—Ya hemos llegado. Es limpia, os lo aseguro… ¡y joven, como vos deseabais, mi señor!
Magdalena oyó la voz de su padrastro y se preparó para recibir a otro cliente. Ese día ya era el cuarto, al parecer algo estaba sucediendo en la ciudad. Magdalena no se enteraba de gran cosa, vivía en un cobertizo, en el rincón más mugriento de una tasca cristiana situada en el barrio judío. Y decir que era limpia era una exageración: ¿dónde podría lavarse entre un cliente y otro? Las mantas sobre las que estaba tendida apestaban y eran inmundas. Magdalena sentía vergüenza ante las muchachas judías —generalmente bien vestidas— que se veían obligadas a pasar junto a su cobertizo cuando atravesaban el barrio. Se avergonzaba pese a ser cristiana y considerar que debería contemplar a los hebreos con desprecio. De vez en cuando su padrastro incluso lanzaba salivazos a los muchachos judíos que, impulsados por la curiosidad, se asomaban a su escondrijo detrás de la tasca procurando echar un vistazo a su cuerpo semidesnudo.
Pero no resultaba fácil conservar el orgullo cuando, muerta de frío o sudando, sucia y a veces escocida, permanecía acurrucada encima de aquellas mantas piojosas y se acostaba con cualquiera que le pagara a su padrastro por ello. Y cuando además solo tenía once años.
De vez en cuando, su padrastro les decía a los clientes que deseaban niñas de corta edad que solo tenía ocho años, pero el año anterior la madre de Magdalena le había dicho que tenía diez, poco antes de morir justo allí, después de que un cliente generoso hubiera pagado tanto por la madre como por la hija. ¡Las maldiciones que había proferido cuando de pronto se encontró abrazado a un cuerpo sin vida! Pero al menos podría haber dejado de embestirla cuando la pobre mujer había sufrido aquel terrible ataque de tos…
Magdalena no quería seguir pensando en ello y tampoco en que después se había quedado sola, absolutamente sola. El único que a veces le proporcionaba algo de comer y beber era su padrastro, y solo si se había portado especialmente bien. O sea, cuando le encontraba clientes, cuando estos pagaban bien y cuando no se gastaba todo el dinero en la tasca más cercana…
Entretanto, Magdalena pasaba hambre durante días y de vez en cuando intentaba mendigar, pero los judíos no le daban nada. Tenía que arrastrarse hasta la plaza de la catedral o la iglesia parroquial de San Quintín, pero allí ya había mendigos que defendían sus puestos con ferocidad. A menudo Magdalena regresaba a su escondrijo detrás de la tasca con el estómago vacío y cubierta de moratones.
El nuevo cliente a quien su padrastro empujaba hacia Magdalena llevaba hábito de monje. No era muy habitual, pero tampoco tan raro como para que Magdalena hiciera preguntas, aunque casi nunca preguntaba nada. Se levantó su deshilachado vestidito y aguardó a que el hombre terminara. Acabó con rapidez: era más fácil levantarse un hábito que bajarse los pantalones, y el monje se excitó con facilidad. Su respiración ya se había acelerado al ver el rostro pequeño y afilado de Magdalena.
—¡Santo Dios, realmente es una niña! —gimió de lascivia y pareció dispuesto a persignarse, pero solo hizo aquello por lo que había pagado.
Por suerte no era un monje fornido y sus movimientos tampoco eran muy brutales. Como siempre, Magdalena contuvo el aliento y se preparó para resistir el dolor, pero no resultó más doloroso que de costumbre. A veces eran precisamente los que llevaban un hábito quienes pedían cosas más raras. Entonces el dolor era muy grande y después la niña se sentía fatal. Pero no debía enfermar, porque su padrastro le había dejado muy claro que solo la protegería mientras le resultara útil. Y cada vez que se atrevía a salir a mendigar había visto lo que le ocurría a una niña de su edad si vagaba por la ciudad sin un protector.
El monje se retiró; aunque por una parte parecía satisfecho, por la otra era como si lo carcomiera el arrepentimiento.
—¡Perdóname, Jesús, perdóname, Señor, he vuelto a hacerlo! —murmuró y, para desconcierto de Magdalena, se arrodilló, juntó las manos y suplicó al cielo.
La niña podría haberle dicho que el Señor no le prestaría oídos. Quizá se debía a que se encontraban en el barrio judío, pero hasta entonces ninguna de las innumerables plegarias, súplicas y ruegos que Magdalena y su madre habían balbuceado en ese lugar habían sido escuchados.
—¡Y perdona también a esta niña que me tentó!
Magdalena consideró injusto que la culpara. Si alguien había arrastrado a ese hombre a la tentación, ese era su padrastro. Ella misma no había salido de su cobertizo.
—¡Ahora haré penitencia! Te lo juro, Jesús, no descansaré hasta que el juramento se haya cumplido. Y si es Tu voluntad que alcancemos Jerusalén, oraré, oraré con tanto fervor que los paganos no podrán resistirse. Pero líbrame del peso de esta vergüenza… de este impulso mortificante…
El monje se echó a llorar y Magdalena casi lo imita, pero sabía que era inútil: ni llorar, ni rezar ni gritar servían de nada.
A veces creía que el Señor la había condenado. Pero entonces las muchachas mayores que pertenecían al rufián de la tasca volvían a llevarla a la iglesia. Ello disgustaba al padrastro de Magdalena, pero no quería contradecir al rufián, pues le dejaba utilizar el cobertizo situado detrás de la tasca. Afirmaba solemnemente que el propio dueño de la tasca era un buen cristiano y no comerciaba con niñas, que todos los domingos enviaba a sus muchachas a San Quintín para que pidieran perdón por sus pecados.
Magdalena también quería hacerlo y se colaba siempre que podía. Entonces contemplaba la luz y el rostro bondadoso de Jesús en las imágenes de la iglesia. ¡Era tan conmovedor y edificante! Entonces la chica volvía a albergar esperanzas… hasta que el próximo cliente se abalanzaba sobre ella, a menudo justo después de salir de la iglesia.
—Iré a la cruzada, Señor, sostendré la mano de Tus elegidos. Y Te ruego que me perdones, para que pueda hacerlo con el corazón puro.
El monje no dejaba de elevar sus súplicas. El padrastro acababa de arrojar un mendrugo de pan a los pies del jergón de Magdalena; le hubiese gustado comerlo antes de que regresara con el próximo cliente y volviera a llevárselo. Magdalena debía librarse de él con rapidez. No era bueno para el negocio que un cliente permaneciera tanto tiempo como para verse obligado a pasarle el turno al siguiente, porque entonces su padrastro la castigaría.
La niña procuró distraer al monje.
—¿Iréis a una cruzada, señor? —preguntó. Y tal como esperaba, el hombre recuperó el oremus.
—¡A una cruzada de los inocentes! —dijo con mirada brillante—. La cruzada de los niños…
Para sus adentros, Magdalena pensó que dicha circunstancia no le ayudaría a refrenar el aborrecido impulso, pero eso no era su problema.
Mientras ella reflexionaba al respecto, el joven monje le habló de Nikolaus y su encargo en tono animado.
—¡Todos han sido convocados! ¡Todos los niños y niñas, todos los mendigos, todos los leprosos, todas las… —Tragó saliva y se interrumpió—. Y a todos se les perdonarán sus pecados cuando lleguemos a la dorada Jerusalén que nos promete la Biblia. Nadie volverá a pasar hambre, frío o miedo. Cuando Jerusalén haya sido liberada se iniciará la Edad de Oro y nosotros, los que ayudamos a crearla, nos sentaremos a la derecha del Señor!
Magdalena no comprendió toda la perorata, pero ¿acaso era verdad que alguien llevaba consigo a niñas en una cruzada? ¿Incluso a putas como ella?
—¿Dónde… dónde está? —preguntó con voz ronca—. Esa… cruzada, quiero decir.
—¡Los niños acampan en la plaza de la catedral! Y es como la alimentación de los cinco mil: los buenos ciudadanos les dan de comer y los cuidan respondiendo al llamado de Jesucristo, y las palabras del pequeño profeta son como los tibios rayos del sol.
—¿Y… son muchos? —quiso saber Magdalena. Sí solo se trataba de un par de docenas, su padrastro la encontraría, incluso si ese Nikolaus estaba dispuesto a llevarla con él.
—¡Son más de una legión entera! —exclamó el monje en tono soñador—. ¡Veinte o treinta mil! ¡La plaza de la catedral está atestada!
—¿Y seguirá viaje pronto?
Magdalena apenas daba crédito a lo que oía, pero en sus entrañas renació la esperanza. Si la dorada Jerusalén realmente abría sus puertas a los peores pecadores… Si lograba escapar de su padrastro y de ese cobertizo… Si ese Nikolaus la alimentaba como Jesús alimentó a los cinco mil y no pedía nada a cambio… En todo caso, podía intentarlo. La plaza de la catedral no estaba lejos y si su padrastro la encontraba siempre podía decir que solo había ido a echar un vistazo.
—¡Mañana o pasado mañana nos pondremos en marcha! —dijo el monje—. Aún estamos esperando la bendición del señor arzobispo; sabrás que no gozamos del favor de todos los eclesiásticos.
Magdalena no lo sabía y además le daba igual. Cuando el monje por fin se marchó —ya le había pagado por sus servicios al padrastro— se puso de pie: tuvo que hacer un esfuerzo, puesto que pasaba casi todo el día tendida. Por la noche estaba tiesa y cubierta de rozaduras. Tampoco podía correr con rapidez porque se mareaba con facilidad, pero de algún modo se las arreglaría para llegar a la plaza de la catedral.
Se arrastró por las callejuelas del barrio judío. Hasta entonces casi nunca había acudido a la catedral y jamás había osado entrar. La plaza ante la gran iglesia ya era bastante impresionante, allí incluso los mendigos eran poderosos: estaban bien alimentados y eran fuertes. Solo se atrevía a disputarles sus prebendas cuando estaba muy desesperada.
¡Y el mercado que se celebraba diariamente en la plaza! Para Magdalena suponía una gran tentación. Los alimentos eran tan abundantes y olían tan bien… En cierta ocasión, una manzana roja despertó su anhelo a tal punto que intentó robarla, pero no era lo bastante rápida ni diestra y el frutero la descubrió; no obstante, antes de que pudiera atraparla unos pilluelos se la quitaron. Entonces el frutero los persiguió y Magdalena escapó por los pelos. Ahora recordaba la piel lisa y fresca de la manzana que había sostenido en la mano y la intensidad de su aroma, y albergaba ese recuerdo como si fuera un tesoro.
Pero ese día no había tenderetes en la plaza de la catedral y tampoco hubieran cabido. Tal como le había dicho el monje, la plaza estaba atestada en torno a la catedral, pero Magdalena vio que no todos eran niños. Al contrario: al primero que vio fue a Gerhard, un ratero amigo de su padrastro. El viejo bribón agitaba una bota de vino y, al reconocerla, soltó una carcajada. Magdalena quiso ocultarse entre la multitud, pero no lo consiguió.
—¡Eh, Erwin, ahí está tu pequeña! ¡Ten cuidado de que no coja la cruz y se te escape!
Al oír el nombre de su padrastro, Magdalena pegó un respingo y buscó el modo de huir. ¡Allí había más de veinte mil personas y justo tenía que darse de narices con su padrastro! Este apareció detrás del ratero, seguido por un desconocido, quizás el próximo cliente que pretendía endosarle en el cobertizo. Era un individuo grande como un oso y la idea de esa corpulencia aplastándola —y penetrándola— la aterró.
De pronto el miedo y el asco le dieron fuerzas y echó a correr. Detrás de la catedral las personas no estaban tan apiñadas y logró abrirse paso entre ellas. Corría y corría, demasiado desesperada para pensar pero convencida de que la perseguían.
En efecto, Gerhard y Erwin salieron en su persecución. Eran más grandes y robustos que la mayoría de los niños y adolescentes acampados en la plaza o reunidos en pequeños grupos, y apartaron sin contemplaciones a cuantos se interponían en su camino. Magdalena intentó orientarse. Durante unos instantes sus perseguidores la perdieron de vista. Si lograra encontrar un escondite…
Pero la plaza era extensa y estaba llena de desconocidos que no le ofrecerían refugio. ¿O sí? Allí, junto a una hoguera, unos niños formaban fila. Por lo visto, estaban heridos o enfermos.
Y una monja los atendía. Si corría hasta allí y se arrojaba al suelo quizá lograra fingir que era una enferma, a lo mejor alguien la cubría con una manta.
Magdalena echó a correr hacia la hoguera, se abrió paso entre los niños, tropezó y cayó. Alzó la vista con desesperación y se encontró con el rostro amable de una monja que llevaba un velo blanco como la nieve.
Una criatura menuda y esquelética de cabellos largos y sucios contempló a Konstanze con mirada desesperada y espantada. Era como si la persiguiera un ejército de dioses vengadores.
—¡Yo estaba antes! —refunfuñó el primer muchacho de la fila.
La niña parecía dudar entre buscar protección detrás de los otros o lanzarse en brazos de Konstanze.
Y entonces aparecieron sus perseguidores por una esquina de la catedral, dos bellacos fornidos de rostro enrojecido que miraron en torno.
—¡Ayudadme, reverenda hermana! —suplicó la niña—. Ayudadme a…
Konstanze reflexionó un instante. Podía intentar ocultar a la niña entre el grupo —pero este no era lo bastante numeroso— o ponerse delante de la pequeña y procurar ejercer su influencia como monja, influencia de la que en realidad ya no disponía: desde el día antes se sustraía a las demandas de su superiora. Aún no había osado quitarse el hábito, pero trataba a sus pequeños pacientes en lugares apartados. Desde el día anterior, cuando se había despedido de la hermana María, no había vuelto a ver a las otras monjas.
Todo ello peligraba si le proporcionaba el asilo de la Orden de las Benedictinas a la niña: si alguno de aquellos hombres la denunciaba tendría que presentarse a juicio con él.
Pero quizás existía una solución más sencilla. Konstanze se quitó el velo con ademán decidido y, pese al miedo, Magdalena se sorprendió al ver la abundante melena morena que el velo había ocultado; hasta entonces siempre había creído que las monjas llevaban la cabeza rapada. Acto seguido la monja le cubrió la cabeza con el voluminoso velo, ocultando su cabello, una parte del rostro y el raído vestidito. Le tendió un cucharón y le dijo que revolviera la sopa en el cazo que colgaba encima de las llamas.
—¡Muy bien, hermana Ana! Revuelve con fuerza… ¿Puedo ayudaros, caballeros?
Konstanze miró a Gerhard y Erwin, que se habían acercado. Estos le lanzaron más de una mirada lasciva, pero apenas prestaron atención a los niños que la rodeaban y no notaron la presencia de Magdalena junto a la hoguera.
La niña mantenía la cabeza gacha, casi rozando el cazo. El corazón le latía desbocado, pero todo acabó con rapidez. Ni Gerhard ni el padrastro respondieron a la pregunta de Konstanze y, sin más, se dirigieron hacia la próxima esquina.
—¡Debe de estar por aquí! ¡O en el interior de la catedral!
Magdalena no vio qué dirección seguían y se limitó a lanzar un suspiro de alivio cuando se alejaron.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Konstanze.
Y, sollozando, Magdalena empezó a contarle su historia.
Gisela había observado el incidente de la pequeña fugitiva y eso le dio valor para unirse a la fila de niños que aguardaban. La monja parecía simpática y también sabía resolver situaciones inesperadas. Seguro que no la echaría, así que cuando por fin llegó su turno, le lanzó una sonrisa y le presentó a los últimos pacientes de ese día: un caballo y una mula.
—Mirad, hermana, mi yegua se ha lastimado la pata —dijo Gisela y señaló la herida por encima del casco—. Está un poco hinchada y me preocupa porque mañana, cuando volvamos a emprender la marcha, tendrá que caminar todo el día.
Konstanze le lanzó una mirada desconcertada a aquella muchacha rubia vestida con traje de peregrina.
—Yo no trato animales —dijo.
Gisela se encogió de hombros.
—Se llama Esmeralda. Imaginaos que es un ser humano; a lo mejor disponéis de un poco de ungüento de caléndula o algo así.
Konstanze sonrió.
—Si fuera un ser humano, le aplicaría una compresa de vino tinto añejo y dejaría que surtiera efecto durante la noche. El vino limpia las heridas; solo le aplicaría el ungüento mañana.
—Lo haré, reverenda hermana, muchas gracias. Y si pudierais echarle un vistazo a la mula… Creo que sufre una infección de hongos en la piel. Se llama Floite, por si tenéis que volver a imaginaros que es…
—Tomaré a la mula por lo que es, y tú deja de llamarme «reverenda hermana». No soy una monja.
—Pero… —Gisela lanzó una mirada perpleja al velo bajo el cual Magdalena se había acurrucado junto a la hoguera. Parecía estar dormida, pero quizá solo tratara de pasar desapercibida.
Konstanze se encogió de hombros.
—Me he tomado la libertad de regalar mi velo —explicó brevemente.
Gisela sonrió y acercó la mula.
—Pues entonces, ¿cómo he de llamarte?
Konstanze se presentó y se acercó al enorme animal con paso vacilante. Rara vez había estado tan cerca de un caballo y aún menos de otro animal con orejas tan grandes. La mula soltó un rebuzno aflautado y el muchacho que acompañaba a la rubia peregrina sugirió una terapia.
—Hay que orinarle encima —dijo.
Konstanze frunció el ceño.
—No es el peor método —comentó—, pero las infecciones de hongos también están relacionadas con la fuerza. A un ser humano le aconsejaría que coma bien, que no haga esfuerzos y que no se ponga demasiado nervioso.
El muchacho rio.
—Ya lo has oído, Gisela: has de cantarle una nana, como a los niños.
—En ese caso —dijo la muchacha—, pronto se recuperará. Entre otras cosas porque ahora está con nosotros —añadió, acariciando la gran cabeza de la yegua—. Con ese vendedor de caballos incluso yo hubiera cogido la sarna. ¿Y de verdad hay que… orinarle encima?
Konstanze le aseguró que ese era efectivamente un viejo remedio casero; hasta Hildegard von Bingen lo había conocido, pero no mencionó que ella prefería aplicar el método del vino. De todos modos, parecía existir cierta rivalidad entre la joven y el muchacho y ella no debía avivarla. Formaban una extraña pareja… y la anciana que en ese momento repartía unos panes entre los niños junto a la hoguera procurando ser equitativa, también parecía estar con ellos. Konstanze ya había observado a los tres con anterioridad; los niños también se reunían en torno a ellos, al igual que en torno a ella misma, solo que en vez de ofrecerles cuidados médicos les ofrecían comida y consuelo.
Dos niños pequeños —que habían perdido a su hermana mayor durante el ataque de los caballeros bandidos— se aferraban a la falda de la anciana. Y la muchacha rubia había cantado junto con los niños. Era evidente que se trataba de una noble o de la hija de un patricio, pero no parecía una presumida. El muchacho que la acompañaba también era extraño. Parecía un palafrenero, pues se hizo cargo de las cabalgaduras y las condujo hasta un muro donde las sujetó, pero se comportaba como alguien del mismo rango que la muchacha.
Konstanze había querido hablar con ella y se alegró de poder entablar conversación gracias al tratamiento de los animales.
—Me pregunto si Nikolaus volverá a predicar —dijo—. Esta mañana no lo he escuchado, había demasiado niños que atender.
El día anterior tampoco había podido escuchar el sermón: había visto al arzobispo y a la superiora en la plaza de la catedral y se había escabullido por una callejuela. Ahora se moría de ganas de escuchar al pequeño predicador.
Gisela asintió con la cabeza.
—Creo que sí, pues esta es su última oportunidad. El arzobispo también quiere bendecirnos… al menos eso es lo que se rumorea. Además, dicen que ha enviado mensajeros a Roma. Quiere saber si el Santo Padre aprueba este… proyecto.
Una vez más, Konstanze era presa de la mala conciencia. Podría haber hecho algo para detener a los niños, porque ya empezaba a darse cuenta del sobreesfuerzo que el proyecto suponía, sobre todo para los más pequeños. Ya había vendado docenas de pies sangrantes y la cruzada ni siquiera había empezado. Muchos niños no tenían zapatos, o solo llevaban un calzado escasamente resistente e inútil para recorrer los caminos que les esperaban.
—Calla un momento —dijo Rupert, interrumpiendo a Gisela. Acababa de regresar junto a las muchachas—. Allí arriba está Nikolaus. Con el obispo. ¡Y mirad: lleva un hábito nuevo!
En efecto: el pequeño predicador ascendía la escalinata de la catedral seguido por dos monjes jóvenes, como de costumbre. Hasta entonces siempre había llevado un traje gris de peregrino, semejante al que Dimma le impuso a Gisela, pero hoy llevaba un hábito de un blanco deslumbrante que ostentaba un extraño símbolo en el pecho.
Armand, que había deambulado entre las multitudes de niños acampados ante la catedral —hacía tiempo que conocía los sermones y la reacción del público le resultaba más interesante que el contenido—, lo contempló alarmado. Observó a Nikolaus y los monjes por encima de los hombros de una muchacha vestida de oscuro y de abundante cabellera morena y se preguntó si la prédica del pequeño también se habría modificado. Pero no fue así: la voz angelical empezó a narrar la misma historia de siempre.
—¿Qué es ese signo que lleva en el hábito? —preguntó una voz cristalina.
Armand la reconoció en el acto: ¡era la muchacha del mercado de caballos! Pero ahora llevaba el traje de una peregrina; bajo el sombrero de ala ancha surgían rizos de un suave color miel.
—Parece una letra, una te.
—Una tau —precisó la otra muchacha, que, a diferencia de Gisela, parecía fascinada por el sermón—. La decimonovena letra del alfabeto griego.
Armand se quedó impresionado y aprovechó la oportunidad para entablar conversación.
—También es una cruz —opinó—. La original. Los romanos solían clavar o atar a los condenados a un poste con un travesaño.
—¿Ah, sí? —dijo la muchacha de cabello oscuro y se volvió hacia él. Armand vio que tenía un rostro delgado e inteligente de pómulos altos, labios carnosos y ojos azules. Otra aristócrata—. No lo sabía. En ese caso, ¿por qué la reproducimos de manera diferente? ¿Debido al cartel donde pone INRI?
—Puede ser —contestó Armand—. Si se añade otro cartel con los motivos de la condena, se genera la cruz que todos conocemos. No obstante…
Vaciló, pero esa muchacha parecía tener un interés científico en el tema y ahora lo escuchaba con mayor atención que al niño en las escalinatas de la catedral.
—En cierta ocasión, una monja de Bretaña me contó que en su tierra natal ya veneraban la cruz antes de Cristo. Como símbolo del sol. Al parecer, más adelante unos monjes irlandeses combinaron ambas imágenes y ese es su origen.
—Pero ¡entonces sería un símbolo pagano! —lo interrumpió la muchacha rubia en tono de reprimenda y se volvió hacia él.
Fascinado, Armand contempló su bello rostro; al principio su expresión parecía un tanto enfadada, pero al ver a Armand se suavizó: era obvio que le complacía lo que veía. Él quiso sonreírle, pero decidió que sería mejor tranquilizarla.
—No creo que comparar al Señor con el sol tenga nada de malo. ¿Acaso Jesús no es también la luz del mundo? —preguntó en tono amable.
Gisela frunció el ceño, pero no le daba mucha importancia a las consideraciones teológicas; sentía un mayor interés por lo práctico, así que preguntó:
—Entonces ¿por qué lo lleva Nikolaus?
Armand le ofreció a su amiga la oportunidad de responder, pero la muchacha no parecía saberlo. Además, había vuelto a prestar atención al sermón, aunque su rostro no expresaba fascinación y veneración como el de la mayoría del público: parecía más bien alarmada y escéptica, así que Armand optó por contestarle a Gisela.
—Es el símbolo de los monjes minoritas —dijo—, los franciscanos. Una orden recientemente autorizada.
Eso no pareció decirle nada a Gisela, pero la morena asintió.
—Los monjes que rodean al muchacho también pertenecen a esa orden —comentó—. A lo mejor desea ingresar en ella, puesto que sus palabras concuerdan en gran medida con lo que predica Francisco de Asís.
Armand volvió a sorprenderse, pero entonces la vestimenta de la muchacha llamó su atención; consistía en un vestido blanco bajo una casulla negra de mangas anchas: se trataba de un hábito. Y el velo que formaba parte de este cubría el pelo de una niña pequeña que contemplaba al predicador con el rostro encendido.
—¡Y el propio sultán nos abrirá las puertas de la dorada Jerusalén y nos alimentará con las mejores viandas preparadas por sus cocineros y Dios Nuestro Señor enviará sus ángeles para que canten con nosotros!
Nikolaus describía la meta del viaje con palabras cada vez más coloridas y los niños lo vitoreaban.
—El sultán se encuentra en Alejandría —comentó Armand—. A unos cientos de millas de distancia.
La joven monja —¿o quizá ya no era monja?— volvió a lanzarle una mirada interesada.
—Muchas de las cosas que dice no son… exactamente como él las describe —dijo.
Pero entonces Nikolaus alcanzó el punto culminante de su discurso.
—¡Así que venid a mí todos cuantos sois inocentes, buenos y fieles! ¡Todos cuantos queréis llevar la paz a Tierra Santa y la victoria al Señor! ¡Ahora podéis prestar el juramento de los cruzados ante mí y ante el señor arzobispo de Maguncia! ¡Venid, comprometeos ante Dios Nuestro Señor a no descansar hasta que Jerusalén sea liberada! ¡Porque eso es lo queréis, ¿verdad?! ¡Todos anheláis alcanzar la ciudad dorada y la Edad de Oro!
Los niños avanzaron sin vacilar, y también la niña pequeña que llevaba el velo de la novicia quiso imitarlos, pero la morena la detuvo.
—¿Te has vuelto loca, Magdalena? Seguro que tu padrastro merodea por la plaza y si no es un tonto de capirote, ya habrá descubierto que Nikolaus bendice personalmente a todos los recién llegados. ¡Corres hacia tu perdición!
—Pero yo… ¡yo quiero ir con ellos! ¡Quiero ver la Ciudad Santa y liberarla! ¡Oh, Konstanze, es tan maravilloso! Y Nikolaus… ¿acaso no resplandece como el mismísimo Jesús? ¡Su voz es como el cántico de los ángeles!
Era como si Magdalena estuviera ebria. Armand la observó con mayor atención; no encajaba con Konstanze y Gisela: era obvio que ambas eran más cultas y tenían cierta experiencia de la vida; en cambio, esa pequeña provenía de la calle.
—Podrás hacerte bendecir mañana, o pasado. Seguro que el muchacho lo hace todos los días.
—Pero ¡yo iré! —declaró el muchacho situado junto a Gisela—. Ya he aguardado mucho tiempo. No quiero participar así, sin más. Si algún día quiero tener un feudo en Jerusalén, he de prestar juramento ante la cruz…
Rupert se puso de pie.
Armand añadió otro elemento a la idea que se había hecho de Gisela y sus compañeros de viaje: el muchacho no se consideraba a sí mismo como su siervo, más bien como un futuro caballero y pretendiente de la mano de la muchacha. Una idea completamente equivocada, incluso si los niños alcanzaban Jerusalén. Armand decidió intervenir.
—¿Sabes lo que haces, muchacho? —preguntó, y lo cogió del brazo.
Al principio, el joven hizo ademán de zafarse, pero entonces quizá recordó la intención pacífica de la cruzada y que ya hacía un rato que Armand conversaba amistosamente con las muchachas.
—¡Claro que lo sé! ¡Comprometerme a ir a Jerusalén y liberarla! —dijo, dándose importancia.
—¡No solo te comprometes a una cruzada: empeñas tu vida! —dijo Armand en tono grave—. Es un juramento que no se debe prestar sin una profunda reflexión, porque es válido hasta la muerte. El único que puede absolverte de él es el Papa, pero que yo sepa jamás lo ha hecho. Si subes esos peldaños, jurarás atacar las murallas de Jerusalén durante toda tu vida. ¡Y puedo asegurarte que son muy altas!
Rupert solo titubeó un momento, pero las jóvenes parecían muy interesadas en las palabras de Armand.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Gisela.
Pero Rupert la interrumpió:
—¿Es que no lo habéis oído? ¡En unas semanas estaremos en Jerusalén y no tendremos que conquistar nada! Llegaremos, oraremos y los paganos se entregarán.
—Si Nikolaus está en lo cierto —comentó Konstanze.
—¡Claro que está en lo cierto! —susurró Magdalena—. ¡Ocurrirán milagros! ¡Ya ha ocurrido uno!
Contempló a Konstanze con mirada brillante y pensó en su salvación. Esa misma mañana aún estaba tendida en el piojoso jergón, montada por un cliente tras otro. Y ahora estaba sentada allí, bajo un velo limpio y fino y junto a una hoguera. Había comido hasta saciarse por primera vez en su vida y Konstanze incluso había mencionado una casa de baños. Había oído hablar de semejantes instalaciones. Allí uno podía quitarse los piojos y las liendres… Magdalena nunca había estado tan cerca del cielo. Y ahora incluso la bendeciría el prelado de Maguncia.
Por su parte, Armand consideró que esa bendición era un tanto apresurada y rebuscada. El prelado parecía casi enfadado: era indudable que la exigencia de Nikolaus respecto a que certificara cientos de juramentos de cruzados no lo entusiasmaba en absoluto. Siegfried von Eppstein sabía perfectamente en qué se estaban metiendo esos niños y adolescentes, y no quería cargar con esa responsabilidad. Antes de que Nikolaus pudiera iniciar el reclutamiento, el arzobispo se apresuró a bendecir a todos los ingenuos cruzados, tanto a los niños como a los adultos, les deseó buena suerte y la misericordia de Dios y se retiró.
Rupert subió los peldaños para prestar el juramento.