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Los últimos rezagados tardaron tres días más en atravesar el paso. El grueso del contingente los aguardaba en Airolo y una vez más hubo que lamentar muertes. Si bien los aldeanos de Andermatt y Hospental hicieron todo lo posible para acompañar a los niños de la retaguardia a través del San Gotardo, a menudo la ayuda llegó demasiado tarde.

—Estaban demasiado débiles —dijo el bondadoso guía, quien también había conducido a ese grupo por caridad—. Cuando llegaron a Hospental, la mayoría apenas se sostenía en pie. La señora Walburga quería acoger a los enfermos y cuidarlos, pero ¡algunos insistieron en atravesar el paso incluso con los pies congelados! Algo muy doloroso de presenciar: se arrastraban como muertos vivientes y al final todos murieron como moscas. Pernoctamos arriba, en la ermita; imposible atravesar el paso en un solo día con esa horda. A la mañana siguiente no eran más que cadáveres… Murieron de frío y agotamiento… Hicimos lo que pudimos, monsieur Armand, pero os aseguro que aún morirán más antes de que alcancéis la santa Jerusalén. Y perdonadme, pero a fe mía que las aguas del mar no se abrirán a vuestro paso.

Armand se despidió del hombre con amabilidad y se preguntó por qué los monjes y los guardias de corps de Nikolaus no se hacían la misma pregunta que aquel hombre sencillo: Si Dios pensaba abrir el mar para los niños, ¿por qué no había abierto también las montañas?

Armand pasó los días de descanso en Airolo sobre todo tendido en su lecho de heno. Sus lesiones y contusiones se curaban lentamente, al tiempo que Konstanze se dedicaba a averiguar qué hacía Magdalena. La siguió subrepticiamente y, de mala gana, pagó la tarifa exigida por Roland para participar en las reuniones nocturnas con Nikolaus.

Los víveres volvían a escasear. Las numerosas bocas hambrientas habían consumido todos los de Airolo y los campesinos reaccionaban de manera cada vez más agresiva frente a las exigencias siempre renovadas. No era una aldea rica y por más generosos que fueran sus habitantes, se negaban a entregar sus escasas provisiones destinadas a pasar el invierno a Nikolaus y los suyos. Los bribones se hacían con alimentos del modo acostumbrado: saliendo a robar de noche, mientras que, para desconcierto de Armand, los encargados de sus cohortes recurrieron a él.

—Mis niños no tienen nada más que comer, monsieur Armand —le dijo un muchacho llamado Karl. Oriundo de Sajonia, se había unido a la cruzada él solo y hasta entonces no había entablado amistad con nadie. Pero ahora se sentía responsable de los cincuenta adolescentes que había conducido a través del paso. Su súplica conmovió a Gisela hasta las lágrimas.

Entonces Armand habló con el jefe de la aldea y le explicó la situación. El hombre se mostró comprensivo, pero le rogó que tuviera en cuenta las circunstancias.

—No podemos daros más comida. ¿Cuándo reanudaréis la marcha?

Finalmente, Armand entregó el resto del dinero de los templarios a los aldeanos en pago por los víveres y ordenó a Karl y los otros que ayudaran a los campesinos en los campos y con el ganado para pagarse su comida. Un par de muchachos del lugar se los llevaron de caza con ellos y regresaron con unos cuantos gamos, cabras montesas y perdices cobrados. Luego encendieron una hoguera y asaron la carne. Al final, todos confraternizaron y la noche anterior a la partida se convirtió en una fiesta.

Los encargados de las cohortes le sirvieron los mejores trozos a Armand, y Gisela se tomó la revancha por las burlas acerca de la «corte galante de la señora Gisela von Bärbach» bautizando al grupo como «ejército de monsieur Armand de Landes».

Konstanze no participó en la celebración. Había comprado el acceso al círculo íntimo de Nikolaus mediante un cuarto de cabra montesa.

Magdalena ya no se veía obligada a prestarle servicios especiales a Roland y sus amigos para asistir. Se limitó a permanecer en el séquito de Wolfram, que la había acogido con inesperada generosidad. Desde que en el castillo de Hospental dieron por hecho que era un caballero, su seguridad en sí mismo había aumentado y empezó a exigir el derecho a intervenir en la planificación de la cruzada y también el de poseer una mujer para sí solo.

Eligió a Magdalena, porque parecía más limpia y mejor alimentada que las otras muchachas que se sometían a Roland y los suyos. Además, era más joven y no se notaba que era una puta. Hasta que Roland no se lo aclaró, había creído que era una castellana, pero obviamente le resultaba más idónea que Gisela y las otras aristócratas, puesto que Magdalena se derretía aunque solo la tratara con un poco de amabilidad y no decía ni mu cuando él estaba cansado o enfadado y lo pagaba con ella. Además, nunca se burlaba de él y solo hablaba si él le dirigía la palabra. Wolfram se crecía gracias a la admiración de la niña, y los sueños de Magdalena aumentaban debido al buen trato recibido.

Konstanze observaba la relación entre ambos con inquietud. Por una parte, se sintió aliviada al comprobar que, al parecer, los peores temores de Dimma no se cumplían: Magdalena no se vendía a cualquiera, solo parecía mantener una amistad con Wolfram, pero ¿qué veía el joven supuesto caballero en una mendiga de Maguncia? ¿La amaba, como parecía creer Magdalena? ¿Y qué clase de amor era ese? Konstanze apenas podía dar crédito a que Wolfram, prácticamente un adulto, yaciera con aquella niña, pero tras casi dos meses de permanencia entre los seguidores de Nikolaus se había desprendido de gran parte de su ingenuidad conventual y ahora estaba preparada para suponer lo peor de cualquiera.

Y esa última noche en Airolo también observó al caballero y a la niña con desconfianza, pero lo que oyó en torno a la hoguera de Nikolaus hizo que de momento olvidara su preocupación inicial.

Al principio casi no prestó atención a lo que decían Nikolaus y sus hombres, pero luego su interés fue en aumento. Los monjes y los guardias de corps discutían sobre la ruta que a partir de entonces debían seguir. El camino más corto a Génova pasaba por Milán, una ciudad grande y rica. El pequeño predicador y los compinches de Roland confiaban en una acogida amable, pero los monjes del séquito lo desaconsejaron.

—Existen desavenencias entre Milán y el Santo Padre —dijo el hermano Leopold—. Desde la época de Barbarroja, la ciudad está enemistada con el Sacro Imperio Romano e incluso hubo una guerra. Hace cincuenta años, el emperador redujo Milán a cenizas, ¡y ahora se opone a la coronación de Federico!

—¿Y eso qué nos importa? —preguntó Nikolaus con voz suave—. ¡Nosotros acudimos para predicar la paz! Los niños de Milán pueden unirse a nosotros y juntos cantaremos y rezaremos.

—¡Si es que nos franquean el paso! —objetó el monje—. ¡Y si antes no nos convertimos en víctimas de las patrullas de la ciudad y los salteadores de caminos! Las ciudades de la alianza lombarda se rebelan contra el Imperio. No quieren ser súbditos del emperador y ello disgusta a Dios, ellos…

—¡Nos enfrentaremos a sus esbirros con valentía! —exclamó Wolfram y se llevó la mano a la espada—. ¡Ya hemos acabado con salteadores de caminos en más de una ocasión!

«Circunstancia en la fue raptada más de una niña, y más de un muchacho perdió la vida», pensó Konstanze, furibunda. Seguro que Wolfram nunca había blandido la espada contra un salteador dispuesto a todo, y las hordas que merodeaban jamás alcanzarían a Nikolaus, que siempre acampaba en el centro del campamento.

El predicador alzó las manos.

—¡No, caballero mío! ¿Qué estás diciendo? Queremos conquistar Tierra Santa mediante el amor; también las gentes de Milán lo comprenderán y se unirán a nosotros.

—Pero nosotros no podemos unirnos a ellos —dijo el hermano Leopold en tono severo—. Ello no concuerda con el objetivo de la Santa Madre Iglesia ni con nuestra misión.

Nikolaus parecía disgustado, pero el hermano Bernhard, un joven blandengue que despertaba un rechazo casi instintivo en Konstanze, alzó la mano indicando a Leopold que callara y se dirigió al pequeño predicador con sonrisa paternal.

—Deberías reflexionar, oh Nikolaus —dijo en un tono tan untuoso que Konstanze se estremeció—, y consultarlo con tu ángel. Es una decisión que ha de tomar Dios y no nosotros, ignorantes humanos.

Nikolaus no parecía muy de acuerdo, pero era un niño obediente y puso punto final a la reunión con una plegaria y una canción.

—¡Y mañana seguro que proclamará ante los cruzados que Dios le ordenó que nos conduzca a través del paso de Piacenza! —ironizó Konstanze. Había aprovechado la oscuridad para retirarse sin que Magdalena la viera y regresó a la corte de Gisela. Para su gran sorpresa, le preguntaron cómo se llamaba y si pertenecía al ejército de Armand; luego un joven guardia la condujo hasta las hogueras.

—¡Órdenes de monsieur Armand! —dijo el muchacho en tono orgulloso—. No permitimos que nadie atraviese el campamento en medio de la oscuridad, es demasiado peligroso. En dos ocasiones, mi hermana logró escapar por los pelos de uno de tantos bandidos que lamentablemente se aprovechan de este sagrado ejército. ¡Así que ahora montamos guardia!

Konstanze felicitó al muchacho por su previsión. Frente a esos guardias jóvenes, despiertos y fornidos, y a la espada de Armand, las pandas de bandidos que merodeaban en torno a Milán no lograrían sus siniestros propósitos.

Poco después tomó asiento junto a Armand, Dimma y Gisela y les relató lo acontecido durante la reunión del consejo.

Armand se encogió de hombros.

—Eso encaja perfectamente —comentó en tono sereno—. Tras todo este asunto se oculta un plan. Un plan que goza del agrado del Papa, porque no quiere ponerse en manos de sus enemigos. Y Nikolaus está bajo la influencia de los franciscanos. Le eché un vistazo más minucioso a los hermanos y, en efecto, son casi todos minoritas. Los escasos benedictinos no cuentan para nada. Muchos de ellos se ocupan de los niños o cuidan de los enfermos, como nosotros. Y en torno a Nikolaus solo hay hábitos pardo grisáceo…

—Pero ¿por qué lo aconsejaron tan mal con respecto al paso? —preguntó Gisela, y le alcanzó otra ala de perdiz a Armand. Estaba preocupada por él. Aún estaba pálido y demacrado tras los rigores del viaje a través del paso.

Armand le dedicó una sonrisa.

—No puedo comer ni un bocado más, mi señora. Será mejor que se la des a Konstanze, que no parece haberse llevado nada a la boca en toda la noche.

Konstanze tenía hambre y aceptó el ala, mientras Gisela le servía una copa de vino a Armand.

—Entonces al menos bebe. Mañana seguiremos viaje y has de recuperar fuerzas.

—El asunto del paso es la cuestión —prosiguió Konstanze entre bocado y bocado—. ¿Acaso los monjes sencillamente ignoraban el peligro y Nikolaus se limitó a tomar el camino más corto, como siempre? Ansía llegar a Génova; si fuera él quien decidiera, pasaríamos por Milán.

Armand negó con la cabeza.

—No lo creo —dijo—. Alguien se oculta detrás de este asunto. Lo que ocurre es que todavía no hemos descubierto el plan y tampoco averiguaremos mucho más antes de alcanzar Génova. En todo caso, Nikolaus es un juguete en manos del poder. No sabe nada, lo engañaron al igual que a sus seguidores, y si en Génova el mar no se abre ante él, su ilusión se derrumbará. Y entonces veremos qué ocurre.

Por la mañana abandonaron Airolo y descendieron a la llanura lombarda pasando por Faido, Giornico y Biasca. A pesar de todas las pérdidas de los últimos días, los niños estaban animados: el camino no presentaba dificultades, era de bajada y el paisaje se volvía cada vez más bonito cuanto más se acercaban al llano. En los prados crecían flores y podían recoger bayas y hierbas. Rupert cazó conejos y perdices con la honda y recibió los elogios de Gisela.

El tiempo también mejoraba a ojos vista; cuanto más se adentraban en Lombardía tanto más aumentaba el calor, y los prados alpinos y los arroyos dieron paso a aromáticos bosques de pinos que proporcionaban sombra a los viajeros y la ropa abrigada adquirida para atravesar los Alpes se convirtió en un incordio.

—Podremos venderla en Como —dijo Armand—. También las tiendas, puesto que avanzamos hacia el sur y no volveremos a necesitarlas. Entonces podremos volver a montar en la mula y hacernos con un poco de dinero.

A partir de Airolo, el dinero había vuelto a ser un problema y antes de llegar a Piacenza —o incluso a Génova— no podían contar con refuerzos. Armand admitió que hubiera preferido pasar por Milán.

—Se puede hablar con la Podestá —declaró—. En general, son bastante sensatos, quieren lo mejor para su ciudad y no desean convertirse en juguete de los soberanos.

—¿Son los patricios de Milán? —preguntó Gisela que cabalgaba a su lado; Esmeralda volvía a bailotear alegremente a lo largo del camino liso y arenoso. La muchacha montaba erguida en la silla y con el cabello suelto.

Armand no se cansaba de contemplar cómo la suave brisa jugueteaba con sus rizos.

—Algo por el estilo —respondió—. Pero son más agresivos que los burgueses de Colonia o Maguncia. Son mediterráneos, rápidos en pronunciar palabras duras contra emperadores y príncipes. Y también contra el Papa, cuando a los señores les disgusta una decisión suya. Pero no creo que les den con las puertas en las narices a ocho mil niños hambrientos. Seguro que Belcebú no habita en los palacios de los concejales. El temor de que pudieran arrojarnos a las mazmorras o vendernos como esclavos resulta improbable.

Lo más importante era que en Milán había una encomienda de los templarios. Allí los monjes llevaban a cabo negocios de banca y Armand habría podido entregar su informe y mejorar su economía. Ignoraba si ello sería posible en Piacenza.

—¡Pues entonces nos arreglaremos de otra manera! —dijo Gisela en tono despreocupado.

En aquellos días de sol, la joven se sentía feliz. Armand se recuperaba visiblemente y ella cabalgaba a su lado a través de prados floridos. Se negaba a pensar en un futuro hostil.

—Primero venderemos nuestras ropas de invierno y después tocaré el laúd en los mercados. Ya verás qué bien lo hago. En la corte de la señora Jutta he cantado a menudo: ¡lograré conmover a algunos ciudadanos hasta las lágrimas!

Armand rio.

—Con solo verte, deberían quedar hechizados —la lisonjeó.

Rupert soltó un bufido.

—¡Lo que faltaba! ¡Que te exhibas como una mujer de la calle! —le espetó.

Gisela se encogió de hombros.

—Al parecer, abundan los caballeros y los siervos que me protegen —dijo, sonriéndole a ambos. Armand y Rupert intercambiaron miradas poco amistosas.

Dimma observaba los acontecimientos con aire preocupado. ¡Ojalá ya hubiesen llegado a Piacenza y vendido las tiendas, para que Rupert pudiera volver a cabalgar! De momento, era evidente que se tomaba a mal que Armand montara al lado de Gisela como un noble mientras él caminaba junto a su mula. No obstante, tanto Armand como Gisela cargaban con varios niños y si el caballero no renunciaba del todo a su cabalgadura solo se debía a que siete días después de la caída, la espalda aún le dolía. Al andar se apoyaba en un bastón y se fatigaba con rapidez.

Konstanze declaró que era algo normal y le ordenó que montara. El único que no demostraba comprensión era Rupert; era bastante dudoso que su humor mejorara cuando volviera a montar en la mula mientras su rival montaba a caballo. Dimma ya le había propuesto a Gisela que, una vez en Como, cambiara a Floite por un caballo, pero la muchacha se negó.

—¡Deberías avergonzarte, Dimma! Nos acompañó durante la travesía del peligroso paso, ¿y ahora quieres deshacerte de ella? No, nos llevaremos a Floite a Jerusalén. En el peor de los casos, si el mar no se abre, la mula será capaz de atravesar el Mediterráneo a nado.

Al igual que todas las ciudades lombardas, Como se gobernaba a sí misma. La ciudad a orillas del lago, cuya muralla tenía un aspecto muy defensivo, siempre había luchado junto al Sacro Imperio Romano debido a su enemistad con Milán, y ahora también mantenía buenos contactos con Inocencio III en Roma. No obstante, Armand dudó que ello tuviera alguna consecuencia con respecto a cómo recibirían a la cruzada de los niños. Más bien confiaba en que el recibimiento sería similar al de hacía unas semanas, en Estrasburgo.

En Como también vivían dos familias de patricios enfrentadas entre sí, los Vittani y los Rusconi, y resultó que dicha enemistad ya había superado en mucho la rivalidad relativamente inofensiva entre los Müllenheim y los Zorn. Había luchas callejeras y, encima, un bando apoyaba al Papa mientras que el otro representaba la posición de Milán. Armand solo tenía cierta información sobre esas circunstancias, y Gisela y Konstanze las desconocían por completo.

Pero las rencillas no afectaron la acogida que recibieron Nikolaus y sus cruzados. Los habitantes de Como se mostraron amables, aunque su actitud era más bien incierta. Les abrieron las puertas de la ciudad y no se opusieron a que acamparan en las plazas y a orillas del lago. También permitieron que Nikolaus orara en la escalinata ante San Abbondio: dada la proximidad del imperio alemán, casi todos aún comprendían el idioma. Pero la cifra de nuevos seguidores fue muy escasa, al igual que las limosnas.

—Hay sequía y la cosecha fue mala —les dijo uno de los concejales a los niños—. Podéis comprar provisiones en nuestros mercados. Si los ciudadanos os dan de comer, será por caridad, pero comprended que la ciudad no puede abriros sus graneros.

Gisela y sus amigos acudieron al mercado de la plaza San Fidele, encantados con la abundante oferta: allí había más frutas que al norte de los Alpes y también eran distintas; el sol mediterráneo producía frutas y verduras más grandes y vistosas. En las cantinas servían platos de arroz, ya fuera con azúcar y canela o con salsa de carne, y quesos especiados.

A Konstanze le hubiera agradado probarlos, pero el dinero ni siquiera alcanzaba para una única ración. Gisela contempló el pobre resultado de sus compras en el mercado con expresión desilusionada e inquieta. Armand y su corte no eran los únicos que pretendían convertir sus ropas de invierno en dinero, y el precio que los tenderos les ofrecían por ellas era mínimo.

—¡Con esto no llegaremos muy lejos! —dijo la muchacha en tono apenado—. Si Armand no se las arregla para hacerse con algún dinero, tendré que cantar. ¿No querrías acompañarme, Konstanze? Me parece que la fundadora de vuestro convento componía música, así que seguramente sabes entonar bien.

Konstanze negó con la cabeza, apesadumbrada, porque música era la única asignatura en la cual no había destacado como alumna conventual: una tapia tenía más oído musical que ella. Le gustaban las melodías sencillas y populares y amaba la lírica de los trovadores, pero era incapaz de entonar y sus intentos de tocar el laúd más bien hubieran vaciado los mercados en vez de llenarlos. Además, no creía que Gisela lograra ganar mucho dinero con sus canciones; los que acudían al mercado preferían entretenimientos más toscos que canciones de amor. Al final solo se harían con unas pocas monedas: una suma por la que no merecía la pena granjearse el enfado de Rupert y también el de Dimma.

Konstanze albergaba ideas más ambiciosas.

—¿De qué manera algo se convierte en reliquia? —preguntó esa noche, cuando acudió a misa en San Abbondio junto con Armand y Gisela y se arrodilló ante un relicario.

Gisela frunció el ceño.

—Bueno, cuando alguien que es santo la toca o… —contestó vagamente.

Armand sonrió: sabía por qué lo preguntaba.

—Ha de estar acompañada por un certificado —explicó—. Un príncipe de la Iglesia o un noble ha de confirmar la autenticidad del objeto o la identidad del fallecido.

En Como conservaban partes del cuerpo de diversos santos.

—¿Y cómo lo hace? —preguntó Gisela, que solo entonces reflexionó sobre el asunto—, porque al fin y al cabo no estaba allí cuando Jesús o quien fuera tocó el objeto. Y los muertos… bueno, a veces solo quedan sus huesos.

—El certificado más bien confirma que la reliquia realmente fue encontrada allí donde afirman que la encontraron… Bien, en realidad el asunto supone tener bastante fe.

El sacerdote ante el altar acababa de pronunciar el Ite missa est y el joven caballero se dirigió a la sacristía. El párroco de San Abbondio era su última esperanza tras la negativa de diversos comerciantes y concejales de convertir en dinero una letra de cambio a nombre de la encomienda de los templarios de Génova. Armand carecía de acreditaciones que demostraran que viajaba por encargo del Gran Maestre y hasta entonces el ejército de los niños no había contribuido a despertar la confianza en los cruzados. Volvía a haber atracos y robos. En ese momento, Nikolaus y los monjes procuraban evitar que dos pilluelos de Maguncia acabaran en el patíbulo.

Si las cosas no cambiaban, pronto todos los miembros de las huestes de Nikolaus serían considerados sospechosos. Para entonces, los cruzados habían dejado de ser dignos de confianza.

En cuanto acabó la misa, Konstanze también se despidió de sus amigos. Ensimismada, deambuló por el mercado y por fin compró tinta, una pluma y un pergamino. Luego hizo una meticulosa copia de un poema de amor en grafía árabe y la firmó con el nombre de Malik al Kamil. Después añadió unas palabras en perfecto latín y envolvió el escrito en papel de cera junto con un trozo de madera tiznada. Según el «certificado» de Konstanze, tanto un príncipe sarraceno como el patriarca de Jerusalén daban fe de que se trataba de un trozo de leña de la hoguera que había calentado a la Sagrada Familia durante la huida a Egipto.

El prestamista judío al que le ofreció la reliquia puso los ojos en blanco, pero le pagó diez veces más del coste de los materiales; y, si Konstanze hubiese sabido regatear, habría obtenido aún más dinero.

Cuando más adelante apareció junto a la hoguera con alforjas llenas de compras y un cazo con guiso de arroz, Armand rio a mandíbula batiente. Gisela y Dimma la interrogaron y ella confesó su pecado en el acto.

Dimma se persignó en silencio y después empezó a repartir la comida entre los niños. Al principio Gisela puso cara de espanto, pero luego se zampó un trozo de pan y queso sin rechistar.

—¡Has pecado! —comentó sin dejar de masticar.

Konstanze recordó a su pequeño amigo Peter y se encogió de hombros.

—Pero utilizamos el dinero de un modo que complace a Dios —se defendió—. Que los niños mueran de hambre no puede ser lo que desea el Señor.

—Y como solía decir la madre Ubaldina —terció Armand, riendo—, ¡todo aquello que refuerza la fe de los hombres goza de la bendición divina!

—El prestamista dijo que aceptaría más reliquias —añadió Konstanze.

Así que en la corte galante de la señora Gisela von Bärbach nadie debía pasar hambre, tampoco en Como.