El destino no se mostró tan bondadoso con el resto del ejército infantil como con el pequeño grupo de Gisela y Konstanze: a la mañana siguiente, tras la tormenta, volvieron a lamentar cuatro muertes. Unos muchachos habían acampado bajo un pino en el linde del bosque y fueron alcanzados por un rayo; los cuerpos quemados presentaban un aspecto horroroso. Las tres muchachas que los encontraron huyeron gritando y ni siquiera las palabras suaves y consoladoras de Nikolaus bastaron para convencerlas de que siguieran viaje con la cruzada.
—¡Fueron directamente al infierno! —exclamó una de ellas presa del espanto y se persignó una y otra vez.
Además, muchos niños pequeños estaban llorosos y los mayores, malhumorados, empapados y muertos de frío. Todos hubieran necesitado comer caliente o al menos beber algo caliente, pero solo Dimma pudo proporcionarle leche caliente a su grupo: Rupert logró encender una pequeña hoguera en un prado con un poco de heno seco.
Nikolaus volvió a ponerse en marcha y alentó a sus seguidores afirmando que en la próxima aldea encontrarían campesinos más misericordiosos que los de Oppenheim; la mayoría de los niños parecía compartir sus expectativas, pero aquella mañana, cientos de jóvenes cruzados regresaron en dirección opuesta: a Maguncia, Remagen, Colonia y allá donde Nikolaus los hubiese reclutado.
Como ese día también llovía y les aguardaba otra noche al raso, el camino se les hizo arduo a todos. Resultaba bastante improbable que alcanzaran Worms tras otra caminata de un día y la mayoría dudó que la ciudad catedralicia les abriera las puertas.
Esa noche, cuando volvía a tratar enfermos junto a una hoguera, Konstanze oyó numerosas quejas. El número de niños que se presentaron también era mucho más elevado y debía tratar algo más que pequeñas lesiones. Los miembros de la cruzada más débiles, los muy ancianos y los más jóvenes, y también los jornaleros y los mendigos, estaban aquejados de tos y dolores en las extremidades. Poco después se añadieron las diarreas, quizá causadas debido a que los hambrientos devoraban todo cuanto encontraban a la vera del camino. Preparaban sopas de hierbas, algunas comestibles y otras no, o robaban fruta verde de los árboles y viñedos.
No obstante, la fantasía de Rupert del día anterior había despertado una idea en Armand y los animó a pescar en el Rin. Rupert confeccionó unas cañas de pescar con habilidad increíble y Armand no disimuló su admiración, lo cual mejoró la relación entre ambos. Finalmente asaron los peces en las brasas. Dimma proporcionó la sal e incluso Gisela comió con entusiasmo.
Esa noche no llovió, pero al día siguiente cayeron chubascos que se alternaban con lloviznas. Por la tarde, cuando Nikolaus solicitó que los dejaran pasar ante las puertas de Worms no parecía precisamente un enviado del cielo, pero puede que ello ablandara el corazón de los burgueses, cuya amurallada ciudad resultaba tan familiar a los cruzados que muchos niños volvieron a creer que se encontraban en Jerusalén. Al menos sus esperanzas de obtener alimento y albergue no se vieron frustradas. Los patricios y el clero les abrieron las puertas a los niños, encendieron hogueras y para alimentarlos prepararon guisos en grandes ollas.
Gisela empeñó otra joya en el barrio judío y Konstanze, que había recabado algún dinero por sus remedios de hierbas, se compró una enagua y un vestido que intercambió por su hábito, y también adquirió abrigos para ella y Magdalena. La niña también necesitaba zapatos y calcetines; hasta entonces había caminado descalza como la mayoría de los jóvenes peregrinos.
—¡No llegarás muy lejos sin zapatos! —le advirtió Konstanze, y agradeció en silencio a los fundadores de la orden benedictina que, como mínimo, proporcionaban un calzado adecuado a sus monjas y monjes e hizo caso omiso de las objeciones de Magdalena, que afirmó que en Tierra Santa siempre hacía calor y uno podía caminar descalzo por la arena.
—Primero has de llegar a Tierra Santa, Lena. ¡Y hasta entonces gastarás más de un par de zapatos!
Cuando ambas regresaron del mercado, Gisela se sorprendió: también habían visitado una casa de baños y parecían limpias y relajadas.
—¡Pero si eres muy bonita! —comentó entusiasmada—. El hábito negro impidió que lo notara, pero ese vestido azul te sienta estupendamente, tus cabellos brillan como el ébano y tus ojos… ¡resplandecen como las estrellas! ¡Nadie querrá raptarme cuando duermas a mi lado: primero te elegirán a ti!
Konstanze sonrió, halagada por la lisonja; se había contemplado en un espejo de cobre y también ella estaba satisfecha con su aspecto. Su nuevo vestido era azul oscuro y sencillo, pero, a diferencia de la casulla, destacaba su figura delgada y sus pechos firmes. Se había trenzado su largo cabello con trenzas que casi alcanzaban su cintura y, sin el velo, se apreciaba su bello rostro en forma de corazón.
Al verla, también Armand quedó impresionado, pero pese al traje de peregrina, aún consideraba que Gisela era más encantadora. Incluso soñaba con ella de vez en cuando y en sus sueños su clara voz de soprano y la voz angelical de Nikolaus formaban un coro celestial.
—Pero ¡nuestra pequeña Lena también es muy bonita! —dijo Konstanze y la obligó a dar un paso adelante.
La niña estaba limpia y correctamente vestida, llevaba el fino cabello trenzado y una simpática encargada de la casa de baños le había fijado las trenzas en torno a la cabeza como una corona. Ya había engordado un poco pese a los rigores del viaje, su rostro se redondeaba y aquella expresión de ratoncito asustado y hambriento desaparecía lentamente. Magdalena parecía feliz y casi radiante, sobre todo cuando escuchaba los discursos cotidianos de Nikolaus. La niña se dejaba hechizar por ellos, pese a que los primeros cruzados en ser reclutados ya casi no le prestaban atención. Al fin y al cabo, el muchacho se limitaba a repetir las mismas historias acerca de la grandiosidad de Jerusalén y en torno a las hogueras iban apareciendo narradores que sabían adornarlo todo de manera más esplendorosa.
Entre ellos Gisela, que era capaz de hechizar a un público infantil durante horas, pero que a diferencia de la mayoría no prometía milagros al final del viaje sino que se limitaba a relatar historias de santos y caballeros. Armand sonrió al oír cómo adornaba la leyenda de Arturo, incluso todos los embrollos en torno a Lanzarote y Ginebra. Era obvio que había sido educada en una corte galante, lo que acrecentaba su curiosidad por saber de qué estaba escapando.
Muy a su pesar no tardaría en descubrirlo, puesto que la huida de Gisela del castillo de Herl no pasó desapercibida. Friedrich von Bärbach pensó en darle caza ya al día siguiente, pero después optó por esperar la llegada de Odwin von Guntheim, porque este había de decidir si aún quería a la muchacha tras haberse acostado con un mozo de cuadra.
Tal como se esperaba, Odwin apareció al día siguiente y al descubrir que su lecho de bodas estaba vacío se enfureció pero no se mostró dispuesto a renunciar a la novia prometida. Además, no dio crédito a la teoría de Von Bärbach sobre su relación con el mozo de cuadra.
—¡Tonterías, Bärbach! ¡Esa no huyó con el mozo! —declaró el viejo caballero mientras recorría la sala de Friedrich con gesto iracundo—. Claro que se llevó al muy bellaco, pero también al dragón que le proporcionó Jutta von Meissen. ¡Y esa vieja es un sargento de caballería! ¡No le quitó ojo a la muchacha cuando me preparó el baño, porque sabía que de lo contrario quizás entonces ya la hubiera convertido en mi mujer!
Von Guntheim le lanzó una mirada furibunda, como si Von Bärbach fuera el culpable del desastre, debido a que su hija no estaba bien vigilada.
—Y seguro que la vieja no permanecerá impertérrita si su protegida se lía con un siervo. No, esos tienen propósitos más elevados, tanto la vieja como el muchacho. Apuesto a que se han unido a esos locos que quieren liberar Jerusalén. Y la muchacha quiere cazar a un caballero cruzado con un feudo en Tierra Santa. Quizá ya haya encontrado uno. Porque si es verdad lo que se rumorea, ¡en la corte de Meissen las costumbres son bastante laxas! Y entonces una gatita como tu hija oye un par de historias caballerescas y ya la hemos liado: ¡Lanzarote y Ginebra se encuentran en la dorada Jerusalén!
—¿Y qué quieres hacer ahora? —refunfuñó Bärbach.
Él también había pensado en la cruzada, desde luego, y consideró la posibilidad de buscar a su hija en Colonia, pero mantenía excelentes relaciones con el arzobispo e ignoraba la actitud del prelado con respecto a la cruzada. Quizá le hubiese ayudado a encontrar a la muchacha, pero a lo mejor la encubriría. ¿Y entonces, qué? ¿Acaso el vínculo con Guntheim era tan importante como para arriesgar la buena relación con el príncipe de la Iglesia? ¿Corría el riesgo de ser excomulgado si se presentaba armado en la plaza de la catedral para arrancar a su hija de las manos de un siervo? En todo caso, se exponía a sufrir un tremendo desprestigio. Media Renania se enteraría de que su Gisela se había escapado con un mozo de cuadra.
—¡Les seguiremos la pista! —declaró Guntheim—. No puede ser muy difícil; hasta ayer se encontraban en Maguncia, pero ahora volverán a estar en camino.
—¿Y pretendes buscarlos allí, de camino a Tierra Santa? —preguntó Von Bärbach—. ¿Entre miles de gandules y de vagos?
Odwin von Guntheim negó con la cabeza.
—¡Tonterías! Todavía no han llegado a Tierra Santa, solo se encuentran de excursión a orillas del Rin, pero incluso allí resultaría demasiado complicado descubrir su pista. Si se dan cuenta de que los perseguimos disponen de muchos lugares para ocultarse. No; cabalgaremos tranquilamente hasta Worms, pues sus ciudadanos seguramente serán lo bastante estúpidos como para franquearles el paso a esos pequeños bribones. Una vez que las puertas de la ciudad se hayan cerrado tras ellos, solo tendremos que atraparlos.
—¿Atraparlos? —Bärbach se sirvió otra copa de vino. Eso no le gustaba. Aunque le desagradó que Gisela se marchara, se resistía a obligarla a regresar recurriendo a la violencia e imponerle un matrimonio que ella no deseaba. ¿Por qué no se lo había dicho y punto? Friedrich von Bärbach era un viejo guerrero que no le daba importancia a los sentimientos de las jóvenes. Pero amaba a su hija y realmente creyó hacerle un favor casándola con un hombre rico y experimentado.
—¡Por todos los diablos, Bärbach, no seas tan duro de mollera! —vociferó—. La muchacha pertenece a la nobleza y destacará entre todos esos inútiles. ¡Y si no ella, entonces la vieja bruja! ¡Los caballos! La de Meissen le regaló una yegua, ¿verdad? ¿La reconocerías? ¿O tú, hijo mío?
Guntheim se volvió hacia Wolfram, el doncel, que hasta ese momento no había abierto la boca. Odwin ya lo había interrogado acerca de los actos y las palabras de Gisela antes de su partida, pero Wolfram casi no recordaba nada… ¡o no quería recordar! Lo único que su padre logró sonsacarle fue que la señorita siempre lo había tratado con amabilidad y que había admirado sus dotes caballerescas, a lo cual Guntheim se limitó a poner los ojos en blanco y se sumió en sus propias reflexiones.
Entonces Wolfram asintió con la cabeza, pero de mala gana y dijo que reconocería a la yegua Esmeralda y también a la blanca y huesuda de la doncella.
—¡Bien! Mañana nos pondremos en marcha y tú vendrás con nosotros con las botas puestas. ¡Al menos fingiremos que eres un caballero! ¿Algún inconveniente, Bärbach?
Friedrich von Bärbach contestó con rodeos: había mucho que hacer en el castillo, estaban en época de cosecha, los campesinos atestaban los graneros y establos, y no dejaban de llegar carros con los tributos de las granjas y aldeas pertenecientes a su feudo. Claro que sus menestrales podían encargarse de todo en su ausencia, pero ello suponía una buena excusa para no cabalgar a Maguncia.
—De acuerdo, Bärbach, lo arreglaré por mi cuenta —zanjó Guntheim—. Pero antes hemos de redactar el contrato de esponsales; puede que requiera tu sello en caso de que la pequeña intente denunciarme. ¡Ha de estar bajo mi tutela!
La tutela proporcionaba a un pariente o un esposo el más absoluto derecho de disposición sobre una muchacha o una mujer. Gisela no podría oponerse a Guntheim, y el arzobispo de Maguncia tampoco lo haría. Puede que un muchacho hubiese prestado el juramento de los cruzados, que quizá se antepusiera al derecho secular, pero en el caso de una muchacha el juramento carecía de valor.
Friedrich von Bärbach mandó traer más vino mientras su capellán redactaba los contratos, asistido por Guntheim. Selló los escritos con una sensación desagradable, pero ahora casi no tenía motivos para retirar su consentimiento y acabó ahogando sus reparos en vino. Guntheim sería un buen marido para Gisela: su entusiasmo por recuperarla demostraba cuánto la amaba… Y la muchacha olvidaría sus sueños infantiles cuando se encontrara en estado de buena esperanza.
Bärbach bebió otro trago y procuró alegrarse de recuperar a su hija.
No resultó difícil encontrar el rastro de Gisela entre los cruzados. Había muchas jóvenes, pero casi ninguna poseía un caballo. Además, Gisela se había hecho notar debido a su caridad.
—¡Una princesa! —exclamó un niño en tono entusiasmado—. Un ángel rubio y bondadoso con una voz muy bella. ¡Y que siempre te da algo de comer!
Aunque todavía no la habían encontrado, con dicha información Odwin y Wolfram supieron por quién preguntar. Guntheim se abrió paso hasta alcanzar el círculo en torno a Nikolaus; apartó niños a empellones, apagó hogueras con los pies y espantó con la espada a los audaces que se interpusieron en su camino. Por fin se encontró frente a la «guardia de corps» de Nikolaus, muchachos fornidos que protegían al pequeño predicador y a sus monjes consejeros y se encargaban del floreciente negocio de las reliquias.
—¿Qué queréis? ¿Ver a Nikolaus? —preguntó uno sin demostrar el menor respeto al caballero—. Muchos lo desean. Si queréis hacerlo, tendréis que rascaros el bolsillo. ¡Y mostraros comedido! Nuestro Nikolaus es muy sensible: ¡si seguís agitando la espada os echará una maldición!
La ira enrojeció el rostro de Odwin.
—¡Escúchame bien, so truhán! ¡Estás hablando con Odwin von Guntheim, caballero del rey y del emperador del Sacro Imperio Romano! ¡Si agitara la espada en serio, te cercenaría la cabeza!
El muchacho sacudió los hombros, riendo.
—¿No os da vergüenza amenazar a un niño desarmado, señor caballero? ¿No debierais proteger a las viudas y los huérfanos?
Odwin hizo rechinar los dientes.
—¿Por qué no te limitas a decirle lo que quieres, padre? —sugirió Wolfram en tono tímido: no tenía ningunas ganas de pelearse con esos granujas.
Roland, el cabecilla de los muchachos, escuchó las exigencias de Odwin sin inmutarse.
—Si me dais tres peniques de cobre, recordaré dónde acampa la señorita —dijo por fin—. Y dos más para el muchacho que os conducirá hasta allí.
Presa de la ira, Odwin amenazó con enviarlos a todos al infierno y volvió a desenvainar la espada, pero no logró impresionar a Roland y sus huestes. Resignado, Wolfram aguardó a que su padre finalmente comprendiera que se trataba de un precio bastante barato y que no solo suponía ahorrar tiempo —registrar cada palmo de aquella turba infantil llevaría horas—, sino que también les proporcionaba seguridad, puesto que la voz no tardaría en correr si un hombre como Von Guntheim exploraba por su cuenta el campamento de los niños. Podrían advertir a Gisela y esta podría esconderse a tiempo. Hasta entonces era imposible que sospechara algo.
Von Guntheim pagó, apretó los puños y siguió a un chaval mugriento con cara de rata a través de la multitud de jóvenes y exhaustos cruzados que acampaban en torno a la catedral de Worms y luego cuesta abajo hasta el palenque situado en los prados junto al Rin. No le quedaba más remedio, pero lo enfadaba tener que ceder ante un granujilla como Roland. Pero ¡Gisela se lo pagaría! Antes de emprender la búsqueda, se había alojado en un albergue de la ciudad, donde tuvo que pagar un precio excesivo por la última habitación libre. ¡Llevaría a la muchacha allí y la convertiría en su mujer! Entonces el dinero estaría bien invertido.
El humor de Odwin mejoró y se tomó tiempo para escuchar el sermón de Nikolaus. Los placeres de la vida eterna en la dorada Jerusalén… Odwin sonrió: en todo caso, ese día ya tenía la intención de aproximarse al paraíso.
Los esfuerzos de Armand por encontrar un lugar donde dormir en algún albergue de Worms resultaron inútiles. Dentro de lo posible, procuraba no dormir al raso, pero en su elección la limpieza y el orden importaban, y lo que le ofrecieron en la ciudad no se correspondía con sus exigencias. Por tanto, prefirió dormir junto al fuego de la hoguera con los niños y escuchar las historias de Gisela, aunque conciliar el sueño solía resultarle difícil: no dejaba de tratar de identificar la ligera respiración de la muchacha entre los sonidos nocturnos de los demás, pero siempre sabía dónde encontrarla, ya que Dimma roncaba como un oso junto a su protegida.
Ahora vagaba a través de las estrechas callejuelas en las que artesanos y pequeños tenderos hacían sus negocios. También allí el tema de la cruzada de los niños predominaba en las conversaciones. Armand oyó cómo un maestro regañaba a su aprendiz porque se había escapado para escuchar el sermón de Nikolaus y ahora quería unirse a los cruzados. Quizás el muchacho no era muy listo y le hubiera costado encontrar el camino de regreso cuando se desengañara. Sin duda por la noche el maestro cerraría con llave la puerta de su habitación. Armand sonrió.
Cuando el joven caballero se acercó a la catedral, las calles empezaron a animarse; Armand reconoció a algunos cruzados que se dirigían al barrio judío; tal vez aún poseían objetos de valor que confiaban en convertir en dinero. Esa misma mañana, Gisela había vuelto a ir en busca de un prestamista; Armand ignoraba cuánto dinero tenía, pero dado el número de sus pequeños protegidos, sus reservas desaparecerían con rapidez.
Y entonces reconoció a Konstanze, que parecía buscar a alguien presa de la inquietud.
—¡Monsieur Armand! ¡Gracias a Dios que os he encontrado! —dijo la muchacha, tratando de recuperar el aliento—. ¿Habéis visto a Gisela? Magdalena dijo que alguien la buscaba. Los muchachos que rodean a Nikolaus dicen que dos caballeros le pagaron una pequeña fortuna a Roland para que los llevara hasta ella. Y que no parecían precisamente amistosos.
Magdalena vagaba cada vez más entre los muchachos a fin de acercarse a Nikolaus. Seguro que también habría comprado «reliquias» si hubiese tenido dinero.
Armand se alarmó.
—¿Y? ¿Dónde está? ¿La han encontrado? —preguntó y llevó la mano a la espada.
—Dimma dijo que se dirigía a la casa de baños —informó Konstanze—. Rupert la acompañaba; la casa de baños de mujeres se encuentra en un barrio poco recomendable, donde hay muchas tascas… y casas de lenocinio —añadió, sonrojándose.
Armand asintió. Había visitado la casa de baños de hombres, que tampoco estaba situada en el mejor barrio de la ciudad; a veces lamentaba que le prohibieran entrar en las casas de baños de los judíos: en Tierra Santa tenían fama de ser más limpias y libres de «bañadoras» demasiado cordiales.
—Bien, entonces conducidme allí, señorita —dijo—. Con un poco de suerte la encontraremos antes de que entre en la casa de baños y si fuera necesario, encontraremos un escondite. Mañana seguiremos viaje. Por cierto, ¿tenéis idea de con quién nos las habemos? ¿Con su padre? ¿O con un marido?
Konstanze negó con la cabeza.
—A mí no me dijo nada, pero es evidente que iban a casarla. Esos «regalos» de su mentora que ahora empeña uno tras otro… solo pueden tratarse de una dote.
Armand suspiró.
—Así que se trata de un futuro esposo. Esos son los peores… ¡Daos prisa! ¡No podemos perder un minuto!
Ambos se apresuraron a recorrer las callejuelas, pero no lograron avanzar con rapidez. El barrio de mala fama donde se encontraba la casa baños estaba próximo a la muralla y era muy frecuentado. Los cruzados más adinerados se dirigían a las tascas y cantinas para disfrutar de algo más que las escasas vituallas que Nikolaus mendigaba para su ejército, y los ciudadanos acudían para intercambiar opiniones sobre los sermones de Nikolaus acompañados de una copa de vino o una jarra de cerveza. Y algún que otro hijo de patricio, a quien la cruzada le había proporcionado cierta libertad, también cataba la «mercadería» que ofrecían los rufianes. Dios lo desaprobaría, pero estaban convencidos de que sus pecados pronto serían perdonados.
—Es aquí, al otro lado de la esquina —dijo Konstanze justo cuando Armand oyó voces airadas. Una era femenina: Gisela.
—¡No, no lo acepto! —gritaba en tono autoritario—. ¡No he prestado ningún juramento! ¡Solo tenéis la palabra de mi padre, no la mía!
Armand oyó una carcajada atronadora. El hombre debía de ser un gigante; el joven caballero desenvainó la espada y echó a correr, seguido de Konstanze.
—¡Ya habéis oído sus palabras! —Era la voz de Rupert, furiosa y temeraria.
Y el muchacho resultó asombrosamente diestro: cuando Odwin le lanzó un mandoble, lo detuvo con su pequeño puñal. Pero Odwin ni siquiera lo miró; solo se dirigió a Gisela.
—Lamento que tu padre no haya elegido un trovador como esposo para ti, gatita —dijo, soltando otra carcajada—, pero puedes estar segura de que también aprenderás a apreciar mis talentos.
Armand y Konstanze se toparon con un hombre fornido y casi calvo. Odwin von Guntheim no llevaba armadura, pero sí su espada y una túnica con sus colores. Tampoco disponía de un caballo, pero lo acompañaba un tímido doncel.
—¿Señor caballero? —dijo Armand, alzando la voz.
Él tampoco llevaba armadura, así que en caso de duelo ambos se encontraban en igualdad de condiciones. Si no quedaba más remedio, retaría a duelo al hombre en nombre de la muchacha.
Pero el fornido calvo no le prestó atención; peleaba con Rupert y le asestó un golpe tan violento que el muchacho tropezó y cayó al suelo.
Cuando el caballero se dispuso a arremeter contra Rupert, Gisela soltó un alarido. En ese instante, el doncel se percató de la presencia de otro atacante.
—¡Padre! —gritó en tono de advertencia.
El calvo se volvió, al tiempo que el doncel desenvainaba la espada y se enfrentaba a Armand. El joven caballero detuvo el golpe, y se quedó atónito al comprobar que con ese golpe bastante suave lograba aturdir al doncel. Volvió a arremeter y la espada de Wolfram cayó al suelo.
El calvo atacó de inmediato, pero antes de que Armand lograra parar el mandoble resonaron dos gritos: uno ronco y gutural proferido por el calvo y un alarido de espanto surgido de la boca de Gisela. Al tiempo que el gigantón dejaba caer el brazo con que blandía su espada, la sorpresa se dibujó en su rostro y se desplomó hacia delante. Presa del horror, Armand se percató del cuchillo clavado en la espalda de Odwin: el puñal de Rupert había dado en el blanco.
Gisela se quedó de piedra y también el doncel, que había rodado por el suelo cuando Armand le arrebató la espada. Rupert sonreía con satisfacción.
—¡Os he salvado la vida, señor caballero! —exclamó.
—Y perdido la tuya —dijo Armand, llevándose la mano a la frente—. ¿Qué has hecho, insensato? ¿Realmente creíste que no podía defenderme yo solo? Hubieras acabado en el calabozo por el mero hecho de alzar un arma contra un caballero. Pero clavarle un puñal en la espalda…
—¡Solo pretendía ayudarme! —exclamó Gisela saliendo en su defensa—. ¡No debéis delatarlo!
—¿Y qué pasa con él? —preguntó Armand, señalando al doncel—. ¿Pretendéis acabar también con él para que no hable?
Apuntó a Wolfram con la espada, para que este no volviera a hacerse con su arma y tratara de vengar la muerte de su padre. «De lo contrario quizá no tardará en haber un segundo muerto», pensó Armand. El doncel no había demostrado la menor destreza en el manejo del arma y era obvio que Rupert lo superaba.
—¡Ese solo es Wolfram! —dijo Gisela, acompañando sus palabras con un ademán desdeñoso—, ¿verdad, Wolfram?
—¿Quieres vértelas conmigo… señor? —le espetó Rupert en tono amenazador.
El rollizo doncel no parecía capaz de replicarle. Armand no sabía qué pensar, así que de momento optó por atenerse a las reglas de la cortesía.
—Mi nombre es Armand de Landes, doncel —se presentó en tono grave—, hijo de Simon de Landes, oriundo de Acre, en Ultramar, súbdito del rey Jean de Brienne. Lamento la muerte de vuestro padre, pero me ayudaría saber cómo os llamáis. Entonces quizá podamos hablar de una indemnización. Este muchacho no sabía lo que hacía; aunque ha prestado el juramento del cruzado y puede que Dios perdone su pecado…
El propio Armand sabía que su discurso era deplorable, pero el doncel —que procuraba ponerse en pie— tampoco parecía duro de pelar.
—Me llamo Wolfram von Guntheim —dijo en tono apocado—. Y yo… yo… —No encontraba las palabras; ignoraba qué debía decirle a ese caballero y tampoco podía expresar el alivio que experimentó al ver caer a su padre. Claro que sabía que ahora debería estar urdiendo una venganza, que su deber consistía en darle muerte a Rupert, pero lo único que se le ocurrió fue que ya nunca más se vería obligado a justar en un torneo una vez que lo hubiesen armado caballero. Que no tendría que escuchar las palabras displicentes de Friedrich von Bärbach cuando este le diera el espaldarazo: un espaldarazo que no le otorgaría porque el doncel fuera digno de él sino solo porque no le quedaba más remedio si quería conservar su dignidad. ¡Ahora su padre jamás volvería a burlarse de él! Y no habría más madrastras ocupando el castillo para darle un hijo a Odwin del que este pudiera enorgullecerse.
Pero Wolfram también sabía que ahora tendría que regresar a su hogar y tomar posesión de su herencia. ¡Ahora él era el señor Von Guntheim! A él le pertenecían el castillo y los feudos, y si realmente lo deseara, podía hacerse con esa muchacha que suplicaba por la vida del siervo. Una sola palabra suya bastaría para que se marchara con él, aunque más no fuera por proteger a Rupert.
Wolfram sintió un intenso anhelo. Desde luego que a Bärbach le daría igual entregar su hija al viejo o al joven Guntheim. Y una vez que Gisela estuviera en su castillo, bajo su dominio…
Pero ¡el siervo asesino y el caballero desconocido se interponían entre él y la muchacha! Era indudable que se trataba de un gran guerrero y quizá se opondría si Wolfram tratara de llevarse a Gisela por la fuerza.
Entonces ¿debía ceder? ¿Presentarse ante todos sus caballeros y reclamar su herencia, pero sin la muchacha y sin su padre? ¡Si Bärbach no lo armaba caballero pronto, quizás el arzobispo de Colonia le quitaría sus feudos!
Los pensamientos de Wolfram se arremolinaban.
—Esa… esa cruzada —susurró y se dirigió a Gisela—, ¿es… es verdad que…?
—¿Qué quieres saber? —preguntó la muchacha.
—Si es verdad que… no se necesita portar armas. Que ningún caballero… Que podemos liberar Tierra Santa sin recurrir a la violencia. Y que entonces sí…
Gisela se echó a temblar. Conocía demasiado bien a Wolfram: ¡Dios sabía que lo había estudiado durante todas las semanas en que intentó conmoverlo! Ese muchacho no podía luchar, carecía de valor y destreza, pero tampoco quería convertirse en monje, y allí se encontraba la salida que estaba buscando.
—Sí, Wolfram —dijo con suavidad—. Liberaremos Jerusalén solo mediante el poder de nuestras plegarias. Con la misericordia de Dios, a través de Su voluntad de perdonar… Como también nosotros perdonamos… —dijo, lanzándole una mirada de soslayo a Rupert.
—Pero… se trata de una auténtica cruzada, ¿verdad? —quiso asegurarse Wolfram—. ¡Nos recompensarán… como a…!
—¡Como a todos los cruzados que nos precedieron! —contestó Gisela con voz temblorosa—. Regresaremos cubiertos de gloria y honor… Quienes lo deseen, obtendrán un feudo.
Entonces ¡nadie le preguntaría a Wolfram por el espaldarazo!
Wolfram contempló a Gisela con mirada ardiente y también al siervo que había asesinado a su padre. Y al caballero, que observaba los acontecimientos con expresión perpleja. Y a la muchacha morena que se había mantenido detrás de los demás y que mantenía alejados a los curiosos con palabras hábiles.
—Solo ha sido una pelea entre leprosos… Manteneos alejados si apreciáis vuestras vidas —la oía decir.
—¡No diré nada! —declaró Wolfram von Guntheim—. Pero… pero ¡vosotros tampoco!
Rupert y Armand asintieron, aunque sin comprender muy bien qué debían callar.
—Nosotros tampoco diremos nada —confirmó Gisela, procurando tranquilizarlo.
No dirían que Wolfram no era un caballero, que había presenciado la muerte de su padre sin vengarlo. No dirían que podían quitarle la espada con un simple mandoble, que lo que más temía en el mundo era un arma… en su mano o en la de otro.
—Iré a escuchar el sermón —fue lo único que dijo Wolfram en voz baja.
Gisela asintió con la cabeza. Wolfram prestaría el juramento del cruzado esa misma noche.
Armand lo siguió con mirada perpleja, pero luego se ocupó de asuntos más urgentes.
—¿Alguien ha visto algo, Konstanze? ¡Por todos los diablos, la excusa de los leprosos valía su peso en oro! Quizá puedas… podáis mantenerla un rato más. Y dadme vuestro abrigo: hemos de cubrir el cadáver. Sí, así está mejor. Si lo arrastramos hasta ese patio trasero tardarán en descubrirlo.
Entretanto, la tarde había dado paso al ocaso y en las estrechas callejuelas detrás de la tasca ya reinaba la penumbra. Armand se volvió hacia Rupert, que por lo visto tenía la intención de largarse junto con Gisela.
—¿Adónde vas, Rupert? ¿Es que has perdido el juicio? ¡Aquí yace un caballero muerto, cobardemente asesinado por la espalda! No es un individuo cualquiera, ¡todos los heraldos sabrán quién es: bastará con echarle un vistazo a sus colores! Hemos de sacarlo de aquí ahora mismo, así que ve a una de esas tascas y busca un par de bribones que te ayuden. Alguien ha de saber cómo hacer desaparecer un cadáver sin que nadie lo descubra. Puede que tengas que empeñar otra joya, Gisela.
Era la primera vez que se dirigía a ella con tanta familiaridad, pero la muchacha no lo notó y extrajo un anillo del dobladillo de su traje de peregrina.
—¿No podríais…? —dijo Rupert. No parecía saber qué hacer.
Armand negó con la cabeza.
—Soy un caballero —dijo en tono digno—. Y hoy ya he infringido el honor que supone mi rango más de una vez. Tampoco pienso contratar a un verdugo por ti. Haz lo que has de hacer, muchacho. Yo acompañaré a las jóvenes.
Gisela siguió a Armand como si estuviera en trance, igual que si estuviera hechizada. Él la condujo hasta su campamento junto al Rin, donde Dimma la esperaba presa de la inquietud. Hasta ese momento, la muchacha se había mostrado valiente, pero ahora temblaba como una hoja.
Konstanze y Armand intercambiaron una mirada.
—Trataré de sonsacarla, y también a la doncella —dijo Konstanze por fin—. Conocer toda la historia supondría una gran ayuda. Quizá podríais conseguir un poco de vino. ¡A todos nos vendría bien un trago!