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—Estáis de broma, ¿verdad, maese? ¡Por esa suma de dinero también obtendría un caballo!

Interesado y divertido, Armand escuchaba cómo la muchacha delicada y recatadamente cubierta por un velo regateaba con el tratante de caballos. El animal en discusión era una fornida mula marrón negruzco, sana y de buen porte, muy adecuada como animal de carga o tiro, pero que no valía lo que el mercader pedía por ella, y la muchacha parecía saberlo. No parecía dispuesta a ceder, sino que le ofreció una suma muy inferior. El mercader se llevó las manos a la cabeza en ademán teatral y llamó a Dios y todos los ángeles como testigos de que él jamás engañaría a un cliente. La joven compradora puso sus expresivos ojos verdes en blanco y luego empezó a enumerar los defectos ocultos que supuestamente presentaba la mula.

Armand presenció el regateo con creciente fascinación. Las mujeres no solían acudir al mercado de caballos, ni allí en Maguncia ni en ningún otro lugar, y aún menos una muchacha tan joven y aristocrática. Llevaba un traje de amazona confeccionado con el mejor de los paños y un velo de seda que dejaba adivinar que llevaba el cabello suelto: ello suponía un privilegio e indicaba su pertenencia a la nobleza. Como mínimo, pertenecía a una rica familia patricia y muy segura de sí misma, y Armand se preguntó qué se le había perdido por allí sin la escolta correspondiente a su rango.

Pero no estaba sola. Parecía acompañarla un muchacho tosco que vestía ropas sencillas de campesino o siervo y que permanecía a su lado con expresión incómoda, sosteniendo las riendas de una elegante yegua alazana.

La joven le lanzó una mirada casual y quizás advirtió su expresión malhumorada. Era obvio que el muchacho estaba furioso porque lo excluía del regateo.

—Pero la mula te agrada, ¿verdad, Rupert? —le dijo la joven compradora a su acompañante. Entretanto, el precio de la mula parecía establecido—. ¡Ha de gustarte, al fin y al cabo es para ti!

El muchacho asintió de mala gana, incómodo. Por una parte, la joven parecía impresionarlo, por la otra quizás hubiera preferido cerrar el trato él mismo. Y nunca hubiese reconocido ante un mercader de caballos que la mula le gustaba.

—Bien, ¡entonces la compramos! —zanjó la muchacha—. ¿Tiene nombre?

Al parecer, tanto el mercader como el muchacho consideraban que la pregunta era infantil, pero la joven no les hizo caso. Puede que necesitara del muchacho, pero la opinión del mercader le era indiferente. En ese preciso instante, la mula alzó la cabeza y soltó una especie de rebuzno aflautado.

La muchacha sonrió.

—Por lo visto no necesita que la presenten. Gracias, Floite, ahora sabemos cómo llamarte.

Floite: flauta. Armand aún reía cuando se alejó para ocuparse de sus asuntos. La pequeña no solo parecía segura de sí misma, también era sagaz y divertida, y lo que más gracia le hizo fue la expresión tonta de los dos hombres.

Armand había acudido esa mañana al mercado de ganado para comprar un caballo para la cruzada. Desde Basilea había cabalgado en un semental de las caballerizas templarias, pero lo devolvió al llegar a Colonia: en el ejército de los cruzados llamaba menos la atención viajando a pie, pero ya empezaba a hartarse de caminar.

Nikolaus y sus seguidores habían avanzado a buen ritmo. El primer día los niños lograron recorrer veinte kilómetros, quizá también debido al temor de ser alcanzados por los esbirros del arzobispo o del magistrado de Colonia y obligados a dispersarse. No cabía duda de que la persecución ya estaba en marcha, sobre todo por parte de padres afligidos que obligaban a sus hijos a regresar incluso varios días después de su huida; la cifra de enfurecidos maestros artesanos que emprendían la búsqueda de sus aprendices era bastante menor. De vez en cuando, los agotados niños no se resistían a regresar con sus padres, pero muchos se negaban a hacerlo y buscaban la protección de Nikolaus, que entonces tomaba una decisión.

Armand ignoraba qué les aconsejaba a los niños y sus padres, pero el asunto le resultaba desagradable. Tanto el pequeño predicador como sus consejeros monacales metieron prisa a los cruzados. Alcanzaron Bonn con mucha rapidez, y allí Nikolaus se dedicó a reunir más seguidores, al igual que antes, con un éxito rotundo. El temor de los cruzados de que alguien impidiera su propósito se redujo, porque entretanto se habían reunido tantos niños que para detenerlos hubiera hecho falta algo más que unos padres o concejales furibundos.

No obstante, Armand se enteró de que los ciudadanos de Colonia habían encarcelado al padre de Nikolaus acusado de haber instigado las prédicas de su hijo. Ahora aguardaban para comprobar si las aguas del Mediterráneo realmente se abrirían ante el muchacho. De lo contrario, al padre le esperaba un destino funesto.

Desde Bonn siguieron viaje por la orilla del Rin y los cruzados pronto llegaron a Rolandseck. Todos estaban eufóricos todavía. Los niños avanzaban cogidos de la mano, cantando, bailando y riendo, y Armand casi se dejó contagiar. Los soleados días veraniegos, los aromáticos prados y el cielo azul, la experiencia de caminar todos juntos y las provisiones hasta entonces suficientes que los bondadosos campesinos renanos les proporcionaban hacían que, más que a una peregrinación, aquello se asemejara a una excursión. Sobre todo los cruzados más jóvenes ignoraban la distancia que los separaba de Jerusalén. Cuando se aproximaban a ciudades más grandes como Remagen los niños no dejaban de vitorear, creyendo que habían alcanzado la Ciudad Santa.

Solo al llegar a Coblenza, el estado de ánimo de los jóvenes peregrinos se llevó un chasco. Como siempre, Nikolaus quiso ocupar la colegiata de San Castor, pero el párroco le prohibió que predicara en los peldaños de su iglesia.

—¡Jesús ya predicaba en el templo a los once años! —protestó Nikolaus.

Algunos de sus seguidores más cultos respiraron entrecortadamente: compararse con el hijo de Dios de un modo tan descarado suponía una falta de respeto.

El párroco, un hombre flaco y de estatura alta, no perdió los estribos.

—Jesús debatía en el templo con los escribas —lo corrigió—. Si tú también deseas hacerlo, las puertas de mi iglesia están abiertas. Me gustaría hablar contigo y confesarte. Seguramente otros religiosos se unirán a nosotros. Por ejemplo el arzobispo de Trier, al que nuestra ciudad está sometida, que siente pena por los niños que marchan hacia la perdición. Además es piadoso y muy instruido. Así que si nos das la oportunidad de convencerte de que abandones tu propósito, entra. Pero ¡diles a tus seguidores que abandonen la plaza de la iglesia!

Para enfado de Nikolaus, los párrocos de San Florián y de la iglesia de la Santísima Virgen se mostraron igual de inaccesibles, y con inmensa desilusión los niños comprobaron que los habitantes de la ciudad tampoco estaban dispuestos a alimentar al ejército de peregrinos. Puede que el prelado de Trier los hubiese instruido sin tapujos: ¡Nada de apoyar a Nikolaus y sus seguidores! Por primera vez, los niños se vieron obligados a descansar hambrientos y fuera de las murallas, una circunstancia que el contingente de bribones y rateros —que ya se había formado en torno a la cruzada en Colonia— no dejó de aprovechar. A la mañana siguiente unos cuantos hijos de patricios, que habían emprendido viaje en contra de la voluntad de sus padres pero con el talego bien provisto, se encontraron esquilmados.

Las cosas aún empeorarían. Una vez que los niños dejaron atrás Bingen, acamparon en un prado a orillas del Rin, entre los castillos de Sonneck y Reichenstein, ambos temibles nidos de caballeros bandidos. Durante el viaje de ida, le habían advertido de ello a Armand en diversos albergues y el grupo de peregrinos en compañía de los cuales viajaba entonces había acabado por unirse a un nutrido grupo de viajeros protegidos por veinte caballeros armados. Los señores de Sonneck y Reichenstein se percataron de su presencia, pero no los atacaron enseguida: aquellos niños serían una presa fácil en la oscuridad.

Armand, que siempre procuraba mantenerse cerca de Nikolaus y sus consejeros, puesto que allí tenía más posibilidades de averiguar algo más que rumores sobre el propósito y el trasfondo de su misión, se instaló entre los niños. Allí no ocurría nada, pero oyó gritos y ruidos de combate en el borde exterior del enorme campamento. El joven caballero maldijo haber abandonado su cabalgadura. A pie y en un campamento solo iluminado por hogueras, tratar de orientarse y ayudar a los que sufrían un ataque resultaba imposible.

Por la mañana el sol iluminó la debacle. Los caballeros bandidos se habían llevado todo lo que podía convertirse en dinero, sobre todo muchachas y caballos. Algunos niños y adolescentes se habían enfrentado a ellos con valor, pero pagaron su coraje con sangre: había tres muertos y varios heridos. Los muchachos, solo provistos de pequeños cuchillos y cayados de peregrino, no lograron ofrecer resistencia a los bandidos.

Espantado, Armand descubrió que incluso antes de emprender el viaje, Nikolaus había exigido que los nobles que se encontraban entre sus seguidores entregaran sus espadas. ¡Aquella muchedumbre recorría desarmada las regiones más peligrosas del reino! Ningún grupo de peregrinos hubiera osado hacerlo.

—¡Ha sido la voluntad de Dios! —fueron las palabras con que Nikolaus despachó al hermano de una de las muchachas raptadas, nada dispuesto a atender su pedido de dirigirse al castillo de Sonneck y exigir la libertad de los niños robados.

Era una decisión inteligente, pero con respecto a la voluntad de Dios Armand no opinaba lo mismo, puesto que hubiera sido fácil reducir el peligro: es verdad que los niños exhaustos no hubieran podido seguir avanzando hasta dejar atrás los castillos, pero si hubiesen acampado junto a las murallas de Bingen o en el interior de la ciudad, el ejército habría pasado junto a los nidos de bandidos de día. Eso no necesariamente suponía una protección, pero hubiera sido más seguro que enfrentarse a aquella gentuza completamente desarmados.

Mientras el ejército siguió avanzando con el ánimo por los suelos —incluso hubo que cargar con algunos heridos—, Armand reflexionó sobre la organización de esa extraña cruzada. Por una parte, el reclutamiento de los «soldados de Dios» se desarrollaba sin dificultades, pues todos los días nuevos grupos de jóvenes se le unían, reclutados por los mensajeros de Nikolaus en otras regiones. Por la otra, nadie se adelantaba para organizar el alojamiento de los niños, nadie planeaba la ruta y decidía dónde descansar o acampar. Los niños, agotados tras la caminata diaria, se desplomaban en cualquier lugar y desplegaban sus mantas. Los más fuertes encendían una hoguera, los más ricos hacían montar tiendas, pero no había senderos que separaran a los diversos grupos de cruzados, no había letrinas y nadie montaba guardia. Ni siquiera el reparto de provisiones estaba previsto: los niños compraban o mendigaban la comida y saqueaban las plantaciones de árboles frutales. Entre los campesinos se granjearon mala fama con rapidez. Ya entonces nadie los recibía con cestas llenas de alimentos sino con bastones, y la prolongada sequía aumentaba la hostilidad. A Renania le esperaba una cosecha pobre y nadie quería correr el riesgo de que los pequeños cruzados robaran las espigas de los campos.

Tras considerarlo detenidamente, Armand le escribió a Guillaume de Chartres:

Claro que tal vez sea la mano de Dios la que dirige este asunto, pero si en la organización de esta cruzada las consideraciones humanas importasen, aquí lo que se manifiesta son más bien los razonamientos de un misionero y no los del comandante de un ejército…

Por fin Nikolaus y sus seguidores alcanzaron Maguncia y para alegría de los niños, la rica ciudad no les cerró sus puertas. Si bien el arzobispo todavía vacilaba entre maldecir o bendecir esa cruzada, le franqueó el paso. Los jóvenes acamparon en la plaza de la catedral —alimentados por los compasivos ciudadanos— y Armand encontró un albergue provisto de cuarto de baño.

Mientras Nikolaus se preparaba para volver a predicar al día siguiente, el joven caballero afiló sus armas y se dirigió al mercado de caballos. ¡No quería volver a sentirse tan indefenso como al pie del castillo de Sonneck! Y además no tenía ganas de seguir caminando.

Armand deambuló entre los tenderetes de los tratantes de ganado. No necesitaba un semental digno de un caballero sino un buen caballo normal, pero lo bastante resistente para cargar con una tienda y las armas principales del joven. En caso necesario, también tenía que servir para lanzarse al ataque, pero no debía ser tan nervioso como un caballo de batalla; Armand todavía recordaba el cruce del paso de Brennero y si Nikolaus y sus seguidores realmente lograban llegar hasta los Alpes, seguro que no habría un guía conocedor de los caminos como Gianni para conducirlos a través del paso con sus mulos.

En su fuero interno, Armand confiaba en que el pequeño predicador no condujera a sus seguidores hasta las montañas. Algún sensato e influyente príncipe de la iglesia o concejal debía detenerlo, a más tardar antes de que miles de adolescentes se lanzaran a la aventura de cruzar los Alpes sin la menor preparación. Armand se sentía optimista. Aunque los obispos y los magistrados de las ciudades eran cristianos creyentes, no eran místicos. Era imposible que creyeran que el mar se abriría ante los niños y, desde luego, no condenarían a semejante multitud de niños enceguecidos a un futuro más que incierto.

El prelado de Maguncia todavía estaba deliberando con sus hombres de confianza y los patricios de la ciudad catedralicia intentaban alejar a sus hijos de la zona de influencia de Nikolaus. A menudo se vieron obligados a recurrir a la violencia: Armand había presenciado escenas sumamente desagradables en la plaza de la catedral. También había maestros artesanos en busca de sus aprendices; cuando los hallaban se los llevaban a rastras a su lugar de trabajo.

—¡Juramento de cruzados! —gruñó un fornido herrero y le dio un tirón de orejas a su aprendiz—. Tienes un contrato vinculante de aprendiz. Eso es lo único que me interesa. ¡Y en algún momento acabarás por agradecérmelo!

Pero si bien los ciudadanos de Maguncia protegían a sus hijos, todos los días aparecían cientos de nuevos seguidores procedentes de los alrededores, de los cuales solo unos pocos eran niños; más bien se trataba de siervos, criados y criadas escapados de sus amos, y también un número asombroso de monjas y monjes que querían liberar Tierra Santa, a los que se sumaban mendigos y jornaleros que no tenían nada que perder. En anteriores cruzadas esa escoria, a menudo mal alimentada, débil e inexperta en el manejo de las armas, solía ser rechazada, pero Nikolaus les daba la bienvenida a todos y cautivaba incluso a putas, rateros y saltimbanquis con su dulce voz. Predicaba que cuando la dorada Jerusalén les abriera las puertas y los paganos se convirtieran al cristianismo, el mismísimo Señor perdonaría y olvidaría todos los pecados. Puede que a algún bribón eso le diera igual: ellos solo veían la oportunidad de hacerse con ganancias en aquel entorno. Pero muchos abjuraban de sus malas intenciones, al menos de momento.

Armand siguió recorriendo el mercado y por fin encontró un alazán castrado, fuerte y no demasiado grande, y confió que lo transportara a través de las montañas con paso seguro. Parecía un animal simpático y acabó por bautizarlo con el nombre de Comes. Cuando se dirigió a los tenderetes donde vendían artículos de cuero, con el fin de equipar a su nueva cabalgadura con una silla de montar y unas alforjas, el caballo lo siguió al trote.

El mercado era grande y muy frecuentado. Entre los tenderetes, los mendigos pedían limosna a gritos y los malabaristas demostraban sus destrezas. Aunque el ruido era ensordecedor, Comes se quedó tranquilo y eso era buena señal. Armand estaba satisfecho con su adquisición y se alegró cuando volvió a encontrarse con la muchacha de los ojos verdes y sus compañeros: el bípedo y el cuadrúpedo. La mula Floite ya estaba equipada con todo lo necesario para una cabalgada prolongada: por lo visto, los tres pensaban emprender un largo viaje. Un vistazo bastó para que Armand comprobara que no habían escatimado en gastos: habían elegido bridas y sillas caras, y grandes alforjas de cuero.

La muchacha reponía fuerzas en una cantina, protegida por su siervo. El muchacho había ocupado una mesa en un rincón apartado del recinto donde servían comida y bebidas, y Armand comprobó que otra persona acompañaba a ambos jóvenes, una mujer mayor que parecía discutir acaloradamente con la muchacha. Al parecer, el mozo tomaba partido por su joven amiga.

—¡No me pondré eso! —afirmó con la expresión enfurruñada que Armand ya había notado antes—. Parece un hábito de monje.

La mujer mayor, correcta pero más sencillamente vestida que la joven, no se dignó mirarlo.

—Pero ¡a ti te sentaría muy bien, ama! —le dijo a la muchacha—. Te acusarán de ser una pretenciosa si cabalgas vestida como una princesa. Por no hablar de…

Armand sonrió. ¿La trataba de «ama» y además la tuteaba? Por lo visto, la pequeña aristócrata viajaba con su nodriza.

—Participan tantos nobles que no llamaremos la atención, Dimma —se defendió la muchacha—. Y ese hábito de tela tan áspera… —añadió, fingiendo estremecerse.

Armand pensó que le gustaría ver su rostro, pero ella lo mantenía oculto tras el velo como una odalisca de Oriente. Hasta ese momento no le había llamado la atención: en su tierra natal también las cristianas y las judías jóvenes y virtuosas se ocultaban el rostro, pero allí en Renania nadie acostumbraba hacerlo, a excepción de las mujeres que llevaban luto. Ese no parecía el caso de la muchacha; más bien parecía tener motivos para ocultarse…

Armand halló la respuesta cuando montó en el alazán y observó a los tres desde lo alto de su silla. Mientras la muchacha y el mozo regateaban con el mercader, la vieja se encargó de adquirir varios trajes de peregrino: largos vestidos de lana gris semejantes a hábitos y unos sombreros de ala ancha. Armand se preguntó si los tres formarían parte de un grupo de viajeros con intención de dirigirse a Santiago de Compostela u otro santuario importante. Sin embargo, si en el peregrinaje participaban mujeres y muchachas acaudaladas, este solía estar organizado por guías experimentados que, entre otras cosas, se encargaban de los caballos y el equipaje. Pero él sospechó que los tres viajaban por su cuenta y de pronto se le cruzó por la cabeza la cruzada infantil.

No obstante, ciertas cosas resultaban extrañas: estaba convencido de que la muchacha no había escapado de su hogar de manera espontánea. Si bien era verdad que algunos jóvenes de la nobleza formaban parte de la cruzada, no lo harían acompañados de su nodriza y con el consentimiento de esta. Además, los nobles solían juntarse con otros nobles y jamás se hubiesen unido a un muchacho como ese Rupert. Pero la joven se había llevado a su mozo consigo y era evidente que este la adoraba.

Armand sonrió. Si ese reducido grupo iba camino de Jerusalén, entonces seguro que no lo hacía con el fin de liberar la ciudad. ¡Lo que más le importaba a la resuelta aristócrata era obtener su propia libertad!

Armand se sorprendió silbando al conducir a Comes en dirección al albergue situado en el mercado del heno: había empezado a alegrarse de emprender aquel largo viaje. Lo más probable es que la nodriza impusiera su voluntad y, vestida de peregrina, la muchacha no podría ocultar su rostro. En algún momento lograría verlo y seguramente la reconocería. Floite y la yegua alazana llamaban la atención y la muchacha… Armand jamás olvidaría esa voz clara y cantarina.