No era raro que el arzobispo de Maguncia visitara a la abadesa del convento de Rupertsberg. A diferencia de Hildegard, su antecesora, que siempre estaba en discordia con el príncipe de la Iglesia, la reverenda madre que ahora ocupaba el cargo mantenía una buena relación con Siegfried II von Eppstein. El prelado de Maguncia celebraba ocasionales misas para las monjas y deliberaba acerca de asuntos conventuales con la superiora. Consideraba que las benedictinas tenían experiencia en los aspectos prácticos de la vida porque no vivían en una clausura tan estricta como otras monjas.
En general, las monjas de rango inferior no participaban en las deliberaciones entre el arzobispo y la abadesa; las únicas que se alborotaban eran las encargadas de la cocina, afanadas en servirle los mejores platos al prelado, y la bodeguera siempre sacaba el vino más añejo y noble de la despensa. Tanto más desconcertada se sintió Konstanze cuando la citaron en las habitaciones de la directora del convento.
La muchacha había rezado en la iglesia, pues faltaba muy poco para que hiciera los votos y le concedían mucho tiempo para meditar y dialogar con Dios. A menudo dicha circunstancia la superaba y en vez de rezar se concentraba en temas médicos o filosóficos o repetía fragmentos de poesía árabe. Había encontrado un tomo de poesías en la biblioteca, pero no se lo mencionó a la hermana María. Y por un buen motivo, puesto que no trataban de la ciencia o la fe: los poetas elogiaban la belleza de las mujeres y se apasionaban con el amor.
Konstanze se preguntó si tal vez habrían descubierto el libro en su celda. Aunque nadie pudiese leerlo a excepción de María, la mera presencia de escritos paganos en el dormitorio de las monjas conllevaba preguntas y castigos.
Los temores de Konstanze aumentaron tras encontrarse con la hermana María de camino a las habitaciones de la abadesa. Sin duda le pedirían que describiera el contenido del libro y entonces Konstanze se enfrentaría a un problema grave.
Sin embargo, al reconocerla, la hermana María le dedicó una sonrisa cordial: su vista empeoraba y el pasillo era oscuro. Pero en cuanto se acercó, la monja notó que algo afligía a su protegida.
—¿Estás preocupada? —preguntó—. Descuida. En primer lugar, todos tus secretos están a salvo conmigo y, en segundo, debe de tratarse de un problema médico. El arzobispo ha solicitado nuestra ayuda. A juzgar por los fragmentos de conversación oídos por la bodeguera cuando escanciaba el vino, en Maguncia acampan un par de miles de niños desorientados y algunos están enfermos.
—¿Un par… de miles? —preguntó Konstanze—. ¿De dónde han salido, por amor de Dios?
—La bodeguera no lo sabe, pero lo averiguaremos enseguida. Si desean que nos encarguemos de curarlos, tendrán que decirnos qué está sucediendo.
La hermana María llamó a la puerta con delicadeza. Konstanze permaneció detrás de ella y se sorprendió cuando la madre superiora contestó en el acto y las invitó a pasar.
Konstanze siguió a su maestra y besó el anillo del arzobispo que este les tendía a las monjas, si bien no parecía muy entusiasmado por el aspecto de la muchacha.
—¿Una novicia? —preguntó con escepticismo cuando Konstanze hincó la rodilla ante él. El prelado de Maguncia era un hombre gordo de estatura mediana y ojos pequeños de mirada astuta—. ¿Estáis segura de que queréis involucrarla?
—No es una novicia cualquiera —se apresuró a decir la abadesa—. La hermana Konstanze es una visionaria. Quizá mediante su ayuda Dios nos revele qué impulsa a esos niños.
Konstanze aguzó el oído.
—¿No sería mejor que hiciera los votos antes de que os la llevéis a Maguncia con vos? —preguntó el arzobispo—. Os digo que ese Nikolaus habla como los ángeles. ¡A las cistercienses se les escaparon doce novicias! Multitudes de minoritas se unen a los niños, aunque esos siempre están de viaje. Y la novicia se encontrará con hombres…
—La hermana Konstanze está a punto de hacer los votos eternos —dijo la hermana María—. Creo que resistirá a todas las tentaciones de Satanás, y si quienquiera que sea realmente habla como los ángeles, ello no supondrá ningún peligro.
Al oír las seguras palabras de la monja, el arzobispo frunció el ceño.
La abadesa se esforzó por sonreír.
—Nuestra hermana María proviene de tierras extranjeras y puede que haya malinterpretado vuestras palabras —dijo—. Pero es nuestra médica y dirige la botica. Más adelante la hermana Konstanze pasará a ocupar su puesto. La fe de mis monjas es sólida, reverendísimo, no os preocupéis…
El príncipe de la Iglesia se inclinó hacia atrás.
—Bien —replicó en tono resignado y cogió una pata de pollo. Un abundante almuerzo estaba dispuesto en la mesa ante la madre superiora y su huésped, aunque la abadesa aún no había probado bocado.
—Pues entonces informad a vuestras monjas de mis deseos —añadió.
Mientras el prelado comía, la abadesa contó la historia de Nikolaus y su cruzada. El muchacho y su séquito habían marchado de Colonia a Bonn. Después predicó en Coblenza, donde otros «inocentes» se unieron al grupo, y el día anterior había llegado a Maguncia. De momento, el ejército de Nikolaus estaba formado por veinte mil niños.
—La gentuza habitual que se une a una cruzada —comentó el prelado de Maguncia en tono malhumorado—. Bribones, rateros, putas… pero el muchacho le da la bienvenida a cualquiera que esté dispuesto a prestar el juramento del cruzado. ¡Incluso a las mujeres! Mujeres y muchachas en una cruzada, a que es inaudito, ¿verdad? Los caballeros bandidos de Sonneck y Reichenstein ya han aprovechado la situación. Los niños dicen que han desaparecido algunas muchachas, un par que se resistieron han sido violadas y están heridas. ¿Y quién ha de alimentar a todos esos mocosos? La población de Maguncia es muy generosa y ya he abierto las despensas, pero todo este asunto me resulta más que inquietante. ¿Adónde conduce…?
—A Jerusalén, si no me equivoco —dijo la hermana María con una sonrisa—, pero…
—… pero nadie cree que esos niños logren llegar hasta allí —completó la madre superiora.
El arzobispo Siegfried alzó las manos chorreantes de grasa.
—¡Los caminos del Señor son insondables!
Konstanze se mordió el labio y se preguntó si debería hablar de las visiones del pequeño Peter. En las últimas seis semanas se había encontrado varias veces con el pastorcillo, que estaba sano y de buen humor. La visión no se había repetido y Peter la había olvidado con rapidez, de ahí que Konstanze creyera que realmente se trataba de un malentendido, pero… ¿podía ser una casualidad? ¿Es que Dios había prestado oídos a las plegarias de Peter? ¿Acaso el ángel había escogido a otro?
—En todo caso, su eminencia el arzobispo nos ruega… —dijo la abadesa haciendo una reverencia en dirección a Siegfried— que prestemos ayuda a los niños enfermos y averigüemos qué está pasando en Maguncia. A lo mejor el Señor le revela a Konstanze, su visionaria, sus auténticos propósitos. Y si no fuera así, al menos haremos el bien. Así que empacad los remedios, hermanas, y tú, María, escoge un par de ayudantes, porque a solas Konstanze no irá muy lejos. Y haz que llenen el carro con víveres para que las despensas de la iglesia de Maguncia no se vacíen por completo.
La abadesa le sonrió al príncipe de la Iglesia y este pareció muy satisfecho.
—Emprenderemos viaje mañana temprano, justo después del Laude. A mediodía estaremos en Maguncia.
Konstanze siguió a su monitora hasta la botica como aturdida. No había delatado a Peter, pero podía simular una visión y contar lo visto después. Solo se preguntó a quién le resultaría útil semejante revelación: ella misma se convertiría en el centro de atención ¡y puede que incluso prefirieran su bendición! A ese Nikolaus lo interrogarían acerca de sus experiencias con mayor minuciosidad que antes, quizá de manera desagradable si sospecharan que había hecho causa común con Satanás. En todo caso impedirían que la cruzada se pusiera en marcha y ello supondría el fracaso de la huida de las cistercienses. ¿Y quizá… de la suya propia?
Desde que Konstanze oyera hablar de Maguncia sus ideas se arremolinaban. ¡Veinte mil niños y adolescentes! Nadie la encontraría si se mezclaba entre la multitud y ni siquiera Dios podría enfadarse con ella, al menos si realmente era cierto que quien había convocado esa cruzada era Él. ¡Entonces unirse a ella incluso era su deber! ¡Liberar Jerusalén era más importante que dirigir la enfermería de un convento de Hesse!
Konstanze casi logró convencerse de ello y el corazón le latía con fuerza mientras ayudaba a María a preparar remedios contra la fiebre y la diarrea, y a reunir cataplasmas y compresas para las heridas. La propia María no interrumpió sus cavilaciones, guardó silencio, algo raro en ella. En realidad, Konstanze había confiado en que la hermana médica le manifestara su opinión sobre la cruzada de los niños.
Pero María solo se dirigió a su discípula cuando la envió al dormitorio de las novicias tras la última oración del día.
—¡Que duermas bien, hija mía! —dijo con suavidad e hizo algo que jamás había hecho antes: la besó en la mejilla—. ¡Y no tomes la decisión equivocada!
Konstanze se ruborizó. ¿Acaso la monja le leía el pensamiento?
Así pues, durmió mal y no dejó de dar vueltas en su duro lecho. No descansaría más incómodamente durante el viaje a Tierra Santa… Konstanze había tomado su decisión.
Era evidente que la hermana María lo sabía cuando, justo antes de la partida, reunió a su pequeño grupo de adormiladas ayudantes y les entregó un hatillo con remedios a cada una.
—Todas sabéis emplearlos y deberían de ser suficientes para tratar la mayoría de las heridas. Los casos complicados me los remitiréis a mí o a la hermana Konstanze —ordenó a las otras cinco monjas, tal vez escogidas más por la solidez de su fe que por sus conocimientos médicos.
La propia Konstanze recibió un hatillo más abultado, de peso mayor que el de los demás. De camino al carro aprovechó la luz de una antorcha para echarle un vistazo y se sonrojó: encima de las hierbas curativas reposaba el libro de poemas orientales, un regalo de despedida.
Apenas amanecía cuando el pesado carro cargado de limosnas para los cruzados y ocupado por siete benedictinas, que se despertaron del todo debido al traqueteo, avanzaba a orillas del Rin. A su lado, la abadesa montaba en un caballo castrado. Konstanze contemplaba el resplandor plateado del río y las sombras fantasmagóricas proyectadas por árboles, rocas y arbustos, al principio a la luz de la luna y después de la aurora. Había estado en pie cada noche durante tantos años… pero la belleza del mundo había permanecido oculta tras las paredes del convento.
A esas horas apenas transitaban viajeros por los caminos en torno a Bingen, así que Konstanze se sorprendió al distinguir una figura menuda que avanzaba en dirección a Maguncia en medio de la penumbra. Parecía cargar con el peso del mundo en su mísero hatillo y Konstanze se apenó. Pero cuando se aproximaron reconoció a Peter, su pequeño amigo.
—¡Deteneos! —ordenó la novicia con tanta alarma que el cochero, un mozo de los edificios anexos al convento, le hizo caso.
Cuando los caballos se detuvieron la monja bajó del carro.
—¡Peter! ¿Adónde te diriges sin tus ovejas, Peter, por amor de Dios?
El niño la miró con el rostro anegado en lágrimas y expresión desesperada.
—A Maguncia —contestó en tono ahogado—. He oído que… que hay una cruzada.
Konstanze se acuclilló ante él para mirarlo a la cara. Podía ser que la abadesa no lo aprobara; ya notaba su mirada enfadada en la nuca, pero en ese momento no le importaba.
—¿Lo oíste de verdad, Peter, o has vuelto a tener una visión?
El pequeño negó con la cabeza.
—Me lo dijo Michel, y también que incluso aceptan hijos de jornaleros. Exactamente como dijo el ángel…
Konstanze se esforzó por no impacientarse.
—Puede ser, Peter, pero ¿por qué quieres ir a Maguncia? ¿No acordamos que sería mejor que permanecieras junto a tu rebaño?
—Sí… es verdad… —contestó el niño y las lágrimas resbalaron por sus mejillas—. Pero ¿qué dirá el Señor? Puesto que no quería predicar y tampoco rezar, ¿no me enviará al infierno?
Konstanze le acarició el pelo.
—Sabes cuál es el primer deber de un pastor, ¿verdad, Peter? Pase lo que pase, el buen pastor permanece junto a su rebaño, y eso es lo que el Señor quiere que hagas. De lo contrario hubiera vuelto a llamarte. Ya hemos hablado de ello, ¿recuerdas?
Peter asintió.
—Claro que ahora ha escogido a otro —murmuró, y Konstanze creyó oír un deje de esperanza en su voz.
—¡Pues eso! Ha renunciado a ti gracias a Su infinita bondad, así que te quedarás en tu sitio. ¿Me lo prometes?
Peter asintió con gesto vacilante.
—¿Ante Dios y los ángeles?
Konstanze ignoraba el motivo de su insistencia, ¿o acaso lo sabía? La noche anterior había tomado conciencia del trayecto que debería recorrer esa cruzada: los Alpes, el mar, el desierto… un esfuerzo infinito. Debía evitar que ese niño se uniera a la cruzada.
—¿Incluso si otros niños de tu aldea emprenden viaje? ¿Incluso si insisten?
—¡Permaneceré junto a mis ovejas! —prometió Peter.
Aliviada, Konstanze le besó ambas mejillas; después volvió a montar en el carro, y no respondió a las preguntas curiosas de sus correligionarias. Elevó una oración pidiendo a Dios que la perdonara por no haber librado más que a un único niño de esa cruzada. Por sacrificar miles de vidas en aras de su propia libertad.