3

Al día siguiente la cruzada volvió a emprender la marcha. En cuanto abrieron las puertas de la ciudad, Nikolaus condujo a la multitud a través del Fischtor —la puerta del Pez— y su salida a escena resultó tan impresionante que incluso Armand se dejó atrapar por aquel ambiente sobrecogedor. Nikolaus encabezaba el ejército enfundado en su blanco traje de peregrino, seguido de los monjes vestidos de oscuro. Entonaba una canción infantil: «Brilla la luna / aún más brilla el sol que las estrellas / el resplandor de Jesús es más bello y puro que el de los ángeles del cielo…», acompañado por las voces de los jóvenes cruzados. Miles de voces jóvenes y claras evocaban la belleza y la pureza del hijo de Dios bajo los rayos del sol naciente. Algunos niños agitaban banderas, otros sostenían velas y todos los rostros mostraban una luminosidad casi sobrenatural.

Cientos de habitantes de Maguncia bordeaban el camino del Rin y la plaza de la puerta del Pez vitoreando a los cruzados; no obstante, apenas había niños entre los mirones: o bien ya se habían unido a Nikolaus o los padres se lo impidieron. Armand sospechó que se trataba de esto último. Maguncia era una ciudad rica, habitada por ciudadanos seguros de sí mismos y a menudo cultos. Puede que se hubieran dejado fascinar por la voz de Nikolaus y repartido limosnas con generosidad, pero ¿enviar a sus hijos a un futuro incierto? Era evidente que al menos los cautelosos comerciantes y artesanos habían sabido impedirlo.

Armand se mantuvo próximo a Gisela, Konstanze y sus pequeños protegidos. Hacía tiempo que había abandonado el intento de averiguar algo nuevo en el entorno de Nikolaus. Tanto los monjes como un par de seguidores especialmente fanáticos —muchachos fornidos que seguramente esperaban sacar provecho de la cercanía del pequeño profeta— impedían que alguien se acercara a él. Sin embargo, si realmente se producía una novedad, esta se difundía con la velocidad del rayo entre los cruzados. El «alto mando de la cruzada» aún debía aprender a guardar un secreto.

Gisela montaba en la yegua junto con una niña pequeña que ya no podía seguir caminando. Ninguno de los niños más pequeños lograba seguirle el ritmo a Nikolaus; él ya no seguía caminando: desde Remagen viajaba en un carro cubierto de alfombras blancas y tirado por un pequeño burro.

Konstanze hubiera preferido dejar a sus protegidos más jóvenes en Maguncia, pero no logró resistirse a sus súplicas, sobre todo a las de la pequeña María. Procedía de Colonia y quizá sus padres la habían obligado a mendigar y la azotaban si regresaba con las manos vacías. María no quería regresar junto a ellos y solo parloteaba sobre la dorada Jerusalén en la que, según su opinión, la papilla de mijo fluía por las calles y la miel manaba de las fuentes. Armand se preguntó de dónde provendría esa fantasía; puede que los niños se contaran historias de hadas junto a las hogueras.

Dimma había sido más sensata que su joven ama y había dejado al niño del que el día anterior aún se ocupaba en manos de una familia de artesanos que le causó buena impresión. Aunque el pequeño se echó a llorar, Dimma era capaz de mostrarse severa. El arreglo alcanzado era en bien del niño: la mujer del sastre era estéril y estaba dispuesta a adoptar al pequeño.

Sin embargo, dos niños más ya se aferraban a Dimma. Armand le ayudó a montarlos delante y detrás de su yegua blanca y huesuda y Rupert, aún embargado por la emoción del recién prestado juramento, dejó que los más pequeños montaran en su mula y caminaba a un lado del animal.

Konstanze también iba andando. No perdía de vista a Magdalena, que todavía se ocultaba bajo su velo de novicia. Por una parte, Konstanze se alegró de la temprana partida, porque la alejaba aún más del convento de Rupertsberg y hacía que descubrirla fuera casi imposible, pero por la otra le hubiese gustado hacerse con ropa nueva en Maguncia. El hábito era demasiado llamativo: por ejemplo, el joven caballero Armand de Landes la había reconocido como una monja renegada.

—La pequeña también necesita ropa nueva —le dijo a Gisela mientras avanzaban a orillas del Rin a lo largo de amplios senderos. Volvía a hacer un día estupendo y el río brillaba al sol como si fuera de oro—. Pero no tengo ni un penique y tampoco sé de dónde sacarlo.

—¿Por qué no cobras por tus talentos como sanadora? —sugirió Gisela—. Claro que no a estos —señaló a los niños que las rodeaban—, pero algunos de los nobles y los hijos de patricios pueden pagar. ¡Toma, coge esto por tratar a mi yegua y a la mula! —Sacó unas monedas del bolsillo y se las tendió a Konstanze.

Konstanze se sonrojó y quiso rechazar el dinero, pero acabó por aceptarlo.

—¿Es que dispones de… mucho dinero? —preguntó en tono vacilante. Sabía muy bien que Gisela, Rupert y Dimma callaban algo. Hasta entonces todo se había desarrollado según lo convenido: Konstanze no hacía preguntas sobre los padres de Gisela y esta no preguntaba por el hábito de Konstanze y la superiora de su orden.

—Dispongo de unas joyas —le dijo Gisela, y consideró que debía añadir algo más—: No las he robado, me las regaló mi mentora, al igual que la yegua. No le debo nada a nadie y en todo caso, siempre puedo vender una joya si se nos acabara el dinero.

Konstanze lanzó una mirada de preocupación a las alforjas de Esmeralda.

—¿Llevas joyas de valor? ¿Acaso no es peligroso?

Gisela rio y se inclinó para susurrarle a su amiga unas palabras al oído.

—Dimma las cosió en el dobladillo de mi traje de amazona —le confió—. Nadie sospechará que se encuentran allí y nadie robará ese traje tan feo. En el peor de los casos, puede que alguien me robe a mí —bromeó con una risita insegura.

Gisela y su contingente se habían unido a la cruzada en Colonia y presenciado el ataque de los caballeros bandidos en Bingen. No obstante, al igual que Armand, habían acampado en medio de la muchedumbre y no se vieron directamente afectados, pero a partir de entonces tomaron conciencia del peligro, y ese fue uno de los motivos por los cuales Gisela no ofreció mayor resistencia cuando Dimma insistió en que llevara el amplio traje de peregrina.

Al mediodía los niños ya estaban exhaustos. Aunque el camino a orillas del Rin no presentaba grandes dificultades, el sol de julio caía a plomo y hacía seis horas que caminaban sin una pausa para descansar a la sombra. Las muchachas y los niños pequeños se desplomaban uno tras otro, hasta que por fin incluso Nikolaus y los monjes se apiadaron y se detuvieron. El joven predicador no parecía cansado; alguien había colgado una lona por encima de su carrito para protegerlo del sol y quizás había dormido bajo esta la mayor parte del trayecto. Entonces aprovechó la hora del almuerzo para recorrer sus derrengadas huestes como un ángel que dispensa ánimo y consuelo.

Cuando se acercó a Magdalena, la niña quedó maravillada. Konstanze le peinaba el cabello recién lavado; no había habido tiempo para visitar una casa de baños, pero pudo bañarse en el río y, para alegría de ambas, habían encontrado un trozo de jabón perfumado en el equipaje de Gisela. Konstanze no había vuelto a sostener semejante cosa en la mano desde su ingreso en el convento y Magdalena, nunca. La pequeña no daba crédito a su buena fortuna cuando Dimma también se deshizo de su mugriento vestidito.

—¡No puede volver a ponérselo tras el baño, ni siquiera se puede lavar! —exclamó la veterana doncella en tono decidido—. No tardaré nada en reformarle otra prenda, quizás el traje de amazona de Gisela o el segundo traje de peregrina.

Cuando le dijo que eligiera uno, Magdalena casi se echó a llorar. Nunca había tocado una tela tan preciosa como la de aquel traje de amazona verde oscuro, pero por otra parte creía firmemente en el éxito de la cruzada y no quería ponerla en peligro mostrándose presumida, así que escogió el traje de peregrina y, cuando Nikolaus se acercó a ellas y les dirigió unas palabras amables, se alegró de haberlo elegido. Incluso le preguntó cómo se llamaba; Magdalena tuvo que tragar saliva antes de poder responder.

—¡Me alegro de que te hayas unido a nosotros, Magdalena! —dijo el joven predicador con una sonrisa y se alejó.

La niña guardó aquellas palabras en el corazón y lo siguió con mirada ardiente. Era maravilloso: tan rubio y apuesto, tan inteligente… y su mirada azul y bondadosa le había penetrado hasta el fondo del alma.

¿Le perdonarían todos sus pecados? Pero ¡eso ocurriría de todos modos cuando liberaran Jerusalén! Magdalena soñaba con que entonces Nikolaus la cogería de la mano y ambos recorrerían las calles empedradas de oro, riendo y cantando.

Pese a todos los esfuerzos, ese día el ejército de niños sufrió muchas deserciones. Hacía demasiado calor y la aventura dejó de entusiasmar a muchos niños que se habían unido a la cruzada en Maguncia; la mayoría regresó a sus hogares, algo que enfadó a los monjes pero apenas irritó a Nikolaus.

—¡Los débiles pueden marcharse! —declaró.

Como compensación de las recientes bajas, en los prados junto al Rin estaban recolectando heno y, al parecer, a unos cuantos jornaleros el viaje a Jerusalén les resultó más atractivo que segar heno bajo un sol de justicia. Nikolaus pareció comprenderlo de un modo instintivo y les habló a todos los que trabajan duro junto al camino.

—¿Por qué te afanas en trabajar en prados ajenos? ¡Dios te llama a sus viñedos!

No tuvo que repetírselo a los más jóvenes y, mientras los campesinos viejos soltaban maldiciones, los mozos y las mozas dejaron caer sus horcas y se unieron a la cruzada.

—¡Es como un milagro! —exclamó Magdalena después de que un joven mozo compartiera su trozo de pan con ella—. ¡Como si tuvieran que seguir a Nikolaus, como si el mismísimo Dios los llamara!

—El muchacho debiera contenerse si es que quiere comer algo esta noche —dijo Dimma—. Al reclutar a los mozos está enfadando a todos los campesinos. ¿Acaso ignora la velocidad con que circulan los rumores? No me sorprendería que dentro de una o dos horas solo viéramos campesinos adultos trabajando sus tierras y que estos evitaran que alguien coja una sola manzana de los árboles. Hoy no recibiremos limosnas y si las cosas siguen así, los campesinos incluso se negarán a vendernos comida. Por no hablar de albergarnos cuando descargue aquello de allí —añadió la vieja doncella, señalando el cielo.

Oscuros nubarrones empezaban a cubrir el cielo por encima de los viñedos en torno a Maguncia. Aún estaban bastante distantes, pero no cabía duda de que se desencadenaría una gran tormenta: un motivo más para que la actividad misionera de Nikolaus enfureciera a los campesinos; tenían que recoger el heno antes de que empezara a llover y para ello necesitaban todos los brazos disponibles.

Armand, a quien hacía horas que la idea le rondaba, tomó la palabra.

—Permitidme que os haga una sugerencia —dijo, dirigiéndose a Gisela—. ¿Por qué no le decís a Rupert que se adelante, compre provisiones y quizá busque un lugar donde acampar? —Evitó usar la palabra «siervo»—. A lomos de la mula podrá adelantarse una hora y podría hacerse con todo lo necesario en la siguiente aldea. Quizá también encuentre un lugar seco para que pernocten las mujeres y algunos niños. En todo caso, esta noche tendríamos comida, pase lo que pase.

A Gisela pareció complacerle la propuesta, pero Rupert adoptó la expresión malhumorada habitual.

—¿Por qué no vais vos mismo, señor caballero? —dijo en tono arrogante. Al parecer, no tenía ganas de alejarse de los cruzados… ¿o tal vez de Gisela?

Armand frunció el ceño. Aplicar la diplomacia era algo bueno, qué duda cabe, pero había que poner en su sitio a aquel muchacho.

—¡Porque sé blandir la espada mejor que tú el cuchillo, siervo! —replicó con severidad—. ¡Aquí puede producirse una escaramuza en cualquier momento, cuando un campesino quiera recuperar a sus mozos o un terrateniente a sus jornaleros! Además, Sonneck y Reichenstein no son los únicos castillos de caballeros bandidos junto al Rin, así que prefiero quedarme para proteger a los niños.

Armand dijo «niños» pero se refería sobre todo a Gisela y Konstanze. Esta última no parecía temer nada, pero a su manera era tan bonita como la rubia señorita aristócrata. Y los bandidos también considerarían que Magdalena y un par de niñas del grupo estaban en edad de ser vendidas como criadas o putas.

—¡Esta cruzada está en manos de Dios! —se obstinó Rupert, repitiendo las palabras de Nikolaus.

Gisela puso los ojos en blanco y Armand volvió a preguntarse hasta qué punto la muchacha creía en las palabras del joven predicador y por qué lo seguía. Pero al menos parecía haberse hartado de las impertinencias de Rupert.

—¡Calla de una vez y ponte en marcha! —ordenó la muchacha en tono seco—. A menos que se te ocurra algo mejor o hayas aprendido a blandir una espada. Y será mejor que montes en Esmeralda y te lleves a Floite como mula de carga; aquí hay muchas bocas que alimentar.

Gisela desmontó con elegancia y cogió a María de la mano.

—Ahora caminaremos un poco, María —dijo—. Rupert se adelantará a caballo y nos comprará algo bueno para comer.

Los niños que la rodeaban manifestaron su aprobación. A mediodía solo habían recibido una rodaja de pan y seguro que estaban hambrientos.

Konstanze pensó que si continuaba gastándolo con tanta generosidad, el dinero de Gisela no duraría mucho; ya había quince niños rodeando a la pequeña aristócrata. Si quería alimentarlos a todos hasta llegar a Jerusalén o al menos hasta el mar, necesitaría algo más que un par de joyas.

Rupert demostró ser ahorrativo y sensato. No era tonto y en realidad había comprendido inmediatamente que Armand tenía razón. Si persistía en su obstinación, era porque se percataba de que el caballero deseaba quedarse a solas con Gisela. Pero cuando se puso en marcha optó por hacer de tripas corazón y, en vez de gastar el dinero de Gisela, al llegar a la aldea siguiente ayudó a un campesino que intentaba desesperadamente recoger el heno antes de la tormenta. El ofrecimiento de Rupert le vino de perlas y como el muchacho era diligente y realizó el trabajo de dos hombres, acabó por recompensarlo con abundante pan, leche y queso. Incluso le regaló un jamón y una bota de vino.

—¡Por mí puedes quedarte! —le dijo el campesino y cuando Rupert le habló de Jerusalén, sacudió la cabeza con expresión incrédula.

—¡Qué majadería! —se limitó a murmurar—. ¿Y crees que miles más se unirán a vosotros? ¡Bah, no digas sandeces!

Quizá fuera ese campesino quien hizo correr la noticia de la cruzada de los niños, o tal vez los furibundos campesinos a quienes Nikolaus dejó sin mozos y jornaleros, pero en todo caso las predicciones de Dimma resultaron ciertas: cuanto más avanzaban en dirección a Worms, tanto menor era el número de reclutas que se les unían y tanto menos hospitalarios se mostraban los aldeanos. A esas alturas, incluso Nikolaus y los muchachos de la vanguardia se habían dado cuenta de que se acercaba una tormenta y que los niños necesitaban un lugar para guarecerse. Claro que resultaría casi imposible albergarlos a todos en graneros o casas, pero incluso junto a un muro o un seto estarían mejor resguardados que al aire libre.

Algunos niños trataron de convencer a Nikolaus de que predicara ante los aldeanos, pero el muchacho estaba cansado… aunque también puede que temiera fracasar y perder influencia, así que se limitó a suplicar la ayuda de Dios junto a todos sus seguidores mientras los niños montaban el campamento bajo un grupo de árboles.

Dimma, que en compañía de Jutta von Meissen había viajado extensamente, solo pudo sacudir la cabeza.

—Quizás allí no se mojen con tanta rapidez, pero los árboles atraerán los rayos —comentó—. Y también el río. El lugar más seguro sería un desfiladero, o las profundidades de un auténtico bosque.

Armand asintió con ceño. Si Nikolaus se hubiese apartado a tiempo del camino directo y conducido a los cruzados hacia el interior, habrían encontrado zonas boscosas, pero, como de costumbre, nadie había previsto nada. ¡A excepción de Rupert, el mozo de cuadra!

El muchacho aguardaba a los cruzados junto al Rin, en Oppenheim, y con las alforjas repletas pronto se encontró con Gisela y los demás.

—De camino a la aldea hay un gran almiar —dijo en tono triunfal—. Acabo de ayudar al campesino a llenarlo. Se encuentra a menos de una milla de distancia, llegaríamos pronto. Pero no se lo digáis a nadie: allí no cabrá toda esta muchedumbre.

—A lo mejor podríamos decírselo a Nikolaus… —propuso Magdalena. Le hubiera encantado ofrecerle cobijo al pequeño predicador.

—¡Ni se te ocurra! —zanjó Gisela—. Ese lo requisará en el acto y entonces solo él y sus monjes estarán al abrigo de la tormenta. ¡Y como mucho, esos bellacos que siempre lo rodean! Hace un momento, uno de ellos me ofreció un jirón de la camisa de Nikolaus, ¡como amuleto de la buena suerte! Quería tres peniques de cobre por él.

Armand soltó una carcajada.

—Habitualmente, la venta de reliquias no tarda en producirse, pero ahora hemos de cabalgar antes de que oscurezca demasiado y todos hayan acampado. De lo contrario nos preguntarán adónde nos dirigimos; ayuda a dos niños a montar en mi caballo, Rupert: cuantos más monten, tanto más rápido avanzaremos.

Y en efecto, lograron alcanzar el almiar cuando cayeron las primeras gotas y se refugiaron entre el aromático heno. Los niños empezaron a arrojarse puñados de heno y Dimma tuvo que ordenarles que se quedaran quietos; pero solo cuando se abrieron las alforjas de Rupert, el hambriento grupo se reunió en torno a la vieja doncella en absoluto silencio.

—No podemos encender una hoguera y tampoco estamos a salvo de los rayos —comentó Konstanze, al tiempo que se hacía un hueco entre el heno.

Gisela hizo un ademán despectivo con la mano; estaba fatigada e irritable tras la larga caminata.

—¡Déjate de críticas! Esto es lo mejor que podíamos conseguir. ¡Si no te gusta, haberte quedado en tu convento! —exclamó, tendiendo sus mantas en un montón de heno y sonriéndole al mozo—. Lo has hecho muy bien, Rupert —añadió, y el muchacho sonrió de oreja a oreja—. En realidad podrías hacerlo todos los días.

La sonrisa del mozo se borró y también Konstanze calló, intimidada.

Armand, que notó la tensión reinante, se alegró de descubrir la bota de vino, pero le cedió el honor de pasarla de uno a otro a Rupert una vez que los niños se durmieron y los mayores se instalaron junto a un hueco en la pared del almiar. Más que con temor, Konstanze contemplaba la tormenta con expresión fascinada: el espectáculo de los relámpagos y truenos la hechizaba. ¿Cómo producían esa luz clara pero al mismo tiempo fantasmal? ¿Por qué solo duraba un instante? ¿Y por qué la lluvia no los apagaba, como a una llama?

A Gisela todo eso le era indiferente. Estaba preocupada por los caballos: por una parte no quería dejarlos fuera, por la otra no quería que comieran el heno fresco. Cuando Rupert logró albergarlos en un rincón del almiar en el que aún había heno de la cosecha anterior, se dio por satisfecha y olvidó la tormenta cubriéndose la cabeza con una manta.

—¡Pero si cae un rayo, avisadme en el acto! —les dijo a Rupert y Armand—. Entonces llevaré a Esmeralda fuera antes de que todo arda en llamas. Está atada muy cerca de la salida.

Magdalena rezaba y gimoteaba.

—Si aquí cayeran muchos rayos, el campesino no hubiera construido el almiar en este lugar —dijo Rupert, procurando tranquilizarla, y le sirvió una copa de vino.

Los demás bebieron directamente de la bota. Dimma había llevado dos copas de arcilla para ella y su ama.

—Según los cálculos, los rayos siempre caen en el punto más elevado —dijo Armand—. Y en este caso, es la copa de los árboles que bordean el campo. Claro que hay excepciones… los caminos de Dios…

—En realidad, el Señor debería ser el más interesado en conducir a Sus cruzados hasta Jerusalén sanos y salvos —comentó Dimma con calma. Parecía sentirse segura en el almiar y saborear el primer trago de vino que bebía tras huir del castillo de Herl—. Ignoro cómo y cuándo llegaremos allí… me han dicho que es bastante lejos —añadió.

Armand aprovechó el comentario de la doncella para hablar de sus orígenes en Tierra Santa. Hacía tiempo que los demás se preguntarían por qué aquel joven caballero viajaba con ellos, y quizá sus palabras harían que los demás soltaran la lengua. En todo caso, su historia hizo que Gisela emergiera de debajo de la manta.

—¿Así que habéis conocido a Ricardo Corazón de León? ¿Y a un príncipe moro en persona?

Armand sonrió y bebió otro trago de vino.

—Malik al Kamil no es un moro —la corrigió—. Su tez solo es un poco más oscura que la de muchos renanos. Algunos sarracenos incluso son rubios, pero es verdad que en Tierra Santa viven personas cuya tez es de todos los colores imaginables.

Magdalena asintió con expresión seria.

—Porque allí Jesús Nuestro Señor también congrega a los paganos —dijo con voz piadosa.

Armand negó con la cabeza.

—Más bien al contrario, señorita.

El tratamiento distinguido y la sonrisa amable que el caballero le lanzó halagaron a la pequeña.

—En realidad, es el Profeta de los sarracenos quien reúne bajo su estandarte a todos los capacitados para combatir. Si se convierte al islam, un esclavo puede alcanzar fácilmente la libertad y de paso adquiere todos los derechos de un ciudadano. Hay hombres negros como el carbón que llegaron desde Sudán como esclavos y luego se convirtieron en respetados comandantes militares. O mujeres negras compradas por un sultán a causa de su belleza, que más adelante adquirieron el rango de esposas. Después sus hijos pueden convertirse en sucesores del sultán sin que nadie se moleste por el color de su piel.

—Eso sería impensable entre los cristianos —dijo Konstanze y se acurrucó en el heno—. ¡Imaginaos una negra como reina!

Armand asintió.

—Pero un príncipe cristiano solo tiene derecho a casarse con una única mujer —dijo—. Y por eso elige una princesa adecuada. En cambio, un príncipe sarraceno también suele tomar a una princesa sarracena como primera esposa, pero puede elegir las siguientes libremente. Y si la primera no le da un heredero…

—¿De verdad puede tener más de una esposa?

Gracias a los relatos de Armand sobre Oriente, su público fascinado olvidó la tormenta y el temor por los demás, expuestos a los rayos y la lluvia en el exterior. Sobre todo, el trato de Armand con los musulmanes mantenía cautivados a Gisela, Rupert y Magdalena.

—¿También habláis su lengua? —quiso saber Gisela.

—No muy bien —reconoció el caballero, pero la muchacha no se conformó.

—¡Entonces pronunciad unas palabras! Por favor, deseo oírlas. ¡Decid cualquier cosa!

Armand no pudo resistirse a las súplicas de Gisela y reflexionó un instante; luego hizo una reverencia.

—Salaam aleikum —saludó en tono formal, y le lanzó una mirada desconcertada a Konstanze cuando esta le devolvió el saludo:

—Aleikum salaam —dijo, inclinando la cabeza como una sumisa hija sarracena presentada por su orgulloso padre durante una reunión de negocios. Claro que para ello debería haber sido más joven. Una sarracena de su edad ya no se mostraba en público, sino que permanecía en el harén de su padre o su esposo.

Al notar la mirada inquisidora de Armand, Konstanze se apartó y él optó por considerar lo ocurrido un azar. Gisela intentó repetir las palabras, pero acabó tartamudeando. Seguramente Konstanze había atinado a devolverle el saludo correcto solo por casualidad. ¡Era imposible que dominara la lengua árabe!

—Así que ahora viajáis junto con nosotros de regreso a vuestra patria —dijo Konstanze por fin, como para cambiar de tema—. Donde indudablemente el clima es mejor que aquí.

La tormenta había pasado, pero fuera llovía a mares.

—Sí —dijo Armand—. Debía unirme a un grupo de viajeros, pero no puedo imaginarme uno más agradable que el vuestro.

Volvió a hacerles una reverencia a todos, lo cual los halagó, sobre todo a Gisela y Magdalena. No mencionó su extraño encargo, desde luego, sino que dejó que los demás creyeran que solo había viajado a Colonia para entregar la reliquia.

—¡Y viajando con nosotros no necesitareis un barco! —exclamó Magdalena—. ¡Cuando las aguas se abran, podréis cabalgar directamente hasta vuestro hogar!

Armand echó un breve vistazo en derredor: pese al peligro de incendio, Dimma había encendido una lámpara de aceite y la vigilaba sin quitarle ojo. Konstanze sonreía con condescendencia, Gisela más bien parecía considerar que Magdalena era un poco tonta y Dimma estaba como ausente. Solo Rupert expresaba el mismo entusiasmo que la niña: por lo visto, no dudaba de la predicción de Nikolaus.

—Eso resultaría bastante más barato, señorita —dijo Armand a la niña—. Pero el viaje aún sería muy largo. En barco supone una travesía de semanas y a caballo y a pie tardaríamos todavía más en llegar. Además, hemos de tener en cuenta las provisiones. ¿Es que alguien ha pensado en lo que comerán los niños mientras recorren el fondo del mar?

Entonces Konstanze sonrió sin disimulo, pero Rupert se enfadó.

—¡Pescado, claro está! Seguro que quedarán algunos charcos en los que se refugiarán, así que podremos pescarlos y asarlos.

—¡Podríamos atraparlos con las manos! —añadió Magdalena en tono alegre—. Peces, cangrejos y mejillones. ¡Dicen que saben muy bien! ¡Mi… mi madre me contó que en cierta ocasión comió cangrejos de río!

Al parecer, a Magdalena se le hacía la boca agua y Armand renunció a preguntarle de dónde sacarían la leña. Entonces Gisela puso fin a las ensoñaciones de un modo más definitivo.

—Detesto el pescado —dijo en tono seco antes de envolverse en la manta para dormirse.

Poco después, Armand advirtió que Dimma se tendía entre la pequeña aristócrata y Rupert, y que comprobaba que él mismo también se tumbaba lejos de su protegida.