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Rupert manifestó con vehemencia su deseo de permanecer junto a Nikolaus. El propósito de Hannes de viajar por su cuenta le resultaba sospechoso: quizás acabaría por no ir a Jerusalén y él, Rupert, se perdería todas las ventajas ofrecidas por Tierra Santa.

—El mar no permanecerá abierto eternamente —argumentó—. ¡Y seguro que no se abrirá para un cualquiera como ese Hannes! Se abrirá ante Nikolaus y volverá a cerrarse tras el último de nosotros, ¡y el que no se encuentre allí se quedará con la miel en los labios!

La fe infantil del rudo muchacho desconcertó a Armand, y pese al miedo que le causaba el paso, casi estaba dispuesto a secundarlo. Por lo demás, estaba casi convencido de que la cruzada de los niños era el acontecimiento que había enrarecido la situación, tanto en Roma como en Tierra Santa. El reclutamiento de seguidores se había llevado a cabo con un fin concreto y alguien perseguía un propósito muy preciso enviando a los niños a través de los Alpes.

Ello despertaba la curiosidad de Armand y también una rabia considerable. ¡Quien hubiera gestado ese asunto pagaría por ello! Pero con ese fin, primero había que descubrir quién estaba detrás de todo el asunto y qué se proponía. Un adulto sensato no podía enviar a esos niños a Tierra Santa para que elevaran plegarias ante el ejército del sultán. Nadie podía creer que los sarracenos se convertirían con tanta rapidez, sobre todo tras los horrores que los cruzados cristianos habían perpetrado contra sus antepasados.

Los templarios tenían una visión muy crítica del asunto y seguían un complejo rumbo diplomático para mantener la paz, aunque fuera a medias. Mediante una nueva cruzada, incluso una tan extraña como esa, solo lograrían provocar a los árabes y puede que estos atacaran con todas sus fuerzas. En el mejor de los casos, los niños acabarían como esclavos. Si algún día Jerusalén volvía a ser cristiana —Armand y los demás caballeros de Outremer no cifraban esperanzas en ello—, solo lo sería tras combates sangrientos y con la participación de un número muy elevado de caballeros y soldados provenientes de todo Occidente. Unos miles de niños y muertos de hambre no lograrían nada, así que ¿por qué los enviaban al sur?

Hannes cumplió su amenaza y al día siguiente él también predicó ante los jóvenes cruzados. Fue de una hoguera a la otra tratando de convencer a los niños de que tomaran el otro camino. No tuvo mucho éxito y, en efecto, esa noche partió en dirección a Innsbruck solo acompañado por seiscientos seguidores. Eso ya suponía un desvío considerable y ninguno de los exhaustos niños estaba dispuesto a emprenderlo.

Pero mucho antes del paso de San Gotardo, los seguidores de Nikolaus también se encontraron con diversos problemas. Abandonaron el Rin y se dirigieron al sur; al principio los caminos no ofrecieron dificultades y transcurrían entre prados y laderas boscosas, pero después ascendían hacia el lago de los Cuatro Cantones. De un profundo azul, estaba rodeado de montañas y en los días soleados, el cielo, las laderas verdes y las abruptas montañas se reflejaban en las aguas transparentes como el cristal. Cuando por fin lo alcanzaron, Konstanze y Gisela no se cansaban de contemplar la belleza del lago; y Magdalena quiso comprobar que no se trataba de un espejismo. Fascinada, arrojó piedras al lago y sumergió la mano en las aguas heladas.

—¡Es así como me imaginaba el país de las maravillas! —dijo Konstanze, lanzando un suspiro—. ¡En algún lugar allí arriba mora la Madre Nieve! —añadió, señalando las cimas nevadas del macizo de San Gotardo.

—¡Entonces pronto la encontraremos! —se burló Gisela—. Y espero que nos dé algo de comer. ¿Eso de allí es Lucerna, Armand? Me pregunto si nos franquearán el paso.

La pequeña ciudad ocupaba un sitio idílico entre las montañas y el lago, amurallada y fortificada. Era una ciudad rica y los habitantes no escatimaron las limosnas, aunque más que los salvadores de Tierra Santa, parecían considerar que Nikolaus y sus seguidores eran unos pobres necios.

—Sería mejor que os volvieseis a casa —sugirió un pescador tras compartir su pesca con los niños—. ¿Cómo pensáis pagar la balsa de Brunnen?

—¿Qué balsa? —preguntó Armand, a quien el pescador tomó más en serio que a las huestes desastradas de Nikolaus.

El caballero había insistido en comprar comida para sus acompañantes en el mercado. No compró pescado: en la corte de Gisela servirían carne de Graubünden. En cambio, los guardias de corps de Nikolaus, que se hicieron cargo del pescado ofrecido por el hombre, no prestaron atención a sus palabras.

—De Brunnen a Flüelen no hay camino, señor —le informó el hombre—. La montaña se precipita abruptamente en las aguas del lago, pero hay un servicio de balsa a través del lago de Urn. No sería complicado ¡si no fuerais tantos! ¿Cuántos sois? —añadió, dirigiéndose a los guardias—. ¿Diez mil? Ya solo el sendero que conduce a Brunnen…

Y en efecto: el sendero que conducía a la pequeña aldea de Brunnen presentó aún más dificultades que todos los caminos recorridos por el contingente de Nikolaus hasta entonces. Al principio las gentes de Lucerna intentaron evitar que los niños se marcharan, pero Nikolaus y los monjes insistieron en una partida inmediata y, cantando, recorrieron el sinuoso sendero a orillas del lago. Este no solo ofrecía vistas del lago sino también de las rocas rojizas del macizo del Rigi, que parecía elevarse hasta el cielo, y del glaciar del Pilatus. Frente a ese panorama, las palabras entonadas por Nikolaus sobre la mayor belleza y pureza de Jesús sonaban casi a obstinación.

Konstanze no dejaba de detenerse para recoger alguna hierba acerca de cuyas características curativas había leído, pero que nunca había visto con anterioridad.

—¿Son cipreses? —preguntó maravillada al ver unas plantas al borde del camino—. Pero ¡si esos solo crecen en el sur!

—Para los cipreses hace demasiado frío en la cara norte de los Alpes —dijo Armand—. Solo veréis esos árboles cuando lleguemos a Italia.

Gisela montó junto a Armand durante todo el día y era como si descubriera un jardín encantado junto a su caballero. Este se esforzó por mantener una conversación cortés pese a verse afectado por su antigua dolencia: por más coraje que demostrara frente a todos los problemas, sufría de vértigo, y por más que luchara contra el mareo, el panorama desde los acantilados sobre el lago le daba náuseas. Armand consideraba que era una ridiculez, pero las montañas le infundían más temor que cualquier duelo.

También Gisela se sentía fascinada por la diversidad y vistosidad de la flora alpina y Armand se alegró de poder concentrarse en la botánica y no en las vistas.

—Aquí Dios ha hecho crecer plantas que no existen en otra parte. Una vez que dejemos atrás las altas montañas y lleguemos al sur, veréis una vegetación más abundante y flores todavía más preciosas. Pero ¡creedme, señorita, que jamás he visto una flor que superara vuestra belleza!

Gisela sonrió, halagada.

—¿Recogeréis un edelweiss para mí cuando alcancemos mayor altura? —preguntó.

Armand se mordió el labio, pensando con espanto en los salientes rocosos donde dichas flores solían crecer. En realidad, solo quería sobrevivir al recorrido del paso y nada más.

—¡Yo cogeré uno para ti, Gisela! —dijo Rupert—. ¡Soy un buen escalador!

Gisela le lanzó una sonrisa indiferente: su preferencia por Armand ya era tan evidente que Konstanze casi sentía pena por Rupert.

Dimma había regañado a su protegida por desmerecer al mozo de cuadra. Por supuesto, Gisela había reaccionado con mal humor.

—Bien, primero decías que no debía dejarme raptar por Rupert —protestó—, sino por un caballero. Y ahora nos hemos hecho con uno: no podrás negar que la apostura y cortesía de monsieur Armand supera la de cualquier otro. Pero ¡resulta que este tampoco te agrada!

Dimma sacudió la cabeza con un suspiro.

—No se trata de que monsieur Armand me agrade o no. Se trata de que no deberías ningunear a Rupert. No estamos en una corte galante, donde dos hombres resuelven su enemistad mediante un concurso de canto. Nos encontramos en un camino muy peligroso donde todos dependemos de todos y donde los celos resultan superfluos.

—Pero ¡si Rupert no tiene motivos para estar celoso! —objetó Gisela—. Armand es…

—¡Por amor de Dios, Gisela! ¿Es que aún no lo has comprendido? —exclamó Dimma; tenía ganas de sacudir a la muchacha: ¿es que su insensatez infantil no tenía límites?

—Rupert cree que Dios eliminará las diferencias sociales en cuanto hayamos liberado Jerusalén, según Nikolaus no deja de afirmar. Toda esa cháchara sobre el paraíso, las calles doradas, la papilla de miel, Rupert la toma al pie de la letra. ¡Cree que en Tierra Santa le aguarda un feudo! Entonces él también sería un caballero y podría casarse contigo, pero ¿qué haces tú? ¡Animas a monsieur Armand! En algún momento ambos se pelearán. Y si he interpretado correctamente lo que tú y Konstanze… lo que balbuceasteis acerca del asunto de Odwin von Guntheim… ¡entonces puede que nuestro fiel Rupert no tenga escrúpulos en clavarle un cuchillo en la espalda a alguien!

Poco antes de llegar a Brunnen, en una aldehuela a orillas del lago, la vanguardia de la cruzada se detuvo y ocupó la pequeña comunidad. Allí el camino se acababa y los cruzados debían embarcarse, un servicio que los pilotos de la balsa solían cobrar bastante caro. Sin embargo, Nikolaus los instó a transportar a su gente gratis y afirmó que Dios se lo pagaría.

—¡Los barqueros se avendrán a razones! —aseguró—. Dios los iluminará.

—Ya puesto, Dios podría abrir las aguas del lago —opinó Konstanze, que aprovechaba la parada para secar sus hierbas al sol—. Así al menos sabríamos que merece la pena seguir hasta el Mediterráneo. Pero al parecer, eso no se le ha ocurrido a nadie.

Mientras que Gisela, Dimma y Armand consideraron que el reparo era lógico, Magdalena y Rupert acusaron a Konstanze de haber pronunciado una blasfemia.

—¿En qué se diferencian un lago y el mar? —se defendió esta—. Me parece muy sospechoso que Nikolaus demuestre tal ignorancia acerca de estos obstáculos. Su ángel debería haberle dicho cómo superarlos.

En el acto volvió a estallar otra tormenta indignada, pero resultó que Nikolaus no necesitó un ángel para resolver el problema. Brunnen era una aldea diminuta habitada por un puñado de personas que valoraban su tranquilidad. Vivían de la pesca y la cría de ganado en los prados alpinos. Aunque la tierra de los valles era fértil, en las montañas solo servía para criar ganado, así que alimentar y alojar a diez mil peregrinos les resultaba imposible.

Claro que Nikolaus y los inescrupulosos saqueadores de su ejército no aceptaron una negativa. Tras un día y medio de prédicas y cánticos entonados por miles de voces, después de que los pobres de solemnidad empezaran a dar caza a los gatos para saciar el hambre, y tras varios robos en gallineros y cabrerizas —que arrojaron la muerte de dos muchachos que un indignado campesino descubrió robando en su granero y mató clavándoles un bieldo—, el jefe del pueblo cedió. Nikolaus exigió una indemnización por los muchachos muertos y los campesinos se mostraron dispuestos a declararles la guerra a los cruzados. Finalmente, los balseros empezaron a cruzarlos.

—Pero llevará tiempo —dijo Magdalena, que había vuelto a participar en el consejo y se había enterado de la noticia.

—Y hasta entonces ya habrán muerto de hambre más niños —dijo Konstanze, suspirando.

Armand había aprovisionado bien a su grupo y podían acampar durante días, pero la mayoría de los cruzados estaban desnutridos y durante los tres días que tardaron en trasladar a diez mil personas en balsa hasta Flüelen, los efectivos mermaron todavía más. Algunos regresaron, incluso entonces, otros se perdieron al intentar cazar o recoger hierbas en las montañas, solos y sin guía. Estas aún no eran el macizo de San Gotardo, pero también allí podían perderse, morir de frío durante la noche o despeñarse por un precipicio.

Además, los campesinos trataban de defenderse de aquella especie de invasión inesperada. Con toda seguridad, aquellos dos muchachos asesinados no fueron las únicas víctimas de los belicosos suizos. En una aldea como Brunnen no había mucho que arramblar, pero sus habitantes no estaban dispuestos a permitir que unos bribones de ciudad les quitaran sus escasos bienes.

—A estas alturas casi hubiéramos alcanzado el paso de Brennero —comentó Armand cuando por fin abandonaron Flüelen.

Le había pagado una pequeña fortuna al balsero por transportar sus caballos. La mayoría de los demás cruzados montados tuvieron que dejar sus animales en Brunnen y los aldeanos recibieron una pequeña compensación por el coste y el incordio causado. En ese sentido, la diferencia entre los nobles e hijos de patricios y los desharrapados se borró definitivamente.

Aparte de los caballos de Gisela, Dimma y Armand, y la mula de Rupert, los únicos otros animales que también alcanzaron la otra orilla fueron el semental de Wolfram y el burro de Nikolaus. Sin duda Wolfram había pagado por ello, puesto que aún debía de disponer de bastante del dinero obtenido por la venta de la armadura y el corcel de su padre.

Nadie sabía quién había pagado para que el predicador pudiera seguir viaje confortablemente. Konstanze constató sorprendida —y Dimma con una expresión de complicidad— que Magdalena se embarcó en la misma balsa que el pequeño predicador.

La última aldea antes de ascender el macizo de San Gotardo era Göschenen y los caminos que conducían a ese diminuto asentamiento situado en la parte superior del valle de Reuss eran difíciles de transitar. Había que superar lechos de arroyos llenos de grandes piedras y Gisela temió por las delicadas patas de Esmeralda. Al atravesar puentes inseguros Armand luchaba contra el vértigo y todos se quedaron sin aliento tras remontar un torrente cuesta arriba hasta encontrar un lugar para vadearlo.

—¿Es que esto se volverá aún peor? —quiso saber Rupert.

Armand contuvo una carcajada. La atmósfera se enrarecía y los viajeros debían tragar saliva para luchar contra la presión en los oídos. Claro que además se cansaban con mayor rapidez, los más pequeños protestaban y exigían que los llevaran en brazos. Armand se encargó de que montaran mientras él iba a pie.

En Göschenen, los habitantes reaccionaron con desconcierto y, al igual que los de Brunnen, más bien con rechazo frente a la insólita invasión. Como ya lo habían hecho muchos otros, el jefe de la aldea —un hombre amable de espesa barba— intentó convencer a Nikolaus de que abandonara su propósito.

—Es verdad, muchacho, que este es el camino más corto para llegar al mar y seguro que algún día reforzarán el camino que atraviesa el paso. Hace tiempo que lo hubiésemos hecho, pero para ello necesitamos un puente que atraviese el desfiladero de Schöllenen y eso nos sale demasiado caro. Confiamos en que cuando haya un nuevo emperador le dé más importancia al tráfico con Roma y nos financie la construcción. Pero de momento los únicos que osan atravesar el paso son los que conocen los senderos.

—¡Dios nos guiará! —contestó Nikolaus.

El jefe de la aldea se persignó, pero puso los ojos en blanco.

—¡Y el clima! —prosiguió luego—. ¡Morirás de frío en el Gotardo, chaval, vestido con tu camisita de penitente!

—¡Dios proveerá! —replicó Nikolaus, lo que en su caso se materializó en que los monjes lo equiparon con un abrigado traje de paño y acolcharon su carro con mantas de lana.

Los demás niños no recibieron ninguna ayuda celestial, a excepción del grupo de Armand, que aprovechó el dinero de los templarios. Habló con algunos guías expertos y se encargó de obtener las vituallas necesarias.

—Vuestras tiendas son adecuadas, allí arriba no podríais montar unas más grandes —le dijo uno de ellos tras una breve inspección de sus pertenencias y animales—. La mula sirve, también el semental —dijo señalando a Comes—. Pero las yeguas, por más bonitas que sean, tendrán problemas. Si queréis, os las cambio por buenos percherones.

Dimma no tenía problema en separarse de su caballo blanco, pero Gisela negó con la cabeza.

—Esmeralda lo logrará; ya ha atravesado montañas, puesto que proviene de Hispania. Y yo la cuidaré.

El guía se encogió de hombros.

—Como queráis, señorita. Pero deberéis conducirla y será mejor que vaya detrás de la mula; en general los animales encuentran el camino correcto. Así que encargaos de conseguir cuerdas lo bastante largas. Y llevad suficientes cabos; a veces sirven para salvar vidas si alguien resbala por un barranco. Y en ciertos lugares es mejor avanzar mediante una cordada.

La mera idea de avanzar atado a una cuerda aterró a Armand. Cuando atravesaron el Brennero no se habían tenido que conducir los caballos, por no hablar de sujetarse los unos a los otros por seguridad.

Armand compró cuerdas, ganchos y picos e hizo caso de la advertencia de equipar a todos los viajeros con un zurrón con artículos de primera necesidad.

—Si los caballos se despeñan no dispondríais de nada —lo justificó el guía.

A Armand le hubiera gustado dar media vuelta de inmediato. En cambio, Nikolaus confiaba en Dios a tal punto que ni siquiera se dejó convencer de pernoctar en Göschenen para emprender el peligroso camino a Andermatt a la mañana siguiente. Así pues, empezó a remontar los abruptos senderos la misma tarde que alcanzaron la aldea. Montaba en su burro, conducido por el fornido Roland y sin dejar de alabar a Dios, desde luego. Los niños lo siguieron en grupos y los aldeanos se persignaron.