—¿Queréis acompañarme, Wolfram? —preguntó Gisela en tono suave y con mirada tímida—. Está oscureciendo y no me gusta atravesar el patio del castillo a solas. Temo que los hombres me digan groserías.
Rupert, a quien acababa de entregar su caballo, enrojeció de ira.
—¿Quién osa deciros groserías, señorita Gisela? —preguntó—. Decídmelo y daré su merecido al bribón… ¡aunque sea un caballero!
Gisela le lanzó una mirada de reprobación. ¿Qué se había creído aquel muchacho? Si no callaba, echaría por tierra su maravilloso plan; además, Wolfram tardaba en reaccionar ante su propuesta. Ya había cumplido los dieciséis, pero aún parecía muy infantil y tímido. En ese momento también vacilaba entre el espanto y la admiración ante las palabras del mozo de cuadra y no parecía dispuesto a ofrecerle su protección a Gisela.
—Bastará con que no me vean cruzar el patio sola —añadió Gisela. De todos modos, no corría el menor peligro: nadie osaría acercarse a ella en el castillo de su padre—. ¿Venís, Wolfram?
El doncel asintió por fin con la cabeza y dijo:
—Pero antes he de encargarme de mi caballo.
Gisela vio cómo el enorme semental negro casi lo arrollaba mientras lo conducía a la caballeriza. El animal quería alcanzar el pesebre donde le esperaba el forraje y apenas reparó en la presencia del muchacho, que, más que conducirlo de las riendas, colgaba de estas. Cuando quiso desensillarlo incluso le lanzó una dentellada y al final Wolfram salió del box alzando la silla de montar cual escudo, para evitar las coces del animal.
—Quizá Rupert podría almohazar al semental —sugirió Gisela, procurando ayudarlo y lanzándole una mirada suplicante al mozo, que protestó un poco pero se hizo cargo del caballo.
Gisela intentó entablar conversación con el doncel, pero al salir notó la mirada de Rupert en la espalda y entonces se le ocurrió que sería más sencillo dejarse raptar por el joven mozo de cuadra. Dimma afirmaba que estaba enamorado de ella, o que al menos la admiraba. Si se le insinuara un poco…
Pero ello no solucionaría su dilema, porque no podría vivir en el castillo de su padre como mujer de un mozo de cuadra… Además, puede que Rupert necesitara el permiso del castellano para casarse. Si se entregaba a él, solo conseguiría convertirse en una furcia. Así que no tenía otra opción que recurrir a Wolfram. ¡Ojalá fuera un poco más caballeroso y galante y, sobre todo, más adulto! Pero Wolfram se asemejaba a un niño enfundado en el cuerpo de un hombre casi adulto.
Por lo menos, ahora caminaba junto a Gisela y charlaba con ella. Y ella descubrió que a veces la miraba con ansias; solo le faltaban la pasión y el coraje de atreverse a raptarla. De momento, Gisela lo veía todo negro y encima el día de su boda con Odwin se acercaba irremediablemente. Si no había otra solución, tendría que sugerírselo ella misma… Menuda papeleta.
—¿Queréis salir a cabalgar conmigo mañana, Wolfram? —preguntó en tono zalamero cuando el doncel iba a despedirse de ella ante sus aposentos—. Suelo cabalgar con la vieja Dimma pero a ella no le gusta galopar. Si os apiadarais de mí… Al fin y al cabo, pronto seremos parientes, así que resultaría aceptable.
Wolfram se sonrojó, y Gisela creyó ver que sus orejas se ponían tiesas. No resultaba mucho más atractivo que su padre, aunque no era tan gordo, desde luego, y aún conservaba una abundante cabellera rubia. Pero al menos le aseguró —en tono cortés y casi sin tartamudear— que estaba a su disposición.
—Soy… seré algo parecido a… vuestro hijastro.
Gisela se preguntó si, como su madrastra, tendría permiso de castigarlo y casi suelta una carcajada histérica.
Poco después, cuando se lo contó a Dimma, esta puso los ojos en blanco.
—¡Has de embellecerme para que no pueda resistirse a mis encantos! —pidió Gisela.
—Debéis moderaros, niña. Si cabalgáis como soléis, lo perderéis de vista tras la primera curva —aconsejó la vieja doncella lanzando un suspiro.
—Caerá rendido a mis pies, no lo dudes —contestó Gisela con una risita—. Solo tendré que aceptar su proposición de matrimonio.
Pese a que su protegida era muy bonita, Dimma dudó que el éxito coronara sus esfuerzos. Si ese doncel no se percataba de su belleza, probablemente era que le atraían los de su propio sexo. ¡O bien era ciego y sordo!
Pero Wolfram von Guntheim no era ciego ni sordo y tampoco soñaba con caballeros, sino solo con mujeres y muchachas. Más exactamente, hacía semanas que soñaba con Gisela von Bärbach, si bien su fantasía se diferenciaba de la realidad de manera considerable. Le disgustaba su actitud sincera y vivaz, y sobre todo sus intentos de insinuarse, porque Wolfram deseaba conquistarla por sí mismo. Lo que quería era una mujer tímida y sumisa, no una pequeña valkiria segura de sí misma que montaba mejor que muchos hombres y cuya expresión siempre era burlona.
Cuando Gisela reía, le recordaba a su última madrastra. Wolfram apretó los puños y trató de borrar esa imagen. Ethelberta había sido muy bonita y casi tan joven como Gisela. A diferencia de sus antecesoras, no procuró tratarlo como una madre, sino que bromeaba, le tomaba el pelo y lo provocaba… ¡como si él fuera un hombre! Pero cuando intentó aproximarse a ella como hombre, lo había rechazado.
Afirmó que tenía miedo de su padre y que en ningún caso podía engañarlo, pero Wolfram sabía que no era verdad. ¡Ethelberta se había reído de él, no cabía duda! Nadie lo tomaba en serio, los demás solo se mofaban de él: las mujeres, su armero, incluso su padre.
Sin embargo, el mayor anhelo de Wolfram era obtener el respeto de Odwin. ¡Si solo se pareciera un poco a él! Odwin era un hombre y un caballero, a sus espaldas nadie decía que era un blandengue. Sus hombres lo respetaban y las mujeres se mostraban sumisas. Nadie se reía ni se burlaba del padre de Wolfram, al menos no durante mucho rato.
Wolfram se acordaba de la joven Ethelberta y también de Fredegunda, su antecesora. Esta era mayor y más segura de sí misma, y siempre lo contemplaba con expresión irónica cuando se encontraba con él, aunque en presencia de su padre su actitud cambiaba por completo. Tras la primera noche pasada con su padre, bajaba los ojos con timidez. A partir de entonces, bastaba con una palabra de Odwin para que Fredegunda hiciera una reverencia, lo besara cuando él se lo ordenaba y callara cuando se la presentaba a sus amigos como si fuera un perrito faldero. En el caso de Ethelberta, todo ocurrió con rapidez aún mayor. Tras la noche de bodas, al único que ambas le tomaron el pelo fue a Wolfram, además de provocarlo cruelmente.
Wolfram creía saber cómo su padre sometía a las mujeres; solía rondar los aposentos de su padre y oía los gritos de ellas, pero para tratarlas de ese modo era necesario pasar por el matrimonio. Una muchacha debía pertenecerle a un hombre por completo. Las mujeres como Gisela solo tomaban en serio a un hombre cuando estaban a su merced.
Sumido en esas sombrías cavilaciones, Wolfram se dirigió a la caballeriza para ensillar su semental antes de salir a cabalgar con Gisela. Como siempre cuando entraba en el box, el caballo levantó la cabeza, alzó las patas traseras y lo amenazó con los cascos.
El muchacho buscó un látigo para dominarlo, pero como de costumbre no había ninguno a mano. Von Bärbach era un guerrero, pero amaba a los caballos. Consideraba que azotarlos era una insensatez, y además les daba rienda suelta a todos, excepto a Wolfram, su doncel.
Wolfram se consoló con la idea de que con las mujeres ocurría lo mismo que con los caballos: ¡necesitaban un amo! Cogió la vaina de la espada para intimidar al obstinado animal y ponerle la brida. ¡Cuán distinto había sido antaño, cuando montaba el poni que poseía de niño! En aquel entonces nadie se había metido con él si le hincaba las espuelas o lo azotaba, y el poni no tardó en volverse obediente. Nunca se revolvía cuando lo sujetaba y tampoco trataba de pisotearlo. Pero ahora debía montar ese semental y tanto Bärbach como sus caballeros no dejaban de insistirle en que debía domeñarlo mediante la destreza, no la fuerza.
Y en las cortes galantes les decían lo mismo a los caballeros con respecto a las mujeres: que utilizaran palabras bonitas y dulces, una canción, un tierno coqueteo… Wolfram prefería el procedimiento directo de su padre, tanto con los caballos como con las muchachas. Pero claro, eso era imposible con una señorita de la nobleza como Gisela a menos que fuese su esposa.
Si solo hubiera sabido qué se proponía al insinuársele… ¿Qué pretendía con esas bonitas palabras y la invitación a cabalgar? ¿Quería tomarle el pelo? ¿O acaso realmente él le agradaba más que su padre? Wolfram se relamió los labios. Si ello fuera verdad, entonces quizá podrían llegar a un arreglo tras la boda. Si es que entonces ella aún lo deseaba…
Pero ¿desvirgar a la prometida de su padre? Wolfram jamás hubiera osado interponerse en el camino de Odwin. En el mundo de los caballeros había muchas cosas que le daban miedo, pero más que caerse del caballo en una justa y hacer un papelón como espadachín, temía la ira de su padre. Raptar a Gisela era impensable.
Así pues, el paseo transcurrió sin que ocurriera nada interesante. Gisela cabalgó a lomos de Esmeralda junto al caballo de batalla de Wolfram, pero sus intentos de coquetear fracasaron. Wolfram parecía desconfiado y además tenía que aplicar toda su fuerza y concentración en controlar al semental, que carecía de la inhibición de su amo y trataba de hacerle la corte a Esmeralda. Tras media hora, Gisela empezó a envidiar a la yegua… y a dudar de su propio poder de seducción.
Cuando regresaron a las caballerizas estaba agotada. Rupert se encargó de Esmeralda al tiempo que le lanzaba miradas ceñudas a Gisela. Parecía enfadado y haber desarrollado un auténtico odio por Wolfram. Era evidente que este sentía lo mismo, pero también parecía temeroso del mozo en cuanto Rupert se aproximaba y lo observaba con una sonrisa airada o desdeñosa mientras el doncel desensillaba o almohazaba al semental.
Gisela a duras penas lograba controlar los sentimientos que le despertaba el mozo de cuadra. Cuanto más le hacía la corte a Wolfram ante la mirada de Rupert, tanto mayor era su vergüenza. No estaba enamorada de Rupert, pero de niña lo había adorado y aún le daba importancia a su opinión. Por más que tuviera presente la diferencia de categoría entre ambos, Gisela ansiaba que Rupert la respetara. Hacía tiempo que se había ganado su respeto como cetrera y amazona, pero su coqueteo galante con el blandengue de Wolfram debía de irritar a su amigo de infancia.
Y entonces, cuando solo faltaba una semana para la boda y Gisela se lanzó a coquetear con Wolfram con creciente ansiedad, Rupert no lo soportó más. Esa mañana la siguió desde las caballerizas hasta el cobertizo de los halcones: le había dado un penique de cobre al cetrero para que desapareciera durante una hora.
Rupert se deslizó en el cobertizo detrás de la muchacha sin que esta lo notara, concentrada como estaba en acercarse a una de las aves gorjeándole a fin de ponerle la capucha.
Pero el mozo la interrumpió. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, la muchacha se volvió asustada. Él la cogió de los antebrazos y la sostuvo como si fuera una muñeca.
—Debéis… debes decirme, señorita… esto… Gisela… —se lio.
En sueños se dirigía a ella por su nombre de pila, como cuando eran niños. Y en ese instante, cuando la obligó a mirarlo a la cara, tampoco le pareció correcto hablarle en tono formal: Gisela ni siquiera lo notaría. Además, ese día la muchacha no iba vestida como una aristócrata: no llevaba ropas de vistosos colores ni mangas anchas enjoyadas. Para visitar los halcones se ponía un viejo traje de amazona y tampoco se cubría el rostro con un velo. A esas horas casi no había ningún caballero en las caballerizas.
Gisela le lanzó una mirada furibunda. Estaba asustada, pero no era verdadero temor ante su amigo de infancia.
—¿Qué es lo que debo decirte, Rupert? —preguntó en tono suave—. Sea lo que sea, lo haré con mucho gusto. No hace falta que me descoyuntes los brazos, no me escaparé.
Él la soltó.
—¡Debéis… debéis decirme qué ves en él! —soltó—. ¿Qué sientes al contemplar a ese… ese inútil de Wolfram? ¿Por qué le haces ojitos? ¿Qué tiene él que no tenga yo? —Su mirada traslucía el dolor causado por un amor sin esperanzas. Gisela era tan bonita… incluso ahora, con aquel vestido raído y su cabello solo trenzado. Ese peinado la hacía parecer más joven y Rupert recordó a la niña de antaño; no comprendía que no la hubiera amado ya entonces.
—Un título de nobleza —contestó Gisela, suspirando, y se sentó en una paca de heno—. Ven, Rupert, siéntate a mi lado. Te lo contaré todo.
Durante la hora siguiente le habló como si fuera su igual; al fin y al cabo, ya le había confesado pequeños percances cuando era una niña, para que la protegiera de la cólera de Margreth, su madre. Pero ¿qué podía hacer él frente a la voluntad de Friedrich von Bärbach y Odwin von Guntheim?
—¡Yo podría raptarte! —propuso Rupert en cuanto ella dejó de hablar—. Escaparemos juntos e iremos a una ciudad. Dentro de un año seré libre y podré casarme contigo —añadió y se arrodilló ante ella como si fuera un caballero.
—¿Y hasta entonces? —repuso Gisela en voz baja y se apartó un mechón rubio de la frente. Sentía pena por Rupert, pero él no podía ayudarla—. ¿Viviremos juntos en pecado? ¿Quién crees que nos acogerá, dónde crees que encontrarás un trabajo? He pensado en todo eso, Rupert, y es imposible.
—Pero… pero ¡si tú me amaras…! —exclamó desesperado y la contempló.
Gisela negó con la cabeza y le tendió las manos para ayudarlo a ponerse en pie.
—Te aprecio mucho, Rupert, pero no te amo, y tampoco a Odwin ni a Wolfram. Y tú acabas de decirlo: para cargar con la vida que nos esperaría, tendría que amarte más que a nadie en el mundo. Lo siento, pero no puedo. Si fueras un caballero, la desesperación haría que me marchase contigo: lo único que se espera de una mujer es que estime a su marido.
—¿Y tú estimas a Wolfram?
Gisela no respondió.
Presa del abatimiento, Gisela estaba tendida en su lecho y procuraba conciliar el sueño. Solo faltaban cuatro días para la llegada de Odwin y la boda, y la única posibilidad que se le ocurría era apelar directamente a Wolfram. Semejante descaro supondría una profunda humillación, pero un caballero como él no podría negarse a la solicitud de una dama.
A fin de cuentas no tenía importancia que estimara o amara a Wolfram, puesto que de todos modos el doncel se mostraba remiso a tratar de conquistarla, por no hablar de raptarla. En realidad Wolfram no era un caballero y no tenía ni idea de modales cortesanos, así que la muchacha preveía un nuevo fracaso. Caviló una y otra vez y descartó una idea tras otra. No existía un modo adecuado de tener éxito, sobre todo porque no podía criticar despiadadamente a su futuro esposo oficial, puesto que era el padre de su «caballero escogido».
De pronto oyó un ruidito: alguien había arrojado un guijarro contra el pergamino que cubría las ventanas de sus aposentos para protegerse del viento y el frío. ¿Acaso Wolfram se había animado a actuar como un caballero galante? Gisela trató de ponerse en situación y asimilar en un solo instante los años que solían separar las primeras serenatas de un caballero galante ante el balcón de una dama y un posible rapto.
—¡Asómate, Gisela!
Esa voz no era la de Wolfram. Gisela suspiró, pero no tenía nada que perder, así que se puso el abrigo encima del camisón y salió al rellano que daba a la escalera del patio.
Rupert aguardaba al pie de la escalera mirando en torno con inquietud pero con expresión orgullosa por haber logrado que la chica saliera. ¡Y por disponer de una solución a su problema!
—¡Ya sé qué debemos hacer, Gisela! No temas. Huiremos al amparo de la oscuridad y no será necesario que te rapte y… y tampoco tendrás que yacer conmigo. No antes de… de que comience la Edad de Oro y haya sido armado caballero.
Gisela frunció el ceño. ¿De qué hablaba Rupert? Era imposible que alcanzara el rango de caballero, ni siquiera si prestara servicio como soldado. No poseía nombre ni posición. Presa de la impaciencia, volvió a manifestarle sus objeciones.
—Pero todo eso ya no importará cuando llegue la nueva era —la contradijo él—. Claro que aquí solo soy un siervo. Mas todo cambiará en el nuevo mundo de Dios, en la Ciudad Santa. ¡Iremos a Jerusalén, Gisela! ¡Liberaremos Jerusalén!
Susurrando y presa de la excitación, ambos se sentaron en las escaleras y forjaron un plan. Rupert le habló de Nikolaus, de su visión y de la tarea que Dios le había encomendado. Gisela ya había oído hablar de esa cruzada, de los innumerables niños que se reunían en Colonia y en sus alrededores para seguir a Nikolaus. Se llevaría a Esmeralda y también las joyas que Jutta von Meissen le había regalado. Si las vendía, dispondrían del suficiente dinero para la peregrinación a Tierra Santa. Incluso si el mar no se abría ante Nikolaus y sus huestes, podrían pagarse una travesía en barco.
Al principio, Rupert caminaría junto a Gisela; los jóvenes cruzados llegaron a un acuerdo: no iniciarían su nueva vida robándole un caballo a Von Bärbach.
—Aunque en realidad da igual —añadió Rupert—, puesto que yo me estoy robando a mí mismo.
—Pero ¡te ofreces a Dios! —dijo Gisela—. Una vez que hayas prestado el juramento de los cruzados, todo saldrá bien.
En realidad ignoraba si eso era así, pero seguro que Friedrich von Bärbach no se enfrentaría al arzobispo de Colonia por un mozo de cuadra. La muchacha supuso que Nikolaus reunía su ejército bajo la protección del príncipe de la Iglesia. Rupert había oído que ya acampaban cientos y quizá miles de niños en Colonia, y que todos los días su número aumentaba.
—No llamaremos la atención —la tranquilizó el muchacho; Gisela confió que estuviera en lo cierto. Y que Nikolaus emprendiera pronto su cruzada.
Dos noches antes de la boda acabaron los preparativos. Rupert volvió a subir por la escalera que daba a los aposentos de Gisela. La muchacha lo aguardaba con las mejillas arreboladas por la emoción y dispuesta a partir. Sudando y resollando, Rupert descendió las escaleras con el equipaje.
De pronto la vieja doncella apareció ante ellos. No llevaba un camisón, como era de esperar a esas horas de la noche, sino que iba completamente vestida.
Gisela la contempló atónita.
—¿Cómo… cómo lo sabes?
—¿Que queréis escapar? —dijo Dimma, poniendo los ojos en blanco—. Lo lleváis escrito en la cara, niña. Quien os conoce se percata de ello. En las dependencias de la servidumbre también se habla de lo que ocurre en Colonia, de los inocentes que quieren conquistar Jerusalén… Era de prever que nuestra señorita Gisela no dejaría pasar la oportunidad.
—¿Así que nos dejarás marchar? —preguntó Gisela en tono esperanzado—. ¿No nos delatarás?
Dimma hizo un gesto negativo y sacó el hatillo que llevaba bajo el manto.
—No podría, y además ni siquiera estaré aquí. Yo también tengo un corazón puro, jamás he cometido una maldad en toda mi vida. El Señor me aceptará. Le prometí a mi ama que cuidaría de vos, así que ahora no permitiré que escapéis con un mozo de cuadra, ¡aunque sea a la Ciudad Santa! Nos separan muchas noches de la Ciudad Santa y tú, muchacho, ni siquiera posees una espada para defender a la señorita Gisela. Pero yo seré dicha espada.
—Pero será… será una cruzada de la paz —dijo Gisela.
Dimma sonrió.
—Tanto mejor. Todos hemos de hacer buenas migas. Ensilla mi yegua, muchacho. Hemos de ponernos en marcha, de lo contrario hoy no alcanzaremos Colonia. Y sería mejor encontrarse en el interior de las murallas antes de que vuestro padre note vuestra ausencia, señorita mía.