6

Cuando por fin Nikolaus llegó a Estrasburgo, en Alsacia, su cruzada se había reducido a doce mil personas. No obstante, el tiempo había mejorado y a ello se sumó que la alegría cundió entre los niños cuando recibieron una buena noticia: el Papa se había enterado de su empresa y no la había condenado.

—Pero tampoco la apoyó —informó Konstanze, que había escuchado el discurso pronunciado por Nikolaus en la escalinata de la catedral de Estrasburgo.

El pequeño grupo de Gisela acampaba un poco más allá, a orillas del río Ill. Allí había menos rateros y, a diferencia de la empedrada plaza de la catedral, nada impedía que pudieran montar sus tiendas.

—De hecho, dijo que esos niños nos avergüenzan —prosiguió Konstanze—. ¡Mientras nosotros dormimos, ellos parten hacia Tierra Santa para conquistarla! Eso está muy bien, pero no significa nada.

—¿Qué se supone que ha de significar? —preguntó Rupert, siempre molesto cuando alguien criticaba a Nikolaus o a la cruzada, incluso si alguien osaba dudar de su éxito.

—Se me ocurren diversas cosas —dijo Konstanze, cogiendo agua del río—. Por ejemplo, podría pedirle a la población y al clero de las ciudades y aldeas que atravesamos que nos presten apoyo. Entonces no pasaríamos hambre.

—¡De momento tampoco la pasamos! —exclamó Rupert en tono alegre y le pegó un mordisco a un pastel.

En Estrasburgo los niños por fin volvían a recibir alimentos… pero no gracias al bastante escéptico clero sino a dos generaciones rivales de patricios. En Estrasburgo había dos familias rivales, los Müllenheim y los Zorn, y en cuanto una repartió unos panes entre los niños, la otra ofreció ollas populares. La comida abundaba y Nikolaus volvía a ser celebrado como un Mesías.

Y también nuevos inocentes se unieron a la cruzada, pero los ciudadanos de Estrasburgo no bajaron la guardia: la noticia de la misión de Nikolaus les había llegado a tiempo para encargarse de que sus niños y aprendices permanecieran en casa cuando el muchacho predicaba, así que los únicos que se unieron a la cruzada fueron los niños pobres y los mendigos, todos apenas equipados para la travesía de los Alpes que se avecinaba.

Pero fue Armand quien llegó con una noticia realmente alarmante. Había abandonado al grupo unos días a fin de visitar la encomienda de los templarios; allí sus informes fueron recibidos con interés y serían trasladados al Gran Maestre. Pero los templarios también tenían noticias que afectaban a la cruzada de los niños.

—¡Hay dos cruzadas! —soltó Armand en cuanto dio de comer a su caballo y tomó asiento junto a la hoguera.

Le arrojó un bolso repleto a Dimma; había esquilmado la cocina y la despensa de la encomienda y esa noche bebieron el mejor vino de Renania en la «corte galante de la dama Gisela von Bärbach», que era el nombre burlón con que Armand había bautizado el campamento que siempre montaban de la misma manera: una hoguera en el centro, rodeada de las cinco tiendas, y una letrina cavada directamente detrás de la tienda de las mujeres. Es verdad que de vez en cuando Gisela, Konstanze y Dimma se quejaban del desagradable olor, pero no tenían que recorrer largas distancias hasta el retrete y un posible atacante que se acercara a la tienda por detrás caería en la zanja y aterrizaría entre los excrementos. Armand daba por seguro que ello no ocurriría en silencio.

En la corte de Gisela todos cenaban juntos, contaban historias y se daban ánimos mutuamente. Pero ese día Armand no estaba para bromas y bebió la primera copa de vino de un trago.

—Dos… ¿qué? —preguntó Gisela, al tiempo que Konstanze mostraba su alarma.

—Dos cruzadas de niños —precisó Armand—. La segunda partió de Vendôme, o mejor dicho, de Cloyes. Es una pequeña aldea a orillas del Loira, donde un muchacho llamado Stephan cuidaba ovejas.

—Y un día se le apareció un ángel —musitó Konstanze.

Armand se preguntó por qué la muchacha había palidecido tras oír sus palabras.

—No; el propio Jesucristo —la corrigió Armand—. El hombre dijo llamarse Jesús, así que no cabe duda, como en el caso de nuestro Nikolaus. Además, Stephan es bastante mayor y al parecer le hizo muchas preguntas. Por lo demás las historias se parecen. El desconocido se aproximó a su hoguera y Stephan compartió la comida con él. Después le habló de las penurias que pasaban los cristianos en Palestina y del llamado a emprender una cruzada. Entonces Stephan abandonó su aldea, lo cual debe de haber provocado el enfado de su amo (el muchacho es un siervo). Pero se dirigió a Vendôme y allí permitieron que predicara en la plaza ante la iglesia de la Trinidad, al igual que Nikolaus, que predicó ante muchas catedrales. Y parece que predica de un modo muy convincente, porque ya va camino de Marsella con tres mil seguidores. Allí se supone que…

—¡Que el mar se abrirá! —exclamó Gisela—. ¡Increíble! Así que Dios… ¿acaso Dios puede haber convocado dos cruzadas?

—Dios (o quienquiera que sea) ha convocado al menos tres —dijo Konstanze en tono tenso.

Los demás la miraron.

—¿También te ha…? —Magdalena la contempló como dispuesta a caer de rodillas ante ella.

La preocupación de Konstanze por la niña iba en aumento. Magdalena no la seguía a todas partes como antes, sino que procuraba desesperadamente acercarse a Nikolaus; afirmó que lo había logrado en un par de ocasiones. Pero por otra parte, se rumoreaba que los únicos que tenían acceso a él eran los peregrinos que pagaban. ¿Acaso se trataban de fantasías de Magdalena, o pagaba por esos encuentros? Dimma había insinuado algo al respecto, a lo que Konstanze se negaba a dar crédito.

—¡¿Cuántas veces he de repetirte, Lena, que mis visiones fueron inútiles?! —dijo Konstanze, regañando a su protegida—. Nadie me convocó a nada.

Pero luego les habló de Peter.

—Hasta ahora no lo he mencionado porque no parecía importante y porque podría ser que…

—… que Dios se equivocara al escoger a Su profeta —terminó Armand—. No creerás que es cierto, ¿verdad? Se trataba de reclutadores que buscaban a un muchacho muy preciso. ¿Cuántos años tenía Peter?

—Diez —contestó Konstanze.

—Así que era demasiado joven. Un muchacho de diez años no suele tomar decisiones tan importantes —dijo el caballero.

—Pero ¡Nikolaus solo tiene nueve años! —terció Magdalena—. Y a él Dios…

—Nikolaus tiene un padre ambicioso —comentó Konstanze—. No olvidéis que antes lo obligaba a cantar en las tascas. ¡Para él, la visión supuso un regalo del cielo! Y a Nikolaus su trabajo como pastor le era indiferente, puesto que solo era un suplente. Y además están todos esos monjes que lo rodean…

—Y que quizá se encargaron astutamente de que quitaran al padre de en medio —dijo Armand con una sonrisa despectiva—. Habría que comprobarlo. Mañana le escribiré al arzobispo de Colonia; será interesante averiguar qué ha declarado ese hombre.

—¿Crees que los monjes azuzaron a los habitantes de Colonia contra el padre de Nikolaus? —preguntó Konstanze.

Armand se encogió de hombros.

—Sería de suponer; como ya se habían hecho con su predicador, no querían que ninguno se entrometiera.

—¡Y en Francia cogieron a un muchacho mayor! —exclamó Konstanze—. Nada menos que a un siervo que ha quedado a merced de ellos.

—Pero seguro que eso no fue tan sencillo —objetó Gisela—. Cuando un siervo se le escapa a un terrateniente este no suele quedarse de brazos cruzados, aunque más no sea para dar un ejemplo, porque de lo contrario todos escaparían. Un siervo solo tiene una oportunidad: ha de alcanzar una ciudad con rapidez y ocultarse, pero en este caso encontraron al muchacho con facilidad. ¿Cómo habrá logrado convencer a su amo?

—Mediante una carta celestial —comentó Armand.

Gisela rio, pero Magdalena y Rupert lo miraron sin comprender.

Konstanze frunció el entrecejo.

—Supuestamente, dichas cartas proceden de Jesucristo Nuestro Señor o de la Virgen María, y amenazan a las personas con terribles castigos si le niegan el décimo a la Iglesia —explicó, sonriendo.

También Armand sonrió.

—La Orden de los Templarios opina que en ese aspecto la Iglesia actúa con demasiada torpeza —comentó—. Pero esta vez el objetivo era la cruzada a Jerusalén, y la carta estaba dirigida al rey de Francia, así que Stephan y sus seguidores empezaron por encaminarse a París para entregársela a Felipe Augusto II en Saint Denis, donde se dedicó a predicar mientras sus mensajeros reclutaban más niños por toda Francia. Todo igual que en el caso de Nikolaus. Después el rey recibió a Stephan y dicen que también ocurrieron un par de milagros.

—Se dice lo mismo del agua del baño de Nikolaus —gruñó Konstanze.

Había algo más que preocupaba a Gisela.

—Ese Stephan… ¿sabía leer y escribir? —dijo, lanzándole una mirada de soslayo a Rupert. Seguro que él no.

Armand negó con la cabeza.

—No. Y también lo consideran una prueba: el muchacho no pudo haber escrito la carta, pero eso no significa que la carta sea de procedencia divina. En todo caso, el rey estaba impresionado y trasladó el asunto a la Universidad de París para que lo comprobaran. Mientras tanto Stephan continuó con su tarea misionera… pero no escogió la cruz en forma de tau como símbolo sino la oriflama: el estandarte de guerra del rey francés, una bandera roja con mil estrellas doradas. No obstante, no le dieron la original y los niños marcharon bajo una copia, pero al parecer tuvo éxito. Cuando los sabios llegaron a la conclusión de que la cruzada era «una obra que complacía a Dios»…

Konstanze soltó un silbido.

—… y el rey quiso prohibir todo el asunto, Stephan ya se había marchado con unos treinta mil seguidores en dirección al sur. Los templarios dicen que también había adultos entre ellos: algunos veteranos de las cruzadas contra los cátaros. ¡Y las furcias y los bribones habituales!

Magdalena desvió la mirada.

—Pero la mayor parte son niños y jóvenes, igual que en nuestro caso —dijo Armand—. De eso se trata para quienes han planeado este asunto. Sean quienes fueren.

«Sean quienes fueren», pensó Konstanze antes de arrebujarse en sus mantas, agotada pero inquieta por la noticia. Al final de esa cruzada tendrían las manos tan manchadas de sangre que ni toda el agua del mar bastaría para lavarlas.

Magdalena quería olvidar lo oído esa noche junto a la hoguera. Era imposible que alguien hubiese engañado a Nikolaus. ¡Tenía que ser Dios quien había escogido a su dulce y maravilloso héroe!

La chiquilla había logrado encontrarse cara a cara con el pequeño predicador, pero para ello no bastaba con someterse a la voluntad del hermano Bernhard, quien en realidad no ocupaba un lugar destacado en el contingente cercano al joven líder. Bien es verdad que a menudo él y sus correligionarios hablaban y rezaban con Nikolaus, pero sus palabras no se diferenciaban de los elogios que los niños pronunciaban en torno a las hogueras. Los monjes y el profeta intentaban superarse mutuamente con sus descripciones de la dorada Jerusalén y los milagros que los aguardaban allende el mar, y al día siguiente Nikolaus las difundía entre los niños.

Cuantos lograban introducirse en el núcleo del campamento tenían permiso para reunirse en torno a la hoguera e incluso a hacer preguntas. Magdalena recordó el comentario escéptico de Armand sobre el avituallamiento cuando cruzaran el fondo del mar y osó manifestarlo. Nikolaus le dedicó una sonrisa y afirmó que Dios enviaría sirenas de piel dorada y cabellos verdes que les servirían platos de pescado y mariscos a los niños cada vez que hicieran un alto para descansar.

—Y el fondo del mar no estará húmedo como la tierra cuando llueve: el sol y el aliento de Dios lo secará de modo que de noche descansaremos abrigados y protegidos.

Magdalena lo escuchaba con el rostro radiante; era inmensamente feliz cuando podía estar cerca de Nikolaus. Si no fuera por el precio tan elevado que debía pagar por ello…

Se había percatado con rapidez de que quienes organizaban el acceso al campamento de Nikolaus eran Roland y sus secuaces. Lo hacían por dinero, pero Magdalena contaba con otros medios. Hasta entonces no había tratado de hacerse con clientes, pero recordaba que su madre —cuando aún era bonita y antes de conocer a su padrastro— solía deambular por las calles. Magdalena sabía cómo acercarse a los hombres, rozarles la mejilla con la mano o restregarse contra su espalda como una gatita ávida de cariño.

Roland y sus muchachos eran muy susceptibles a dichos gestos. Puede que nunca hubieran poseído una mujer con anterioridad, al menos así lo demostraron con su torpeza inicial. En todo caso, pronto todos perdieron la cabeza por Magdalena y, al igual que antaño en Maguncia, bastaba con que la muchacha permaneciera tendida e inmóvil. Después tenía vía libre para acercarse a Nikolaus, ¡y también al apuesto caballero que le servía!

Wolfram von Guntheim ocupaba un puesto importante en la jerarquía que rodeaba al profeta. No hacía causa común con individuos como Roland, pero estos tampoco cuestionaban su presencia. En realidad lo trataban casi con respeto: un auténtico caballero entre sus filas y que encima no los mangoneaba. Cuando Wolfram se dirigía a ellos, siempre lo hacía en tono respetuoso, pero más bien solía hablar con los clérigos y sobre todo con Nikolaus, quien nunca se cansaba de escuchar historias caballerescas. Wolfram lo entretenía con relatos de combates, torneos y concursos de canto en las cortes galantes. Estos últimos despertaban un interés especial en el pequeño cantor y Wolfram le aseguraba que jamás había presenciado un concurso que Nikolaus no hubiese ganado. Al menos eso se correspondía con la verdad. Según Gisela, Wolfram nunca había estado en una corte galante y en cuanto a las historias de sus fieros combates… cuando en cierta ocasión Magdalena los mencionó ante Gisela y los demás, todos prorrumpieron en carcajadas, sobre todo Rupert.

De vez en cuando Wolfram también hablaba con Magdalena y lo hacía de manera tan cortés como monsieur Armand cuando se dirigía a Gisela o Konstanze. El entusiasmo de Magdalena por Wolfram era casi tan intenso como el que sentía por Nikolaus, y el joven caballero incluso parecía más mundano. Estaba segura de que algún día Nikolaus iría al cielo, pero Wolfram ¡recibiría un feudo en Tierra Santa! Magdalena a menudo soñaba con compartir ese castillo con él y presidir su corte con el mismo comedimiento con que Gisela presidía su pequeño campamento. Le daría hijos y él la amaría.

Tras la conversación junto a la hoguera de Gisela, Magdalena no logró conciliar el sueño: necesitaba alguna clase de consuelo, al menos un vistazo al rostro dormido de Nikolaus. Así que se acercó subrepticiamente al convento donde Nikolaus y sus acompañantes pasaban las noches en Estrasburgo. Era un convento de monjas al que la esposa del cabeza de la familia Zorn solía prestar un generoso apoyo. Obedeciendo a su deseo, las monjas lo desalojaron para que lo ocupara el pequeño predicador; incluso la portera se había marchado. Roland y sus muchachos montaban guardia y Magdalena estaba dispuesta a acostarse con uno de ellos para obtener acceso. Y quizá también con el hermano Bernhard para lograr echarle un vistazo al profeta dormido.

Así que Magdalena sonrió de felicidad cuando se encontró con el joven caballero Wolfram.

—Ave María Purísima, señor caballero —lo saludó e hizo una tímida reverencia.

Wolfram le lanzó una mirada desconfiada. Acababa de regresar de la ciudad; Roland y sus compinches se habían deshecho en elogios sobre un rufián propietario de muchachas de cabellos dorados que a ellos, como cruzados, les hacía un precio especial. Pero la mercancía solo lo había repugnado: eran mujeres mugrientas y descaradas que ni siquiera bajaban la vista ante él; puede que fueran rubias, pero de cabellos sucios y cuerpos gordos que se ofrecían de manera soez… Wolfram soñaba con la figura delicada y bonita de Gisela von Bärbach, así que se marchó sin haber hecho nada, ¡y encima la prostituta había tenido el descaro de burlarse de él!

—¡Un muchacho tan joven y no se le empina! ¡Pero igual tendrás que pagar, que lo sepas! ¡Y ahora el señorito incluso amenaza con desenvainar la espada! ¡Tendrá que ser de acero, puesto que la de carne no pincha!

Wolfram tuvo que hacer un esfuerzo para no enviarla al infierno, pero el rufián andaba por allí. Finalmente acabó por pagar y se marchó presa de la cólera y la vergüenza. Y ahora volvía a encontrarse con una muchacha, pero a lo mejor era virtuosa. En todo caso, la pequeña rubia casi no osaba mirarlo y cuando alzó la vista, su mirada solo expresaba admiración.

¿Dónde la había visto? Seguro que entre los que rodeaban a Nikolaus; también había intercambiado unas palabras con ella y se había preguntado qué haría allí, porque Roland no dejaba pasar a nadie gratis. ¿Tendría dinero? ¿Sería una pequeña aristócrata? Entonces recordó que pertenecía al grupo de Gisela, del caballero de Landes y la sanadora morena, esta última también una muchacha de rango.

Wolfram notó que ahora sí su espada se ponía tiesa. Claro que la muchacha no era Gisela, no era tan bonita: tenía un rostro gatuno de niña y sus ojos no eran verdes y brillantes, sino azules y húmedos. Pero ¡no expresaban mofa y desdén sino una profunda admiración!

Wolfram le levantó la barbilla con suavidad y obligó a la pequeña a contemplarlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en tono amable.

—Magdalena —susurró ella.

Compartir el lecho con alguien que no pagaba era extraño. Pero cuando Wolfram la cogió de la mano y la condujo a su alojamiento, Magdalena lo acompañó sin resistirse ni regatear; de camino él le dirigió las palabras más cariñosas jamás oídas por la muchacha. Le dijo que era bonita, dulce y galante… aunque solo hasta cerrar la puerta a sus espaldas. Luego no se comportó de manera muy diferente a sus demás clientes.

Wolfram tampoco se molestó en desnudarla lentamente, acariciarla y besarla; se limitó a levantarle el vestido y bajarse los pantalones. Lo único que lo distinguía de los hombres de la calle eran sus palabras. No solo balbuceaba palabras sin sentido sino que dijo algo acerca de «conquistar» y «poseer». Magdalena creyó entender que le decía que la convertiría en su esposa y se sintió feliz. Pero ¡ojalá no la aferrara con tanta brutalidad! Y además era alto y pesado. Cuando se lanzó sobre ella, creyó que se asfixiaría, pero como casi siempre, todo acabó con mucha rapidez… y para desconcierto de Magdalena, Wolfram no le dijo que se marchara de inmediato. En cambio, empezó a darle órdenes.

—¡Bésame! ¡Sírveme vino! Y ayúdame a quitarme las botas.

Encantada, Magdalena hizo todo lo que parecía complacer a Wolfram.

—¡Ya sabes que ahora has de hacer todo lo que te pida!

Magdalena asintió sumisa y una vez más se acurrucó a su lado bajo las mantas cuando él se lo ordenó. Y volvió a callar y solo soltó un suave gemido cuando la penetró. La recompensa le pareció increíble: Wolfram le permitía yacer a su lado, apretarse contra él y le hablaba como si ella fuera una persona.

Animada y consolada por su abrazo, le contó a «su caballero» las novedades que aquella noche había oído junto a la hoguera y, preocupada, le habló de Stephan y la segunda cruzada.

Wolfram la escuchó con atención.

—Pero ¿qué es lo que te inquieta? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Así que Dios ha enviado a dos ejércitos a Jerusalén. De momento dos, que sepamos, pero puede que algunos más se pongan en camino, quizá desde Hispania o desde Bretaña… hay muchos países. Y entonces todos nos reuniremos en Jerusalén para rezar. ¡Y los paganos no tendrán más remedio que optar por Cristo y por el bien!

Magdalena se apretujó contra él. ¡Cuán inteligente era! ¡Todo resultó tal como debía ser!

Cuando poco después Wolfram le ordenó que se marchara, salió fuera extasiada de felicidad. Le hubiera gustado dormir a su lado, los vellones que cubrían el lecho eran suaves y cálidos, pero esa noche no quería pedírselo. Más adelante.

Echó a correr bajo la lluvia que volvía a caer. Quizás en la dorada Jerusalén, cuando todos los pecados hubiesen sido perdonados y todos los peregrinos fueran iguales, entonces Wolfram la amaría.

A pesar de todas las dudas albergadas por Konstanze, Armand y Gisela, Magdalena creía en la cruzada y se refugiaba en su sueño.