7

No cabía duda de que Armand estaba enamorado de Gisela, pero también aprendió a apreciar a Konstanze cada vez más. Tras la llegada del contingente a Alsacia, ella le había pedido tímidamente que la acompañara a recoger hierbas. No entendía el alemán y temía el encuentro con los cazadores y campesinos lugareños. Además, sentía mucho miedo por los niños. Al principio la cruzada había estado formada por un montón de niños alegres y juguetones, pero durante los dos últimos meses de marcha, muchos soñadores habían dado media vuelta o habían muerto. En su mayoría, los que no se marcharon eran serios y creyentes u osados aventureros para quienes las muchachas eran presas indefensas. Casi no quedaban chicas que viajaran solas, con hermanos menores o con amigas. En su mayoría, estaban bajo la protección de un varón.

Cuando Konstanze requirió su ayuda, al principio Armand se sintió incómodo, puesto que evidenciaba que prefería su compañía a la de Rupert, y quién sabe lo que le pasaría por la cabeza a una monja renegada que, sin una dote, no podía albergar esperanzas de contraer un matrimonio conforme a su nivel social. Armand no podía rechazar su pedido, pero se mostró muy formal y se cuidó de mantener las distancias. No tardó en constatar que Konstanze apreciaba su actitud y que su único deseo era compartir sus conocimientos. La monja no dejaba de hacerle preguntas; era muy culta pero su afán de saber parecía inagotable, daba igual que se tratara de medicina, cartografía, astronomía o arquitectura.

—¡Si yo fuera hombre sería constructor! —le dijo en la catedral de Estrasburgo.

Armand había acompañado a las muchachas a la célebre iglesia para rezar y ambas se entusiasmaron al contemplar los elevados espacios y las vidrieras multicolores. Sin embargo, Gisela estaba dispuesta a considerarlo un «milagro», mientras que Konstanze hizo preguntas acerca del método de construcción. Armand disponía de cierta información al respecto —los templarios prestaban su apoyo a la arquitectura— y se quedó fascinado al descubrir con cuánta rapidez la muchacha comprendió la relación entre la geometría, el álgebra y la estabilidad.

—Entonces viajaría con mis obreros de una ciudad a otra y construiría catedrales a imagen del cielo. ¡Y de paso, vería mundo!

Konstanze suspiró y deslizó los dedos por encima de los ornamentos dorados de una columna.

—¡Cuánto me gustaría que de verdad llegáramos a Tierra Santa! Quiero ver todas las maravillas que hay allí, también las obras arquitectónicas de los paganos y sus extraños animales. ¿Es verdad, Armand, que existen caballos con jorobas en el lomo en las que almacenan agua?

Armand rio y le habló de los camellos, y eso también despertó el interés de Gisela. Con cierta frecuencia, el joven se descubría a sí mismo fantaseando con llevarse a ambas muchachas a Outremer. A Gisela como su prometida y a Konstanze como compañía para la madre Ubaldina.

Pero para casarse primero debía hacerse con un feudo, y eso no sería fácil. Y si Konstanze quería convertirse en discípula de la madre Ubaldina, tendría que tomar el velo.

En cierta ocasión, cuando se lo propuso, la antigua novicia sacudió la cabeza. Armand volvía acompañarla a recoger hierbas y las osadas tesis de Ubaldina sobre la persona y las ideas curativas de Hildegard von Bingen le hicieron gracia. Seguramente Konstanze habría encontrado un alma gemela en la madre Ubaldina, pero la mera idea de unirse a las benedictinas le provocó urticaria.

—¿Es que la vida conventual os resultaba tan desagradable? —preguntó Armand por mera curiosidad, porque pronto se vería obligado a tomar una decisión. Una vez acabada la aventura de la cruzada debería regresar a casa y convertirse en templario o permanecer en Occidente y arreglárselas como caballero andante hasta conseguir un feudo, si es que no lanzaba su último suspiro en un campo de batalla o un torneo—. Hay cosas peores, sin duda. Y vos… bueno, no tengo la impresión de que busquéis un marido —añadió, sonrojándose, pero ya tenía suficiente confianza con la muchacha como para pronunciar dichas palabras.

Konstanze se encogió de hombros.

—Seguro que hay cosas peores —reconoció lentamente—. Y de vez en cuando me reprocho mi ingratitud por haber desdeñado esa vida. Pero Dios no ha llamado a todos. Y considero… considero que supondría un engaño si entrara en la orden a hurtadillas, si tomara el velo por el motivo equivocado, porque entonces engañaría a Jesucristo (que tiene derecho a exigir una novia amantísima), y además me engañaría a mí misma y a la verdadera vida que Dios ha dispuesto para mí.

Konstanze pensó en la hermana María: en Mariam, como se llamaba en realidad. Tal vez hubiera sido más feliz en un harén. Luego prosiguió:

—Y en lo que respecta a un marido… ni siquiera he pensado en ello —dijo sonriendo—. Ahora me limito a esperar que el mar se abra y una de esas maravillosas sirenas de las que Nikolaus le habló a la pequeña Lena me abra su castillo en el fondo del mar.

Armand le devolvió la sonrisa.

—También hay barcos —dijo—. Podríais dejaros raptar por un pirata. Pero tenéis razón: confiemos en que Dios nos conduzca a algún lugar.

Durante los siguientes días, la confianza de Armand en la conducción divina sufrió un revés considerable. El ejército infantil siguió avanzando a orillas del Rin pero no volvió a recibir la misma bienvenida que en Estrasburgo. En cambio, tuvieron que reñir con viticultores hostiles que vigilaban sus viñedos con mucho celo. Y las prédicas de Nikolaus no atrajeron a nuevos reclutas, puesto que allí casi nadie comprendía el dialecto de los cruzados. Además, los niños parecían cada vez más abandonados y desaseados. Con el corazón partido, Gisela empeñó su última joya en Colmar.

—No deberías habernos alimentado tan bien a todos —la regañó Konstanze, abrumada por la mala conciencia, pese a que era la que menos gastos había ocasionado a su amiga.

Seguía cobrando dinero por sus tratamientos curativos y cada vez con mayor decisión. Había dejado de atender gratis a los muchachos del entorno de Nikolaus y no se daba por satisfecha con «pagos en especie», como por ejemplo jirones del atuendo del pequeño predicador.

—Si todos esos jirones realmente procedieran de su hábito ya iría por ahí desnudo —le dijo a Magdalena, que suspiraba por hacerse con semejante reliquia—. Además, ya que le das tanta importancia, ¿por qué tú misma no le pides un hilo de su camisa? ¡Últimamente siempre estás en compañía de él y los suyos!

Magdalena se mordía las uñas. Konstanze manifestaba su creciente recelo cada vez que la veía dirigirse al campamento de Nikolaus por las noches, pero la chiquilla no lograba evitarlo: contemplar a Nikolaus, oír su voz y estar cerca de él merecían todo el dolor y la infamia a la cual se veía sometida. Si no quedaba más remedio, incluso estaba dispuesta a renunciar a la protección y amistad de Armand, Gisela y Konstanze. Pero ¡no quería que la despreciaran! Konstanze y las demás eran las primeras que no la trataban como escoria y no se aprovechaban de ella.

En ese aspecto, Roland y sus amigos no tenían escrúpulos. Poco a poco, también a ellos se les acababa el dinero y a partir de Colmar, el cabecilla de la guardia de corps solía enviar a Magdalena a las aldeas en busca de provisiones.

—No querrás que Nikolaus pase hambre, ¿verdad? —la amonestaba.

Entonces los muchachos vendían a la chiquilla por unos cuantos huevos, un trozo de tocino o un jarro de leche, y a ella casi nunca le daban nada.

Su única esperanza era que Nikolaus no se enterara de su vergüenza, pero con respecto a ese tema Roland mantenía la boca cerrada. En todo caso, el predicador seguía lanzándole sonrisas comedidas y toleraba su presencia junto a la hoguera. De vez en cuando Wolfram se la llevaba a su tienda y estimulaba sus esperanzas con palabras comedidas.

Mientras tanto, Gisela reflexionaba sobre maneras menos humillantes de ganar dinero.

—Canto bastante bien —dijo—. Y también sé tocar el laúd. Podría entretener a la gente en las ferias semanales.

—No pensarás exhibirte ante esos estúpidos aldeanos, ¿verdad? —saltó Rupert, indignado—. Prefiero buscarme un trabajo. ¡No te preocupes: para ti y para mí siempre habrá bastante!

Gisela puso los ojos en blanco.

—¿Para ti y para mí? ¿Y qué pasa con Dimma, Esmeralda, Floite, la yegua blanca y todos los niños?

A Dimma y Gisela aún las seguían unas veinte niñas y niños de entre diez y doce años, así como otros más pequeños que habían sobrevivido porque Dimma los protegía.

—Además, ¿cuándo piensas trabajar, dado que siempre estamos de viaje, día tras día?

A partir de entonces, el trabajo de Rupert siguió limitándose a cometer pequeños o grandes robos en las aldeas, en los que contaba con la ayuda de otros adolescentes.

Por amor a Gisela, Armand confiaba en que su protegido no acabara en el patíbulo antes de que alcanzaran Basilea y la siguiente encomienda de los templarios, donde podría hacer valer la carta redactada por Guillaume de Chartres, que le aseguraba el apoyo de los templarios.

Tras unos días, Basilea apareció ante ellos como una promesa. La catedral —construida sobre una roca junto al Rin— les dio la bienvenida. La ciudad estaba situada en un lugar maravilloso, en una curva del río, y resplandecía en la atmósfera transparente de las cercanas montañas.

Presa de la nostalgia, Konstanze recordó los vítores de los niños cuando vislumbraron las primeras grandes ciudades del camino; entretanto, ya nadie contaba con encontrar Jerusalén tras la siguiente curva del Rin, pero el trayecto hasta Basilea —donde al menos se hablaba un alemán comprensible y prestaban oídos a los sermones de Nikolaus— había dado ánimos a los cruzados. ¡Ojalá los dejaran entrar y los trataran con cordialidad!

Afortunadamente, Leuthold I, el arzobispo de la ciudad, era un hombre generoso: permitió que acamparan dentro y fuera de la ciudad y los habitantes lo imitaron en generosidad. Un par de fornidas matronas se ocuparon de recoger a los niños más pequeños y alimentarlos. En otras ciudades, los primeros en recibir el pan siempre eran los que se hallaban a la cabeza de la fila, y justamente los más débiles a menudo no recibían nada.

—Esos pobrecillos infelices deberían engordar un poco si es que ese muchacho pretende atravesar el Gotardo con ellos —comentó el jefe de cocina de la encomienda de los templarios, que también participaba en la alimentación de los necesitados—. Soy un hombre creyente, pero para creer primero he de ver que allí arriba la nieve se derrite y los estrechos senderos se convierten en amplios caminos.

—¿Dices que el muchacho pretende atravesar el paso de San Gotardo? —preguntó Armand en tono alarmado. Él también se había hecho llenar un saco y confiaba en recibir una sonrisa agradecida de Gisela cuando dispusiera jamón y queso en la mesa de su corte—. ¡Creí que cruzaríamos por el paso de Brennero!

El jefe de cocina se encogió de hombros.

—A lo mejor se trata de un malentendido —dijo.

Pero Armand se inquietó y regresó al campamento, donde solo se encontró con Konstanze, que una vez más reñía con Magdalena.

—¡Por amor de Dios, Lena! ¿A qué te dedicas durante las noches, mientras yo me muero de miedo en el campamento? ¿Y cómo es que te franquean el paso? Un muchacho de la retaguardia le contó a Rupert que tuvo que entregar medio pan solo para poder besar el orillo del atuendo que Nikolaus llevaba el día anterior. Así que el predicador ni siquiera lo llevaba puesto. ¡Y tú…!

—Pues ese es el problema —afirmó Magdalena—. En realidad cualquiera puede acudir a Nikolaus. Él no es orgulloso ni pretencioso. Se sienta con nosotros en torno a la hoguera, deliberamos…

—¿Deliberáis? —preguntó Konstanze en tono incrédulo—. ¿Todos los monjes y Nikolaus y sus así llamados guardias de corps deliberan… contigo?

—¡Nikolaus habla conmigo normalmente! —declaró Magdalena. Y era verdad: lo hacía cuando ella lograba acercarse a él—. Y yo… bien, de vez en cuando el caballero me lleva consigo. Wolfram… —Una sonrisa iluminó su rostro al pensar en el joven: su futuro esposo…

—¿Dices que Wolfram von Guntheim te introduce en el círculo? ¿Sin exigir nada a cambio? —Konstanze frunció el ceño. Gisela le había dicho que el supuesto caballero era un poco tonto, pero no podía ser tan estúpido e ingenuo como para trabar amistad con una antigua muchacha de la calle.

—Pues él me aprecia —dijo Magdalena, radiante.

Armand consideró que podía interrumpir la conversación y se aproximó.

—¿Así que sabes dónde y cuándo se reúne ese extraño consejo? —le preguntó tras saludarla—. Déjate de rodeos: me es indiferente cómo lograste entrar y si hablas durante el consejo, o no. Pero ¡esta noche deliberarán conmigo! Ese pequeño soñador y sus consejeros clericales quieren conducir a los niños por el paso de San Gotardo. ¡Justamente el más peligroso! ¡Si no logro impedirlo, habrá cientos de muertos!

Para obtener acceso al consejo de Nikolaus, Armand se vio obligado a entregar un pan y un trozo de jamón. Al principio no se encontró con Magdalena; esta solo apareció más tarde, con los cabellos revueltos y expresión culpable, pero esa noche Armand no podía ocuparse de ella. Ya hervía de ira al acercarse al círculo en torno a la hoguera, donde en ese momento Wolfram von Guntheim expresaba su opinión.

—¡Claro que lo lograremos! ¡No hemos de olvidar que Dios nos protege! Y he averiguado que nos ahorraremos muchos días de viaje si demostramos un poco de fe y no atravesamos las montañas por los confortables caminos del paso de Brennero, como unos cobardes.

—¿Cobardes? —se entrometió Armand, dirigiéndose al pequeño predicador—. Oye, Nikolaus, me llamo Armand de Landes y yo también soy un caballero.

Tuvo que esforzarse por decir «también», pero ese no era el momento para poner en duda la legitimación de Wolfram.

—Ya he recibido el espaldarazo y he combatido en Tierra Santa.

Al oír aquellas palabras, un murmullo recorrió a los reunidos. Armand se avergonzó de las maneras expeditivas con que había irrumpido allí, pero no era mentira, aunque sus combates en Ultramar se habían limitado a prácticas con armas y participación en algunos torneos.

—Y yo ya he atravesado el Brennero, ¡y os juro que ello requirió todo mi valor! Y eso que disponíamos de un guía experto, estábamos bien equipados y nuestras cabalgaduras eran excelentes. Nuestros niños no disponen de lo uno ni de lo otro. Han de ir andando y algunos ni siquiera tienen zapatos y puede que el paso de Brennero aún esté cubierto de nieve. Pero sin duda lo estará el San Gotardo: se halla a una altura mucho mayor.

—Pero dicen que el Brennero es un paso fácil —objetó uno de los monjes.

Armand había visto a ese monje con rostro de hurón junto a Nikolaus con frecuencia, cuando este anunciaba decisiones importantes. Parecía ejercer una gran influencia sobre el muchacho.

Armand tomó aire y se armó de paciencia.

—Lo que en los Alpes es considerado fácil, hermano Leopold, supone un tremendo esfuerzo para los habitantes del llano. Incluso en caminos reforzados como los del Brennero. Pero en el San Gotardo solo hay estrechos senderos, quizás únicamente transitados por gentuza que transporta mercadería de contrabando.

—Pero solo son quince millas en total —argumentó el monje—. Es un camino mucho más corto.

Armand suspiró.

—Para precipitarte al vacío basta un solo paso. Y para morir de frío, una única tormenta de nieve. Jerusalén ha estado en manos de los paganos cientos de años, así que un par de días más o menos no suponen una gran diferencia.

Nikolaus decidió intervenir y se dirigió al caballero con una sonrisa bondadosa pero desaprobadora.

—Para Dios cuenta cada parpadeo durante el cual Su ciudad permanece en manos de Sus enemigos, y también cada lágrima derramada por un peregrino cuando le prohíben el paso a los Santos Lugares.

Armand quiso argumentar que nadie ocupaba los Santos Lugares, pero se lo pensó mejor. No lograría evitar que los niños perdieran la vida en el macizo del Gotardo cuestionando el proyecto de Nikolaus.

—Pero ¡nos faltarán las plegarias de los niños que encuentran la muerte en las montañas! —dijo.

Nikolaus volvió a sonreír.

—¡Nuestros caídos irán directamente al cielo! —declaró con mirada brillante—. Allí podrán pedir la ayuda a Dios para los vivos.

Armand enmudeció. ¿Cómo rebatir dicho argumento? En sus cálculos, Nikolaus y sus consejeros incluían las bajas con absoluta frialdad. Quien no oraba en este mundo, oraría en el otro. Nikolaus lo daba todo por bueno, a condición de que lo siguieran. Y los monjes… Armand trató de averiguar si solo eran ingenuos e ignorantes o si urdían algún plan. Se fijó en las órdenes religiosas a que pertenecían los miembros de ese círculo, a fin de mencionarlo en la próxima carta dirigida al Gran Maestre. Hasta entonces casi no les había prestado atención. Ahora vio que se trataba sobre todo de minoritas: monjes mendicantes, la orden cuyo símbolo mostraba el atuendo de Nikolaus aquel primer día en Colonia. Aunque en la cruzada había monjes de todas las órdenes, el entorno del predicador estaba formado sobre todo por seguidores de Francisco de Asís. Una orden muy joven, pero que no dejaba de extenderse más y más.

Armand recordó que había informado al Gran Maestre del gran número de monjes mendicantes que pululaban en los puertos del Mediterráneo y también en tierras alemanas. Muchos de ellos debían de haber atravesado pasos alpinos. En general, la comunicación entre los miembros de las órdenes era buena y era casi imposible que no hubiera circulado la información acerca del nivel de dificultad de cada paso. Cuando Armand se disponía a preguntarlo, otro tomó la palabra.

Era un muchacho joven, moreno y resuelto, en cuyo rostro destacaban unos labios gruesos y unas pobladas cejas oscuras.

—Está muy bien si una vez muertos nos sentamos a los pies de Dios, pero también podré hacerlo cuando sea viejo y peine canas. Quiero ir a Jerusalén, no directamente al cielo; no tengo prisa en llegar allí. Primero quiero contemplar la ciudad dorada y comer los pasteles de miel que reparten los ángeles, hacerme rico y compartir el oro de los paganos con los demás. Me da igual que sea hoy, dentro de diez días o de veinte. Pero cuando estás muerto, estás muerto. Por eso considero que es mejor que crucemos el paso de Bre… Brent… bueno, el otro.

Armand hubiera querido abrazar al chaval.

—¡Reflexiona, Hannes, antes de blasfemar! —lo amonestó uno de los monjes.

El muchacho sacudió la cabeza con expresión díscola.

—¿Quién blasfema? Si fuera Su voluntad que todos nos precipitáramos a la muerte habría muchas más montañas en el mundo. ¡Nadie quiere morir! Incluso si después va al cielo.

Tanto Nikolaus como los otros monjes se esmeraron en tratar de convencerlo, pero Hannes no se dejó impresionar.

—Pues entonces iré solo —declaró por fin, y se puso de pie con mucha tranquilidad—. Quien quiera acompañarme será bienvenido. Ya volveremos a encontrarnos al otro lado.

Acto seguido, Nikolaus pronunció un discurso apasionado sobre los renegados que quebrantaban sus juramentos y que acabarían ardiendo en el infierno por ello.

Armand casi no prestó atención a sus palabras y tampoco comprendió su sentido. Hannes no quería quebrantar su juramento, al contrario: lo que más le importaba era alcanzar Tierra Santa sano y salvo. Como fuese, Armand no volvió a inmiscuirse, puesto que la decisión de ese curioso mando militar había sido tomada hacía tiempo.

—La única pregunta es: ¿qué haremos nosotros? —les comentó después a sus compañeros junto a la hoguera, donde lo habían aguardado Gisela, Dimma, Konstanze y Rupert—. ¿Permanecemos junto al grueso del contingente o marchamos con ese Hannes?