Armand y su grupo se ubicaron en la zona central de la muchedumbre. Emprendieron camino más tarde que Nikolaus y su círculo íntimo y bastante antes que la exhausta retaguardia. Rupert protestó un poco porque Armand no se unió al selecto grupo del pequeño predicador, pero el caballero insistió en hacer ciertas averiguaciones y algunas compras, y las muchachas querían descansar.
—De todos modos, gracias a los caballos avanzaremos más rápido que los niños andando —dijo Gisela para tranquilizarlo—. Seguro que les daremos alcance antes de Andermatt.
—Desde luego —refunfuñó Konstanze. Hubiera preferido pernoctar en Göschenen—. Y si la vanguardia vuelve a atascarse en alguna parte, como antes de llegar a Brunnen, tendremos que quedarnos sentados en un saliente de roca durante días.
—No os preocupéis: en todo caso descansaremos antes de llegar al desfiladero de Schöllenen —le dijo Armand al oído—. Hasta allí el camino debiera ser bastante transitable, pero después se volverá peligroso y en las montañas oscurece muy pronto.
Tras abandonar la aldea, los senderos más o menos transitables que conducían a Göschenen dieron paso a unos todavía más estrechos que ascendían sinuosamente a las montañas. Avanzar era cansado, pero hasta ese momento no resultaba peligroso. Tanto Gisela como Armand renunciaron a cabalgar y montaron a tres niños pequeños a lomos de Comes y Esmeralda. Dimma se negó a arrastrar sus viejos huesos cuesta arriba, pero el fuerte alazán de crines largas y blancas que el guía le había cambiado por su vieja yegua blanca no solo cargaba con ella, sino también con dos niños pequeños sin aparente esfuerzo.
Pero los que montaban se quejaron de que el frío no dejaba de aumentar, mientras que cuantos avanzaban andando envueltos en sus gruesas ropas más bien sudaban de calor. La zona se volvía cada vez más agreste. Al principio los senderos atravesaban prados alpinos, luego una zona donde apenas crecía hierba entre las rocas, y después una extensión de pinos retorcidos y agitados por el viento. Los senderos ascendían sin cesar, de vez en cuando interrumpidos por quebradas pequeñas o más grandes.
Cuando empezó a anochecer y tras doblar una curva, vieron unas sendas estrechas como serpentinas que continuaban subiendo, solo reconocibles como tales porque los niños de Nikolaus parecían arrastrarse por ellas colgados de las rocas.
Rupert hubiera preferido darles alcance, pero Konstanze insistió en descansar en la última meseta antes de continuar.
—Aquí hay espacio para montar las tiendas e incluso estaremos un poco protegidos de la lluvia y el viento —afirmó—. Allí arriba ya no hay nada más, solo puedes seguir avanzando y confiar en no caer. Estoy demasiado cansada. Emprendamos esa ascensión mañana, cuando hayamos descansado y sea de día.
Nadie excepto Rupert la contradijo, ni siquiera Magdalena, que casi siempre tomaba partido por él porque insistía en avanzar con rapidez. Pero ahora también ella estaba exhausta y las botas nuevas que Wolfram le había comprado en Lucerna le hacían doler los pies. Estaba tan feliz con el regalo que al principio casi dormía con las botas puestas. ¡Su caballero había pensado en ella! Debía de apreciarla, puesto que gastaba tanto dinero en ella…
Magdalena tampoco se quejó cuando Wolfram volvió a dejarla tirada a partir de Flüelen y no dejó que atravesara el paso montada en su semental, tal como ella había esperado. En el grupo que rodeaba a Nikolaus, los únicos que montaban eran Wolfram y el pequeño profeta, y ninguno de los dos ponía sus cabalgaduras a disposición de nadie.
—Pero ¡así ha de ser! —La niña defendió a su ídolo cuando Konstanze manifestó su desacuerdo.
Una vez más, un niño había muerto en sus brazos, un niño demasiado agotado para seguir caminando. Mientras tanto, Wolfram cabalgaba orgullosamente y Nikolaus, bien alimentado y abrigado, iba sentado como un príncipe en su carro, donde hubieran cabido tres o cuatro niños.
—¡Imaginaos que algo le sucediera a Nikolaus! Podría enfermar, contagiarse de algún niño o algo por el estilo. Y entonces…
—Creí que Dios lo protegía —se burló Konstanze—. Si Dios desea que abra el mar en Génova, ya se encargará de mantenerlo sano. Pero aparte de eso, ¿cuál es la excusa de Wolfram von Guntheim?
Magdalena no supo qué contestar y se sonrojó.
—Él… es un caballero… es la potencia protectora, por así decirlo.
Konstanze alzó la vista al cielo y Dimma hizo una mueca desdeñosa. Gisela estaba atareada; de lo contrario hubiera comentado algo sobre Wolfram y su supuesto poder protector.
Entonces los amigos montaron el campamento y Rupert soltó maldiciones porque el viento le arrancaba las lonas de las manos; también le costó clavar las estacas en la tierra rocosa y al final los hombres apuntalaron las estaquillas mediante pequeñas rocas antes de cubrirlas con las lonas. Justo cuando acabaron empezó a llover y durante la noche la lluvia dio paso a la nieve.
—¡Nieve! ¡En agosto! ¡No me lo puedo creer! —se asombró Gisela mientras mordisqueaba un trozo de pan; no habían logrado encender una hoguera—. Y ahora imaginaos que estamos colgados allí, de aquella pared de roca —dijo y se estremeció—. ¡Espero que nadie se despeñe!
Armand soltó un bufido y repartió el último resto de carne seca.
—¿Nadie? ¡Allí se despeñarán cientos! Y esta noche unos cuantos morirán de frío.
Dimma asintió.
—¡Acurrucaos unos junto a otros, niños! —le ordenó a su pequeño grupo.
Aún ofrecían protección a nueve niños menores de doce años, sin contar a Magdalena, que parecía mayor y más robusta, pero que probablemente tenía la misma edad que los demás. Eran cuatro niños y cinco niñas, entre estas la pequeña María, cuidada y mimada por Dimma y Gisela, pero delgada y pálida.
—¡Y si de noche tenéis que salir fuera, mucho cuidado! —los advirtió Armand—. A unos pasos de las tiendas se abre un precipicio.
De hecho, ninguno durmió muy bien aquella noche, pese a que todos estaban muy cansados. Armand y Rupert estaban preocupados por los caballos y de vez en cuando salían para comprobar que estaban bien. Gisela afirmó que había oído lloros y lamentos durante toda la noche.
—Es el viento —la tranquilizó Armand, pero la muchacha sacudió la cabeza y también Konstanze parecía inquieta.
—Yo también oí algo… como un eco que procedía del otro extremo del desfiladero. ¿No podríamos ir a ver qué es?
Rupert negó con la cabeza.
—¡No tardarás en llegar al otro extremo del desfiladero! —se burló—. Ahora debemos ponernos en marcha. No pretenderás… pretenderéis encender una hoguera, monsieur Armand, ¿verdad?
Había dejado de nevar y un sol pálido se elevaba por encima de las montañas, pero aún había restos de nieve sobre las rocas.
—¡Todos estamos helados, Rupert! —lo regañó Gisela—. Una decocción caliente o un trago de vino nos vendría…
—¡Nada de vino! —decretó Konstanze—. No podemos embriagarnos. Lo más sensato es aguardar que la nieve se derrita, de lo contrario resbalaremos al escalar esa pared de rocas.
Konstanze también estaba inquieta. Cuando salió de la tienda en busca de nieve para derretirla al calor de las llamas, creyó oír un llanto suave. Intentó localizar de dónde procedía, pero no lo logró.
Cuando los viajeros por fin acabaron de tomar su frugal desayuno y se pusieron en marcha, gran parte de la nieve se había derretido. El sendero pronto se volvió más estrecho y resbaladizo; se extendía a lo largo de una pared de rocas y a la derecha caía de un modo tan abrupto que el fondo resultaba invisible. Más abajo flotaban bancos de niebla: era como si avanzaran por encima de las nubes. Las muchachas iban tanteando las rocas, que no ofrecían un verdadero sostén.
Armand había insistido en que todos se sujetaran a las cuerdas. Rupert, que iba en cabeza precedido por los caballos, se cogía a la cola de Floite, y Armand caminaba detrás de Gisela procurando no dirigir la mirada al precipicio para que no lo asaltara el vértigo. Mantenía la vista clavada en el estrecho sendero y en la bonita muchacha que avanzaba con paso firme, pero pegó un respingo cuando Gisela soltó un grito y señaló el precipicio. Armand tuvo que obligarse a bajar la mirada… y vio algo espantoso: entre los bancos de niebla se distinguía una meseta en la cual yacían los cadáveres destrozados de varios muchachos.
—¡No miréis, niños! —ordenó, y continuó avanzando.
Dimma cubrió los ojos de los niños con las manos. ¡En algún momento llegarían al final de ese camino infernal!
Pero entonces, cuando los viajeros ya confiaban en que el sendero se ensanchaba, Konstanze interrumpió el silencio concentrado de los demás:
—¡Aguardad un momento! Oigo algo. Alguien está llorando… es el mismo llanto de anoche. —Y se asomó al abismo con cautela. Descubrió un saliente rocoso a unos ocho largos más abajo.
—¡Allí hay un niño! —dijo Gisela, que se había tendido boca abajo para asomarse sin correr demasiado peligro—. Es un niño pequeño…
—Está muerto —afirmó Rupert.
En efecto, el niño yacía en las rocas, inmóvil. Pero Gisela negó con la cabeza.
—¡No, no lo está: está llorando! ¡Eh, tú! ¿Me oyes? —gritó.
—¡Auxilio! —dijo el niño con voz apagada y alzó la cabeza.
Armand suspiró. Tendrían que ayudarle, no podían abandonarlo.
—¿Estás herido? —preguntó Gisela—. ¿Te duele algo?
El pequeño contestó algo incomprensible, se sujetó el brazo, que parecía fracturado, y trató de incorporarse. Así pues, no estaba malherido, pero el saliente era muy reducido y apenas sostenía su cuerpo.
—¡Te arrojaremos una cuerda! —gritó Gisela y se dispuso a desatarse.
—¡No lo hagas! —exclamó Armand con voz enronquecida por el miedo y en tono muy duro—. ¡Quédate donde estás! Yo lo haré. Solo he de… en mi alforja hay más cabos.
Haciendo un esfuerzo, el caballero pasó junto a Rupert y se acercó a los caballos. Afortunadamente, Floite no se movió cuando se aferró a sus crines y Comes también permaneció inmóvil mientras Armand —casi colgado por encima del precipicio— registraba la alforja: no había espacio para ambos en el estrecho sendero. Pero entonces encontró los cabos y el equipo para escalar que el guía de Göschenen le había aconsejado que llevara. ¡Si solo hubiese sabido cómo se montaba todo aquello! Estribos, martillo, ganchos… Deberían haber permanecido un día más en la aldea y dejarse instruir sobre los aspectos básicos del alpinismo.
Pero ahora era demasiado tarde. Armand se arrastró hacia el saliente y dio gracias a Dios de que al menos el tiempo no empeorara. Los bancos de niebla se disolvieron, pero lo que revelaron no supuso demasiado consuelo: la montaña descendía casi en picado y solo de vez en cuando aparecía una especie de escalón similar al que ocupaban Armand y los demás viajeros. Si el niño caía del saliente, se despeñaría otros cinco o seis largos… o caería al fondo del abismo.
Armand trató de clavar un gancho en la pared de roca para sostenerse mientras izaba al pequeño, pero el rescate fracasó de entrada porque el niño no podía coger el cabo.
—¡Tiene el brazo fracturado y debe de estar tieso de frío! —dijo Konstanze—. No podrá hacerlo solo. Has de bajar, Rupert, y ayudarle.
—¿Yo? —bufó el mozo—. Pero ¡si no tiene remedio! ¡Quien baje allí se despeñará!
—Ayer dijiste que eras un buen escalador —le recordó Gisela.
Armand lanzó una mirada al vacío y se estremeció. Pero no quedaba otro remedio: Rupert se negaba a bajar y si no lo hacía de buena gana, no lograría ayudar al niño. Bastaría con un movimiento torpe para arrojarlo al vacío. Volvió a comprobar que el gancho estuviera fijado en la pared de rocas.
—Iré yo —murmuró, y enrolló el extremo del cabo en torno al gancho—. Bajaré cogido de la cuerda y tú izarás al niño, Rupert, y después me ayudarás a mí.
—Pero… pero… ¡No! —exclamó Gisela, aterrada. Quería ayudar al niño y Rupert no le preocupaba, pero Armand… ¡El joven caballero no debía bajar! Se sintió invadida por la mala conciencia—. ¡Tened mucho cuidado! —dijo por fin.
Armand echó un vistazo al grupo que ocupaba el inseguro sendero. Los niños se habían acurrucado en el suelo, así se sentían más seguros. Los más pequeños ocultaban el rostro en la falda de Dimma. Pálida como la cera, Konstanze se apoyaba contra la pared de roca. Gisela aún estaba tendida boca abajo, asomada al precipicio para mirar al niño accidentado. Armand buscó su mirada verde y atemorizada y hubiese querido sumergirse en ella. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Por qué se arrastraban a lo largo de sendas peligrosas en vez de estar uno junto al otro? En algún lugar seguro y agradable como un rosedal en una corte galante… Durante unos instantes soñó con un lugar donde pudiera amarla.
Entonces volvió a la realidad: no existía tal lugar y, además, primero habían de salir bien librados de esa aventura. Armand volvió a comprobar la fijación del cabo. Ignoraba cómo los escaladores enrollaban los cabos alrededor de los ganchos, pero ese nudo hubiera bastado para sujetar a su semental, y si resistía el peso de un caballo, también el de un hombre.
Por precaución, Armand se enrolló otro cabo alrededor del cuerpo y lo sujetó. Si caía, al menos no sería mucho porque el cabo de seguridad lo detendría; después Rupert podría izarlo. Se preguntó qué otras medidas de seguridad podría tomar, pero no se le ocurrió nada y ya no podía aplazar el rescate. El joven caballero no miró hacia abajo, solo lanzó una última mirada al rostro temeroso de Gisela antes de deslizarse por el borde del abismo.
Como doncel, Armand había aprendido tanto a escalar por una cuerda como a deslizarse hacia abajo; resultaba útil para fortalecer la musculatura y también para atacar un castillo. Si no dirigía la mirada al abismo, podía imaginar que solo se trataba de un ejercicio.
Alcanzó el saliente con rapidez —donde el niño permanecía acurrucado, gimiendo— pero casi no había dónde aferrarse y el inminente rescate no le había proporcionado renovadas fuerzas al chiquillo rubio, que más bien parecía a punto de desmayarse. Armand procuró apoyar una rodilla en la roca y le dirigió palabras tranquilizadoras al niño.
—¡Coge la cuerda y sujétalo! —siseó Gisela a Rupert, que observaba el rescate como hechizado y sin intervenir—. ¡El cabo que se enrolló en torno al cuerpo! Ténsalo, así tendrá las manos libres para sujetar al niño.
De mala gana, Rupert cogió el cabo y al soltar la cuerda Armand sintió cierto temor. Pero Rupert era fornido y lo sujetó, de modo que el joven no tardó en enrollar la otra cuerda en torno al pecho del chiquillo. La anudó y volvió a coger el cabo que lo sostenía.
—¡Vale, Rupert! ¡Puedes soltarme e izar al pequeño!
Armand tuvo que gritar para hacerse oír: el viento arrastraba sus palabras.
Al tiempo que el niño ascendía colgado de la cuerda, Armand encontró dónde agarrarse y se relajó; el niño no tardaría en alcanzar la relativa seguridad ofrecida por el sendero y confió en que él también lograra volver a escalar la pared de roca. Solo debía evitar mirar hacia abajo.
Gisela y Konstanze se hicieron cargo del pequeño en cuanto Rupert lo izó por el borde; tendieron al niño tembloroso en el abrigo de Konstanze y lo arroparon con mantas.
Rupert se volvió hacia el precipicio.
—¡Bien, vuestro turno, señor caballero! —dijo, lanzando una carcajada sardónica y cogiendo el cabo que sujetaba a Armand—. ¡Os izaré!
Armand se preguntó por qué no cogía la cuerda de seguridad, puesto que entonces podría ayudarlo, mientras que ahora debería cargar con todo su peso. Pero ello no pareció resultarle engorroso: Armand solo tuvo que apoyar los pies contra la pared mientras Rupert lo izaba. ¡Ojalá no tardara tanto! Armand notó que sus manos se entumecían; el roce con la cuerda ya las había escocido. El joven caballero tuvo que recurrir a sus últimas fuerzas para aferrarse al cabo.
Y entonces ocurrió: Rupert aflojó el cabo un instante para recogerlo, pero la repentina sacudida hizo que Armand —cuyas manos heladas y lastimadas se habían vuelto casi inútiles— soltara la cuerda y no encontrara un apoyo para los pies. Al precipitarse, el joven soltó un grito y procuró aferrarse al saliente de roca pero no lo logró. Entonces notó el tirón del cabo enrollado en torno a su pecho… debía detener la caída, pero la presión desapareció, el cabo cayó y Armand se precipitó al vacío.
Demasiado espantado para rezar, solo visualizó el rostro sonriente de Gisela. Se aferraría a esa visión mientras caía, un último sueño, un sueño muy bonito…
De pronto su caída se interrumpió y se encontró tendido de espaldas sobre otro saliente; un dolor agudo le quitaba el aliento. Boqueó con desesperación pero estaba como paralizado… y entonces vio que Gisela se asomaba más por el borde, tratando de distinguirlo.
«¡No lo hagas!», quiso gritarle, pero no logró pronunciar palabra alguna.
Entonces notó, aliviado, que el aire llegaba a sus pulmones, muy dolorosamente al principio… Todo le dolía, pero su cerebro volvía a funcionar. A pesar del dolor, trató de mover brazos y piernas para comprobar si se había roto el espinazo.
Horrorizado, recordó que hacía tiempo, en Acre, en un torneo habían retirado a un caballero de la palestra completamente paralizado. Había seguido con vida un par de días, incapaz de mover las extremidades. Armand jamás olvidaría su mirada de desesperación. Si estaba tan malherido como aquel, moriría en aquel saliente, solo. El frío y el miedo acabarían con su vida. Cualquier intento de rescatarlo resultaría demasiado peligroso. Lo mejor sería fingir que estaba muerto…
Movió los dedos y soltó un suspiro de alivio cuando le respondieron, y a continuación también los brazos y las piernas. Le dolían todos los músculos: debía de haberse magullado la espalda, pero no estaba paralizado. Elevó una plegaria de agradecimiento sin dejar de pensar en la muchacha. Gisela intentaría salvarlo, y entonces tal vez otro sufriera una caída…
—¡Está vivo! ¡Se mueve! —Gisela se asomaba al borde del precipicio tratando de vislumbrarlo.
Dimma soltó un grito. Konstanze se separó de su pequeño paciente y enrolló una cuerda alrededor del delgado cuerpo de Gisela.
—Te sujetaré para que no caigas —dijo y acto seguido se tendió boca abajo en el sendero para atisbar por encima del borde sin demasiado peligro—. ¡Santo Cielo, está vivo! ¡Armand! ¿Puedes oírnos?
Armand las oyó, mas todavía no tenía fuerza para contestar. No obstante, las muchachas vieron que trataba de incorporarse.
—Arrojémosle una cuerda… ¡Rupert! —gritó Gisela—. ¡Rupert! ¡Una cuerda!
El mozo salió de su parálisis.
—No tenemos una cuerda lo bastante larga… —dijo.
—¡Entonces anuda dos cuerdas! ¿Por qué lo has soltado? Él…
—¡No lo he soltado! ¡Él no tenía la fuerza suficiente! ¡Y ahora no podrá volver a subir! —se defendió el mozo en tono indignado.
Gisela se plantó ante él con mirada furibunda.
—¡Pues entonces tendrás que bajar hasta allí para subirlo! ¡No lo dejaremos allí herido para que muera de frío o los buitres lo devoren! —gritó—. ¡Armand! ¡Bajaremos a buscarte, Armand!
Entretanto, Dimma se había separado de los niños y se abría paso hasta los caballos desafiando a la muerte. Allí debía de haber más cabos y no podían perder tiempo discutiendo.
La vieja doncella había notado que el tiempo cambiaba y no solo se percató de que el viento soplaba con mayor violencia, también de que las nubes volvían a ocultar el sol: la tormenta de la noche anterior había empezado del mismo modo y quizá no tardaría en volver a llover, incluso nevar. Debían dejar atrás ese desfiladero cuanto antes y encontrar un sitio donde montar las tiendas y abrigar al niño rescatado; el pequeño no sobreviviría a otra noche al aire libre. Y Armand… a saber cuán gravemente herido estaba. En todo caso, había que hacer algo.
Dimma nunca había manipulado cabos, pero sí hilos y agujas. Sus nudos aguantarían y poco después le tendió un cabo formado por tres cuerdas anudadas a Rupert. Gisela le lanzaba palabras de ánimo al caballero al tiempo que Konstanze discutía con Rupert. El mozo se mostraba terco y reticente, y la cólera de Dimma aumentó.
—¡Cógelo, muchacho! —le ordenó con tono inapelable—. Bájale el cabo y sujétate con una cuerda para no caer. ¡Allí está el gancho! —añadió con aspereza—. En cuanto pueda aferrarse al cabo, tú lo izarás… ¡y no se te ocurra dejarlo caer otra vez!
—Yo no…
—¡Súbelo, Rupert! —lo cortó la doncella—. Es una orden.
Cuando bajaron la cuerda Armand cobró esperanzas. Había oído la voz de Gisela pero sin comprender todas sus palabras y estaba demasiado dolorido para responder: quizá se había roto un par de costillas.
—¡Intenta cogerlo! —gritó Gisela, haciendo oscilar el cabo para que Armand pudiera atraparlo—. Si no puedes procuraré…
Armand trató de hacer un gesto de rechazo con la mano. La muchacha no debía descender por la cuerda, debía lograrlo él solo y sin ayuda… Armand tanteó en busca de la cuerda de seguridad, aún enrollada en torno a su pecho pero floja: el nudo debía de haberse soltado. «Qué extraño», pensó. Lo pensaría mejor más adelante… si es que había un más adelante. Ahora tenía que sujetar el nuevo cabo en torno a su pecho, o anudarlo al otro, o ambas cosas. Armand estaba mareado, sentía náuseas y le dolía todo el cuerpo, pero quería vivir.
Con gran esfuerzo, pasó el cabo a través del lazo que le rodeaba el torso, lo anudó y se enrolló el extremo alrededor del cuerpo como medida de seguridad. Finalmente se quedó tendido, resollando. Tardó un instante en cobrar fuerzas y luego procuró incorporarse; debía apoyar los pies contra la pared para facilitarles la tarea a las muchachas. Logró ponerse de rodillas.
—¡Y ahora vuelve a izarlo, maldita sea! —rugió Gisela a Rupert.
Tanto ella como Konstanze también cogieron el extremo del cabo.
—Sería mejor sujetarla a la silla del mulo —sugirió Dimma.
Pero Rupert ya había empezado a tirar. Todo sucedía con lentitud insoportable y Armand creyó perder el conocimiento cuando el cabo se tensó en torno a su pecho; trató de reducir la presión aferrándose a la cuerda. Por fin se cogió al borde del saliente con sus últimas fuerzas.
Cuando Rupert lo arrastró hasta el sendero mediante un tirón, Armand soltó un quejido y en ese instante empezaron a caer las primeras gotas y el cielo se oscureció con rapidez.
Armand se desplomó, temblando y jadeando. Gisela se arrodilló a su lado y lo abrazó. Completamente exhausto, él apoyó la cabeza en su regazo… donde le hubiera gustado permanecer para siempre. Gisela reía y lloraba a la vez, lo estrechaba entre sus brazos, le besaba el pelo…
Hasta que Dimma la cogió del hombro y la sacudió.
—¿Has perdido el juicio? —le espetó la anciana a su joven ama—. ¿Acaso crees que estás en el rosedal de la corte galante? ¡Hemos de salir de aquí, Gisela! Si empieza a nevar no veremos nada. Caeremos al precipicio y los pequeños morirán de frío. ¿Cómo os encontráis, caballero? ¿Podéis andar?
Konstanze quiso examinarlo, pero Armand negó con la mano. Dimma tenía razón: no estaban fuera de peligro y debía hacer un esfuerzo por recuperarse, así que se asió a Gisela y se puso en pie.
—Un caballero… no debería hacer esto —susurró apoyándose en ella—. Pero hemos de… hemos de… Si la noche nos alcanza en este lugar todos moriremos…
Dimma le dio la razón y después le espetó a Rupert, a quien Konstanze acababa de tenderle el chiquillo que no dejaba de llorar:
—Llévalo en brazos. Está demasiado débil para caminar. ¿Me has oído, muchacho? —bramó—. ¡Coge el niño y andando!
—Pero Armand…
Gisela, que durante el rescate había conservado la calma, creyó derrumbarse. Estaba completamente agotada. Y Armand parecía tan pálido y lastimado… «Quiero llevarlo hasta su tienda y cuidarlo», pensó.
—¡Vamos, Gisela, en marcha! —ordenó Konstanze, con dos niños de la mano—. Nos ocuparemos de él, pero primero hemos de salir de aquí.
Armand ya no sabía cómo había logrado recorrer el sendero junto al precipicio y más adelante los demás solo conservarían un vago recuerdo del último tramo de la escalada. Gisela sostenía a su amado mientras el viento la azotaba y la lluvia empapaba su grueso abrigo. Konstanze se aferraba a la cola de Floite y los niños se cogían a su falda.
Magdalena avanzaba a tientas, pensando en su caballero: ¿habría sido tan valiente como Armand? Soñaba con ocupar el lugar de Gisela, que avanzaba dificultosamente sosteniendo a Armand. ¡Cuánto le hubiera gustado abrazar a su amado Wolfram, demostrarle cuánto lo apreciaba! En sus sueños, las imágenes de Nikolaus y Wolfram se confundían y la hacían olvidarse del frío y la lluvia. «Ojalá ambos hayan llegado a Andermatt sanos y salvos», rogó Magdalena.
Y entonces el camino por fin se ensanchó; al principio conducía cuesta abajo, apartándose del precipicio. Los viajeros se tambalearon hasta un lugar cubierto de musgo y casi llano.
Haciendo un último esfuerzo, Dimma y Konstanze ayudaron a Rupert a montar dos tiendas, ayudadas por algunos niños. Gisela se dejó caer sobre una manta junto a Armand. Ya no podía dar un solo paso más, pero lo habían logrado. Armand tenía los ojos cerrados y el rostro pálido y demacrado, pero respiraba.
Gisela recordó que había vino en una alforja. Se quitó el abrigo y lo extendió encima del caballero, luego se arrastró hasta los caballos y encontró una bota de vino. Bebió un buen trago y después soltó un suspiro de alivio cuando Armand también bebió. Entonces apareció Konstanze y condujo a la muchacha a las tiendas.
—Ven, Gisela, y trae el vino… Solo unos pasos más y estaremos a cubierto.
Armand temblaba, mientras Dimma se ocupaba del pequeño herido, exhausto y tieso de frío. También las chiquillas se apretujaron dentro de la tienda. Dimma ordenó que Rupert y los muchachos ocuparan la otra.
Gisela le alcanzó la bota de vino y Dimma bebió un trago, agradecida. Poco a poco, Konstanze recuperó el oremus.
—Entablillaremos el brazo del pequeño —decidió—. ¿Cómo te llamas, niño? Pero primero le echaré un vistazo a tu caballero, Gisela. ¿Podéis desvestiros, Armand?
Gisela le ayudó a quitarse la cota de malla y la camisa. Armand le dedicó una sonrisa tímida.
—Esto tampoco es lo apropiado… al menos no en la buena sociedad… Había confiado en que…
—¡Dejaos de palabrerías cortesanas! —lo regañó Konstanze. A esas alturas, el coqueteo entre ambos jóvenes la ponía de los nervios—. Esto no es broma y no estamos en ninguna corte galante.
—Tampoco es una broma para mí —dijo Armand mirando a Gisela.
—Es algo por lo que se presta juramento —susurró la muchacha, asintiendo y apoyando el rostro en el cabello del joven.
Dimma le lanzó una mirada severa.
—Ahora has de dejar que Konstanze compruebe si tu caballero ha sufrido heridas graves, muchacha. Y ya te lo he dicho: ¡cuida tus palabras y tus actos! Tienes más de un admirador.
Konstanze nunca había visto ni palpado el cuerpo desnudo de un hombre; a la luz de las velas humeantes solo distinguió el contorno, pero aun así sintió pudor al deslizar los dedos por los músculos firmes de Armand. Era agradable, debía de ser muy bonito acariciar a un hombre amado… pero ahora debía centrarse en el examen.
El caballero soltó más de un quejido cuando ella lo tocó, pero no tenía fracturas ni heridas graves.
—Habéis sufrido contusiones en la espalda y los hombros, Armand —diagnosticó por fin—. Es muy doloroso y debierais guardar cama un par de días. Por lo demás, Dios os ha protegido, al igual que a ese pequeño…
Armand asintió y procuró volver a ponerse su camisa mojada: estaba casi tan muerto de frío como el niño tendido a su lado. Gisela volvió a darle vino y lo envolvió en la manta de Esmeralda. Estaba un tanto húmeda pero conservaba el calor del animal.
—Ahora todo saldrá bien —le susurró al oído—. Pronto estaremos en Italia, donde hace calor, y en Tierra Santa… ¿Iremos a Acre, Armand? ¿Pase lo que pase?
Él le besó la mano.
—Ni siquiera hemos atravesado el paso, Gisela —contestó—. Dios sabe que aún no hemos superado lo peor. El desfiladero de Schöllenen…
—Bien, ahora duerme —lo cortó ella, acariciándole el rostro—. Mañana nos enfrentaremos a todo lo demás.