10

Aquella noche Dimma no se colocó entre Gisela y su caballero, puesto que dedicó toda su atención al pequeño herido, pero tampoco creía que en esas circunstancias Armand supusiera un peligro para la virtud de su protegida. Además, Rupert estaba en la otra tienda.

Armand pasó la noche procurando encontrar una posición en la que el dolor no lo martirizase. No lo logró porque no quería perturbar el sueño de Gisela, que, acurrucada a su lado, le proporcionaba un poco de calor. Recordó el paso de Brennero: en aquel entonces creyó haber pasado frío pese al abrigo proporcionado por los vellones y las mantas que los mulos de Gianni habían transportado a través del paso para sus aristocráticos clientes. Las tiendas eran amplias y seguro el camino. En cambio, ahora la lluvia se filtraba por la delgada tela de la tienda, nada adecuada para resistir los interminables chaparrones y las nevadas alpinas. Sin embargo, miles de niños atravesaban el paso sin ninguna protección.

Armand aspiró el aroma del cabello de Gisela y dio gracias a Dios por su rescate. Seguían todos vivos y esa noche nadie moriría de frío, pero la mañana siguiente… Solo concilió el sueño después de medianoche, cuando la nevada amainó.

Rupert despertó a los exhaustos viajeros de madrugada. Dimma rogó que no hubiera visto a Gisela y Armand cuando alzó la lona de la tienda y los llamó. Todos estaban bajo las mantas y los abrigos, y aún reinaba la oscuridad. Rupert quería partir enseguida para darle alcance al contingente principal; el día anterior solo habían recorrido dos o tres millas y Nikolaus debía de llevarles mucha ventaja.

—Pero nos esperará —lo tranquilizó Magdalena—. Además, hay muchos que vienen detrás de nosotros. ¿Cómo es que ayer no nos dieron alcance?

Konstanze se preguntaba lo mismo, pero hasta entonces solo habían visto los cadáveres de aquellos que iban en cabeza, a nadie de la retaguardia.

Rupert insistió en emprender camino de inmediato y no encender una hoguera. Konstanze lo intentó en vano: la escasa leña que encontró allí arriba estaba empapada.

A Armand incorporarse le supuso un suplicio, esa mañana el dolor de espalda y hombros era aún mayor y caminar sería un infierno. No obstante, se negó a montar a caballo. La única que cabalgaba era Dimma, que llevaba en brazos al pequeño herido completamente trastornado. Los demás montaron a los otros niños en los animales y avanzaron a pie.

Era un día nublado y lluvioso, pero no había niebla y ninguna brumosa mortaja misericordiosa cubría a las víctimas del paso de San Gotardo. El grupo pasó junto a los cadáveres de cruzados que se habían precipitado al vacío, pero también de niños pequeños que al parecer habían caído junto al sendero, muertos de frío o exhaustos. Tras recorrer un par de kilómetros —el camino ascendía constantemente, pero no resultó tan peligroso como el día anterior— se encontraron con una niña pequeña abrazada a los cadáveres de su hermana y su hermano.

—Nos acurrucamos unos junto a otros —musitó la pequeña cuando Konstanze la apartó de los muertos—, pero esta mañana… esta mañana Anne estaba tiesa y Martin…

Konstanze la subió al caballo de Dimma y la yegua alazana alzó la pata trasera cuando la pequeña se deslizó hacia atrás, pero luego se tranquilizó.

Al mediodía la atmósfera estaba enrarecida y húmeda, y los viajeros casi no podían respirar. Cuando se tomaron un breve descanso, Armand a duras penas se mantenía en pie y solo logró tragar unos bocados de pan y beber agua y un poco de vino. Finalmente cedió ante la insistencia de Gisela y montó a caballo. Si bien los movimientos de Comes lo bamboleaban y los músculos le dolían casi tanto como al caminar, cabalgar le ahorró el bochorno de tener que apoyarse en Gisela. Tener que contar con la ayuda de Rupert para subirse a la silla ya supuso suficiente humillación.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó mientras el muchacho sostenía el estribo—. Lo de la cuerda, quiero decir…

—¡No la solté! —contestó Rupert, poniéndose a la defensiva—. Vos…

Armand hizo un ademán negativo con la mano: fue como si miles de agujas se clavaran en sus hombros y se encogió de dolor.

—La otra cuerda… la de seguridad, no se rompió… Y yo la había anudado muy bien —añadió, soltando un gemido cuando Rupert lo subió a lomos de Comes.

—¡El gancho se soltó! —dijo el mozo en tono seco.

Armand asintió, ocupado en mantenerse en la silla, pues la explicación le resultó convincente: sabía anudar una cuerda pero jamás había clavado un gancho en una pared de roca.

No dejaba de lloviznar y los viajeros no dedicaron ni una sola mirada al impresionante panorama alpino que se abría ante ellos.

«No cabe duda de que Dios creó milagros en este lugar —pensó Konstanze—, pero todos hostiles para con los humanos. ¿Acaso no se le ocurrió que sus peregrinos pretenderían atravesar esas montañas? ¿Es que quizá no fuera esa su intención?».

Cuando por fin se encontraron con el desfiladero de Schöllenen, las paredes eran casi verticales y a sus pies corría el río Reuss. Al ver la única bajada Gisela palideció: unos escalones resbaladizos tallados en la roca.

—¡Nunca lograremos bajar por ahí! —susurró, señalando los numerosos cadáveres que yacían en las rocas a orillas del río: otros cruzados que se habían despeñado. Al distinguir el cadáver de un animal, Magdalena soltó un grito.

—¡Nikolaus! ¡El burro de Nikolaus! Oh… ¡he de bajar! Si ha caído… si Nikolaus… —La muchacha estaba fuera de sí.

Armand desmontó haciendo un esfuerzo.

—Tranquilízate, pequeña Lena, el chico no habrá bajado allí en el burro —la consoló—. Nadie puede bajar allí montado. Un animal solo lo lograría si no lleva una carga, de lo contrario perdería el equilibrio.

—¿Entonces nosotros también hemos de desensillar a los animales? —preguntó Konstanze en tono abatido—. ¿Y las tiendas?

—Las sillas de montar no desequilibran a un caballo de paso seguro, pero sí los niños asustados que se aferran a él. Que todos desmonten y cojan lo que puedan llevar de las alforjas. Si un caballo se despeña y cae al río, podemos dar las cosas por perdidas.

Él mismo trató de coger las cuerdas que había en las alforjas de Comes.

—Volveremos a sujetarnos con las cuerdas. Los niños pequeños se situarán entre los mayores: preparaos para sostenerlos en caso de que resbalen. Y volveremos a clavar ganchos. Tú y yo nos adelantaremos, Rupert, y los clavaremos en la roca; después fijaremos cuerdas como si fueran una barandilla.

—¡No! —Konstanze protestó incluso antes de que Gisela pronunciara una sola palabra. Dejar que Armand partiera con Rupert le daba mala espina a causa de la extraña explicación que el mozo había alegado con respecto a la caída de Armand… algo no encajaba, algo que había dicho sobre los ganchos—. Dado el estado de tus hombros, Armand, no puedes clavar ganchos en las rocas. No serías de ninguna ayuda. Al contrario, si te faltara la fuerza y no los clavaras correctamente…

—Lo sé —murmuró el caballero, agachando la cabeza—. Ya he fracasado… ayer mismo.

—Yo iré con Rupert —se ofreció Konstanze— y le ayudaré con los ganchos. Vosotros repartid el contenido de las alforjas en los zurrones.

Armand se avergonzó al ver que la muchacha emprendía el descenso, pero se sorprendió al recibir la ayuda inesperada de los niños.

—¡Nosotros podemos hacerlo! —exclamó Fritz, que con casi trece años era el mayor de los protegidos de Dimma—. Johann y yo somos mejores escaladores que tú, Konstanze, que además tropezarás con tus faldas.

Dimma estaba preocupada, pero no podía negar que los muchachos trepaban como los gamos. Y después también demostraron una gran destreza: sostuvieron a Rupert mientras este clavaba los ganchos y después tendieron cuerdas entre un gancho y el siguiente. Por fin los tres alcanzaron el fondo del desfiladero y saludaron a los demás con gesto triunfal: ahora una barandilla recorría la estrecha «escalera» que descendía a lo largo de la pared.

—¡Primero haremos bajar a los animales! —dijo Gisela y acarició la suave piel de su montura con gesto temeroso—. ¡Ten cuidado, Floite, y tú también, Esmeralda! ¡Le dije al campesino que lo lograrías!

Konstanze se cubrió la cara con las manos, pero Gisela seguía el descenso de los caballos y la mula con mirada aterrada y se apretó contra Armand; Dimma estaba a punto de hacer un comentario pero después se lo pensó mejor: con un poco de suerte, Rupert mantendría la vista clavada en los animales.

El nuevo caballo de la doncella encabezaba el descenso con paso seguro, seguido de Comes y Esmeralda, que parecía un tanto nerviosa pero apoyaba los cascos con seguridad. Floite bajaba a lo largo del sendero como si fuera un camino principal: nada parecía perturbar la calma de la mula.

Cuando los muchachos se hicieron cargo de los animales, Gisela prorrumpió en vítores. Los caballos bajaron la cabeza y empezaron a rumiar la abundante hierba que crecía en el fondo del desfiladero.

Por fin Armand y las muchachas descendieron sujetados entre sí; para el caballero supuso una tortura, sobre todo porque la pequeña María tropezó y cayó. La pequeña soltó un grito de espanto pero la cuerda detuvo la caída y permaneció colgada entre Konstanze y Armand, ilesa. El joven caballero soltó un quejido cuando la cuerda se tensó en torno a su cuerpo y durante un instante Konstanze creyó que perdería el equilibrio y los arrastraría a todos al abismo, pero logró recuperarlo y, pálido y crispado de dolor, ayudó a Konstanze a subir a la niña tirando de la cuerda.

—Y ahora nos espera un nuevo ascenso —resopló Gisela cuando alcanzaron el río y lo vadearon.

Pero la subida resultó menos peligrosa que la bajada y, tras cuatro horas, todos lo habían logrado. Agotados, se tendieron en el suelo musgoso y bebieron el resto del vino.

—Todavía no hemos llegado al valle —comentó Konstanze.

Armand sacudió la cabeza. Hubiese preferido permanecer tendido, pero en Göschenen se había informado exactamente de lo que les esperaba.

—Aún hemos de ascender un buen trecho —confirmó—, pero el anterior era el más peligroso y por hoy ya es suficiente. Podremos descansar en Andermatt o seguir viaje hasta Hospental, una aldea donde hay un castillo y quizá nos den albergue.

—¿Un castillo? —preguntó Gisela con interés.

Ya se imaginaba aposentos caldeados y tinas de agua caliente. Armand podría descansar; tras atravesar el desfiladero su caballero se veía lívido y demacrado. Claro que Konstanze, Dimma y los niños tampoco tenían mejor aspecto, incluso Rupert parecía afectado.

—¿Y creéis que allí nos acogerán? —preguntó Magdalena con voz temblorosa—. En un castillo, quiero decir…

—Somos de abolengo —dijo Gisela con calma—. Armand es un caballero. Cualquier castellano nos acogerá.

—Claro, el señor caballero —se mofó Rupert—. Por supuesto que os acogerán… ¡incluso si antes echaron a Nikolaus con cajas destempladas!

—¡Eso no te consta! —replicó Gisela—. Incluso puede que Nikolaus nos esté esperando allí. Pero… bien, si nuestro título de nobleza nos asegura una noche al calor, entonces…

—¡Os asegura una noche al calor! —se burló Rupert—. ¿Y nosotros? ¿Qué pasará con nosotros? ¿Adónde alojarán a los plebeyos?

Armand era un hombre paciente, pero estaba a punto de perder los estribos. Sin embargo, Dimma se le adelantó.

—¡Allí donde les corresponde, Rupert: en el establo! Donde siempre se han albergado los siervos. Y donde estarás abrigado y podrás tenderte en el heno. ¡Irás a parar precisamente al sitio que Dios ha previsto para ti!

Rupert le lanzó una mirada furibunda.

—¡Dios me ha escogido para que libere Jerusalén! Y después…

—Y después ya veremos —dijo Dimma—. Pero ahora empecemos por recorrer las últimas tres millas hasta esa aldea y tú ayudarás a monsieur Armand a montar; apenas logra mantenerse en pie. Estaría muy bien que pudiera descansar una noche en una auténtica cama.

Armand quiso protestar, pero sabía que ella tenía razón. El camino hasta Hospental no era dificultoso y si el tiempo hubiera acompañado, incluso podrían haberlo disfrutado. Al principio, los senderos atravesaban un bosque tupido que ofrecía protección del viento y la lluvia, y luego seguían a lo largo del río Reuss hasta la aldea. En la propia Hospental había prados, árboles y casitas acogedoras a orillas del río. El castillo se encontraba a cierta altura, regentado por los menestrales del cercano convento de Disentis; la torre cuadrada le proporcionaba un aspecto defensivo. Gisela cabalgó hacia el castillo con determinación, haciendo caso omiso de las protestas de Rupert. Y una vez llegados al patio de armas se encontraron con caras conocidas: un grupo de adolescentes, pero también algunos saltimbanquis que se habían unido a Nikolaus, todos acampados en el interior de la muralla.

—Otros se encuentran en la aldea y los que no pudieron seguir, en Andermatt. ¡Los aldeanos son muy amables! —le contó uno de ellos a Rupert mientras Armand y las muchachas recibían el saludo del mayordomo del castillo.

—¿Dónde está Nikolaus? —preguntó Magdalena, asustada—. Hemos visto su burro. ¡Temí que le hubiera sucedido algo!

—¡Tonterías! —dijo el muchacho—. Llegó aquí sano y salvo y durmió en un lecho confortable. Wolfram, el caballero que lo acompaña, lo introdujo en el castillo, donde además atendieron a todo su séquito. Quería seguir viaje esta mañana y atravesar el paso, pero muchos nos quedamos aquí. Yo también; mi hermana está herida y mis hermanos casi mueren de frío. La castellana se ocupa de ella, pero seguir viaje es impensable. ¡Y yo ya estoy harto! Me quedaré aquí y me pondré al servicio del castellano como mozo.

—¿Así que no te tomas en serio tu juramento? —preguntó Rupert en tono amenazador.

El muchacho se encogió de hombros.

—Emprendí la marcha con doce niños de mi aldea —replicó—. Solo cuatro siguen con vida. Soy uno de ellos y agradezco a Dios por mantenerme así, pero ¡ya no creo que Él haya querido esto!

Tras dichas estas palabras, se volvió y se dirigió a la hoguera en torno a la cual estaban sentados los demás, todos con algún miembro vendado. La muchacha parecía estar dormida.

Por su parte, los saltimbanquis habían planeado seguir adelante con el grueso del contingente al día siguiente, pero el castellano los había invitado a entretener a sus damas y caballeros, y no querían renunciar a las ganancias extra y a la buena comida.

—¿Nikolaus nos esperará? —preguntó Magdalena.

Había entrado de manera subrepticia en el castillo, confundida entre los acompañantes de Konstanze y simulando ser una criada. La amable castellana había dispuesto habitaciones caldeadas para Konstanze y Magdalena, y también para Gisela y Dimma, y Magdalena oscilaba entre el deseo de reunirse con los cruzados lo antes posible y disfrutar de las comodidades del lugar. La propia Konstanze también estaba impresionada: el castillo de Hospental no era la morada más confortable imaginable por una aristócrata, pero estaba mucho mejor equipada que el dormitorio de las novicias del convento de Rupertsberg.

—Claro que el chaval os aguardará —dijo el castellano, riendo—. No logrará impresionar a los sarracenos con ese grupito de incondicionales. Casi todos los escasos niños que sobrevivieron se encuentran en la aldea. Los campesinos los han acogido y el convento envió limosnas para que al menos coman algo caliente y quizá también les proporcionen abrigos y zapatos para la travesía del paso. De lo contrario, a ese Nikolaus se le morirán aún más niños que antes. Pero no os preocupéis: en Airolo volveréis a encontraros con él y sus seguidores.

—¿La travesía del paso? —preguntó Gisela con espanto—. ¿Es que aún no lo hemos atravesado?

El castellano negó con la cabeza y sonrió. Dimma ya había obrado milagros con su joven ama: Gisela llevaba ropa limpia, había tomado un baño y la doncella la había peinado. También volvía a llevar su diadema esmaltada predilecta, el único ornamento del cual todavía no se había desprendido y los caballeros del pequeño castillo no se cansaban de contemplarla.

—No, noble señorita. El verdadero paso aún se encuentra ante vosotros, pero no se puede comparar con el desfiladero de Schöllenen, sobre todo si el tiempo mejora. Antes de que lo haga tampoco permitiremos que los otros niños lo atraviesen. Hay otra subida abrupta y allí arriba hace frío. ¿De verdad queréis seguir viaje mañana?

No, Gisela no quería seguir. Había visitado a Armand después de que la castellana se ocupara de sus heridas, le preparara un baño y lo arrebujara en la cama. Cuando Gisela entró en la habitación estaba dormido, pero el suave beso de ella lo despertó. Su mirada de admiración complació a la muchacha: era la primera vez que la veía vestida como una cortesana y se quedó cautivado.

—No debiera permanecer tendido ante vos —dijo en tono cariñoso—. Lo que me correspondería sería cabalgar al campo de batalla bajo vuestra divisa, con el fin de ganar un feudo. ¿Me esperaréis, bellísima señorita? Ansío prestaros juramento, pero yo…

—¡Te acepto, incluso sin un feudo! —susurró Gisela—. ¿Sabes cantar o tocar el laúd, quizá? Podríamos recorrer mundo como saltimbanquis y músicos ambulantes, en caso de que… de que lo de Jerusalén no resulte…

—¡A lo mejor aprendo a hacer de funámbulo! —contestó Armand sonriendo—. Pero hoy no… Estoy destrozado, la señora Walpurga quiere que me quede aquí una semana.

Gisela se mordió el labio.

—Rupert no estaría de acuerdo —murmuró.

Armand reprimió una respuesta airada. Estaba harto de tener consideración con respecto a la opinión de Rupert, como si el mozo fuera un igual. Pero, por otra parte, no le quedaba más remedio. Debían seguir con la cruzada; a él lo obligaba el encargo recibido y a Gisela… No podía llevarla consigo así, sin más. Un caballero andante sin tierras no podía viajar junto con una dama, no podía casarse. Era el viejo dilema: de momento, solo podían permanecer juntos en el marco de esa cruzada. Armand le besó la mano.

—Encontraremos una solución —le prometió—. La que sea. A lo mejor el mar se abrirá… en bien de nuestro amor.

Gisela sonrió, pero sus ojos estaban húmedos.

—¡Acabaréis convertido en un maestro del juego galante, señor caballero! —bromeó—. Pero ¿y los sarracenos? ¿Acaso han de rezarle a Venus?

La castellana —acostumbrada a curar ella misma a sus caballeros en ese apartado castillo— prescribió ungüentos calmantes para Armand y le masajeó los músculos tensos y contusionados. Al día siguiente lo dejó partir de mala gana, pero en todo caso el caballero volvía a ser capaz de cabalgar; además, era una mañana seca y solo ligeramente nublada, así que los cruzados emprendieron el cruce del paso con la bendición del castellano e incluso pudieron contratar a un vaquero de la aldea como guía.

En esa ocasión, el castellano y Armand reunieron a los niños antes de la partida, los dividieron en grupos, dispusieron que los mayores se hicieran cargo de cada cohorte y recomendaron a todos que emprendieran la travesía del paso con mucha precaución. Los castellanos y la comunidad de Hospental se mostraron dispuestos a cuidar de los numerosos niños heridos y enfermos. Con el fin de atenderlos, Walpurga, la castellana, había instalado una especie de lazareto en la sala del castillo de su marido.

—Una vez que se hayan curado, algunos encontrarán acogida entre las familias del lugar —dijo, procurando tranquilizar a Gisela, preocupada por los más pequeños. También había dejado al chiquillo del brazo roto en manos de la diligente castellana—. Y el convento de Disentis también está al tanto. Los monjes gestionan un hospital bien equipado. A lo mejor trasladan los casos más graves allí y logran sacarlos adelante de algún modo.

Los casos más graves suponían congelación de manos y pies. Unos cuantos jóvenes cruzados se convertirían en lisiados.

Poco antes de la partida, Rupert salió del establo con gesto enfurruñado, al parecer dispuesto a volver a unirse al grupo de Gisela y, para enfado de Armand, empezó a burlarse de las nuevas ropas de Gisela, Konstanze y Armand, de las mulas que aguardaban en el patio para cruzar el paso y de las blandas camas en que los nobles habían descansado. Y eso a pesar de que él y los protegidos de Dimma no lo habían pasado mal precisamente. La señora Walpurga era muy generosa y les proporcionó un alojamiento confortable en el heno de un granero, mantas abrigadas y abundante comida. Las muchachas hicieron caso omiso de sus palabras, pero Dimma intercambió unas frases con Armand.

—Ese muchacho necesita una tarea —dijo—. Ha de sentir que es importante, al fin y al cabo sueña con convertirse en caballero…

Armand no consideró que apoyar las fantasías del siervo fuera bueno; sin embargo, lo designó encargado de una de las cohortes, un grupo donde reunió a las mujeres y los niños, así que Rupert también tendría que hacerse responsable de Gisela, Dimma y Konstanze. El vehemente mozo quería emprender la marcha con sus protegidos de inmediato: los más débiles no debían volver a ser los perjudicados.

Y en efecto: Rupert dejó de protestar y realizó su tarea a conciencia; solo una vez abandonó a sus pupilos para trepar a una roca y recoger un edelweiss para Gisela. Se lo tendió con expresión orgullosa y la muchacha se mostró agradecida. Ni siquiera Dimma lo regañó por esa insensata demostración de coraje: era evidente que todos querían animar al mozo.

«Todos tenemos miedo», pensó Konstanze, pero se abstuvo de comentarlo.

Claro que el camino a través del paso era peligroso, pero bajo el cuidado y la protección del experimentado guía alpino, y bien alimentadas, abrigadas y provistas de buenas cabalgaduras, las mujeres y las niñas se relajaron por primera vez en muchos días. Por fin podían disfrutar del maravilloso paisaje alpino. Konstanze no dejó de preguntarle por todas las plantas y los líquenes que crecían al borde del camino y se alegró al comprobar que el guía sabía más cosas acerca de sus propiedades curativas que la propia Hildegard von Bingen. Pero pronto la vegetación dio paso a rocas en parte cubiertas de nieve. El camino ascendía abruptamente y volvieron a atravesar puentes de aspecto inseguro y campos nevados. También encontraron más cadáveres, lo cual no sorprendió al guía.

—Vuestra cruzada pasó por aquí ayer, bajo la nieve y el granizo; como veis, hoy los caminos aún están helados.

Estaba en lo cierto y debían conducir los caballos con mucho cuidado.

—No se veía nada y seguro que docenas de ellos se despeñaron.

No resultaba fácil de comprobar, porque algunos desfiladeros eran tan profundos que el fondo permanecía invisible. Magdalena y Rupert volvieron a sentir inquietud por Nikolaus: que el pequeño predicador hubiese encontrado la muerte allí habría sido una tragedia.

Pero una vez que los caballos dejaron atrás la capa de nubes, volvió la tranquilidad: los cruzados habían cabalgado a través de la niebla durante horas, pero de pronto los rayos del sol iluminaron el panorama.

—Estamos en el cielo —susurró Magdalena—. En la dorada Jerusalén…

—Eso está mucho más lejos —dijo Konstanze—, pero en cuanto al cielo, quizá nunca volvamos a estar tan próximos a él…

Gisela contemplaba el brillo plateado de la nieve, las cimas que el sol hacía parecer azules y un lago alpino en que se reflejaba el majestuoso paisaje: una belleza infinita, pero si uno permanecía allí demasiado tiempo, podía morir de frío.

—¡Deberíamos elevar una plegaria! —dijo Rupert, muy decidido.

La vista del cielo también le proporcionaba valor a él. Si uno podía llegar tan lejos, si un mozo de cuadra de Renania podía llamar a la puerta de Dios… ¡entonces el mar también se abriría y franquearía el paso a un nuevo mundo!

Nadie lo contradijo y Gisela acabó cantando loas al Señor con su hermosa voz de soprano, y Konstanze rezó una de las miles de oraciones que había repetido diariamente durante seis años. Pero no experimentó nada especial al hacerlo, antes bien, se sintió culpable de ser una presumida. En vez de alabar a Dios por la belleza que la rodeaba, se limitó a contemplar el reflejo de su rostro en el lago. Ya no era una monja, sino la señorita Konstanze von Katzbach que llevaba el cabello suelto como correspondía a su rango. No llevaba un hábito sencillo, sino vestidos de lana y pieles. No hacía penitencias, sino que cabalgaba en una blanda silla de montar, en un caballo que un mozo conducía a través del paso. Konstanze recordó las palabras de la adivina: «Te veo en brazos de un rey…».

—¿Hemos alcanzado el paso? —preguntó Gisela al guía cuando por fin siguieron cabalgando.

—Casi, señorita. Aún hemos de avanzar una hora más, pero el camino no asciende mucho. En el cénit se encuentra una ermita siempre habitada por uno o dos monjes que acogen a los viajeros agotados. Pero ¡no creo que estén preparados para recibir una invasión como esta!

Pero los monjes ya habían experimentado el paso de las huestes de Nikolaus y nada los sorprendía. Habían repartido sus escasas provisiones y, al ver que los siguientes viajeros estaban bien provistos e incluso compartían sus víveres con ellos, suspiraron aliviados.

Airolo ya no estaba tan lejos y, con la aprobación del contingente al completo, Dimma y Konstanze prepararon un guiso abundante con todas sus provisiones, así que no solo comieron caliente sino que encima sobró guiso para la retaguardia.

—¡Con los de atrás haréis exactamente lo mismo! —ordenó Dimma a los monjes—. Servidles el guiso ya preparado y recoged sus provisiones para preparar otro. Así todos recibirán algo de comer.

Gisela hubiera preferido quedarse allí y supervisar la cocina. Estaba preocupada por Armand, que cabalgaba en la retaguardia y aún permanecería en la silla de montar un buen rato cuando ella ya hubiese alcanzado Airolo. Y sus lesiones aún lo afectaban, pero el resto del grupo empezaba a descender y Dimma arrastró a Gisela.

—¡Lo que más desea Armand es saberte fuera de peligro! —le dijo—. Le ayudarás si pides a los monjes que lo saluden de tu parte, puesto que él se alegrará de saber que has atravesado el paso sana y salva.

Los monjes también lograron tranquilizar a Magdalena y Rupert: afirmaron que con toda seguridad Nikolaus, su caballero Wolfram y quizá sus demás seguidores ya habían llegado a Airolo hacía horas.

Esa tarde, cuando entraron a caballo en la idílica aldea alpina, las mujeres y niñas de la primera cohorte oyeron cantar a los niños. Nikolaus había reunido a sus fieles en la plaza y rezaba oraciones por los muertos.

—«¡Bellísimo Jesús, Soberano de Soberanos, Hijo de María y José! ¡A Ti te amaré, a Ti te honraré, alegría y corona de mi alma…!».

Al principio de la cruzada, esa canción aún le agradaba a Konstanze, resultaba edificante oírla entonada por cientos de voces infantiles, pero ahora tenía un regusto más que amargo. Solo unos pocos seguidores del pequeño predicador cantaban con él, la mayoría estaba demasiado exhausta.

Airolo era un poco más grande que Göschenen y Hospental, pero los habitantes eran tan amables como los de las otras dos aldeas. En la medida de lo posible, compartieron su frugal comida con los niños y Gisela y su grupo fueron acogidos con amabilidad especial, puesto que acudieron en compañía de gente de Hospental en calidad de nobles y huéspedes del castillo. Los aldeanos los recibieron con actitud respetuosa, mientras que frente al resto mostraron una mezcla de pena e incomprensión.

«Necios de Dios», había denominado la señora Walpurga a Nikolaus y sus seguidores, palabras que expresaban tanto admiración como extrañeza. Los campesinos de Airolo no hubieran podido expresarse con tanta libertad, pero su actitud frente a los cruzados reflejaba la misma opinión. Y también una natural desconfianza por el círculo íntimo de Nikolaus.

—Lo siento, no puedo ofreceros un albergue —le dijo el jefe de la aldea a Gisela—. El joven caballero de la vanguardia la requirió para su señor… y también los monjes lo ocupan. Una gente extraña, esos de los hábitos marrones. También suelen pasar por aquí de vez en cuando, pero en general como mendigos. Son soñadores sin esperanza. Los enviamos de vuelta si es posible, o los conducimos a través del paso en compañía de uno de los nuestros. De lo contrario están perdidos: no tienen ni idea de a qué se enfrentan. Pero aquí hay una multitud… Y se comportan como si llevaran la voz cantante.

Konstanze tardó en comprender que el hombre hablaba de los franciscanos, pero los comentarios de los habitantes no hacían más que confirmar las ideas de Armand y las suyas propias: quienes ejercían su influencia sobre Nikolaus eran sobre todo monjes minoritas.

—En todo caso, el albergue está lleno y solo espero que el dueño reciba unos peniques por acogerlos. Así que si os conformáis con mi granero…

El jefe de la aldea hizo una reverencia y Gisela se apresuró a asegurarle que el granero sería suficiente; de hecho se trataba de uno de los alojamientos más confortables de que disfrutarían durante la cruzada. Dimma extendió mantas por encima del aromático heno y les indicó a los niños dónde tenderse. Todos se encontraban bien, aunque muy cansados. Tras disfrutar de la leche aún tibia que les sirvió la campesina, se durmieron de inmediato.

Entretanto, Gisela acondicionó un lecho cómodo para Armand, y Konstanze y Dimma la dejaron hacer. En cuanto llegaron a la aldea, Rupert y Magdalena se despidieron de ellos para por fin volver a sentarse a los pies de Nikolaus.

—Pero no puedes volver a dormir en brazos de Armand —dijo Dimma en tono severo, expresando lo que Konstanze estaba pensando—. No solo por Rupert, sino porque no sería correcto. De todos modos, los campesinos ya se harán una bonita idea de nosotros, a más tardar mañana cuando se les ofrezcan todas las furcias de la cruzada.

Konstanze temió incluir a Magdalena entre ellas. Era necesario que se ocupara más de la niña, pero no esta noche. En los últimos días ya había visto demasiados muertos: ¡si esa noche se acercaba demasiado a Nikolaus y sus monjes, les arrancaría los ojos con las uñas!

El guía de Hospental y los mozos con los caballos prestados regresaron en cuanto depositaron a la primera cohorte en Airolo. Pronto condujeron al segundo y al tercer grupo hasta la aldea y después mostraron prisa por volver. Arriba en el paso se desencadenaba otra tormenta y había que guiar a los últimos cruzados a lo largo de los helados caminos. Cuanto más avanzaba el día, tanto más se reducía la distancia entre los grupos. La división de los niños en grupos se mantuvo… y con una mezcla de nostalgia y rabia, Armand pensó en las numerosas vidas que habrían podido salvarse si se hubiesen tomado esas medidas semanas atrás.

Él mismo alcanzó la aldea durante el ocaso, empapado, dolorido y exhausto. Creyó que no podría mantenerse en la silla ni un instante más, pero entonces cobró fuerzas suficientes como para hablar con los encargados de las cohortes. Todos eran fornidos muchachos de entre catorce y dieciséis años que se habían desempeñado perfectamente y Armand les aseguró que estaba orgulloso de ellos. Que ningún ejército de donceles y caballeros podría haberlo hecho mejor, y que era sobre todo gracias a ellos que ese día no habían perdido a nadie, niño, hombre o mujer. Los muchachos vitorearon cuando les informó del número de supervivientes: Armand y sus hombres habían conducido sanos y salvos a seiscientos jóvenes exhaustos, mal alimentados y peor equipados a través del paso más duro de los Alpes.

Con voz afectada, Nikolaus lloró la muerte de mil seguidores.