5

Cuando Armand regresó, Konstanze ya había logrado que Dimma y Gisela le contaran a grandes rasgos la relación de esta con el caballero y su extraño doncel.

Antes de tendérselo a Konstanze, Armand bebió un buen trago de vino. Ella sonrió y le sirvió una copa que había adquirido en Maguncia. A Konstanze tampoco le gustaba beber de una bota.

—No creo que se produzcan más ataques —le dijo al joven caballero.

Konstanze calentó un poco de vino en el fuego y rebuscó hierbas en su bolso para preparar una decocción. Gisela se encontraba muy mal. Al principio su conducta fue admirable: sin derramar una lágrima, guio a Konstanze hasta la catedral y luego hasta el Rin, pero cuando se relajó empezó a llorar y temblar de frío, y quizá de alivio, pero también por el temor de que descubrieran el cadáver de Guntheim y responsabilizaran de su muerte a Rupert. Armand se preguntó qué sentía por el siervo. ¿Acaso la afectaría de verdad si el muchacho no regresaba, ya porque pusiera pies en polvorosa con el anillo o acabara en una mazmorra porque lo descubrían junto al cadáver del noble? Pero no: seguro que Rupert no escaparía, porque lo que él sentía por Gisela era evidente.

—El hombre se llamaba Odwin von Guntheim —dijo Konstanze. Se lo habían dicho Gisela y Dimma—. Y no tenía otros parientes, a excepción de ese curioso doncel que quizá no quiera agitar las cosas. Por cierto: acaba de prestar juramento. Nikolaus lo ha recibido con los brazos abiertos y ungido caballero Von Guntheim. A lo mejor algún día podéis explicármelo más detalladamente… hasta ahora siempre creí que hacía falta un espaldarazo para convertirse en caballero.

Al parecer, Konstanze había encontrado las hierbas que buscaba; cuando las derramó en la palma de su mano, el bolso cayó al suelo y apareció un pequeño libro. Konstanze se apresuró a recogerlo, pero Armand se le adelantó.

Al ver los signos árabes de la tapa frunció el entrecejo; Konstanze se ruborizó: su única esperanza era que los conocimientos idiomáticos del caballero no bastaran para descifrar poemas de amor.

Armand se abstuvo de hacer comentarios y le devolvió el libro; solo después, tras beber otra copa de vino, osó hacerle una pregunta.

—Vos… en cuanto a vos respecta, no nos aguardan otras sorpresas comparables con el suceso de esta tarde, ¿verdad?

Konstanze le lanzó una mirada desconcertada. Armand parecía muy incómodo.

—Vos no… no habréis huido de… un harén, ¿verdad? —preguntó y dirigió la mirada al bolso en que el libro volvía a estar guardado.

Konstanze volvió a sonrojarse, pero luego sonrió.

—No —dijo para tranquilizarlo, y también se sirvió otra copa—. Solo de mi convento.

¿Por qué no habría de contar su historia? Armand tenía razón: cuantos menos secretos albergara el grupo, tanto menor sería el peligro que correrían.

Incluso Gisela, que hasta hacía un momento aún luchaba con sus propias pesadillas, aguzó el oído cuando Konstanze relató su huida del convento de Rupertsberg.

—Pero ¿por qué ingresaste en el convento si no deseabas hacerlo? —preguntó la aristócrata—. También podrías haberte casado, ¿no?

Konstanze sabía a qué se refería. Había conventos que aceptaban a las hijas de una familia noble que no disponía del dinero para la dote, pero Rupertsberg no era de estos. El convento fundado por Hildegard von Bingen exigía una dote tan cuantiosa a sus novicias como la exigida a una novia por una familia de la nobleza al concertar la boda.

Konstanze se mordió el labio.

—Yo… tenía patrocinadores ricos —dijo, y después confesó que tenía visiones, con sinceridad pero de mala gana.

—¿Se te apareció Jesús Nuestro Señor? —preguntó Magdalena—. ¿Cómo a nuestro señor Nikolaus?

—¡Nikolaus no es Nuestro Señor! —la corrigió Konstanze, que siempre procuraba ponerle límites al entusiasmo de su protegida por el joven predicador—. Y sí: he visto algo, pero las visiones nunca me hablaron y mis predicciones… bien, vi una yegua parda con un potrillo pardo, pero el semental también era pardo. En ese caso no hace falta tener el don de la profecía para adivinar correctamente.

Armand rio.

—¡En el pasado remoto os hubieran convertido en sacerdotisa de una diosa! —bromeó—. La madre Ubaldina, una monja irlandesa entendida en medicina que sentía un gran interés por las enfermedades de la mente, me contó que en su tierra aún hoy las jóvenes vírgenes suelen leer el futuro en el agua de las fuentes milagrosas.

Konstanze alzó la vista con expresión temerosa.

—¿Así que dicha hermana lo considera una confusión espiritual? ¿Y que más adelante uno cae en la locura?

—No. No os preocupéis —dijo Armand—. Pero puede que a menudo las muchachas jóvenes sufran semejantes visiones. Desaparecen cuando… bien, antaño creían que cuando perdían la virginidad, pero la madre Ubaldina cree que también desaparecen entre las jóvenes monjas.

Konstanze volvió a ruborizarse, pero después asintió.

—En mi caso, también desaparecieron cuando cumplí los trece —confesó y se envolvió en su manta, tiritando.

Gisela frunció el entrecejo.

—Pero antes dijiste que solo te llevaron a Maguncia porque…

Konstanze vaciló, pero luego les contó toda la verdad.

Armand no pudo dejar de reír.

—¡La sabiduría de Avicena sobre métodos curativos como visión divina! ¡He de contárselo a la madre Ubaldina!

Konstanze se asustó.

—¡No, por favor, no lo hagáis! No debéis contárselo a nadie, nadie ha de saber que…

—¿Que engañaste a tus correligionarias? —preguntó Gisela—. ¿Y eso a quién le importa ahora? ¿O acaso se trata de que no crees en las visiones? ¿Ni siquiera en… visiones muy precisas?

Konstanze agachó la cabeza.

—¡Pero Nikolaus oyó voces! —terció Magdalena—. ¡No solo vio imágenes! —La pregunta de Gisela y la respuesta de Konstanze la habían asustado. ¡Era imposible que su salvadora no creyera en el éxito de la cruzada!—. ¡Y Nikolaus es un varón!

Antes de que alguien pudiera replicarle, Rupert regresó al campamento. Parecía cansado y extenuado, pero no como si se hubiera visto obligado a escapar de algún perseguidor. Konstanze le tendió una copa de vino; Rupert bebió en silencio y respondió a la mirada inquisitiva de Armand asintiendo con la cabeza. Odwin von Guntheim no volvió a ser mencionado jamás.

A la mañana siguiente, los cruzados volvieron a dejar atrás las murallas de una ciudad catedralicia. Una vez más, los ciudadanos los vitorearon, cantaron junto con Nikolaus y los niños y, para alivio general, el sol volvió a lucir.

Con mirada casi incrédula, Rupert observó que Wolfram von Guntheim, montado en su magnífico semental, cabalgaba directamente detrás del carro del pequeño profeta tirado por un burro. Para los demás, que habían presenciado el juramento del doncel, no supuso una sorpresa muy grande.

—Nikolaus ha escogido a su caballero —comentó Armand. Cabalgaba al lado de Gisela y ambos habían cargado un niño pequeño delante y detrás de su silla de montar—. No le ha dicho nada sobre la entrega de las armas, puesto que al fin y al cabo esta cruzada no es tan pacífica… ¡Nuestro pequeño comandante está aprendiendo! Solo cabe esperar que la batalla por Jerusalén no se decida mediante un duelo.

Gisela había recuperado la capacidad de reír.

—Si Wolfram ve una cimitarra, el susto lo hará caer del caballo —se burló—. Es un milagro que se atreva a montar en el semental. Creí que convertiría ambos caballos en dinero y se compraría un animal más manso, pero quizás arrogarse el rango de caballero le haya dado valor.

Armand se encogió de hombros.

—Me alegra que debido a ello esté en nuestras manos, hasta cierto punto —admitió—. Claro que en comparación con un asesinato, arrogarse la dignidad de caballero es un delito menor, pero el muchacho parece disfrutar de su nueva posición. Se moriría de vergüenza si revelamos el asunto.

—Estoy en deuda con vos —dijo Gisela, bajando la cabeza con ademán avergonzado—. Vos también hubierais podido delatarnos.

—¿Delatarnos? —preguntó Armand—. ¿Es que hay algo entre vos y vuestro… siervo, señorita, que yo debiera saber?

Gisela fue a soltarle una réplica dura, pero entonces recordó la educación recibida en la corte galante y se limitó a sonreír tímidamente bajo el sombrero de peregrina.

Cabalgaban a lo largo de anchos senderos a orillas del Rin; el sol reverberaba en las olas levantadas por las barcazas de carga y resultaba fácil imaginar que eso no era una cruzada sino una relajada cabalgada matutina a la que un joven caballero había invitado a la dueña de su corazón.

—Interrogarme no es digno de vos —dijo Gisela en tono dulzón—. Una dama dispensa sus favores a quien se lo merece.

—¡Un siervo no merece los favores de una dama! —contestó Armand.

Los evidentes celos del caballero complacieron a Gisela y en sus ojos brilló la misma picardía de antaño, cuando practicaba el coqueteo galante con los jóvenes caballeros de la corte de Jutta von Meissen.

—A lo mejor no es un siervo sino un caballero a quien su dama le encargó que vistiera ropas de criado para demostrar su sumisión. Durante siete años y un día…

Armand la contempló como si hubiera perdido el juicio, pero entonces comprendió: Gisela estaba bromeando. Se divertía tomándole el pelo y ello le proporcionaba un encanto especial. Pero ¡el asunto era demasiado grave para tomarlo a risa!

—Claro —contestó en tono seco—. Él es Lanzarote y vos sois Ginebra. Casi lo creería si ayer no hubiera apuñalado al rey Arturo por la espalda. Sin embargo… no es asunto mío, Gisela, pero no deberíais darle ánimos al muchacho, porque os exponéis a un nuevo peligro… y creo que vuestra doncella lo sabe.

Le lanzó una mirada a Dimma que, acorde a las normas de la decencia, cabalgaba a cierta distancia de ellos, en el lugar que le correspondía a la dama de compañía. Cuando Rupert intentaba acercar su mula a Esmeralda, la yegua de la doncella se interponía entre ambos. Hacía tiempo que Armand se había dado cuenta de que el siervo despertaba su desconfianza.

Gisela se encogió de hombros.

—Rupert no es peligroso. Es mi amigo de la infancia, su madre era mi nodriza. Además, ¿qué he de hacer? Necesito un protector.

Bien, por lo visto eso ya lo había comprendido. La sagacidad de la joven aristócrata no dejaba de sorprenderlo; Gisela siempre se mostraba dulce y femenina, pero descubría el juego de cuantos la rodeaban y demostraba ser cautelosa y previsora con respecto a «sus niños». Armand se preguntó cuál era su propósito en caso de que esa cruzada fracasara. No podía regresar a Renania, pero tampoco se la imaginaba en un convento. ¿Es que consideraba mantener un vínculo con Rupert? Armand decidió hacer un intento.

—Deberíais escoger un caballero que os proteja, tal como le corresponde a una dama de vuestra categoría.

Gisela sonrió; Armand ignoraba si era una sonrisa vergonzosa o pícara, pero no se cansaba de contemplar las estrellas que brillaban en sus ojos.

—¿Así que rogáis que os conceda mis favores, Armand de Landes? ¿Pretendéis que os acepte como mi caballero galante? ¡Entonces debierais partir y emprender actos nobles en mi honor!

Armand también sonreía.

—No puedo cabalgar más lejos que a Jerusalén, noble dama —dijo—. Y si busco aventuras en otra parte, no podré protegeros.

Ella frunció el ceño y le lanzó una mirada de reproche.

—¡No, así no! —lo reprendió—. Deberíais prometerme que cabalgaréis hasta el fin del mundo por mí, para traerme una flor que crece allí donde la Tierra se une a las estrellas.

Armand soltó una carcajada. Había oído hablar de ese juego galante, aunque nunca lo había practicado. Era habitual en las cortes galantes y consistía en que los jóvenes caballeros trataran de superarse entre sí con promesas sobre lo que estarían dispuestos a hacer por sus damas. Solía consistir en fantasías absurdas que nadie podría cumplir pero, formuladas con destreza, las promesas casi suponían un poema.

—Entonces podría ocurrir que jamás llegara a destino —respondió—. Los marinos chinos afirman que la Tierra es una esfera y en ese caso, en algún momento yo caería al mar, y entonces necesitaría una maga que hechizara mi corcel para que avanzara a nado.

—No una maga —declaró Gisela, guiñándole un ojo—. Porque entonces me pondría celosa. Pero quizá Venus podría hacer que el mar se abra para vos.

La niña pequeña que montaba delante de ella se volvió.

—¿Acaso es una dama quien abre el mar? —quiso saber—. Nikolaus dice que quien lo hace es el buen Jesús.

Armand rio a carcajadas.

—Bien, señorita Gisela, ¡a ver cómo os las arregláis para explicarle la blasfemia a la pequeña! —exclamó, y lanzó a Comes al galope.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan ligero y feliz. Puede que Armand no fuera un experto en el juego galante, pero estaba seguro de que no había imaginado el brillo en la mirada de Gisela. Confió en que no solo se debiera al placer proporcionado por el juego sino a cierto aprecio por su caballero escogido.

Los cruzados continuaron marchando a Speyer y de momento el clima se mostró benévolo con Nikolaus y sus acólitos. Pese a ello, el número de cruzados se reducía casi todos los días. Algunos muchachos, pero también algunos mendigos y gandules adultos, empezaron a sentir temor frente a su propio coraje. La distancia a recorrer era mucha y la comida, escasa. Tenían la suela de los zapatos gastada, los pies lastimados y la caminata empezaba a ser agotadora. Una y otra vez, grupos enteros daban media vuelta y regresaban o se limitaban a permanecer en las ciudades que cruzaban. Secretamente, Armand —y también Konstanze— se alegraban de dichos abandonos. Cuando el tiempo volvió a empeorar, el contingente de pequeños cruzados también empezó a reducirse por causas más dolorosas.

—No puedo hacer nada, los niños mueren uno tras otro.

Hacía días que recorrían espesos bosques de robles y olmos. Antes de Estrasburgo el camino no pasaba junto a ninguna ciudad grande y los campesinos se negaban a darles comida. Durante los primeros meses del verano, allí la sequía había sido aún peor que en Colonia y Maguncia, y ahora las lluvias estropeaban la cosecha, ya de por sí escasa. Los campesinos y aldeanos pensaban alimentar a sus propios hijos con los escasos frutos de su trabajo y además no sentían simpatía por los cruzados: antaño numerosos ejércitos armados habían pasado por allí y no habían pedido permiso para reaprovisionarse.

Lo único que Nikolaus y sus huestes despertaban entre los aldeanos eran burlas y desprecio. Que regresara a su casa, le aconsejaban, y aprendiera un oficio. Al parecer, el pequeño profeta no se inmutaba y les dijo a sus fieles que rezaran por los avaros campesinos. Pero sus seguidores reaccionaron enfadándose y, así, los muchachos mayores irrumpían en graneros y gallineros para asegurarse la comida, mientras que la mayoría de los niños pasaba hambre.

—Si al menos pudiéramos poner trampas… —protestó Rupert.

En los bosques abundaba la caza mayor y menor, pero para atraparla el contingente tenía que hacer un alto o sus comandantes ordenar a algunos hombres que salieran a cazar. Pero ni Nikolaus ni sus consejeros espirituales estaban dispuestos a ello y se oponían a cualquier retraso.

—Un halcón nos vendría de maravilla —dijo Gisela, suspirando. Podría haberlo soltado para que cazara mientras ella seguía marchando junto con el resto.

—O un buen galgo que sepa atrapar y cobrar conejos. Pero no os hagáis ilusiones, Gisela. Dado el número de aldeanos famélicos que hay por aquí, ave, conejo y perro acabarían en algún asador cercano y nosotros con el cuenco vacío.

Armand era lo bastante diestro como para cazar con arco y flecha, pero no osaba dispararlas. Miles de seres humanos seguían a Nikolaus, y a menudo muchos se dispersaban por el bosque en busca de plantas comestibles. Una flecha que no diera en el blanco podría matar a alguien. Y también rechazó la idea de organizar una «pequeña batida», como propuso Gisela. En primer lugar, no tenía ganas de enfrentarse a un jabalí enfurecido con la espada y, en segundo, desconfiaba de Rupert.

El muchacho no dejaba de lanzarle miradas recelosas desde que cabalgaba junto a Gisela, bromeaba con ella y practicaba el juego galante. Era evidente que veía peligrar sus prebendas y en algún momento, Rupert y Armand se verían frente a frente como enemigos. Al joven caballero no le preocupaba, pero consideró que darle la espalda al muchacho en medio de una batida suponía un riesgo inútil.

Entre Speyer y Estrasburgo, al hambre siempre presente se sumó el frío y la lluvia, y también a las lamentables condiciones sanitarias del campamento. De la hermana María, Konstanze había aprendido que la medicina árabe insistía en la necesidad de limpieza para evitar las enfermedades, y Armand había sido instruido en el arte de dirigir una guerra: para ello resultaba imprescindible organizar un campamento con cabeza.

—Lo primero que hacen los guerreros competentes es cavar letrinas —comentó el joven caballero ante las quejas de Konstanze por el aumento de los casos de diarrea; sobre todo los niños más pequeños se veían afectados y a veces morían más de veinte diarios.

Junto con otras mujeres y recogedoras de hierbas que cuidaban de los enfermos, le había rogado a Nikolaus que se tomaran unos días de descanso para poder atender a los pacientes y que enviara cazadores al bosque en busca de alimento. Pero el pequeño comandante se negó en redondo.

—¿Cómo podríamos descansar cuando Jesús derrama lágrimas en el cielo por la santa Jerusalén? —preguntó retóricamente, y él mismo parecía tener lágrimas en los ojos—. ¿Cómo saborear carne de caza cuando los peregrinos mueren de hambre en el desierto porque no tienen acceso a los Santos Lugares?

El resultado fue que pronto desaparecieron todos los niños menores de siete y ocho años. Ya no se oían las risas cantarinas de los más pequeños; solo se oían toses y lloros.

—¡Si al menos pudiéramos enterrarlos! —dijo Dimma, suspirando. Acababa de perder a una niña pequeña a la que había cuidado durante días y a la que había tomado afecto—. Pero dejarla tirada a la vera del camino… Eso… eso no es cristiano.

Y ello tampoco ayudó a que los habitantes sintieran mayor afecto por Nikolaus y sus cruzados, y además desmoralizaba a los propios niños. Gisela lloraba y apartaba la cabeza cuando pasaban junto a un niño muerto a la vera del camino.

Armand, Rupert y un par de muchachos cavaron una tumba para la pequeña protegida de Dimma, una tarea pesada dada la tierra rezumante de lluvia y la carencia de herramientas adecuadas. Los caminos eran lodazales, los caballos se hundían hasta la rodilla y los zapatos de los caminantes estaban empapados.

Como el carro de Nikolaus tampoco lograba avanzar, sus acólitos desengancharon el burro y el pequeño profeta lo montó, protegido por un abrigo y un sombrero de peregrino de ala ancha. Así que Nikolaus no estaba tan agotado y muerto de frío como sus seguidores, cuyo entusiasmo seguía incólume pese al hambre y las enfermedades. Las personas seguían sus prédicas con expresión crédula; y también se alegraban cuando el muchacho cantaba para ellos; algunos incluso olvidaban ir a pescar y recoger hierbas y bayas: estaban tan exhaustos tras la larga caminata diaria que, antes que ir en busca de alimentos, preferían dejarse arrullar por su dulce voz.

—¡Como veis, paso hambre al igual que vosotros! —declaraba Nikolaus cuando recorría el campamento para dar consuelo—. Lloro von vosotros por cada niño que perdemos, pero más que por los muertos, lloro por los débiles de espíritu, esos que regresan ahora que el viaje se vuelve duro y sufrimos privaciones. ¿Acaso no sabíamos que alcanzar Tierra Santa resultaría difícil? ¿Es que Dios nos prometió que sería fácil? No, amigos míos, no lo hizo. Nuestra recompensa nos aguarda en Jerusalén, pero el camino hasta allí supone una dura y prolongada prueba. ¡Y ay de quienes no la superen! ¡Ay de quienes rompan su juramento por mor de su confort! Los muertos van directamente al cielo, donde se sentarán a los pies de Jesús y comerán dulces papillas, pero los débiles irán al infierno para siempre y allí se arrepentirán de su flaqueza. ¡Ahora se quejan por un poco de frío y lluvia, pero cuando ardan en las llamas eternas anhelarán volver a compartir nuestro campamento!

—Sus palabras no bastan para hacerme entrar en calor —dijo Armand, suspirando; había escuchado el sermón de Nikolaus desde una tienda sencilla adquirida en Speyer, donde con gran pena Gisela también había empeñado dos joyas más a fin de comprar tiendas sencillas para ella y sus amigos. No obstante, el material —una liviana tela encerada— era tan voluminoso que hubieran necesitado otra mula para transportarlo, pero Armand descartó la idea de comprar otro animal.

—Si de verdad vamos a atravesar los Alpes, será mejor que carguéis con el menor peso posible. En los pasos no se puede dejar sueltos a los animales, hay que conducirlos y avanzar con mucha cautela.

Así que Floite cargó con las tiendas y Rupert avanzó a pie: un detalle más que le encizañaba frente a Armand.

Ahora estaba montando la tienda de Gisela y después le hubiese gustado cobijarse, pero al igual que Armand, no era un soñador. Si esa noche querían llevarse algo a la boca, debían ir a pescar. Magdalena —empapada y muerta de frío como una gatita pero con el entusiasmo de siempre— le alcanzó las cañas de pescar.

—¡Vamos, cuando llueve pican mejor que nunca! —dijo en tono serio; todos sus conocimientos acerca de la pesca los había obtenido de Rupert. La niña era diestra y manifestaba a gritos su alegría por cada pez que lograban arrancar del Rin. Si no llovía a mares, pescar la divertía mucho.

¡Y justo en aquel lluvioso atardecer de agosto logró su mayor éxito! Pescó un enorme barbo, mientras que los demás tuvieron que conformarse con peces pequeños.

—¡Vaya, ese sabrá muy bien! —dijo Armand en tono cordial.

Rupert le lanzó una mirada huraña a la pequeña. Competía con Armand por los peces más gordos con que obsequiar a Gisela, a quien no le gustaba el pescado y siempre protestaba por las espinas. En Speyer, Armand había comprado especias que alteraban el sabor. Magdalena no solía usarlas, pero ese día esparció un poco de eneldo en el pescado antes de asarlo.

—No es para mí, se lo regalaré a Nikolaus —dijo la niña—. No quiero que pase hambre.

—¡Seguro que Nikolaus recibe suficiente comida! —afirmó Konstanze—. De ello se encarga Roland, ¡y ese nada en dinero!

Ese día, las críticas de Konstanze contra los guardias de corps de Nikolaus fueron especialmente duras. Últimamente, el muchacho se dedicaba a vender el agua con que Nikolaus se lavaba afirmando que obraba milagros, lo cual no habría sido tan grave si el pequeño profeta no hubiese dispuesto de jabón. Pero Konstanze ya había perdido a dos niños a causa de la fiebre: estos consumieron el brebaje y el jabón los había envenenado, lo cual volvía a demostrar cuán débiles estaban los más jóvenes. Konstanze explicó que el consumo de jabón solo causaba dolor de estómago y un poco de temperatura, pero que no era mortal.

—¡Nikolaus dijo que pasaba hambre! —insistió Magdalena—. Y me da pena. Además, es mi pescado y puedo dárselo a quien quiera.

Armand renunció a recordarle quién había comprado las caras especias y la sal, y la pequeña, orgullosa, se alejó con el pescado gordo y especiado envuelto en unas hojas.

—Esperemos que al menos logre llegar hasta él —dijo Gisela y acercó las manos al fuego—. He oído que si quieres hablar con él, has de pedir turno con varios días de antelación. Quizás alguien debería acompañarla.

Les lanzó una mirada esperanzada a Armand y Rupert, pero ninguno de los dos demostró el menor entusiasmo. Tras horas de caminar y luego de pescar, por fin estaban a resguardo en un lugar seco y querían disfrutarlo. Magdalena tampoco corría un peligro grave: en el peor de los casos, le robarían el pescado o los guardias de Nikolaus se lo quitarían.

De hecho, Magdalena no se topó con Roland y sus compinches mientras se abría paso a través del campamento en penumbra. Hacía tiempo que el contingente de Nikolaus disponía de tiendas y sus guardias de corps ya se habían retirado a la suya, donde disfrutaban de salchichas, pan y cerveza. Así pues, no notaron la presencia de la pequeña niña que se dirigía a la tienda de seda blanca de Nikolaus y lo llamaba por su nombre en voz baja. Un monje que quizá velaba el sueño del joven líder apartó la lona de la tienda al oír su voz.

Una farola iluminó el rostro de Magdalena y también el del monje; la luz era tenue, pero bastó para que ambos se reconocieran. La chiquilla retrocedió asustada. Un rostro joven aún redondeado, que ahora parecía indiferente pero que ella recordaba crispado y enrojecido por la excitación y después por el arrepentimiento: era su último cliente…

—¿Tú? —exclamó el monje.

Magdalena reprimió el impulso de dar media vuelta y echar a correr.

—Sí… Traigo un… un pescado para Nikolaus. Porque… ¡Para que no pase hambre!

El monje la observó de la cabeza a los pies; es más, la devoró con los ojos. Magdalena volvió a ver el deseo y la lascivia apenas contenida. Ese hombre no codiciaba alimentos. La niña se sintió desnuda bajo su mirada.

—¡Escúchame! —dijo apresuradamente—. ¿Te gustaría hablar con él? ¿Quieres verlo?

—¿A quién? —preguntó la niña, sin comprender.

—Pues ¿a quién va a ser? ¡A él! A Nikolaus. Deseas su bendición, ¿verdad? O un beso. ¡Te mueres por besarlo!

Magdalena se encogió, pero el hombre la retuvo por el brazo.

—Puedo conseguirte todo eso, muchacha. Y ya lo sabes: una bendición o un beso suyo, y todos tus pecados serán perdonados. Pero antes… antes tienes que hacerme un pequeño favor. No quería volver a hacerlo, sabes, pero yo… pero…

Cuando el monje la cogió del hombro y la arrastró detrás de la tienda, el pescado se deslizó de las manos de la niña.

—Aguarda un momento.

Magdalena quería escapar, pero cuando el monje desapareció unos instantes se quedó como paralizada. Luego él la cubrió con una lona.

—Así está mejor. ¡Oh, eres tan bonita… tan dulce!

El joven monje le besó el escote, le chupó los pechos apenas formados y después le levantó el vestido.

Magdalena procuró pensar en Nikolaus, en su dulce voz… «Hermosos son los bosques, aún más hermosos los campos en primavera; Jesús es bello, Jesús es puro y alegra nuestros tristes corazones…».

Se aferró a las palabras de la canción al tiempo que el hombre la penetraba brutalmente. Nikolaus… Magdalena se imaginó su rostro bondadoso… su abrazo cuando ella había prestado el juramento de los cruzados: «Tus pecados han sido perdonados…».

Cuando por fin la soltó, su torturador volvía a llorar: la misma historia de antaño en Maguncia sobre el arrepentimiento y la vergüenza… Magdalena no le prestó atención.

—¿Puedo verlo ahora? —preguntó con voz ronca cuando el monje apartó la lona y echó un vistazo preocupado en derredor. Pero los acampados dormían, nadie había sido testigo de su vil acción.

—¡Puedes echarle un vistazo! —susurró el monje y, presa de la vergüenza, desvió la mirada cuando ella se alisó el vestido.

Le había prometido mucho más, pero la niña no osó recordárselo y lo siguió a la tienda de Nikolaus en silencio.

El muchacho estaba tendido en un lecho blando, acolchado con vellones y mantas. Gozaba de un confort mayor que el considerado necesario por la mimada Gisela. Estaba envuelto en una manta de lana de la que solo asomaban un pálido brazo y la cabeza. Magdalena vio sus cabellos rubios y no pudo apartar la vista de aquel bello rostro de rasgos delicados, los párpados recorridos por venillas azules, las sedosas pestañas… El muchacho dormía profundamente, su respiración era sosegada, sus labios sonrosados entreabiertos revelaban dientes pequeños y blancos. Magdalena nunca había visto un rostro tan perfecto. Deseó besarlo… ¡Y sabe Dios que se lo merecía!

Sin pedirle permiso al monje, se acercó, se inclinó sobre el niño dormido y le besó la mejilla.

El monje la arrastró hacia atrás, como si hubiese escaldado al muchacho.

—¡¿Cómo te atreves…?! —exclamó, y se interrumpió cuando el muchacho se removió.

—¿Hermano Bernhard? —preguntó la dulce voz.

El monje fue a contestarle, pero Nikolaus ya había abierto los ojos y contempló a Magdalena con expresión soñolienta.

—¡Ángel mío! —susurró—. Me alegra que hayas venido a visitarme… Jesús de mis amores… —añadió, y volvió a dormirse.

Magdalena estaba como hechizada.

—Ha visto a su ángel en mí…

Ni siquiera notó que el hermano Bernhard la arrastraba al exterior y la empujaba fuera del centro del campamento. Solo tras abrirse paso entre la multitud de niños dormidos volvió a percatarse de la lluvia que la mojaba. Pero no le resultó desagradable, era lo correcto, lavaba la infamia sufrida.