel, pero se alegró cuando Rupert se ofreció a ocupar el puesto, porque los donceles mayores ya habían sido armados caballeros y los más jóvenes, destinados a otros señores.
Rupert afirmó que ya les había sostenido los estribos a Friedrich von Bärbach y a sus caballeros.
—¡Sé cómo hacerlo, monsieur Armand! —dijo, dándose aires—. Tan bien como un doncel de cuarto año.
No mencionó su sueño de ser armado caballero en cuanto llegaran a Jerusalén, pero su mirada delataba su anhelo.
Así que Armand dejó que le ayudara a ponerse la cota la malla, la armadura, las grebas, los brazales y las manoplas. El peto estaba ornamentado y todas las armas eran muy valiosas. Armand casi lamentó no poder aceptar la armadura si don Landi insistía en regalársela, pero por más que quisiera, no tenía idea de cómo transportarla, y convertirla en dinero de inmediato era contrario a su sentido del honor.
Gisela mantenía la vista clavada en las caballerizas, esperando que apareciera su amado. Esa mañana se había divertido mucho e incluso acabó por besar al vencedor de la justa librada entre los caballeros más jóvenes. Ese honor solía recaer en Chiara, pero el primer vencedor era su propio hermano. Por eso don Landi también honró al que ocupó el segundo lugar y tanto Chiara como el joven se ruborizaron: Pietro era el favorito de Chiara y esta le confió a Gisela que su padre —un buen amigo de don Landi— quizá pediría la mano de Chiara para su hijo.
Pero entonces los combates adquirieron un carácter más serio, los participantes eran caballeros adultos, a menudo experimentados y procedentes de diversas tierras.
—¡Incluso hay sarracenos entre ellos! —se jactó Guillermo Landi—. Dos caballeros de Granada y uno de Oriente. No se lo he dicho a monsieur Armand, pero ¿no resultaría interesante que ambos se enfrentaran?
Al oírlo, Konstanze manifestó su sorpresa de que cristianos y paganos lucharan hasta la muerte en Tierra Santa, mientras que aquí justaban de manera pacífica, pero Elena y Chiara se lo explicaron:
—Todas las grandes ciudades-repúblicas de aquí comercian entre ellas. Y los comerciantes… bueno, seguro que son creyentes, dadas todas las iglesias y catedrales que fundan… Pero que la seda con la que comercian esté hilada por manos cristianas o paganas les resulta bastante indiferente. Si el comerciante pagano es honesto y no los engaña, también lo respetan. Y en cuanto a la caballerosidad, los trovadores dicen que podríamos aprender unas cuantas cosas de los sarracenos. Son muy valientes, caballerosos y hospitalarios, incluso aunque sean enemigos…
—Y en Tierra Santa siempre ha existido el intercambio —añadió Gisela—. Las historias sobre Ricardo Corazón de León y el sultán Saladino lo dejan bien claro… Hasta Armand tiene un amigo que es un príncipe sarraceno…
Konstanze observaba otra justa, sin comprender demasiado. Se le escapaban los detalles, pero se preguntó a quién le interesaba que hubiera cruzadas. Los comerciantes se llevaban bien, y al parecer también la nobleza… Sin embargo, en Jerusalén los cristianos habían hecho estragos. ¿Es que realmente se trataba de conquistar las ciudades santas o bien enviaban a guerreros y caballeros fanáticos y sin tierras, cuyo único objetivo era hacerse con un feudo en Ultramar?
Konstanze aún reflexionaba cuando Gisela de pronto se puso de pie. Durante los últimos minutos, la muchacha no había apartado la mirada del picadero: allí se encontraba el dispositivo mediante el cual los caballeros cubiertos por sus pesadas armaduras eran instalados en la silla de montar y en ese instante Rupert conducía al semental que ostentaba los colores de Armand. Era de color pardo, pero las gualdrapas amarillas y azules lo cubrían casi por completo.
Para Konstanze no suponía un motivo de inquietud, pero Gisela empezó a agitar la mano como una posesa.
—¡No! —les gritó a Rupert y Armand, y descendió precipitadamente de la tribuna de honor y echó a correr hacia las caballerizas, pero de pronto pareció comprender que su conducta era impresentable. Se volvió y gritó por encima del hombro—: ¡Ha montado en un caballo equivocado! ¡Es Toledo!
Atónito, don Guillermo se volvió hacia Konstanze.
—¿Qué dice? ¿Podéis explicarme qué ocurre?
Konstanze tardó unos instantes en encontrar las palabras, y entretanto Gisela alcanzó el picadero. Apartó a caballeros y mirones con gesto rudo y se abrió paso entre ellos con las faldas arremolinadas sin dejar de gritarle advertencias a Armand, quien ya descendía sobre la silla del caballo pardo, sostenido por el dispositivo. Al parecer, no la oía.
Un instante antes de tocar la silla, Gisela se plantó ante Rupert, le propinó una sonora bofetada y cogió las riendas del semental. Rápidamente lo alejó del dispositivo de carga y los desconcertados criados depositaron a Armand en el suelo.
—¡Armand —exclamó la chica—, no es el semental de Landi!
Le había entregado las riendas a Rupert y, jadeando tras la carrera, se apretó contra el pecho del caballero.
—¡Es el caballo de Piacenza, Toledo, el semental de la feria!
—Es verdad, ¡ese no es Rocco! —rugió don Landi indignado. No había comprendido las confusas explicaciones de Konstanze y había seguido a Gisela para aclarar la situación—. Este es más grande y tiene la cresta facial curva… pero ¡cómo lo habéis adivinado, con todas las gualdrapas que lo cubren! —añadió, contemplándola con desconcierto pero con mucho respeto.
—Lo reconocí por los andares —resolló Gisela—. Vuestro Rocco es más tranquilo y sus pasos más largos, para ahorrar fuerzas. Este mueve más las rodillas. Al principio creí que quizá Rocco bailoteara porque la justa lo excitaba, pero lo supe cuando echó las orejas hacia atrás y se negó a acercarse a la rampa… ¡Es Toledo, Armand! ¡Alguien quiere acabar contigo!
Armand le resumió al castellano lo del encabritado semental de feria. Debía tomarse en serio la acusación de intento de asesinato proferida por Gisela. Un muchacho ágil o un jinete experto sobrevivirían a la caída de semejante caballo, pero un caballero completamente armado, que no estaba preparado para ello, sufriría una caída muy grave, quizá mortal. Uno caía de cabeza derribado por un caballo encabritado y la armadura de hierro imposibilitaba apartarse a un lado. Lo más probable es que Armand se hubiera roto la crisma.
Guillermo Landi le pidió cuentas a Rupert, pero el muchacho negó saber nada.
—¡Juro que no lo sabía, señor! En las caballerizas solo hay caballos pardos, ayer ensillé tres o cuatro para monsieur Armand y este estaba en el box de Rocco. ¿Por qué habría de sospechar nada?
—Tú dormiste en la caballeriza, ¿no? —le espetó Gisela—. Has tenido que ver cuando cambiaron a un semental por otro.
—Estaba con Karl y los demás muchachos —afirmó Rupert—. A veces aquí y otras en la aldea. ¿Acaso pretendes que me quedara aquí, a solas? —añadió en tono agresivo.
Don Guillermo frunció los labios.
—Nos ocuparemos del asunto más adelante —dijo—. Y también interrogaremos a los otros mozos de cuadra. Alguien tiene que haber visto algo. Y hemos de buscar al dueño del caballo, pero primero continuaremos con el torneo. ¿Qué caballo preferís montar, monsieur Armand?
—¡Escoge el pequeño! —le aconsejó Gisela y sujetó su divisa a la lanza de Armand: ¡no quería que luego se olvidara de pedírsela!—. ¡El más fuerte! ¿Cómo se llama…? Tesaro, ¿verdad?
El pequeño semental se había ganado su aprecio.
—Y sostén la lanza a un costado y…
Don Guillermo rio.
—¡Haced caso a vuestra dama, caballero! Tiene buena vista para juzgar un caballo. Y ahora acompañadme, donna Gisela: los armeros de sexo femenino están prohibidos, pese a que vuestros consejos son excelentes. Por todos los diablos, ¡me encantaría pedir vuestra mano para mi hijo! No podría dejar la crianza de caballos en mejores manos, pero vuestro corazón ya tiene dueño, ¿no es así?
Gisela se sonrojó. Luego siguió a Guillermo Landi hasta la tribuna para presenciar la justa de Armand. Mientras el italiano describía el acontecimiento con palabras grandilocuentes, ella no despegó la vista de Rupert y comprobó que esa vez presentaba el caballo correcto.
—Claro que lo investigaremos, pero resultará difícil averiguar contra quién iba dirigido el atentado —comentó Landi mientras Armand y su primer adversario cabalgaban a la palestra—. Me parece casi increíble que el destinatario fuera vuestro Armand: solo hace un par de días que se encuentra en esta corte. Más bien creo que estaba destinado al doncel que suele montar a Rocco. O incluso a mí, ya que Rocco es uno de mis caballos predilectos; me gusta montarlo cuando observo a los donceles ejercitarse con las armas.
Konstanze y Gisela intercambiaron una breve mirada con Dimma, quien junto con otras doncellas estaba de pie detrás de las mujeres para poder atender a sus señoras. No podrían demostrarlo, pero al menos Konstanze y Dimma lo tenían claro.
—Fue Rupert —susurró Gisela.
Sin embargo, durante las horas siguientes casi no tuvo oportunidad de pensar en la rivalidad entre los hombres de su séquito. En su primer combate Armand se desempeñó magníficamente. Se atuvo a las indicaciones de Gisela y logró derribar a su adversario tras el primer encontronazo. En el combate a espada que le siguió, también lo superó con claridad y el otro abandonó tras un breve intercambio de mandobles. Entonces Armand podría haberse quedado tranquilo y observar las justas, tal como hacía la mayoría de los caballeros. Pero Gisela vio que se dirigía a las caballerizas, quizá para volver a interrogar a Rupert, o para no perder de vista a Tesaro… Quizá temía que Rupert cometiera otro «error» y metiera algún fruto espinoso debajo de la silla.
De momento, quien lidiaba en la palestra era el joven sarraceno llamado Manic o Malok, como chapurreó Elena. No obstante, el caballero no tardó en impresionar a la muchacha. Montaba un caballo muy ligero y esquivaba los lanzazos de su adversario gracias a la agilidad de su corcel; durante la segunda justa logró derribarlo mediante una maniobra tan elegante como insólita. Su sofisticada técnica deslumbró a Gisela y con la espada el sarraceno demostró ser tan diestro como Armand.
—¡Y eso pese a esas espadas tan torcidas con las que combaten! —comentó Chiara con asombro.
—Sí —dijo Guillermo Landi, asintiendo con la cabeza—, pero ese sarraceno fue educado en las cortes francas, ¡e incluso armado caballero por Ricardo Corazón de León! Eso significa mucho. ¡Otro candidato a marido si no fuera un pagano!
Elena y Chiara rieron, pero Konstanze no apartó la mirada del joven guerrero: era el primer sarraceno que veía, aunque de momento no hubiese mucho que ver: al igual que todos los caballeros, una armadura de hierro le cubría todo el cuerpo. Puede que en Oriente no acostumbraran hacerlo, pero aquí encajaba perfectamente. Además, una visera le ocultaba el rostro, aunque la levantó tras ganar el primer combate y les dirigió un saludo cortés a las muchachas.
—¡Y encima es apuesto! —suspiró Chiara—. ¡Esos cabellos largos y oscuros y esos rasgos! Parece un aguilucho… un pagano noble, como en Parsifal. ¿Has leído el libro, Gisela? Hasta ahora solo hemos escuchado las historias, pero Wolfram von Eschenbach escribía en tu lengua, ¿verdad?
Gisela no solo conocía la canción, también había conocido al poeta en la corte de Jutta von Meissen. Chiara se murió de envidia y la acribilló a preguntas.
Konstanze no conocía el poema, pero el rostro del sarraceno le resultaba atractivo independientemente de cualquier modelo literario. Aquellos ojos oscuros de mirada vivaz pero enternecedora, los rasgos nobles… Konstanze siempre había creído que los sarracenos eran de tez más oscura, casi como los negros, pero la piel de Manic o Maloc o como se llamase apenas era más oscura que la de muchos caballeros italianos o franceses.
En ese momento, el heraldo proclamó la victoria del sarraceno. A Konstanze le hubiese agradado saber cómo se llamaba en realidad.
Tras tres justas más volvía a ser el turno de Armand. El vencedor del torneo se decidía mediante una suerte de competición eliminatoria: quien derrotaba a su adversario avanzaba una posición. Armand y el sarraceno también salieron victoriosos en los dos siguientes combates.
Pero Armand empezaba a tener problemas. Hacía mucho tiempo que no llevaba una armadura y los esfuerzos que supuso la cruzada aún lo afectaban. Volvía a dolerle la espalda y le resultaba difícil sostener la lanza. A ello se sumaba que su cuarto adversario era un caballero muy fornido, aunque por suerte ya bastante borracho. Armand lo derribó de la silla con rapidez, pero el combate a espada le resultó más difícil. Borracho o sereno, Gottfried de la Baja Baviera no dejaba de asestarle un mandoble tras otro. Armand estaba a punto de abandonar cuando logró hacer una finta, el caballero se tambaleó y Armand logró apoyarle la espada en la garganta. Luego lo ayudó a levantarse amablemente.
—¡Un combate excelente, señor Gottfried!
El bávaro sonrió.
—Igualmente, monsieur Armand. ¡La próxima vez renunciaré al vino, entonces os derrotaré!
Ambos combatientes hicieron una reverencia ante la tribuna de honor y donna Maria Grazia le tendió un regalo al bávaro, quien había formado parte de los cuatro últimos contendientes, lo que suponía que Armand era uno de los dos finalistas. Antes ya se había clasificado el sarraceno.
Gisela cogió una copa de vino con expresión triste.
—¡Qué pena! Había confiado en que ganáramos —dijo, y por precaución añadió agua a la copa.
Elena asintió.
—Armand no tiene ninguna posibilidad contra ese sarraceno, Camel o como se llame.
—¡Al menos en estas circunstancias! —admitió Gisela—. Si no se hubiera lesionado…
—Ambos son igual de fuertes —añadió Chiara—. Pero hoy vencerá el sarraceno. ¡Deja que sea yo quien lo bese, Elena, tú ya estás prometida!
Elena y Gisela eran demasiado comedidas para recordarle las miradas ardientes que antes había intercambiado con Pietro. Konstanze guardó silencio, pero observó al sarraceno con expectación. «Tú besarás al vencedor», le había prometido Chiara esa mañana y quizá realmente se lo había sugerido a donna Maria Grazia, pero ¿es que se atrevería a acercarse al desconocido? Si fuera uno de los otros participantes no le habría importado, pero ante al sarraceno se sentía intimidada. Casi deseó que triunfara Armand.
Pero entonces el caballero de Oriente sorprendió a todo el mundo. Cuando el heraldo proclamó que él sería el próximo adversario de Armand de Landes, alzó la visera y cabalgó hasta la tribuna de honor.
—Perdonadme, don Guillermo —dijo lentamente en perfecto italiano—, pero no puedo luchar contra monsieur Armand de Landes. He jurado que nunca blandiría la espada contra ese caballero. Es verdad que esto solo es un juego, pero ambos somos fuertes y vos sabéis con cuanta facilidad incluso una espada de madera puede dar en un ojo. Jamás me lo perdonaría.
—¡Malik!
Armand había visto que su adversario abandonaba su posición, así que se acercó con Tesaro al baldaquín para averiguar qué sucedía. En cuanto reconoció al príncipe, también bajó la lanza.
—¡Malik al Kamil! ¡Mi compañero de armas! ¿Por qué sales a la palestra bajo un nombre tan curioso?
El sarraceno soltó una carcajada.
—¡Practico la virtud de la humildad, amigo! ¡En mi tierra retaría a duelo a cualquiera que me llame Camello en público!
—¿Ah sí? ¡Y yo que creía que entre vosotros suponía un título honorífico! —bromeó Armand y se quitó el casco—. Nuestra cocinera solía llamar así a su Achmed cuando se jactaba ante la criada de sus habilidades como amante.
Malik le lanzó una sonrisa.
—Pues no creo que el heraldo se haya enamorado de mí… ¡Estoy encantado de volver a verte, Armand!
—Yo también me alegro, solo lamento no haberte reconocido antes. Perdonad, don Guillermo, pero me pasa lo mismo que al príncipe Malik: no puedo salir a la palestra a combatir con él, somos compañeros de armas. Os ruego que le concedáis el título de vencedor de la justa.
Malik negó con la cabeza.
—Me opongo rotundamente. Fui el primero en abandonar. El título le corresponde a monsieur Armand.
Guillermo Landi sonrió de oreja a oreja.
—Os declaro vencedores a ambos, y punto. ¡Coged esta cadena como premio, monsieur Armand! —dijo y le tendió una pesada cadena de oro—. Y vos concededme el honor de aceptar este broche, príncipe. Vosotros también lleváis capas, ¿verdad? Me encantaría que adornarais vuestro atuendo con este broche y que sirva para que nos recordéis.
El broche era de oro y piedras preciosas, servía para sujetar una capa en el pecho o encima del hombro. Malik pareció alegrarse del presente; en todo caso se lo agradeció a su anfitrión con palabras corteses. Pero entonces donna Maria Grazia tomó la palabra:
—Si los caballeros recuerdan un torneo es más bien por las bellas damas que recompensan al vencedor con un beso. ¿Deseáis honrar a vuestro caballero? Monsieur Armand ha combatido bajo la divisa de esta dama —le dijo a Malik.
Malik le dirigió una sonrisa a la muchacha y después una mirada de aprobación a Armand.
Donna Maria deslizó la mirada por encima del grupo de muchachas.
—Y el príncipe Malik… ¿Qué opináis, Konstanze? Aún no habéis dado un paso adelante ni una sola vez.
Konstanze notó la mirada curiosa e inteligente del sarraceno y se ruborizó. Bajó la vista y tuvo que hacer un esfuerzo para acercarse al borde de la tribuna de honor. Ahora debía inclinarse y besar al príncipe en la mejilla… o aún mejor, en la boca. Él la contemplaba con expresión seria pero amable. Pero Konstanze vaciló. Le agradaba, más de lo que le habían agradado los demás hombres, pero no podía besarlo, no era… no estaba bien.
Se mordió el labio.
—Os ruego que no me malinterpretéis —susurró en árabe—. Me agradaría besaros, pero… pero… qué pensaríais de mí…
Sorprendido, Malik alzó la cabeza y luego la inclinó ante ella.
—A mí también me agradaría besaros. «A la sombra de aquel día, nuestros deseos trazaron círculos por encima de nuestras cabezas, como felices y fugaces estrellas» —citó al poeta y sonrió.
—«Y una tras otra cayó como caen las hojas de los árboles» —añadió Konstanze.
Malik la contempló con mayor atención, sorprendido y cautivado. Después le rogó que le tendiera la mano, la cogió con delicadeza y depositó un suave beso en la palma.
—Os lo agradezco —dijo en italiano—. Nunca he oído citar a Ibn Scharaf con voz más bella.
»No le toméis a mal a la dama Konstanze que se niegue a besarme —dijo, dirigiéndose a donna Maria Grazia—. En mi tierra no acostumbramos hacerlo y ella lo sabe muy bien, ¡aunque jamás lo hubiera adivinado! Ahora pensaré en vos con admiración aún mayor, señorita Konstanze, y me consideraría un hombre feliz si me permitís escuchar vuestra voz en otra ocasión. Las palabras de mi idioma caen como dulces perlas de vuestros labios.
Konstanze volvió a sonrojarse y le sonrió bajando los párpados.
—Creo que la dama os permitirá visitarla en nuestra sala recibidor —dijo la castellana—. Para nosotros supone una alegría que seáis nuestro huésped —añadió, y despidió a los caballeros.
A Konstanze le pareció que solo ahora podía volver a respirar. Mientras hablaba con Malik, había olvidado por completo a sus anfitriones, a las muchachas y a los demás caballeros que la rodeaban. Y apenas se percató de que Gisela y sus amigas le tomaban el pelo entre risitas.
Mientras Armand y Malik cabalgaban hacia las caballerizas, el sarraceno no pudo evitar volverse hacia Konstanze.
—¡Una muchacha maravillosa! —dijo, admirado—. ¿Cómo es que habla mi idioma? Y ese rostro, esos rubores… Es (sin menoscabo de tu Gisela)… es un lirio entre rosas. ¿Cuál es su sitio?
Armand sonrió.
—Su sitio está con nosotros —le dijo a su desconcertado amigo—. Es una novicia huida de la orden de los benedictinos y está camino de Jerusalén para convertir a tu pueblo al cristianismo mediante una oración. Al contemplarte, diría que tendrá éxito. Pero ahora ven: hoy aún he de aclarar algo.
—¡Yo también quiero ir! —declaró Gisela cuando se enteró del propósito de Armand y Malik. Querían cabalgar directamente a Piacenza para averiguar qué era toda esa historia relacionada con Toledo, el semental.
Una vez acabado el torneo, donna Maria había enviado a las muchachas a sus aposentos, pero hacía demasiado tiempo que Gisela gobernaba su propia corte como para admitir órdenes. Arrastró a Konstanze a las caballerizas para pedirle cuentas a Rupert, pero en vez del siervo, se encontraron con Armand y Malik.
Konstanze se sonrojó y desvió la mirada.
—¿Podemos dejar a un lado las actitudes cortesanas y hablar como personas normales, Konstanze? —le suplicó Armand—. Al igual que nosotros, mi amigo Malik se dirige a Génova y quizá se una a nosotros en los próximos días. No querrás ruborizarte y citar poemas árabes cada vez que te contemple, ¿verdad? Primero emprenderemos camino a Piacenza.
—¡Iré con vosotros! —insistió Gisela.
Armand hizo un ademán negativo.
—Es imposible. Supondría una gran ofensa para los Landi.
—Nadie notará si yo me ausento —dijo Gisela, resoplando—. Pero tú y Malik sois los vencedores del torneo y es a vuestra salud que los caballeros desean beber esta noche. No podréis cabalgar con suficiente rapidez como para estar de regreso para el banquete… ¡y tampoco si no os acompaño, en caso de que pretendas afirmar que os demoraría! ¿Acaso crees que no lograré llevar el semental a Piacenza?
Armand tuvo que reír. Esa muchacha era el descaro en persona y él estaba vivo gracias a ella. Entonces la abrazó y la besó.
—Quizás incluso podrías montarlo, señora mía, porque ¿qué caballo no se convertiría en un corderito si tiene la suerte de poder cargar contigo? Bien, de acuerdo: si también queréis pasar la noche en vela, encargaos de que el infeliz de Rupert ensille dos caballos para vosotras.
—¿Infeliz? —exclamó Konstanze—. Él te trajo el caballo. Sabía perfectamente lo que hacía. No te creerás sus mentiras, ¿verdad, Armand?
Armand se encogió de hombros.
—Eso es precisamente lo que queremos averiguar, aquí y ahora. De momento no hay pruebas en contra del muchacho. Nadie vio nada, pero ¿qué habrían de haber visto? Un caballo pardo que entra al establo, un caballo pardo que sale del establo. La caballeriza está llena de caballos pardos…
—Y de caballeros desconocidos y sus mozos —añadió Malik—. Así que un rostro nuevo no llamaría la atención de nadie. Pero ¿por qué complicarse así? Nosotros haríamos azotar al muchacho: después del tercer latigazo confesaría lo que sabe…
Konstanze le lanzó una mirada de desaprobación, pero en el fondo opinaba lo mismo. Hacía semanas que tenía ganas de darle una paliza a Rupert.
Gisela optó por salir en defensa del mozo.
—Las cosas no son del todo así. Rupert es… bien, no es exactamente un siervo. Él…
—Te lo explicaré de camino —le dijo Armand a Malik para abreviar el asunto—. Ahora cabalguemos, o cerrarán las puertas de Piacenza antes de que lleguemos. De todos modos, llegaremos por los pelos.
Poco después, los caballeros y las muchachas galopaban hacia Piacenza. Armand conducía a Toledo de la brida y Konstanze montaba en la buena mula Floite. Detestaba montar en un caballo que no fuera al paso, pero quería estar cerca de Malik y también oír las explicaciones del dueño del semental.
—Confiemos en que nos devuelva a Rocco sin poner inconvenientes… si es que el caballo está con él —dijo Gisela con preocupación—. ¡Podría haberlo vendido por una fortuna!
—¡Si alguien reconociera al semental, lo ahorcarían! —dijo Armand, riendo—. No, no creo que sea él quien está detrás de este feo asunto.
Al menos, el hombre no había intentado esconder el semental. Rocco, con expresión apenada, se encontraba en un pequeño corral junto al improvisado picadero. A su lado estaba sentado el feriante, bebiendo vino de un jarro y regañando a un chavalín delgado que se encogía bajo sus palabras como si fueran golpes.
—¡No me dormí, padre, de verdad! —se defendía el niño—. Permanecí aquí sentado junto a la hoguera, pero ¡alguien se acercó por detrás y me golpeó!
—Si te hubieras quedado junto a la hoguera ojo avizor nadie habría podido golpearte —se lamentó el hombre.
Gisela soltó una risita, pero entonces Toledo lanzó un sonoro relincho, saludando a su amo. El feriante se puso de pie de un brinco.
—¡Peppi! ¡Vuelves a estar aquí, Peppi! ¿O acaso estoy soñando y un auténtico ángel me ha devuelto mi caballo?
El hombre hizo una reverencia ante Gisela, el semental se abrió paso hacia él y metió el morro en el bolsillo de su pantalón para comprobar si contenía alguna golosina.
—¿Peppi? —preguntó Gisela, volviendo a reír—. Creí que se llamaba Toledo.
El dueño del caballo compuso su postura y explicó:
—El granuja que vende orina de caballo como remedio en el tenderete de al lado dice llamarse Barbadur, noble señorita, entendido en medicina procedente de Oriente, y la bruja de la tienda de allí enfrente se hace llamar Sinaida por sus clientes y afirma proceder de un harén. Cuando Peppi sale a escena, se llama Toledo.
Armand y los demás también se echaron a reír.
—Pero se llame como se llame, soy vuestro siervo para siempre y os debo la vida y también la del inútil de mi hijo, porque me habéis devuelto a Peppi… ¿Hay algo con lo cual pueda compensaros el favor? —añadió el hombre, que parecía dispuesto a arrodillarse ante los nobles.
—Bien, primero nos llevaremos el caballo de batalla de don Landi, el que fue intercambiado por tu semental —dijo Armand en tono severo—. Y después nos gustaría saber quién organizó dicho intercambio. ¿Dices que no has sido tú?
El hombre sacudió la cabeza.
—¡Tendría que ser un tonto! —replicó—. Peppi gana mucho dinero. Medio florín cada día y más en los días buenos. En verano recorremos mundo y en invierno tengo una casita abrigada y una mujer, en Tirol. ¡Todo gracias a Peppi! ¡No lo cambiaría por ningún caballo, ni siquiera por el corcel del emperador!
—¿Y tu hijo? —preguntó Malik, dirigiendo la mirada al delgaducho chiquillo.
—Ese puede mostraros el chichón en su cabeza de chorlito, donde los bellacos lo golpearon. ¡Ven aquí, Giovanni, y cuéntale al caballero lo que te pasó!
El muchacho se acercó con aire temeroso y empezó a describir lo ocurrido. Había encendido una hoguera junto al corral mientras su padre visitaba a Sinaida. Después solo notó que le pegaban un golpe en la cabeza; cuando su padre regresó lo creyó dormido y se tendió a su lado.
—¿Y entonces tampoco descubriste que habían intercambiado los caballos? —quiso saber Armand.
El hombre negó con la cabeza.
—¿Cómo habría podido? Estaba oscuro. Claro que comprobé que el caballo se encontraba allí, lo oí y olí, pero no fui a ver si realmente se trataba de Peppi. Solo descubrí que no era él por la mañana, cuando fui a prepararlo para trabajar.
Afortunadamente se había dado cuenta, porque si en vez de Toledo hubiera metido a Rocco en el picadero y lo hubiese montado algún campesino, podría haber pasado cualquier cosa.
—¿Crees que te atacaron antes de que cerraran las puertas de la ciudad o después? —le preguntó Konstanze al chiquillo.
—¡Después! Además, ya había oscurecido.
—Eso significa que el ladrón pasó la noche en la ciudad junto con el caballo —dijo Armand—, y solo lo intercambió por la mañana.
—O sobornó a un guardia —sugirió Malik—. Pero de todos modos da igual. Si partió de madrugada, podría haberlo llevado a Rivalta antes del torneo. Todo eso no significa nada.
—Podríamos preguntar en algunas caballerizas donde alquilan boxes —propuso Gisela—. Y puede que alguien también haya visto algo en Rivalta.
—No merece la pena seguir investigando. Fue Rupert —sentenció Konstanze; hubiera preferido que no fuera así, pero le rondaba por la cabeza aquel otro «accidente» y lo dijo claramente—: Y no fue la primera vez.
Los amigos abandonaron apresuradamente la ciudad antes de que cerraran las puertas.
—¿Que no fue la primera vez? —preguntó Gisela, aún perpleja.
—Desde el percance en el paso de San Gotardo he tenido un mal presentimiento, y ahora he atado cabos.
Konstanze acercó a Floite al caballo de Armand, que tiraba a Rocco de las riendas.
—¿Recuerdas que cuando le preguntaste a Rupert cómo pudo haber ocurrido la caída, él contestó que el gancho se había soltado de la pared?
Armand asintió. Malik lo miró sin comprender.
—Pues el gancho aún estaba clavado en la pared cuando reanudamos la marcha. Lo vi perfectamente.
Armand reflexionó un momento y luego adoptó una expresión furibunda.
—Yo mismo debiera haberlo advertido —dijo—. Porque el gancho debería haber colgado de la cuerda, pero ¡no fue así!
Gisela le lanzó una mirada espantada.
—Pero entonces ¿qué hemos de hacer ahora, Armand? Esto no puede… Has de hablar con Rupert.
Malik fue a decir algo, pero en cambio señaló la puerta de la ciudad, situada un poco más allá. Habían esperado encontrarla cerrada, pero una multitud se agolpaba allí pretendiendo entrar y los guardias la mantenían a raya mediante sus lanzas.
—¡Esta noche no permitiré la entrada de mil personas más! —le dijo el comandante de la guardia a un muchacho vestido de blanco que dirigía las negociaciones rodeado de un grupo de monjes.
¡Nikolaus! La cruzada de los niños había alcanzado Piacenza.
—Mañana preguntaremos al burgomaestre y a los señores de la catedral, pero esta noche os quedáis fuera.
—Pero ¡estamos hambrientos! —clamó Nikolaus con su dulce voz.
Los guardias rieron.
—Tampoco dejaréis de estarlo atravesando esta puerta: esto es Piacenza, no el país de Jauja, todavía no fluye papilla de sémola por las calles, así que ¡hala, largaos que vamos a cerrar!
Armand y los demás se apresuraron a abandonar la ciudad antes del cierre de las puertas. No tenían ganas de rendirle cuentas al pequeño predicador, pero tampoco tenían tiempo de buscar otra puerta, así que abandonaron Piacenza y se unieron al contingente. Tras la larga marcha, el estado de los niños era lamentable: estaban derrengados y muchos se echaron a llorar al comprobar que no les daban la bienvenida.
Gisela estaba a punto de mencionar Rivalta, pero Armand le adivinó la intención y negó con la cabeza.
—¡Ni se te ocurra! No podemos pagarle su bondad a donna Maria enviando siete mil niños hambrientos a su aldea. ¡Claro que les darían de comer, pero los Landi y su gente se arruinarían!
Armand informó brevemente a Nikolaus de que su propio grupo estaba acampado unas millas al sur.
—¡Muy bien, pero mañana debemos volver a unirnos! —respondió Nikolaus de malhumor—. Falta poco para llegar a Génova, tal vez cinco días de marcha. ¡Y Dios quiere que nos presentemos como un único ejército, no en tres pequeños grupos!
—¿Tres? —preguntó Konstanze.
Entonces se enteraron de que antes de llegar a Piacenza, Hannes y sus seguidores se habían vuelto a unir al ejército principal. El muchacho había conducido a su grupo a través del paso de Brennero con éxito. También sufrió bajas, desde luego, pero en un número mucho menor que Nikolaus.
Casi todos los barberos, saltimbanquis y vivanderos que seguían la cruzada y hacían sus negocios en las ciudades y las aldeas del camino se habían unido al grupo de Hannes. En su mayoría, viajaban en carros cubiertos de lonas con los cuales no hubieran podido atravesar el paso de San Gotardo, pero en los que transportaron a muchos niños pequeños y débiles a través del camino comparativamente amplio y cómodo del Brennero, cuidados por sus mujeres.
Todos se deshicieron en elogios hacia el joven comandante y Hannes actuaba muy seguro de sí mismo. Era probable que entre él y el grupo cercano a Nikolaus se hubieran producido desavenencias en cuanto ambos se unieron.
—Bien, ahora tenemos el ejército de Nikolaus, el de Armand y el de Hannes —resumió Gisela—. Me extrañaría que ello no se convierta en un problema.
Armand se encogió de hombros.
—Solo faltan unos días, querida mía. En Génova se pondrá al mando aquel a quien este ejército en realidad pertenece.